jueves, marzo 31, 2011

Ríos y escaleras

Se ha empleado a menudo la metáfora manriqueña del río como vida. Caudal mínimo que nace cristalino, corre impetuoso montaña abajo, se acrecienta en la experiencia de su curso, se remansa a medida que se acerca al final y termina muriendo en la desembocadura que lo mezcla con las aguas oceánicas —ceniza de todas las existencias—. Podría plantearse, sin embargo, otra forma alegórica de observación de las vidas: la escalera. No vigiladas como desgaste, sino como actitud. La del que tiene por horizonte siempre un peldaño superior y procura tomar distancia no con propósito displicente sino con propósito abarcador. O la de quien, por contra, prefiere hurgar el final subterráneo de los escalones y se enloda no por remango altruista sino por querencia al refocile. Volviendo a las figuras literarias, pueden, entonces, darse las paradojas de que haya quien esté llegando al delta de la vida y siga empeñado en alcanzar lo más alto de la escalera; pero también la terrible lástima de quien transitando por el curso rápido de su propio río descienda al tiempo con igual alegría hacia los peldaños más ínfimos.

Oigo a última hora de la noche las declaraciones de una política poseída por la verdad. Más madera. En la estación esperan las urnas. Se trocean con saña, en astillas, los rellanos más altos de la escalera. La caldera hierve. Se pierde altura. Me asomo luego al balcón a que me dé al aire. La noche viene cálida y calma. Al otro lado de la calle una muchacha se afana bajo la luz de una lamparilla en lo que parece una lectura de folios sueltos sobre los que toma notas. Un estudio que la obliga a levantarse de vez en cuando a consultar libros que extrae de una pequeña biblioteca dispuesta a sus espaldas. Al cabo de un rato, se asoma también a la ventana. Mira por entre los aleros. El cielo parece despejado.

jueves, marzo 24, 2011

Perigeo

El sábado la luna era tan grande que se le veían hasta los años en el rostro. Se nos había hecho de noche en carretera. Y justo nos la encontramos sobre el viejo puente del tren que mira desde lo alto hacia la playa de Artedo. Descarrilada sobre la vía estrecha, como si se tratase de una atracción de feria en un viaje de circo de pueblo. Ese día las mareas se arrastraron primero perezosas pero interminables sobre los muelles; después, desdeñosas y lejanas como si corrieran detrás del horizonte. Cosas del influjo y del capricho de la luna. Había sido un día espléndido. El tojo florecía a lo largo de todo el cauce del río. La estación en ciernes salpicaba de amarillos el lomo perezoso de la sierpe. Decía Jaime Sabines que unas gotas de luna en los ojos de los ancianos ayudan a bien morir. Esa borrachera de luna grande le puso al sábado primaveral un cierre de exceso, una alegría en desmesura, una muerte redonda. Hacía muchos años que el satélite no se acercaba hasta la antojana de nuestras casas y hacía todo un invierno que el sol no brotaba desde el suelo.

miércoles, marzo 23, 2011

My Love

Mi amor camina como un soldado.
Mi amor abraza como una chica.
La voz de mi amor está rota.
Las manos de mi amor son suaves y fuertes.

jueves, marzo 17, 2011

Sea of love

Es una película a la que con los años quizás se le haya ido poniendo un tono como de betún de judea (aquel potingue de los trabajos manuales de nuestra infancia que le daba a las arrugas de las cosas un aire de antigüedad noble pero espuria). Pero es una película que vuelvo a ver siempre que puedo porque, pese a su ambientación ochentera tan poco intemporal, se me ha ido convirtiendo en todo un clásico. La historia no es un dechado de originalidad ni su dirección demasiado sutil, pero todo lo puede un trío de actores espléndidos que tejen juntos una crónica urbana de tintes negros, de pasiones y amistad que hace de Melodía de seducción un film inolvidable. Son Al Pacino, Ellen Barkin y John Goodman. El primero dando vida a un policía de vida haraposa y querencias alcohólicas. La segunda elevando justo hasta lo inflamable la temperatura del negativo. Y el tercero poniendo como secundario de lujo ese contrapunto de humor y bonhomía que tan bien engrasa cualquier thriller. Cuando se rodó, venía Al Pacino de una temporada de teatro y de excesos. Quizás por eso dé también ese perfil perdedor y desorientado del que no se desprende en ningún momento el protagonista, Frank Keller. Nada mejor para volverse un actor de esos que se llaman de carácter que una inmersión en los escenarios interpretando a tipos de cuya vida turbia hay que empaparse a lo stalisnasvski. Pero para que este modelo de personajes, que son el rostro mismo de la derrota, no se conviertan en una caricatura, en trapos humanos que se bambolean sobre el taburete de un bar de mala muerte mientras pronuncian frases pretendidamente profundas, conviene que se adornen con precisas dosis de humor y que incluso se rían de su propia estampa en los espejos. Por eso, una de las escenas más memorables de la película es cuando Al Pacino, mirándose los pies como se mira una extravagancia, le muestra a la Barkin unos mocasines caros y llamativos que ella le había regalado y que son absolutamente impropios de un detective borrachín y de apariencia más bien adánica: ¡Mira, si hasta llevo tus mocasines puestos! —le dice en una de las más hermosas declaraciones de amor cinematográficas que uno recuerde—. Y es perfectamente comprensible que se declare como pueda a una mujer como la Hellen de Melodía de seducción. Una femme fatale que resulta serlo finalmente sólo en la imaginación de Keller, pero también, y por el mismo desarrollo de la trama, en la de quienes al otro lado de la pantalla confundimos gozosos su misterio y su tórrido celo con las maneras fatales de una Dietrich de Sternberg. En el pasillo de un supermercado de barrio, la breve escena en que la mano de Pacino se desliza sólo unos centímetros por encima de la rodilla de una Barkin que acude a la cita vestida nada más que con una gabardina negra y unos zapatos de tacón, resulta mucho más candente que todo un maratón de gimnasia pornográfica. Sí, tal vez Melodía de seducción no sea una obra maestra, quizás incluso no sea ni tan siquiera una gran película a juicio de quienes fijan cánones en el mundillo del cine, pero confieso que cada vez que Tom Waits interpreta su inigualable versión de Sea of love (título original del film) sobre los créditos que cierran la proyección, a uno le invade eso de lo que Borges habló en un poema escandinavo y que tanto tiene que ver con la dicha amenazada de los instantes: la nostalgia del presente.

lunes, marzo 14, 2011

Canciones

Ya sé que son sólo canciones. Viejas canciones con las que se conjura muy de vez en cuando el olvido. Pero qué seríamos sin ellas. Sin su memoria. Sin ese sustrato de rimas que nos hiberna por dentro esperando el calor de las copas y el tabaco compartidos.

La noche engendra música. A su imán
acuden las canciones memoriosas, el piano
desafinado, la guitarra ya casi polvo, el violín
comido por los años, las maracas que suenan
como los huesos.
José Emilio Pacheco
Quien no recuerda las canciones de su vida, quien no las entona en los instantes exaltados de amistad y alegría, es como si hubiera perdido para siempre cualquier rastro de los cuentos de su infancia. Porque cuando los años nos van cambiando, volviéndonos en apariencia más sabios, pero irremediablemente más distantes, las canciones que no se nos borran del alma, hablan de lo mejor que fuimos, de lo que aún podríamos volver a ser con sólo rascar la desencantada cal del tiempo.

La sangre tiene razones
que hacen engordar las venas.
Pena sobre pena y pena
hacen que uno pegue el grito.
La arena es un puñadito...
Pero hay montañas de arena.
Atahualpa Yupanqui