jueves, mayo 22, 2008

Campo de amapolas blancas

Tres días atrás recibí el correo de un amigo recomendándome la lectura de Campo de amapolas blancas, de Gonzalo Hidalgo Bayal. Ayer compré el libro a media mañana en Paradiso. Lo leí a la tarde. Novela de alrededor de noventa páginas. Historia que acontece en la imaginaria Murania. Habla de la vida de H. El narrador fue su amigo desde la escuela —ambos fueron alumnos de los hervacianos—, hasta el tránsito convulso de la juventud, cuando sus vidas comenzaron a distanciarse definitivamente. El primero de sus capítulos es una especie de prólogo que pone sobre aviso al lector del modo en que se afronta la escritura de lo contado. Habiendo comenzado todo veinticinco años atrás, se advierte que no puede entonces esperarse precisión y detalle, sino sólo apuntes de lo que en la memoria permanece al cabo del tiempo. Así es. Lo recordado son jirones. Episodios que dan noticia de cómo se forjó la amistad entre narrador y H en la infancia. La estancia de ambos en París el verano previo a su ingreso en la Universidad. Los días que compartieron en los estíos de Murania cuando ambos ya parecían enfocar sus gustos y su vida por derroteros diferentes. La lenta e imparable declinación hacia lo marginal de H. Fueron en el comienzo vidas paralelas, insegura formación de hombres que tantean, antes de serlo defintivamente, el suelo, el aire y la luz que a su paso encuentran. Que viven, como todos, en un lugar y en un tiempo precisos, el de los años sesenta y setenta en las provincias de “un viejo país ineficiente”, que decía Gil de Biedma. En ese ámbito se definen dos vidas. La del narrador enderezándose en la seguridad de lo convencional. La de H diluyéndose finalmente como esa lluvia sobre la que iba guardando cuantas citas encontraba en sus lecturas. Todo se narra con un tono premeditadamente distante. El capítulo inicial fija esa perspetiva. Y sin embargo, compensando esa aparentemente objetiva disección del pasado, la novela está veteada de una elegante sensibilidad poética. La parquedad expresiva tiene, cuando se usa con pericia, la virtud de la connotación, de la interpretación entusiasta. Esa amapola blanca a la que alude el título y que nunca creció en los campos murgaños es la metáfora de un paraíso que más que perdido se desvela ilusorio, o al menos tan frágil y fugaz como la nieve que es la flor de los almendros en la cita inicial de Camus. Un paraíso tras el que se desorienta una vida que como único vestigio de su confusión deja tras de sí la abstracción colorista de una lámina de Kandinsky colgada en la pared del piso de un brigada. Un rastro que se antoja demasiado inconcreto para el olfato de un guardia civil que sólo tiene la certeza, como el propio Camus, de que “los hombres mueren y no son felices”.
(Coda preventiva: No aspiran a ser estas impresiones reseña de suplemento literario en diario de prensa, sino sólo la nota pergeñada en un diario personal en el que a veces se escribe de literatura cuando a uno le conmueve lo que lee.)

4 comentarios:

Nuca dijo...

Estos días en Brasil me reencontré con un amigo, ahora ya viejo, de la infancia. Nunca pude pensar que aquellos niños tan identificados pudieran dar lugar a vidas tan distantes (incluso geográficamente)

Miguel Sanfeliu dijo...

Estuve hojeando este libro hace unos días y tus palabras confirman que el libro vale la pena. Intentaré hacerme con él, aunque, como sabes, uno ya no da a basto con las lecturas pendientes.
Un abrazo.

Lula Fortune dijo...

Gracias por la prevención, pero eso es lo que busco: historias de las que uno habla porque le conmuevan, no por el docto oficio de criticador buscadas.
Besos nocturnos.

DIARIOS DE RAYUELA dijo...

Gracias Occam, Migel y Lula por pasaros por aquí y dejar vuestros comentarios. Como digo en la entrada, la recomendación del libro me llegó a través del correo de un amigo. En él decía que estaba convencido de acertar con el consejo. Así fue. Espero yo también acertar con la entrada, acercando al libro a unos cuantos lectores amigos para que disfruten de su lectura. Un abrazo.