Sábado,
15 de enero de 2014
Son
las once de la mañana. El tren acaba de dejar la estación de Oviedo. Día gris.
De niebla. Al otro lado de la ventanilla, el paisaje no logra despojarse de su
color de estiércol. Hasta Alicante serán nueve horas de trayecto. Partiré por
la mitad y en diagonal el mapa de España. Al otro lado, en el Mediterráneo
luminoso, me encontraré con L. No nos conocemos personalmente, por eso
ayer, cuando me telefoneó, hizo una somera descripción de su persona: “Tengo
sesenta y ocho años y los aparento”. En lo que queda de viaje trataré de apurar La llanura fantástica,
un hermoso libro que me hizo llegar por correo hace unas semanas.
Al
otro lado del pasillo se ha sentado un hombre trajinado malamente por la vida.
Tiene unos ojos claros pero vidriosos, apoyados sobre unas almohadillas de
arrugas y capilares desangrados. Enseguida se ha sacado del zurrón varias
bolsas de supermercado. De la primera extrae una cuña de queso curado. De la
segunda, una barra de pan. En la tercera esconde un cartón de vino. Y hay una
cuarta, en la que no adivino a ver con claridad lo que contiene, pero que
pudiera ser un frasco de colonia. Sobre la mesita extendida que cuelga del
asiento delantero, dispone sus viandas. Saca una navaja y parte el queso.
Acompaña sus bocados con un pan que al morderlo se le desmiga sobre el pecho.
Al interventor que pasa en este instante, le anuncia que va a comerse unas
tapitas. “Que te aproveche, hombre”, le dice el ferroviario sonriendo y sin detenerse.
Los tragos con que se acompaña le desatan la lengua. Habla consigo mismo. Con
el reflejo de si mismo proyectado en el cristal de las ventanillas. Se llama
por su nombre, Pedro. Se cuenta poco a poco su historia. Trabajó en la
construcción casi cuarenta años. Cotizados, como recalca una y otra vez. Nacido
en Bilbao. Su padre era burgalés, se llamaba Primitivo y fue trabajador del
tren. Pedro cobra una pensión de ochocientos euros. Saca su billetero de cuero
descarnado. Se muestra para si unos cuantos billetes de cincuenta euros. Da
miedo pensar que eso mismo lo haga en el ámbito de una taberna de mala muerte,
a la vista de algún rufián que lo deje sin nada. Nunca, dice, ha votado a
nadie. Ni a Suárez, recuerda, que era de Ávila. Y eso que conoció a algunos
políticos A Fraga Iribarne que un día, al encontrárselo, le dijo “¿cómo va eso,
Pedro?”. Pues ni con esas, que a él tampoco le votó. Porque hay mucho
“abuso de poder” y eso no le gusta. No le gusta dice, mientras se echa otro
trago, que se le de trabajo a la gente no por su valía, sino por ser conocido
de alguien, o familia de alguien, o alguien. Que él se lo “curró” toda la vida,
desde joven, después de hacer la mili, y de pasar por la Legíón, y de estar
tirado por muchas cunetas en obras malas y con tiempo perro. Y uno se pregunta
a dónde irá este infeliz con su historia a cuestas. Se levanta camino del
vagón-cafetería. Tambaleante por el vino y el tren, se para frente a la puerta
corredera y le dice muy serio, como mirándola a los ojos: “Ábrete, Sésamo”.
Desde
la trinchera del ferrocarril se alza el periscopio de esta ventanilla fría a
través del que se extienden los campos llanos de Castilla, parduzcos de
invierno, delimitados por chopos quijotescos o encinas escuderas. De vez en
cuando, en un pequeño alcor se levanta el caserío arracimado de un pueblo. Unos
cuantos palmos por encima del tejado más alto, se yergue otro periscopio, de
piedra y campanas, el de la iglesia. Esa visión me hace recordar por un momento
la belleza distinta de Coimbra, que tiene por torre más alta, como le gustaba
recordar a Unamuno, no el ojo inmisericorde de un dios, sino el reloj laico de
una universidad.
La
estación de Segovia lleva el nombre de Guiomar, como la novia que aquí se echó
Antonio Machado. ¡Qué pensión tan fría la que heló su escasez en esta ciudad!
Algo, y no poco, ha tenido que ver la crudeza de estas tierras, también la de
Soria, con el tuétano desnudo de sus versos.
Tras
cruzar Madrid, el paisanaje se ha metamorfoseado. Hasta la capital era más ralo
y más provinciano, y uno cree que también era más sano. El hombre que hablaba
solo dejó el tren. Le perdí la pista en la cafetería. Comí allí a las dos y por
entonces el se estaba tomando una cerveza justo al lado. No volví a verlo. En
Atocha se ha subido mucha gente. Los viajeros que me caen al lado, han puesto
sobre las mesitas sus tabletas digitales nada más tomar asiento. No he visto a
nadie en este vagón leer un libro de papel. Uno no es tan ingenuo como para
creer que el mundo empeorará necesariamente sin libros de papel, pero me asusta
esa posibilidad porque, de algún modo, me vuelve más viejo, superviviente de
una especie en extinción. El cielo, camino de Cuenca, está hermoso y trágico,
con esas nubes espesas que se desparraman hasta aristarse por sus extremos y
hendir así, como la cuchilla de Buñuel, el azul pizarroso de la tarde y
la pupila solar. He visto algunos campos de olivos color ceniza. Enseguida se
pondrá el día. Entretanto, el campo se muestra en verdes muy pictóricos gracias
al relieve que le da a todo el declinar del sol. Decía Tiziano que el atardecer
es la hora de la pintura.
Domingo,
26 de enero de 2014
El
tren empieza a desplazarse con sigilo gatuno, como si llevase almohadillas en
sus ruedas. Apenas se me mueve este cuaderno en el que escribo. La letra del
lápiz será así, espero, más legible. Por entre los asientos de los pasajeros
que van sentados delante de mí, veo un libro escrito en japonés. Los renglones
caen hacia el regazo de su lectora como serpentinas de distinto largo, pero
todas igualmente elegantes. La mujer pasa las hojas de derecha a izquierda y el
libro es como un moleskine caligrafiado por un miniaturista concienzudo.
He
llegado a la estación con el tiempo justo y sin más desayuno encima que un café
templado. Ayer pisé
Alicante a las 19:32, conforme a las previsiones de Renfe, que supone uno añade
esos dos minutos a la media para que se le quede al viajero la impresión de que
por aquí también somos capaces de ser tan precisos como los suizos. Virtud que
no se apreciaría del mismo modo si la llegada del tren se previera a una hora
con reminiscencias de imprecisión o informalidad, tal como a uno le puede
parecer que invita el citarse con una estación a “y cuarto”, a “y media”
o, más o menos, a “en punto”.
Me
esperaba L. Lo reconocí enseguida. Tras dejar la maleta en el hotel,
emprendimos viaje a Rojales, contándonos cosas de la vida y previéndome él, a
ratos, sobre la naturaleza de la presentación a la que acudíamos: una cita
anual con la que el pueblo está encariñado y a la que acuden más vecinos de los
que uno podría imaginarse un sábado a las nueve de la noche. El trayecto
discurría a través de la vega baja del Segura, en la oscuridad de una autovía a
cuyos lados un sinfín de luces pespunteaban la noche con hilo dorado. Luis me
iba señalando de qué pueblo se trataba cada uno de los montoncitos de
luminarias. Por dónde caía el mar. Dónde se levantaba a duras penas algún
montecillo en medio de la planicie. En qué tramo del camino se abre la
desviación a Catral, su pueblo, del que uno ahora ya sabe no sólo que existe
sino que tiene una santa que se llama Águeda y que, por legítima y si se
repartiera su propiedad, tocaría como mucho a una sagrada uña por cada
copropietario de las dos familias que mandaron esculpirla después de que la
guerra civil quemase la talla original; y donde hay, también, una iglesia en la
que un día aparecieron desorientadas dos cigüeñas; y unas charcas donde a veces
las ranas se encaprichan de los veraneantes; y una misteriosa mujer que
convirtió durante una noche en animales diversos a una partida de tahúres; y un
campanero viudo y sordo que crío en el campanario a un Ícaro. Todo eso lo sabe
uno porque en el viaje que lo ha traído hasta aquí se leyó La llanura fantástica de Luis T. Bonmatí, quien no tuvo,
cuando la escribió, falta de inventarse macondos para fabular con un envidiable
ingenio, con mucho humor y con apego al terruño que lo vio nacer, sobre la vida
y milagros de las gentes y los parajes de Catral, al que, eso sí, le menguó el
nombre hasta dejarlo en sólo un punto C.
En la presentación nos defendimos malamente. Leí sobre la marcha un texto al que le fui puliendo cosas por no
extenderme. Y conversé luego con el propio L., con M. C. y M. A., que
apuntaron lecturas inteligentes del texto, que trataron de confirmar
significaciones sugeridas por la novela y que, en todo momento, me trataron con
muy generosa amabilidad. En el transcurso de la charla, y al confesar uno que
se tenía mayormente por poeta, L. recordó lo que Fernando Quiñones decia
sobre cuánta importancia le daba a cada uno de los géneros en los que había
trabajo su literatura. Decía el reputado bebedor y escritor gaditano que la
poesía era como el wisky solo, que el relato era como el wisky con hielo y que
la novela era un gran vaso de wisky con hielo y agua. Del evento extrajo
uno sus conclusiones: que conviene respirar más y más profundamente cuando se
habla en público, que también es aconsejable no hablar más de lo preciso,
porque hablar en exceso es hablar peor; que los tres hombres sin piedad que
otorgan todos los años este premio son buenos e intuitivos lectores, cuyas
apreciaciones sobre Aunque
Blanche no me acompañe pusieron,
creo, en gana de leerla a los presentes.
Finalmente,
llegó la hora de firmar ejemplares del libro. Tarea que me dejó derrengado y
agradecido, tal como debe de quedar una “puta en día de congreso”, que
decía Víctor Botas. Se empeñó uno en ser original en ese trance y en no repetirse
en las pocas palabas con que dedicaba la novela a una fila ordenada de
lectores. Y tal empeño cansa. A unos les agradecía yo su presencia, a otros les
deseaba que fuera de su gusto la novela; con estos expresaba mi alegría por
hallarme en una tierra tan luminosa —de la que, sin embargo, para ser sincero,
no había visto ni un terrón por haber llegado a ella ya de noche—, y a aquellos
les apuntaba cómo se había escrito en medio de la niebla lo que iban a leer
—era ésta, en fin, una inexactitud que se me antojó delicadamente literaria, y
que quizás sea solo una cursilada—.
Cenamos
cerca de una noria antigua y monumental que luce junto al puente dieciochesco
que salva el cauce del Segura, un río que llega exhausto de regadío a las
calles del pueblo. La noche era agradable y silenciosa. Disfruté mucho de las
alcachofas del menú y de un pan tostado que untado en alioli y tomate natural
resultó un manjar humilde y delicioso. Nos acompañó en la mesa la viuda de Salvador García Aguilar, el
escritor que da nombre al galardón. Mujer ya muy anciana, que lucía, no
obstante, sus muchos años con el garbo que dan un acertado maquillaje, un buen
paño y un distinguido saber estar. Doña Aurora me pidió el número de teléfono
cuando me iba, anunciándome que, una vez concluyese la lectura de mi novela, me
llamaría para darme su parecer. El parecer, aventuro, de un gorrioncito que me
hablará muy suave y desde muy lejos, con un suspiro de voz apenas ya
resistente.
Durante
toda la cena tuve a mi diestra a L., pendiente de que me sintiera a
gusto y muerto, el pobre, de sueño. Volvimos a Alicante casi a las dos de la
madrugada. No paré de hablarle en el camino para que no se me durmiera al
volante. Esta mañana me ha recogido en el hotel y me ha dado un garbeo por la
ciudad. Los cielos han amanecido limpios y las calles emporcadas por la huelga
del servicio de limpieza. Parece éste un lugar privilegiado, a orillas de un
mar turquesa y casi siempre en bonanza; un lugar, además, bendecido por la luz.
Al trazado urbano lo recorren holgadas avenidas y ramblas muy airosas y
mediterráneas bajo la esquiva sombra de las palmeras. Alicante está coronado
por un castillo vigía con el que se defendía de los piratas. Salvo por esa
colina amurallada, la ciudad es llana y paseable. Tomamos café en un mirador
que se asoma a la bahía sobre la playa del Postiguet. Luis fumó y hablo sin
prisa. Todo parece hacerlo ya sin prisa, dispuesto, como me dice, a transitar
ya sin demasiados apremios esta etapa de su vida: leyendo, sobre todo,
publicando libros y disfrutando, cuando lo dejen, de sus pequeñas
nietas. Le desea uno, de corazón, que le vaya bien, porque es un hombre bueno.
En
Albacete se ha subido una mujer joven que se sienta a mi lado. Por sus
conversaciones telefónicas llego a saber que viaja a Madrid para asistir al
entierro de un tío. Que el muerto sufrió una agonía trágica y los médicos,
entonces, propusieron sedarlo. Su mujer —hoy ya su viuda— quiso antes que un
sacerdote le aplicase la extremaunción. El cura despertó al enfermo de su sueño
agónico y el moribundo comprendió de pronto, entre sollozos muy angustiosos
para los oídos de sus seres queridos, que estaba yéndose de este mundo
irremediablemente. Al hilo de este suceso, del que me he ido enterando según
avanza el tren camino de la capital, recuerdo las denuncias de quienes,
considerándolos crueles, pusieron, no hace mucho, ante los tribunales a los
médicos sedadores. Son los denunciantes, sin duda, los mismos que prefieren por
alivio ante la muerte ese aceite ungido con que el enfermo pierde toda
esperanza. Antes de apearse, la sobrina del muerto me pregunta si yo también me
quedo en Madrid. Contagiado por la trascendencia del viaje de esta joven, le
respondo, algo enfáticamente: “no, yo sigo más allá”. Pero, dándome cuenta de
la imprecisión de mis palabras y porque no piense que tengo intención de
ponerme ya a repetir el mismo itinerario que su tío, le aclaro que este “más
allá” al que aludo tiene tierra firme y es reino aún de vida, que sigo viaje
hasta Gijón.
Por
Tierra de Campos los caseríos son como cenobios laicos. Vida enclaustrada en la
infinitud del paisaje.
En
esta parte del itinerario que va de Madrid a Gijon, viajo junto a un joven
italiano que nada más aposentarse, ha puesto sobre su mesita dos móviles de
pantalla ciclópea. Los ha colocado en paralelo. Ostensiblemente. Como un
pistolero dejaría a la vista en un salón del oeste sus dos revólveres y la
canana de las municiones. Marcando territorio. Para este menester, los animales
orinan. Al otro lado del pasillo, duerme hecha un ovillo una mujer que diría de mala vida.
Lleva el pelo teñido de un amarillo como de paja agosteña. Lo oculta en parte
con una gorra de visera. Se ha echado a los hombros una chalina de leoparda y
la ciñen unas ropas ajustadas y negras que dan idea de un cuerpo desparramado y
rendido por dios sabe qué fatigosas faenas. Se abraza por darse calor en el
sueño, abrochándose a los hombros con unas uñas largas y pintadas de rosa. Se
sienta sobre sobre unas botas de mosquetera que harían las delicias del cardenal
Richelieu. Al despertarse en el final del trayecto, deja que salgamos del tren
el resto de los viajeros mientras ella se pinta los labios. También de rosa.