A través de los ventanales veo el bríllo de la piscina bajo el cielo encapotado. La brisa de la tarde varea los últimos destellos de los chopos. Al fondo, los montes han perdido perfil: son una imprecisa mancha de verde sucio por detrás de la niebla. Los gorriones rebañan sobre la mesa las migas de la merienda. Un momento antes vigilaban esbeltos sobre el respaldo de una silla la soledad de los restos. Ahora, ya confiados, apuran el botín hechos casi una albóndiga de plumas. Toda urgencia nos rebaja. El día ha sido una isla. Si el verano fuera el mar rojo, estas horas que terminan hubieran podido ser un capítulo de Wenceslao F. Flórez. Gris insular que le da vuelta a los bolsillos del alma. Que echa fuera las pelusas de lo oscuro. Polen infecundo que vuela casi ingrávido. Amaneció sin fuerza hoy la luz y dio tiempo a mirarse por dentro. La ventana era brocal y en el pozo bailaba el agua azul intriga de las piscinas. Ayer habíamos bajado sin miedo al sol de dentro. Hoy miramos la superficie y es un espejo de chopos. Nos vemos también entre ellos. Un vaso con hielo entre las manos y unos pájaros que le han perdido el recelo a la casa y hasta a nosotros. Estamos tan quietos. Tan en paz. Tan a la sombra de esta isla que fue hoy el día.
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