
Leo siempre con una lapicera en la mano. Tal es la costumbre que si me encuentro sin mi fetiche cuando tomo el libro con el que ando, se me hace difícil meterme, al menos al principio, en sus páginas, pues el extravío del grafito, aunque sea momentáneo, me desasosiega. Acompaño además el ritual con una fina pero firme regla de quince centímetros que le tomé prestada hace ya mucho tiempo atrás a mi hijo y que no le he devuelto desde entonces —que la dé por perdida—. Me sirve de marcapáginas a la vez que me permite subrayar con trazo seguro en lo que leo aquellas citas sobre las que juzgo debería volver, por placer o reflexión, en la relectura.
El lunes estuve en Paradiso. Me encontré allí con Víctor Guerra. Charlamos sobre las vacaciones. Me hice luego con un par de libros:
La vibración del hielo, de Jordi Doce e
Historia secreta de Costaguana, de Juan Gabriel Vásquez. Chema me dijo que ya había leído el primero de ellos semanas atrás. Que era un gran libro. Así que le fui hincando el diente enseguida, mientras paseaba un rato por el Muelle, a esa hora del café de media mañana que tanto se disfruta cuando el sol es franco pero ligero y uno demora, con culpabilidad dulce, el regreso a la mesa de trabajo. Desde el rompeolas al cerro, picoteé aquí y allá el libro de Doce. Su miga. Esa miga de los libros recién comprados, caliente y con olor a tahona, que da gusto echarse a la boca. Ayer lo leí con calma. Con lápiz y regla. Con placer creciente. Con subrayados, pues, abundantes. Porque aunque se trata de las anotaciones correspondientes al año 1998 del diario de su autor, y por tanto —pudiera así pensarse al menos— el relato de sus cosas más personales en esos días, casi nada de lo escrito nos resulta ajeno, pues todo lo que se cuenta tiene la consistencia de los posos, del precipitado que deja la búsqueda permanente de una manera de estar en el mundo. Se dice en la página 27: “
Se lleva un diario o un cuaderno de notas por muchas razones. En mi caso, poco me importa anotar lo vivido. Yo anoto más bien para ampliarlo”. No creo que el verbo ampliar sea el más preciso. Quizás, sí, el más modesto. Y el autor es prudente siempre en el trato con la vanidad —como poco partidario de la ironía, que define como “
una forma sutil de orgullo”, o del ingenio (“
afectación narcisista”)—. Después de leído este diario uno elegiría otro verbo para rematar la anterior cita. El verbo profundizar. Porque la ampliación es añadido, circunloquio; mientras que la profundización es un viaje hacia lo que está dentro. Aquí, en concreto, a la entraña misma de la reflexión. Se suceden los días, las estaciones, las ciudades (Gijón, Oxford, Londres), los paisajes, la labor cotidiana, el viaje (Córdoba, Granada, Übeda), las películas (
Shorcuts,
Mrs. Dalloway), las lecturas y traducciones… De todo queda una coda, explícita o intuida, que nos pone en la pista de que lo que se vive termina por transformarnos, por hacernos distintos. Meditar sobre ello, y el diario asi concebido tiene mucho de introspección, debería hacernos además mejores. Damos en la escritura nuestra mejor versión. Le ganamos en ese espacio y en ese tiempo la partida al envés de nuestras almas. El ruido que es la vida, esa vibración del hielo, ese latido de lo que somos, de lo que nos sale al paso o de lo que se observa y finalmente convertimos también en algo propio, es la fascinación que mueve a quien escribe: “
el ruido me fascina, como el umbral de una puerta cuyo destino ignoramos”. Antes de cruzar ese ámbito, no es mal hatillo echarse a la espalda una cosecha tal de palabras sensatas y bien engarzadas. Termina el libro con el final de año, época de balances. Conviene en esos días tener a mano un cuaderno así.
Conforta y consuela, dice Doce. Y lo subrayo de nuevo con mi lápiz. Con el trazo firme que me procura esta regla breve sobre la que vibra, ahora ya perceptiblemente, el hielo de los días. Y me siento igualmente confortado.