jueves, noviembre 16, 2006

Así nacieron Las Edades del Hombre


Rescato esta deliciosa curiosidad del libro Segundo Abecedario, de José Jiménez Lozano, editado por Anthropos. Corresponde a un apunte fechado en 1986. V, que no es otro que el sacerdote José Velicia, fallecido unos años después, le habla a Jiménez Lozano de una exposición de arte sacro catalán. De repente, y espoleados, supongo, por el deseo de que también sean conocidos los tesoros de la Iglesia castellana, profundos conocedores ambos de lo que ésta alberga no sólo en sus catedrales, sino también en las pequeñas iglesias de los pueblos, en los más recónditos monasterios, idean lo que hoy todavía sigue siendo uno de los más hermosos proyectos culturales de este país: Las Edades del Hombre.

Un proyecto. V. me habla de una exposición de las obras de arte que guardan las iglesias, museos y monasterios catalanes. ¿No se podría hacer algo parecido aquí? Pero de otro modo a como se suele hacer. No se trata de sacar los trastos y ponerlos ahí, a la ventana, en exposición, y tampoco necesariamente de recurrir al esquema de supuesta evolución de las formas, que implica la idea muy agradecida pero falsa de que en arte hay progreso como en las máquinas de los trenes. Se trataría de sacar pintura, escultura, libros y música de una altísima categoría que están diseminados y a veces ocultos y desconocidos, y situar la obra de arte o la escritura en su Sitz in Leben para decirlo pedantemente; y con una cierta narración. No haría falta más que abrir los ojos para, viendo como un artista romántico y otro barroco pintan o esculpen un Cristo Crucificado, comprender lo que hay detrás en cada caso: una teología, una estética, una sensibilidad, una concepción del hombre, y del mundo tan distintas. Y comparar las obras de prestigio con las que no tienen ninguno, y a ver qué pasa. A ver qué es lo que se nos ocurre, primero. Y a ver dónde están los dineros, después. Y a ver cómo se logra realizar lo que uno se imagina. Pero, por escribir unas páginas más y levantar un castillo en el aire con palabras, que no quede.


Y se realizó. Y justamente el día en que se hizo esa entrada en el diario, se inició la aventura. Bendita –nunca mejor dicho- aventura.

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