El temblor, Juan Carlos Gea. Ediciones Trea, 2005.
A las nueve y veinte de la mañana del día 1 de noviembre de 1755, festividad de Todos los Santos, la tierra tembló trágicamente en Lisboa. Fue uno de los terremotos más mortíferos del que haya noticia, y a él le siguieron maremotos e incendios.
Lisboa es lo que resta
después de que su suelo
se haya quebrantado con temblor nunca sentido,
y las llamas de decenas
de incendios reducido
las ruinas y los cuerpos a cal viva,
y el océano baldeado por tres veces la ceniza
y los muertos y el escombro
apagando los incendios y la cal.
Este poemario de Juan Carlos Gea surge, según parece, tras viajar el autor a Portugal en 1994. Allí visita el Monasterio del Carmo, un lugar que se conserva tal como quedó después del fatal seísmo. El contraste entre la belleza de esas ruinas y el hecho de que constituyeran la huella misma de tan terrible suceso es el germen de El temblor.
No hay memento ni réquiem que consigan mejorar
la elocuencia de los arcos vaciados
por de dentro y por fuera, perfilados con pulso,
en su ritmo, perfectos,
sin cesuras y sin mellas, sucesivos
como versos bien medidos:
una serie dispuesta
con tan obvia y delicada voluntad de decir algo…
Al libro se le van añadiendo versos a lo largo de diez años, un tiempo suficiente para que en él se albergue no sólo la memoria de un hecho acaecido más de dos siglos atrás, sino también, por alegoría, el estupor que los cataclismos sucesivos debidos a la naturaleza o a la crueldad humana fueron generando mientras la obra crecía (onces de septiembre y de marzo, tsunamis maléficos).
¿Qué batalla de los cielos justifica
una leva tan brutal? ¿Y qué debemos
leer en estas ruinas?
¿Qué debemos descifrar bajo el escombro?
¿Algún tipo de consuelo?
¿Hay alguna admonición, algún aviso
de la Próxima Venida,
del ocaso de los tiempos?
¿Una culpa abismal que equilibre el castigo?
¿Alguna misteriosa
manera de lo bello? ¿Una pauta deducible?
¿Una forma depravada de armonía?
¿La podrida raíz de algún sistema?
El libro es un gran mosaico de treinta y cuatro teselas, la mayor parte historiadas, que no sólo narran lo que sucedió en la Lisboa arrasada, sino que se preguntan por qué y buscan un casi imposible consuelo. El Libro de Job es su referencia literaria más antigua. Aquel poema moral escrito en prosa y perteneciente al Antiguo Testamento que planteaba ya entonces la pregunta de por qué hay buenos que sufren.
Algo así también se interpelaron los teólogos y filósofos europeos después de la destrucción de la capital portuguesa: si la voluntad de Dios se reflejaba en aquel terremoto. Porque tamaño desastre estremeció la posible fe en la teodicea, un término que acuñara Leibniz en 1710, para quien este mundo era el mejor de los posibles, a pesar del mal en él presente, dado que a su través se expresaba la armonía universal; y porque de otro modo Dios no lo hubiera creado. Mientras Kant (aquel pietista con los huesos calados por la bruma del Báltico, que llegó a publicar tres pequeños opúsculos sobre el suceso) rechazaba tanto las interpretaciones teológicas como metafísicas del desastre, recogiendo toda la información disponible entonces y conforme a ella formulando incluso una teoría sobre las posibles causas de los terremotos.
Pero puede
que algo
se haya roto sin remedio
en el orden de este mundo
(en particular el vuestro)
o que esté a punto de hacerlo.
Y algo frágil, ciertamente delicado.
Perdonad que os sobresalte,
que perturbe vuestro idilio
con el mundo y quien lo hizo. Perdonadme
si reclamo vuestro docto peritaje,
pero es también el tiempo
para vos, amigo mío.
Mucho temo que tengáis que despertar.
De todo ello se habla en estas páginas y todo encaja en un discurso narrativo que se vuelve poesía no sólo porque recurre a los versos para contar, sino porque tienen éstos una precisión rítmica hipnótica y un tan rico tratamiento de los recursos literarios, una retórica antigua de tal virtuosismo, que podría afirmarse que el libro es tanto rareza como lujo, pero sobre todo una apabullante pieza de bella literatura.
Una rara elocuencia, que parece exigiros
unos ojos que no existen
todavía. Una música
nonata.
Palabras sin forjar. Un arte nuevo.
Es también un tratado de pesimismo, una descripción de la impotencia de los hombres, de su abandono a la suerte natural y al mal de los otros. Y sin embargo, se escribe todo ello. Hay en esa contradicción el escaso resquicio por donde se filtra el consuelo de la poesía y el del amor. Escasos pero suficientes para levantar las obras de arte y vivir los momentos que de algún modo nos redimen.
Redimirnos con las mañas
que sepamos, ya que nadie nos redime.
O intentarlo, y mañana,
bien entrada la mañana
con la mala
conciencia, las vendijas de niebla,
lo que quede de aguardiente en el regato
de la sangre, más las ruinas
de anoche,
las recetas de la amnesia y la analgesia
y los ruidos normales
después de las catástrofes
buscar en algún sitio aparejo de escribir.
A lo largo del poemario, se exprime el valor polisémico de la palabra “temblor”, que le da título. Es seísmo, pero es también estremecimiento que da vida, que nos mata de placer (la petite morte) y nos sacude de dicha.
Lo adivinas
justo a tiempo, que allí viene nuestro taxi,
que ahora pienso renunciar a las palabras
por lo menos mientras dure este temblor
que da vida, que nos mata y nos sacude.
Por eso, en el último capítulo o tesela de El temblor reside el ápice de consuelo que se levanta desde la desolación. Por eso también se exclama que Ex malo, carmina.