viernes, noviembre 17, 2006

Cadaverina

Leo en la prensa la azarosa vida (valga la paradoja) del cadáver de Perón. En 1987, trece años después de su muerte, se profanó el sarcófago donde reposaba el general y se le mutilaron las manos, por las que se exigía a su partido alrededor de ocho millones de dólares de rescate. Nunca más aparecieron. Ahora, transcurridos treinta y dos años de su fallecimiento, se le ha renovado el ataúd, sustituyendo el viejo cajón de roble que lo contenía. Además se ha aprovechado la muda para buscarle una nueva ubicación, llevándolo desde el cementerio donde se hallaba hasta un mausoleo temático que se está instalando en la que fuera su residencia de fin de semana; y también para arrancarle a la momia algunos pedacitos con los que analizar su ADN, a ver si coincidía con el una supuesta hija que venía litigando por derechos hereditarios. Finalmente se ha desechado cualquier parentesco entre ellos. Pero, lo más divertido de todo este trajín es que ha estado dirigido por el supuesto tanatólogo oficial del Perón, don Alfredo Péculo, quien ya había sometido al cadáver, en ocasiones anteriores, a diversos liftings con el fin de que los años a la sombra no le deslucieran el apresto. "Para mi -confesó Péculo-, haber vuelto a ver el cuerpo del general tiene gran valor afectivo, fue el máster de mi carrera como tanatólogo".

Leyendo esta historia, recordé un relato breve de Darío de R. publicado en Ágora hace unos meses y que ahora transcribo:
A la noche, subimos al coche de Julián. Me tocó sentarme en la parte de atrás, entre Manuel y Ariel. Llevaba puesta una deliciosa música de jazz. Julián conducía despacio por las calles iluminadas de la ciudad. Manuel hablaba jocosamente de muertos y tanatoestética. Yo iba encogido en el asientro trasero del Audi, oprimido, silencioso. Pedí que abriesen las ventanillas. Julián decició, sin embargo, conectar el aire acondicionado. Pero no era frío lo que yo necesitaba, sino oxígeno, espacio. Oía como en un sueño la música y la historia que Manuel contaba: "Era un agente funerario magnífico. Los parientes de los fallecidos siempre le quedaban agradecidos. A los hombres les dejaba el rostro como el culo de un crío. Llevaba consigo permanentemente una máquina eléctrica de afeitar. Peinaba al muerto, le arreglaba el traje y lo rasuraba con pericia de barbero". Me dolía el pecho y no deseaba otra cosa que en el próximo semáforo nos detuviera una luz roja salvadora. Entonces, y aunque me tomasen por loco, me bajaría del coche y me iría andando. "Un día me hizo una confidencia. Lo que no llevo, Manuel, son los suicidios. Un suicidio es lo último, Manuel, lo último. Y va el cabrón, y unos meses más tarde, se nos mata con gas. Ja, ja, ja. Cortó la goma con una navaja y se dejó morir. Pero lo más curioso del caso es que, según nos confirmó la policía, no sólo pretendía suicidarse, sino llevarse también por delante a su mujer y a su hija. Algo falló, pero se fue de este mundo convencido de que cuando ellas volvieran a casa y apretasen el interruptor de la luz, volarían los tres. La chavala era yonqui y lo volvió loco. Pero no os imagináis lo mejor. Cuando lo encontraron muerto, tenía en la mano todavía la maquinilla de afeitar y se había engominado el cabello. Nos dejó el trabajo hecho el muy capullo. Ja, ja, ja". Llegamos por fin. Me caía el sudor por las sienes, pero no había dicho ni palabra de mi angustia. Tenía entumecido hasta el paladar. Puta claustrofobia.

1 comentario:

Miguel Sanfeliu dijo...

Un post espeluznante. Con un relato interesante.
Intenté contestar su correo, pero lo bloqueó un servidor de seguridad. Le agradezco mucho sus amables palabras sobre mis relatos y me alegra que le hayan gustado.
Un saludo.