martes, enero 24, 2023

Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar

 Reseña de Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar, publicada en El Cuaderno.

Con ocasión de la anterior publicación de Pochtar, Atajos y escaramuzas, editada por El Sastre de Apollinaire, se escribió una reseña de ese poemario en este mismo Cuaderno. En ella se apuntaban algunas particularidades del estilo literario de Pochtar, particularidades que entiendo pueden serlo también de esta nueva entrega, Mientras traigo otras palabras, esta vez en la editorial Tigres de Papel.

Se decía entonces que estábamos ante una poesía minimalista que atiende sobre todo a la idea, sosteniendo un ingenioso equilibrio entre el concepto y el destello poético. Esa inclinación ha llevado a Pochtar a cultivar el aforismo de manera explícita (recuérdense sus Pequeñas percepciones, de 2016), pero también de un modo que podríamos denominar sobreentendido, dado que, aunque no se define como aforístico, quizás por no dirimir jurisdicciones, entra plenamente dentro de lo que el común de los lectores entendería por tal. No en vano su poesía, como él mismo ha confesado en alguna entrevista, se ha ido volviendo cada vez más despojada («lo de ponerlo todo me parece un abuso»).

Julio Obeso, con buen juicio, aludía en el prólogo a Atajos y escaramuzas, que estábamos ante un libro de «paredes limpias, espacios diáfanos, palabras sugeridas». Pues bien, esa asepsia espacial, esa elusión de lo superfluo, se mantiene también en Mientras traigo otras palabras. Libro tras libro, Ricardo Pochtar persiste, pues, en ese ascetismo expresivo a través del que pretende la precisión del estímulo; la creación del objeto singular.

Se trata, pues, de una poética de síntesis, concentración expresiva y conceptualismo lírico. Y de una actitud que conjuga la indagación, aquel afán sin tregua de conocimiento que sugería Canetti, con la frustración derivada muy probablemente ante lo que se ha dado en llamar «dolor del mundo»; un dolor que trata de cauterizarse, en no pocas composiciones, con ciertas dosis de ironía.

En Mientras traigo otras palabras se mantiene, por tanto, esa depurada y parca manera de decir, pero proyectada aquí, en un buen número de poemas de esta entrega, a la reflexión sobre el propio ejercicio de la poesía.

El título del libro procede de un poema de Viktor Shklovski: «Ella me amaba y yo también. Nos besábamos y no sabíamos hacerlo. Detente aquí, frase, y vigila las cosas mientras traigo otras palabras». Shklovski, el formalista ruso autor del concepto de literariedad, posiblemente aludía en el extracto citado a esa realidad alternativa que crea la palabra literaria. Es, por tanto, un título y es también una advertencia, un autoencargo que el autor se propone: traer otras palabras a las páginas del libro. Palabras que serán distintas, no por intercambiables con las palabras de curso corriente, sino por inéditas. Proponerse, por tanto, el desafío de crear. No de comunicar, no de describir, no de compartir ánimo alguno con el lector, sino de crear una vida nueva para las palabras elegidas.

Y no es insignificante que elijamos el término crear para describir lo que Pochtar se propone, porque esa intención está en la estela de lo que Huidobro denominó creacionismo: aquello de crear un poema como la naturaleza crea un árbol. Y abordar, además, esa creación no desde el automatismo surrealista, sino desde la razón; desde el bagaje cultural que, además, en el caso de Pochtar es, como bien se sabe, ingente.

A poco que nos adentremos en el poemario nos topamos enseguida con unos versos que confirman cómo la metapoesía alienta muchas de sus páginas:

INTRUSO
En las palabras
que me habitan
vive el poema.

El poema habita nuestro interior como un yo extraño, como un intruso que no conocíamos. Pochtar lo decía de otra manera, pero conforme al mismo criterio, en uno de sus aforismos de hace años: «El aforismo, esa sombra del poeta que en el momento menos pensado va y ataca por sorpresa». Es la poesía advertida como latencia no de una costumbre, sino de un descubrimiento.

Lo que se complementa bien con esta otra consideración vertida unas páginas más adelante:

OCASIÓN
No siempre elijo las palabras,
a veces son ellas mismas
o las cosas o la tinta o el papel:
alguien tiene que acertar.

Estamos ante el azar de la escritura filtrado por la razón reflexiva y generado por esa especie de iluminación súbita sobre la que se cimentan los versos, iluminación que se describe como un pequeño seísmo íntimo, un remezón que Pochtar refiere así:

REMEZÓN
Poemas que vienen como pájaros
remueven el aire,
pasan rozando
y te aspiran,
te dejan temblando
al borde del mundo.

Son tres breves muestras de esas conjeturas sobre el proceso creativo que se pueden rastrear a lo largo de Mientras traigo otras palabras. Breves porque parece aspiración del libro que el poema no llegue casi a suceder, limitándose solo a empezar o a acabar, como se sugiere en Brevitas («El poema si es breve, no sucede: sólo empieza o acaba»), de modo que el remezón sea pura descarga eléctrica («La idea que no enciende su imagen, se encasquilla»).

Estos extractos ponen de relieve lo que ya se anunció: la brevedad de una creación que prefiere estimular a comunicar. Porque Ricardo Pochtar no comparte en su poemario sentimientos personales («mi angustia y este poema no intiman»), no persigue la empatía emotiva con el lector, sino su complicidad en la interpretación de aquello a lo que el poema en su levedad no llega, su complicidad en la duda que el poema plantea.

Porque otra de las singularidades de Mientras traigo otras palabras es su alineamiento con el escepticismo, a través del cuestionamiento de la verdad y de la interrogación como recurso literario. Se habla de «romper la verdad». Se lanza la pregunta: «¿Y si después de todo la verdad fuese plural y siempre la misma mentira?». Se afirma que «la verdad empieza a envejecer». Y se nos plantea: «¿Por qué cara o cruz?».

Esa duda casa bien con las maneras literarias usadas. Si a la palabra debe otorgársele una vida nueva, si debe poner en tela de juicio sus asociaciones y significaciones acostumbradas, no otra cosa debe esperarse del pensamiento, que ha de ser siempre inconformista. Pochtar parece resumirlo al preguntar retóricamente: «¿La ética y la estética no merecen algo mejor que un juego de palabras?».

Por último y por no agotar todo lo que el libro sugiere, pero sí al menos dejar de él algunas pistas que guíen su lectura, es muy reveladora la presencia insistente de la palabra mundo. Como auditorio indispensable de la voz y de la perplejidad, como identificador de vida y hasta diría, incluso, que de cierta fraternidad. Será por aquello que se confiesa en estos versos que llevan por título:

PURA NOSTALGIA
¿Qué le voy a hacer
si me emociono cada vez
que en un verso aparece
la palabra mundo?

Aunque bien pudiera hablarse también de las citas que encabezan algunos textos, o de ciertos autores como Spinoza o Blanca Varela que directamente entran a formar parte de los poemas, de algunas interpelaciones sobre el oficio del poeta que contiene igualmente el libro o de la belleza puntual de algunos versos que se limitan a ser poesía (como Black & White, por ejemplo, que dice: «El silencio es negro/ en las pizarras. En las playas de lava/ habla la espuma»), dejemos al lector que se sumerja por sí mismo en la engañosa brevedad de estos versos, añadiendo intuición a los espacios en blanco y curiosidad ante el desafío de una poesía que no se construye sobre la referencia, sino que, como toda vida nueva, crea su propio universo referencial.

José Carlos Díaz

Selección de poemas:

CAPTURA
Al enjambre de letras
solo le pido
un momento de calma,
un cerco de silencio
donde poder fotografiarlo.
No, no es necesario
que sonría.

NEUROPREHISTORIA
Un psicoanálisis de la prehistoria
daría tremendos traumas infantiles:
de la tierna jaula de las ramas
caer al llano, inventar a todo trapo
industrias líticas, arte rupestre,
religión, enredar el fuego, sembrar
sombra, hablarle al mundo.

¿Qué dirá el viento
cuando se acaben
las hojas?

ASTROTEOLOGÍA
A partir del Big Bang
Dios se retira,
solo existe por inercia.

QUE DIGA ALGO
¿Cuál es el número de Dios?
¿A qué hora esnifa su línea de eternidad?
¿La nada le da nervios? Que diga algo.
Que deje un mensaje después de la señal.

El laberinto que no se mueve está
perdido, tarde o temprano un héroe
sin prisa le encontrará la vuelta.

¿Con qué manta de palabras
te abrigaré, mundo, o apagaré
tu incendio?

viernes, enero 20, 2023

Banquisa

 Reseña del poemario Banquisa, de Julio Obeso, publicada en El Cuaderno.

Ni los intentos de Séneca, con aquello de «es absurdo el temor por lo que cuando ocurra, no lo podremos ya sentir», ni de Diógenes al afirmar que «cuando la muerte está aquí ya no somos», han ahuyentado el espanto que nos genera el sabernos finitos. Desde el Gilgamesh hasta Agatha Christie, el asunto ha dado para héroes rumbosos o villanos de medio pelo. Y en casi cualquier obra poética, esa amenaza marca siempre el paso del verso, sobre todo cuando uno empieza a darse cuenta de «que la vida iba en serio» y de que «envejecer, morir» son las dimensiones del teatro.

Banquisa, el reciente libro de Julio Obeso, publicado por Eolas, es un libro sobre la muerte, aunque no un libro elegíaco, como suelen serlo mayormente los poemarios que toman ese asunto como impulso creativo, ni tampoco un ejercicio de reflexión sobre trascendencias procuradas por la fe o por la palabra literaria, sino que se trata más bien de un exorcismo contra la humillación de saberse tan poco frente a lo ineludible.

Obeso describe la muerte, alude a cómo se manifiesta y en qué circunstancias; procura mantenerle el respeto debido, pero tratando, a la vez, no tanto de conjurarla, como de soportar su horizonte ejerciendo una suerte de dignidad irónica que atenúa ese insoportable «festín de ratas» al que estamos abocados por demasiado tiempo («la muerte nos durará más que la vida»).

«Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles». Quizás el empeño del Banquisa es buscar esas palabras y el tono adecuado en que deben ser pronunciadas. Se trataría, por tanto, de una labor de precisión en la que no caben los rodeos: urge rigor y austeridad expresiva. Para describir con tensión poética el final: «habrá un halo y tal vez un pájaro tibio que traspase el último pulso a tu muñeca». Para revelar el arma más mortífera: «el tiempo, ese golpe infinito que machaca todo el cuerpo». Para afianzarse en la vida riéndose no tanto de la muerte, como con la muerte: «El sexo es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta y te prometo que hoy no morirás».

Y todo ello a través de una prosa que tiene un ritmo de verso en sus renglones: «la muerte todo lo explica con niebla» o «que nadie en tu ausencia note que faltas, vuelve loco al olvido», y que, además, tiende a lo aforístico, más que intencionadamente, por ese decantar de lo que se dice evitando sedimentos: «la muerte llama la atención más que la vida»; «A la hora de agorar los naipes se vienen abajo ante la certeza de las lápidas»; «¿Camposantos? Toda tierra es sagrada»;  o «El amigo que cierra con su mano los párpados del otro en esa hora enmienda la plana a Dios».

Banquisa es ese hielo marino que se va solidificando poco a poco hasta alcanzar una rigidez definitiva. La portada del libro, y sus tonos azules, ilustran con un paisaje polar esa imagen de frío, esa perspectiva de falta de vida. Pero de algún modo es también metáfora de la falta de sentimentalidad con la que se aborda por Julio Obeso la muerte. Una voluntad de estilo distanciado que solo se traiciona en una especie de elegía anticipada por el padre que, curiosamente, y pese a esa disonancia con el resto de la obra constituye, a mi juicio, uno de sus mejores momentos: «Cuando te vayas, padre, llevarás contigo el secreto de las herramientas, el mapa de los rincones, la perplejidad del hueco. Yo de la madera solo sé que arde».

Julio Obeso (Gijón, 1958) es una rara avis en el panorama poético. Con sus anteriores libros, Tres Tristes Trópicos (2012), Inminencias (2014) o Impajaritable (2015), ha ido construyendo una trayectoria literaria singular, que no tiene que ver con la experiencia, ni con lo simbólico, ni con más compromiso que la subversión de la reglas, sociales o preceptivas. Hace un tiempo, con ocasión de la publicación de Impajaritable, escribí que la mejor manera de explicar la poesía de Julio Obeso era acudiendo a sus propios versos, con extractos de esos versos. Por ejemplo, los de aquel poema que hablaba de una urraca que se llevó al nido un ángel en el pico. Sus polluelos no sabían qué hacer con tal presente. ¿Podría comerse? No. ¿Y, de ser así, para qué serviría aquella criatura? El poema se cerraba entonces con un verso certero y luminoso que explicaba el propósito final de la presa: «brilla». Pues bien, esa es la utilidad última perseguida, el compromiso asumido: brillar. Que no es poco. Se trata, nada más y nada menos que de poner luz en el mundo, lo que le otorga al propósito tanta trascendencia como cualquier otro fin que, a priori, se tuviese por más esencial en el oficio del poeta.

En esa luminosidad pone toda su energía Julio Obeso, en el desbaratamiento del orden establecido y a través de distintas formas: el humor corrosivo (que fue herramienta propia del surrealismo), sexualizando el absurdo, reclamando piedad hacia el dolor de los seres desvalidos (y ahí cuentan tanto los ancianos como las criaturas animales) o subrayando el absurdo final que a veces nos reserva la vida. Y de esa veta viene esta Banquisa última, que nos acerca a un libro que sigue manteniendo los rasgos distintivos del quehacer literario de su autor, pero donde, además de aquilatarse considerablemente la expresión, se ha perseguido objetivar un asunto tan crucial y tan íntimo que en el intento, para alegría de lector, han quedado unos cuanto pelos en la gatera: esos rasgos de compasión con la condición humana que no burla ni la ironía.

Selección de poemas:

Si me siento morir, si lo siento, imaginaré a una mujer frotando su sexo contra uno de mis libros. Sí, lo siento, ni la muerte ni yo damos para más.


Algunos animales para evitar la muerte fingen estar muertos. Esa táctica con humanos no funciona, la muerte llama la atención más que la vida.


FOSA ¿COMÚN?

Desenterrarlos para volver a enterrarlos. No pudieron elegir. Por eso el amor escarba con urgencia y limpia una a una las vértebras del mundo.


Antes de acostarme doy de beber a los cuadernos, escribo algo en mi perro, para que todo esté en calma mientras duermo.


Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles. Algunas las olvidamos, otras no las decimos porque el amor ya se acabó, el hijo ya no está, o el golpe, aquel estruendo, nos vació el alma. Entonces viene y decimos: colofón, pesebre, manantial, y ya más cerca gritamos: ¡luminiscencia, cóncavo, estramonio! Niega con sus oquedades y lejos de espantarse nos ocupa.


La leche en las nubes bajas que humedece al amanecer el rostro de los terneros. El óxido es otro rastro, el del caracol más grande que tiene, pero de ahí no pasa. Las flores secas, las hojas muertas, las fosas comunes, no son ni sus huellas. Es demasiado creativa para esas evidencias.


Ningún pájaro quedó en el aire. Al principio vagaron erráticos hasta que aparecieron los cuervos y comenzaron a pastorearlos. Siguiendo órdenes mentales formaron grupos y avanzaron hacia los cementerios del mundo (también los marinos). Era hora de restañar la herida, el vacío: se va a celebrar el gran juicio y a cada mujer, a cada hombre, lo defenderá su pájaro.


Unos gatos ruedan violentos, él con su pene espinoso anclado, ella con su zarpa en el lomo. Resbalan tejado abajo y en el último momento se separan. Ante la muerte más vale dejar lo que estés haciendo (nos lo enseñan ellos que tienen siete vidas).


Por si cuela

El sexo en silencio es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta, querida, y te prometo que hoy no morirás.


No tenemos cuerpos para vivir, a la mínima se nos rompe el cuello o se nos sueltan las tripas. Una sola burbuja en la sangre y amanecemos de toda frialdad. A decir verdad, este mundo tampoco. Cuando no es un volcán es una ola y a más una peste aviar cierra los ojos a dos continentes. Para la muerte sí que apuntamos maneras.


La muerte todo lo explica con niebla, pero la niebla solo son nubes que han tocado fondo y no saben volver.

José Carlos Díaz

Los ‘Cantos’ de Pedro Luis Menéndez


Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958) acaba de publicar Cantos (1979-2022) en Ediciones Bajamar, un libro que reúne cinco extensos poemas, aparecidos previamente en ediciones físicas o electrónicas, a los que se le añade un sexto libro inédito hasta ahora. A través de este compendio se puede recorrer el quehacer literario del autor desde el lejano año 1979, en que se alumbró su Canto de los sacerdotes de Noega, hasta la escritura de Donde sea que vayas, que tiene apenas unos meses. Cuatro décadas de literatura que ofrecen la constancia de un poeta con una voz singular, significada por el empeño en mantener una rigurosa pulcritud expresiva y un tratamiento temático nunca insustancial, cualidades que han hecho de Pedro Luis Menéndez referencia entre la mejor poesía escrita en Asturias por quienes se mantienen en el oficio desde los años ochenta del pasado siglo. Siendo así aun después de que haya habido en su obra un largo silencio al que, afortunadamente, se superpuso una nueva y reciente época de imprenta a partir de 2018, con La vida menguante, Postales desde el balcón y Ciudad varada. El primero de ellos, un poemario íntimo y desolado que, editado por Trea, recuperaba la voz de un poeta que no había publicado en treinta años. El segundo, un cuidado libro de encargo que mezclaba microrrelatos, prosas líricas y acertadas referencias musicales. Y el último, a cargo de Heracles y Nosotros, esa delicada colección no venal dirigía por Nacho González, un libro de aliento carveriano que ha pasado a formar parte de estos Cantos que hoy se reseñan, constituyendo en el conjunto una original propuesta de poesía más narrativa, hasta el punto de que llega incluso a mantener una suerte de suspense argumental sobre las circunstancias en las que se mueves los personajes que protagonizan este poemario.

Las seis piezas que arman esta recopilación presentada por Bajamar son, pues, por este orden:
  • Canto de los sacerdotes de Noega (escrito en 1979, aunque publicado por Altair en 1985).
  • Segundo canto de la ciudad (escrito en 1984 e incluido en la antología Trece poetas. Asturias 1972-1985, de Ediciones La Ferrería),
  • Canto tercero (escrito en 1989 e impreso en edición no venal en 1995),
  • Canto de los niños de Sarajevo (escrito entre 1994 y 1996, fue reproducido digitalmente en portaldepoesía.com).
  • Ciudad varada (escrito en 2018, se publicó en la colección Heracles y Nosotros, dos años después).
  • Donde sea que vayas (inédito hasta su inclusión en este compendio, se escribió entre 2021 y 2022).
La forma elegida en estos cinco cantos primeros es el poema extenso, o poema seguido, según lo denominó Juan Ramón Jiménez, una modalidad poética que el propio autor de Moguer cultivó en su libro Espacio, y que cuenta con otros muchos antecedentes notables en la literatura de lengua española: desde el Altazor de Vicente Huidobro hasta la Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda.  El rasgo distintivo que caracteriza este subgénero poético es el relativo a su longitud, que supera a la de la poesía tradicional y que se justifica, quizás también en algunos aspectos de los Cantos, por la variedad temática, la complejidad de formas y contenidos, las repeticiones, las intertextualidades y la variedad de ritmos. El poema extenso está asociado, igualmente, a la libertad compositiva propia de la modernidad literaria que confiere al autor posibilidades dialécticas, fragmentariedad expresiva, perspectivas poliédricas y la eventualidad de convertir la composición en una suerte de sinfonía, a través de la que desarrollar los intervalos temporales que dividen cada pieza.  

En este sentido, se debe subrayar el interés que Pedro Luis Menéndez siempre ha manifestado por la música del poema («un poema sin música es nada»), pero sobre todo por una música que no se limite a ser eco de la métrica clásica, sino que aporte una melodía singular que constituya por sí misma la voz propia del poeta. Por eso la idea de canto entronca tanto con la concepción del hecho poético que tiene Pedro Luis Menéndez, muy musical, como con la forma que toma en los cinco primeros poemas extensos de este libro, e incluso con esa especie de ritornelos que aparecen en Donde sea que vayas, libro final hasta ahora inédito, en el que varios poemas recurren a fórmulas similares en sus arranques.

De los tres primeros cantos, que siguiendo con lo apuntado en el párrafo anterior podrían pasar por cantatas, cabe destacar su firmeza expresiva, especialmente meritoria si tenemos en cuenta que eran obra de un poeta que tenía poco más de veinte años. De aquella solemnidad observada, sobre todo, en el Canto de los Sacerdotes de Noega, de aquella fijación por un universo más social que íntimo, circunscrito a un ámbito geográfico casi legendario, pero con raíces en la ciudad donde siempre ha vivido el poeta y en la que empezaba a forjar, de algún impreciso modo, una conciencia histórica, permanece hoy, en la poesía más reciente de Pedro Luis Menéndez, la misma voluntad de  contención en el modo de decir y el mismo interés en que lo dicho no se abarate por  ligereza alguna; aunque —y ese el cambio más radical en su devenir literario— sus versos últimos son un testimonio mucho más íntimo y atestiguan bien una realidad contemporánea, bien una sentimentalidad introspectiva.

En la obra de Pedro Luis Menéndez hay ciertas constantes que se reiteran en los distintos capítulos de Cantos, como por ejemplo la presencia recurrente de la ciudad: en su versión mítica, como es la de la Noega del primer canto; como escenario del genocidio innumerable, en el segundo; la de los muelles  y los espigones tristes en que habita esa «generación perdida/ entre dos mundos vacíos,/ entre los hombres huecos de ayer/ y de mañana», en el tercero: sitiada como lo estuvo Sarajevo; o tan varada en los márgenes de la historia que se constituye en un retablo de desoladas anonimias bajo la lluvia de las bombas. Otra referencia sobre la que giran muchos versos, que incluso se erige casi en atmósfera opresiva, es la guerra, como amenaza siempre cierta, pero a la vez como laboratorio de conductas y padecimientos. La conjunción de estos dos temas alcanza quizás su mayor acierto en la Ciudad varada, donde la vida bajo los bombardeos se describe con un adecuado tempo jazzístico  El tercer asunto que el lector podrá reconocer apropiándose sobre todo de los renglones postreros de estos Cantos es el paso del tiempo, que uno identifica como eje sobre el que giran los poemas del libro final, pero que también fue, incluso en su mismo título, leitmotiv en el memorable poemario al que se hizo ya antes referencia, La vida menguante, de 2019. Ese libro, junto a Ciudad varadaDonde sea que vayas —estos dos insertos en Cantos—, deben, a mi juicio, tenerse por obras cimeras en la trayectoria de un poeta que en los años ochenta ya mantenía un pulso vigoroso en lo que escribía, pero un pulso todavía algo enfático y falto de naturalidad, que adolecía entonces del atrevimiento en la franqueza que la madurez confiere a los escritores sabios, y que ahora, desde su nueva irrupción editorial, se ha manifestado como seña de identidad  de una escritura verdaderamente plena.

A continuación, tres poemas del libro Donde sea que vayas, que cierra los Cantos (del resto de la recopilación no se extractan versos por tratarse de poemas extensos que se desvirtuarían si se troceasen).

Antes de que renuncie a las palabras
o se olviden de mí en una esquina turbia
—en el rincón en que mueren las canciones
que tanto nos mintieron,
con que tanto mentimos,
cargados de fogueo
disparando a las hojas de los calendarios
para rasgar ese velo que desnuda nada,
inquietos, afiebrados, calle abajo y arriba,
en el espejo de los tirabuzones
y las infancias muertas—, será mejor abrir
las cajas fuertes del silencio
y atreverse a mirar,
como lo hacen quienes no se ocultan
en la luz tan escasa del otoño
los años por venir son ya los menos
y nadie en el después podrá salvarnos
de todo cuanto fuimos.

Es todo cuanto guardan los inviernos,
y es bastante, si acaso, o suficiente
para no abandonarse
a más temor que el propio,
a ninguna esperanza que no llegue
más allá de la orilla,
en los márgenes fríos
de otras manos que dijeron adiós,
como quien dice
saluda de mi parte a los que queden
y no me esperes ya, que no he venido.
Las islas parpadean en silencio
mientras todo
se oculta y desvanece,
escondido de sí, agazapado
en las calles oscuras y perdidas,
en las calles estrechas sin futuro.
Alguien que sufre
empuja una sirena
a través de la noche.

ERA esto la vida, dice el ángel
encerrado en su pobre ceremonia
para soñar un regreso
que no será posible,
recorrer los pasillos y abrazarte
hasta que los huesos se rindan
a la evidencia de que no ocurrirá
como no ocurren los deseos
que son sólo deseos,
pirámides vacías,
casas abandonadas
donde se ahoga el tiempo.
¿Dónde te espera la muerte, en los tirabuzones
o en las sombras?
¿Dónde?
La cuenta atrás anuncia su bóveda
de humo, su vendaval de espadas,
y nada en el después podrá salvarnos.
Y nada en el después podrá salvarnos.

José Carlos Díaz


Orfeo, el fulgor y la nada

 Reseña de Orfeo, el fulgor y la nada, de Emilio Amor, publicada en El Cuaderno.

    

No siempre una poética sabe que lo es. No siempre una poética es inicio o pórtico de un libro. Puede ocurrir, como en esta última entrega de Emilio Amor, que la poética que desvela cómo se afrontó la escritura de Orfeo, el fulgor y la nada (editado por Libros del Aire), cierre las páginas del poemario, se concentre incluso en sus dos últimos versos:

Y me encontré de pronto

Con la materia pura de esta página en blanco.

El poeta podía haber descrito, como dice en el arranque a ese poema final, la lluvia por las calles de París, porque esa lluvia formó parte de sus viajes, por tanto podía haber descrito su vida, pero algo más poderoso que lo meramente experiencial está en la génesis de lo que Emilio Amor ha fraguado no solo en esta obra, sino en todos sus libros. La atracción por el descubrimiento, el hechizo con que la página en blanco ceba su poesía. Ya lo dejó dicho hace tiempo: «Nunca se sabe qué nos deparará un nuevo poema. Se parte del hallazgo y la sorpresa».  Esa es su manera de entender lo que escribe: casi como una revelación a la que los dioses le dictan incluso los primeros versos.

Proponerle esas premisas creativas a un aspirante a escritor en el curso de un taller literario, podría confundir su aprendizaje. Entendería quizás ese poeta en ciernes que para escribir bastaría con entrar en trance y desde esa hiperestesia darle rienda suelta a las palabras sobre el papel.

Nada más lejos de lo que en realidad sucede cuando Emilio echa mano de la poesía, por muy cautivo que en esos instantes sea siempre de lo que podría describirse como un «delirio del ánimo». Tanto esa sensibilidad conmovida como el verso alcanzado a su través son fruto de un aprendizaje largo que ha ido enriqueciendo la percepción y el reflejo que de lo percibido se traslada a la página o al lienzo (de la misma pureza se parte en ambos escenarios, literatura o pintura, en los que Emilio ejerce, indistintamente, esa suerte de demiurgia). No se escribe sin leer. No se escribe bien sin haber leído mucho. Y entre ese caudal de lecturas que ha ido, imagino, conformando la manera de ser en la poesía de Emilio Amor, es evidencia que hay diversidad, sí, pero también una querencia pronunciada hacia lo rompedor, hacia los iconoclastas. Esas influencias provienen a menudo de lo que fueron vanguardias literarias, pero también de la originalidad de obras tan singulares como la de san Juan de la Cruz o tan delicadas como las de la poesía oriental.  

El estilo literario de Emilio Amor, más que describir el mundo, más que lamentar o celebrar la vida, que también, busca sobreponerse a la realidad imponiéndole un propósito de belleza: «por eso mi canto embelesa a los ciervos y a los pájaros».

Quizás de ahí viniera esa fijación que mantuvo por el personaje de Stauwton en sus primeras obras (Crónicas de Samuel Stauwton [1999. XIII Premio Cálamo de Poesía Erótica]; Canciones de Amor en los Campos de Marte [2002]; y Transgresión del Edén, [2008]); esa fijación por aquel tipo mundano, culto, amante canalla y poeta maldito, que quizás encarnó lo que Emilio Amor hubiera deseado haber sido en una vida anterior, en una época idealizada, donde se honraba el arte y se aspiraba al cosmopolitismo.

Tras aquella inolvidable trilogía inicial que constituye lo que podríamos llamar la saga Stauwton,  tras aquellos primeros libros en los que lo elegantemente mundano se nutría de referencias culturales y se expresaba con una poesía sobre todo deslumbrante, Emilio Amor inició después una fase creativa (con Territorio perdido, Manual de pájaros extintos y El tránsito y la herida) donde los reveses vitales se abrieron paso en unos versos, que, sin menoscabar en ningún momento su voluntad de belleza, las referencias simbolistas y surrealistas o la imaginería pictórica, traslucían una fragilidad íntima muy conmovedora, que inspiró más tarde la escritura de Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, donde se seguían referenciando las certezas aprehendidas sobre lo inevitable, sobre la derrota a que tarde o temprano estamos abocados, pero un libro que alentaba, al tiempo, cierta esperanza y una voluntad inquebrantable de exprimir el instante. Esa era la aspiración: volar durante la escasa vida de que disfruta una libélula.

Bien, pues de algún modo, ese tono expresivo se prolonga en Orfeo, el fulgor y la nada. No en vano el título alude a un mito griego que descendió a los infiernos en busca del amor que la muerte le había hurtado y que se valió en su vida de la música para conjurar peligros o ablandar corazones. Y no en vano también se alude en ese título a «el fulgor y la nada», quizás como resumen de la propia condición humana. No resulta aventurado entonces interpretar que quien sufrió el zarpazo de la grave enfermedad hace unos años, el memento mori de la vulnerabilidad, tenga desde ese instante muy presente aquel descenso a los infiernos y la dualidad de la vida, que es alguna rara vez gloria y finalmente siempre vacío. «Para decir cosas grandes hay que morir primero», escribía Huidobro en una de las citas con que se presenta el libro.  O lo que es lo mismo, venir de los aledaños de la muerte le añade una sabiduría amarga, apremiante, a lo que se escribe.

Orfeo está dividido en tres partes que más que compartimentos estancos son vasos comunicantes, puesto que la expresión de todo el conjunto, quizás más minimalista que nunca, mantiene en todo momento un tono muy semejante, orbitando sobre los asuntos ya referidos y que no sólo se interpretan a la luz del título elegido para el poemario, sino también del título de sus divisiones: El fulgor y la nada (de nuevo); Los círculos concéntricos (alusivo a la estancia en el averno); y Orfeo (que como figura alegórica que explica intenciones, abre y cierra el libro).

Fijado el asunto, y por orientar la lectura del poemario, uno resaltaría la tendencia a la concisión, ya advertida antes, que le da a la mayoría de los noventa poemas que constituyen el libro una ligereza a veces casi aforística, con versos tan sentenciosos como los siguientes:

El reloj da la hora a cada instante.

El tiempo es una espléndida aventura.

El duelo es una cruel claudicación en la batalla.

El silencio es un don

que me anestesia el alma.

Gocemos del tiempo que nos queda.

Debemos ser modestos y sublimes.

El silencio es el drama de los justos.

Tal austeridad expresiva se explica bien a través igualmente de otro verso en el que se advierte del «consuelo en la belleza de lo efímero».  Un endecasílabo que es medida reiterada, junto a heptasílabos y alejandrinos, en la métrica de Orfeo; una métrica que, no obstante, tiende a liberarse de corsés silábicos ante una buena imagen o un acierto expresivo concreto que puedan perder fuerza si se les sometiese a una medida forzada.

Por acotar aún un poco más la contextualización de los poemas: espacial, temática, referencial, debe señalarse que el dónde, por ejemplo, nunca está cerca en los libros de Emilio. Como no lo estaba tampoco para los románticos, ni para los simbolistas, ni para el surrealismo. Aquí los lugares son El Cairo, Budapest,  una inabarcable África, la isla de Paphos, la bahía de Ushuaia, el Tibet, Islandia, Camagüey, Sangri-La, Valhalla o París. Si la propia biografía del autor se sublima siempre en sus versos, la realidad espacial más cercana se ignora sustituyéndose por un marco de idealizaciones geográficas. Ello es fruto de esa aspiración a la belleza como «objeto único, como último principio», según se escribe en un poema de Los círculos concéntricos.

Y como recurso también de belleza, pero sobre todo de libertad, de rebeldía, suelen ser los versos de Emilio Amor territorio propicio para una fauna no domesticada. Libélulas, cigarras, hormigas, tigres, gorriones, cuervos, equinodermos, palomas, salamandras, gaviotas, mariposas, delfines, lobos, águilas,  colibríes, mirlos, aves lira, pelícanos, albatros, ciervos, búhos, murciélagos, vencejos, hienas, quebrantahuesos, zorros y hasta dragones y unicornios, constituyen la particular Arca de Orfeo.

Una nave, por cierto, que, a su modo, forma parte también de ese mundo marino tan recurrente en todos los libros de Emilio, donde el mar, los naufragios, las galernas, las olas, las playas, los barcos, los ahogados o los corsarios siempre son alegoría de viaje o aventura, de vida apurada, de espacio abierto y no expuesto a más restricciones que las propias del azar natural.

Queda, según lo referido, perfilado el escenario que pone fondo a un poemario que en ningún momento discurre a ras de suelo, que siempre evoca la idealización de una naturaleza, de una lejanía, que trasladan la emoción o la vivencia que genera el poema a coordenadas que podrían darse por utópicas, que huye así del infierno órfico y del que fue durante algún tiempo casi real, y que lo hace bajo la tutela de citas cuyos autores (Huidobro, Mallarmé, Vitale, Vallejo, por ejemplo) siempre se han distinguido no por testificar la experiencia, sino por indagar el mundo que el riesgo poético pone al alcance de algunos elegidos, en «una incesante lucha/ contra el extermino del alba», como bien escribe Emilio Amor.

José Carlos Díaz

jueves, junio 16, 2022

Atajos & Escaramuzas, de Ricardo Pochtar


Reseña publicada en El Cuaderno.


A este hombretón de pelo blanco, decir juicioso y mirada reflexiva, se le cargan los hombros más por la discreción que por los años. Conocido y admirado por sus traducciones (de Sade, Lampedusa, Sciascia, Leopardi o Eco), ha mantenido en paralelo una labor creativa que se ha plasmado en la publicación austera pero impecable de unos cuantos poemarios que deberían haberlo convertido en escritor referencial.

Su estilo defiende una poesía minimalista que atiende sobre todo a la idea, sosteniendo un ingenioso equilibrio entre el concepto y el destello poético. Esa inclinación le ha llevado a cultivar el aforismo de manera explícita, pero también de modo tácito. No en vano su poesía, como él mismo ha confesado, se ha ido volviendo cada vez más despojada («lo de ponerlo todo me parece un abuso»).

Ricardo Pochtar nació en Buenos Aires en 1942. Allí se licenció en filosofía. En 1974 viajó a Francia para realizar su doctorado. Dos años más tarde, se traslada a Barcelona. Desde entonces fija su residencia en España. Ha sido traductor de organizaciones intergubernamentales (Naciones Unidas, Organización Mundial de la Salud, Organismo Internacional de Energía Atómica, entre otras) y presidente de la Asociation Internationale des Traducteurs de Conférence. En 2010 le dieron el premio internacional de traducción literaria Claude Couffon. Desde 2004 se avecindó en Gijón buscando un clima adecuado para la salud de su mujer. Su obra poética, publicada entre 1994 y 2019, la componen los siguientes títulos: Lugar diseminado, Clinamen, El tamaño de los días, En la pizarra de la noche, El resto del azar, Beneficio del asombro y Ars Piscatoria. En 2016 publicó una colección de aforismos, Pequeñas percepciones, y en 2019 Suaños de sal, una selección de sus poemas traducidos al asturiano por Miguel Rojo. Ha sido antologado en Poemas y poetas argentinos (2013), La doble sombra (2014) y Los que se fueron (2019), así como en diversas revistas de España, Chile y México.

Recientemente, han visto la luz sus Atajos & Escaramuzas (en El sastre de Apollinaire, Madrid, 2022), un libro, como apunta Julio Obeso en su prólogo, de «paredes limpias, espacios diáfanos, palabras sugeridas». Un libro, añadiríamos, de superficies despejadas a las que asoman sus textos como icebergs que muestran de sí mismos sólo lo imprescindible. La poesía de Pochtar, una vez más, se sobrepone a la intención autoexpresiva y comunicacional que es práctica ordinaria de este oficio literario, para convertirse en un acto esencialmente creativo cuya verdad y justificación no deben buscarse sino en los propios versos, en los propios aforismos, que no pretenden, por tanto, ser un reflejo de nada, sino una imagen ex novo.

Hay, quizás, en esa manera de enfrentarse al poema una actitud de escepticismo, de disconformidad hacia lo trillado, un esfuerzo de artista y no un ensayo de artesano. Al contrario de este, que reincide en la variación, el primero imagina, indaga, se pregunta, como lo hace el propio Pochtar parafraseando a Adorno en Variante I: «¿Cómo se puede escribir/ después de las palabras?»; y hasta ensaya una respuesta que incide, de nuevo en esa vocación inaugural de lo creado: «Tiene que volver de un olvido llegar desde otro idioma/ el poema no puede nacer bien sin esa ausencia». Ahí se encuentra tal vez la única certeza del libro: qué no se quiere que sea el poema.

Por otro lado, estaría el cómo ha de ser formalmente. Y en este punto, el propósito es meridianamente deconstructivo: «El placer de ir quitando/ unos líneas, otros palabras/ hasta que el dibujo o el poema poco a poco amaga un vuelo». Ligereza. Casi silencio: «No gastar el lápiz escribiendo: irlo tallando hasta que el grafito se quede sin palabras». Pero sin que en ningún momento esa simplicidad formal incurra, ni de lejos, en simpleza alguna. Nunca manca finezza, ni estilística ni conceptual, en estos Atajos & Escaramuzas, que por muy breves, irónicos e ingeniosos que se antojen a primera vista, mantienen el rigor de la mejor literatura, la que no se escribe ni por ni para distracción, sino socavando certezas y exigiendo para ello la complicidad de un lector nunca complaciente.

Esa lectura atenta curioseará a buen seguro las referencias que a modo de cebo Pochtar va dejando caer en títulos y citas, en los propios renglones de lo escrito (lo cabalístico, la incertidumbre, el santoral filosófico). Son la escarcha sobre el iceberg que nos pone en la pista de cuál puede ser la naturaleza del hielo oculto bajo la superficie.

Más arriba, a la altura del cielo, los pájaros, que con tanta levedad vuelan en algunos de estos poemas. Trasunto quizás de la ingravidez que se persigue para lo escrito. Que no pese sobre el papel, aunque gane luego cuerpo en la rumia. Y materia, como otras muchas observaciones, de esa naturaleza a la que se alude como argumento desnudo, esencial, descrito recelando del tropo, porque «la metáfora no da más de sí» y «apenas arranca un mordisco de la realidad». De nuevo, la desconfianza sobre las palabras acomodadas a las significaciones recurrentes de la poesía representativa: «Para decir algo se necesitan palabras que todavía no quieran decir nada».

Una y otra vez, libro tras libro, ese ascetismo expresivo a través del que Ricardo Pochtar pretende la precisión del estímulo, la creación del objeto singular que diga sin recurrir a lo dicho, en una labor que define bien en la Escalera de Sísifo: «Los poemas son tramos de una escalera de Sísifo/ peldaños que se derrumban para volver a empezar».

José Carlos Díaz


lunes, marzo 07, 2022

Reset


Lee uno a diario la crónica de lo que está sucediendo en Ucrania, las opiniones de quienes dan su parecer sobre cuál es el origen del conflicto y de qué manera podría acometerse una resolución del mismo, y todo termina acumulándose en la cabeza como una especie de masa con tropiezos batiéndose a la velocidad del espanto. Hay quien aboga por la valentía, la resistencia y hasta el heroísmo desde el confort de un sillón orejero. Hay quien prefiere la prudencia de la rendición despreciando la dignidad ajena. Todos etiquetan ideológicamente al sátrapa arrimando el ascua a su sardina. Las fronteras nunca han sido tan permeables a un éxodo de proporciones tan enormes. Del mismo modo, la memoria de esas fronteras nunca ha sido tampoco tan frágil (cuando hasta hace nada era un tránsito imposible para expatriados que arrastraban su éxodo desde latitudes más lejanas). Y en este panorama de incertidumbres (al menos para los que abominamos de la soberbia de las verdades sin réplica), una única certeza: el miedo a la extinción reprime la respuesta que merecería el asedio ruso. Hemos conducido a la civilización a una correlación de fuerzas basadas en la amenaza nuclear, y una vez llegados a este grado de refinamiento cultural, hemos dejado en manos de psicópatas el botón de la apocalipsis. La pregunta entonces sería: ¿cómo revertir este despropósito?

JCD

lunes, enero 24, 2022

El callejón de las fieras, José Luis Argüelles

Hay quien cree, desde un provincianismo inverso, que los periodistas importantes sólo firman en las páginas nobles de tres o cuatro periódicos madrileños y barceloneses. Leen poco y mal. Hay también un gran periodismo español hecho desde las esquinas ciudadanas de la periferia, como enseñaron Cunqueiro y Delibes, por recordar sólo dos ejemplos notables. La universalidad es una actitud, según mostró Feijoo sin salir de su celda. Nada que ver con el nombre, el tamaño o la latitud de un terruño”.

Esto lo escribía José Luis Argüelles en un artículo de La Nueva España del 16 de marzo de 2014, glosando la figura de Faustino Fernández Álvarez, fallecido poco antes. Ese y otros sesenta y seis textos más componen El callejón de las fieras (Impronta, 2021), título que fue el de la sección a cargo del periodista y poeta mierense en ese diario regional desde 2012 a 2016, y compendio que nos ofrece argumentos más que suficientes como para incluir al propio Argüelles en esa nómina de periodistas imprescindibles que convierten lo local, como pretendía Miguel Torga, en universal.

El volumen lleva por subtítulo Prosas de aquellos daños 2012-2016, y de eso trata, de mostrar que en ese período fueron fondo hostigador de la vida que se va contando los daños de la recesión que el gobierno español de entonces gestionó al dictado del FMI y del BCE, devastando derechos sociales y libertades colectivas, convirtiendo deuda privada en pública y ahondando en las desigualdades entre quienes siguieron enriqueciéndose en la debacle y los que sufrieron la dentellada de los recortes, la pérdida del trabajo o la merma de su capacidad económica.

Y ello lo hace Argüelles con la honestidad de quien cree que el oficio periodístico es “contar a los demás lo que nos pasa a todos sin inmolar a sabiendas la verdad” —y no es apostilla menor el “a sabiendas” a la vista de lo que se cuece a diario en la prensa de nuestro país—.

 Así pues, tenemos en El callejón de las fieras (título que aludiendo a una calle de Cimavilla, acota en su ámbito la depredación de aquel tiempo) un mosaico historiado de lo que en esta orilla del cantábrico iba sucediendo mientras los clarines de la calamidad seguían tocando puntualmente a rebato. Y todo se refiere desde el compromiso no sólo con la verdad, sino también “con las víctimas, con los perdedores de tanta injusticia social y con los creadores de algún tipo de felicidad genuina” (como alguna vez ha explicado el propio autor). A lo que uno añadiría, porque así se paladea una vez abierto el libro, que no sólo se advierte en sus páginas la voluntad de ejercer con honestidad la crónica de lo que acontece, sino que ello se pulsa además con un impecable estilo que conjuga el bien decir con la cita oportuna, con la apropiada referencia culta —que no afectada— y con la evocación, bien traída, del entrevistador experimentado que ha tenido, a lo largo de su carrera, el privilegio de conocer y charlar con no pocos y estimables personajes del mundo de la cultura (muy entrañable resulta, por ejemplo, el recuerdo de su encuentro con Ana María Matute).

 Por eso del estilo impecable, del decir con sentido, a la vez que sintiendo con empatía lo que le sucede al otro, El callejón de las fieras no es, como pudiera pensarse de una antología de artículos, un libro para picar aquí y allá con curiosidad inconstante, sino una obra en la que, una vez inmersos, vamos pasando páginas casi con la misma avidez del que persigue un desenlace. Así de bien medidos son los capítulos, así de bien escritos. Quizás, porque José Luis Argüelles aunaba en esa etapa ya veterana de su profesión la maestría de quien terminó por ser referente ineludible de la prensa cultural de esta región, a la vez que, en una vida paralela de dedicación discreta, constante y exigente, iba urdiendo una trayectoria literaria que lo ha convertido en uno de los poetas asturianos referenciales.

 Los periodistas se agarran al relato de lo que consideran hechos probados, a los datos, y los poetas cavan en su interior en busca también de alguna certeza o asidero. La diferencia entre unos y otros está en el uso del lenguaje y en la relación que tratan de mantener con las palabras, aunque he leído reportajes, columnas o crónicas que logran el mismo resultado que la mejor poesía: conmover, emocionar, iluminar.”

 José Luis Argüelles explicaba así, en una entrevista publicada en La Voz de Asturias, la diferencia entre las dos vertientes de su quehacer; aludiendo, además, a esa excelencia que algunas pocas veces se vislumbra en ciertos columnistas que aciertan a estremecer el alma de sus lectores de un modo parecido al que lo hace un buen poema. Pues bien, así lo consigue, también, El callejón de las fieras. Léase, por ejemplo, Una tumba española, donde el autor viaja en laica peregrinación al cementerio donde reposa Antonio Machado en Collioure. O las evocaciones que en un par de artículos recuerdan la figura de Pachín de Melás, aquel autor asturianista que “en una ciudad bombardeada por las tropas franquistas, salvó del fuego los restos de Jovellanos”. O esa “manera decente de ser español”, que Argüelles observa en el proceder del pedagogo Eleuterio Quintanilla. O esa fidelidad emocionada con que se celebra el cincuenta aniversario de la Rayuela de Cortázar, esa novela que “ayuda a entender el amor y las ciudades, el arte y el fracaso, los mecanismos del deseo y su poesía”.

 Se logra, por tanto, en esta gavilla de buenos artículos, pulsar la emoción a través de las afinidades con quienes han procurado una existencia o una creación bella y honesta, a la vez que se desprecia cuando ensucia, malbarata o ultraja la vida de la gente en aquella España de la recesión, cuando “la amenaza económica, una nueva Harpía más rápida que el viento, se había convertido en la nueva señora de la casa y había hecho de la política su ilustre fregona”.

Un libro, en fin, que milita en las palabras que nos ayudan a hacer preguntas y provocar respuestas, porque como dijo Cyril Connolly, y Argüelles recuerda: “debemos seguir haciendo lo que más nos guste, como si las ilusiones del humanismo fuesen reales y las realidades del nihilismo se revelaran como una pesadilla”.

 

viernes, diciembre 10, 2021

Pedro Luis Menéndez reseña Aire de lugar y gente en Ítaca

Le agradan a uno unas cuantas cosas de esta revista que dirige Isabel Marina: el entusiasmo que desprende ese matiz al título donde se afirma que "la poesía ayuda a vivir" (un entusiasmo que supongo tiene esas dosis de fervor que defendía Zagajewski y que aunque quizás sea candoroso y hasta pelín hiperbólico, siempre es mejor que la desgana y los desconchones); que se prefiera en su orientación la diversidad a la trinchera; que tenga un formato manejable y limpio; un precio suasorio y unas colaboraciones de interés (lo primordial). Y, ya en lo que nos atañe, que gracias a la impagable reseña de Pedro Luis Menéndez sople en sus páginas mi Aire de lugar y gente. Así que gracias a Isabel por su revista y a Pedro por sus palabras.

 

miércoles, noviembre 03, 2021

Presentación en Boal de Aire de lugar y gente

Que uno se ponga débil por enfermedad inoportuna sólo unos días antes de presentar su poemario en el lugar que le da sentido a lo que en el se escribe y se cuenta, que se llegue con esa flojera al evento y de pronto aquello se convierta en un hermoso encierro emocional, con fotos proyectadas del pasado, y gente querida que te arropa, y voces que leen tus poemas en la lengua de la tierra, sólo puede desembocar en una pérdida absoluta de entereza (por falta de fuerza y acúmulo de impresiones), en quiebro de voz y en lagrimal incontinente.

En fin, que no podrá decirse aquello de “nos echamos unas risas”, pero sí que fue todo tan endiabladamente epidérmico que no sólo se respiraba verdad sino que la respiramos juntos, que supongo es algo que sucede cuando lo que se escribe se vuelve autobiografía de todos.

Fue en Boal, en su Casa de Cultura, el sábado a última hora de la tarde, gracias a Forum 3000, a Verónica Bermúdez, a Marta Fernández por su música, a quienes leísteis mis poemas haciéndolos más vuestros al darles la sinceridad de la lengua propia, a Quique Roxíos (que los tradujo) y a todos los que me acompañasteis en el trago del recuerdo.

Fotos de Gilberto S. Jardón (gracias también a él).

REICES (en traducción de Quique Roxíos)

Todo era distinto condo na casa había vida,
condo os muros eran sólidos
e sobre el llouxado a pizarra rellucía
igual que un plumaxe espeso. 

El vento i a tormenta
non forzaran inda
nin portas nin cristales,
non expoliaran 
aquel universo íntimo e aislado.

Nas suas concas vacías,
que foran antes ventás,
na corte sin bestias,
na herba sin sega,
nel árbol sin poda,
nas fontes sin sede,
na terra sin fruto,
nel río sin ponte,
nos cais sin amo,
nel carreiro sin pisada,
nel silencio sin voces,
sin risas, nin queixas, nin choros,
sin blasfemias nin rezos.

Nese ingrávido vacío
que amputou el alento del que foi todo un mundo,
móvense como vermes cegos
as reices de conto estraño na distancia
por máis que nunca fora meu.

martes, agosto 31, 2021

Aquí, explicándonos...

Ayer salió en El Cuaderno esta entrevista que me propuso Pedro Luis Menéndez, a quien le estoy muy agradecido por la atención. 

Hay autores que publican cualquier cosa, esté o no en el nivel que se espera de ellos —incluso entre los consagrados—, y autores que se miran muy mucho a la hora de dar a la imprenta su producción. José Carlos Díaz (Gijón, 1962) es uno de estos últimos, aunque con el paso del tiempo ha ido consolidando una obra muy íntegra de la que el ejemplo más reciente es Aire de lugar y genteeditado por Trea hace solo unos meses en su colección de poesía. Desde 2006 publica la bitácora digital Los Diarios de Rayuela, en la que encontramos las palabras que pronunció en la presentación del libro, así como el reportaje que sobre el mismo fue emitido en el programa Pieces de la Televisión del Principado de Asturias. Más menciones de su Aire de lugar y gente encontramos también en la reseña de Carlos Alcorta en El Diario Montañés y en la de Álvaro Valverde en estas mismas páginas de El Cuaderno.

Es posible que en los ambientes literarios en que se mueve José Carlos Díaz sea conocido sobre todo —o casi a veces de modo exclusivo— como poeta y, sin embargo, a mí me interesaba acercarme con él a su faceta de prosista. José Carlos tiene tres novelas publicadas y unos cuantos relatos y textos de variada condición tanto en publicaciones electrónicas como en libros colectivos. Estas tres novelas han sido editadas a raíz de la obtención de distintos premios: Letras canallas (Septem, 2009, Premio Ciudad de Noega), Aunque Blanche no me acompañe (Aguaclara, 2014, Premio Salvador Aguilar) y Vísperas de nada (FCP, 2017, Premio Castillo Puche).

Y por ahí quería empezar. ¿Los premios como proyección, como palanca, o sencillamente para asegurar que el libro sea publicado? No sé, ¿cómo lo ves tú?

Me temo que todo se reduce a un problema de autoestima. De falta de autoestima, para ser preciso. Siempre he escrito sin tener muy claro si el resultado, en términos de calidad, valía o no la pena. Cuando se trabaja con esa incertidumbre, sin mucha confianza, resulta una osadía llamar a las puertas de una editorial. Creí por eso, hace años, que la prueba de fuego podía estar en el juicio de un jurado. Si unas personas desconocidas, a las que se les supone criterio, avalaban con su fallo lo que uno había escrito, podía concluirse que el esfuerzo iba encaminado. Así que cuando conseguí un par de premios, de cuento y de novela, me pareció más cómodo seguir ese camino con lo que iba escribiendo. Además, no he sido nunca un escritor social, en el sentido más mundano de la palabra, y por tanto, al moverme muy en la periferia de los ambientes literarios, imaginé que no sería fácil que me diesen crédito en editorial alguna. Por lo que, respondiendo a tu pregunta, creo que con los premios perseguí confianza y, a la vez, imprenta para mis cosas.

Porque todos sabemos que hay premios y premios. Que a estas alturas el género no se vende en el arca es sabido por cualquiera, pero a ti que no te gusta nada un exceso de proyección pública, ¿cómo afrontas —también como lector— esta sobrexposición en redes sociales, en firmas, en giras por ferias, sobre todo de autores y autoras muy jóvenes?

También por ahí los premios tienen ventajas. Viajas a recogerlos cuando el libro se imprime, cenas entonces con el jurado, firmas unos cuantos ejemplares en la presentación y te vuelves a casa con unos cuantos más para regalar a los amigos. No tienes otras obligaciones. Eso, y lo he vivido ahora con la publicación en Trea de Aire de lugar y gente, es distinto cuando una editorial apuesta por tu obra. Le debes agradecimiento y, por tanto, promoción a lo editado. Así que, por muy discreto que te pretendas, debes salir de tu zona de confort y exponerte para que el género se venda.

La sobreexposición a la que aludes tiene obviamente que ver con las facilidades que ofrecen los modernos canales de comunicación, que generan, por un lado, modos creativos cada vez más reducidos y masticables, de modo que su consumo requiera poco tiempo y esfuerzo; y, por otro, y en lo que a la literatura se refiere, y más en concreto a la poesía, el alumbramiento de creadores, a los que, por ejemplo, Carlos Mayoral se ha referido como parapoetas, que aglutinan tal número de seguidores en torno a sus versos Mr. Wonderful que hasta editoriales de prestigio, oliéndose el negocio, han terminado por hacerles hueco en sus catálogos. Cabría albergar la esperanza de que esos versos tan de eslogan de camiseta o taza de desayuno abriesen la puerta a la poesía de verdad, pero me temo que, como con los grafiteros y la pintura, salvo algún Banksy ocasional, lo demás no llegará nunca a ser obra permanente de museo. Le habrá dado color a la vida, que ni es poco ni viene mal, pero ahí quedará la cosa.

¿La narrativa como complemento? Afirmabas ya en 2007 que te sentías más cómodo con el verso que con la prosa, pero en mi opinión eres también un narrador muy sólido, no un poeta que a veces escribe en prosa, sino un narrador con todas las letras, que sabe utilizar los recursos propios de la prosa, muy diferentes en ocasiones a los del verso.

He tenido en ocasiones la sensación de que la poesía estaba al alcance del atrevimiento de muchos. Es demasiado fácil poner ocurrencias en renglones y que pasen a la vista, también de muchos, por poemas, siéndolo solo en el escalafón más rudimentario del género. Así que quizás, no tanto ya por necesidad creativa, como por prestigiar lo que uno pretendía en la literatura, incurrí en la novela. Además, he leído, a lo largo de mi vida, mucha narrativa, y esa proximidad al género me ha permitido abordarlo respetando, al menos eso espero, sus normas básicas.

Por esto de la curiosidad lectora, ¿simultaneas en tu escritura poesía y prosa, va por épocas, obedece a algún impulso concreto?

La necesidad de la poesía es de una perentoriedad casi orgánica. Puede llegar con más o menos fluidez, incluso ausentarse por tiempo, pero, tarde o temprano, vuelve. Aire de lugar y gente, el poemario recién publicado, me obligó a posponer cualquier otro proyecto porque su tono, su estructura y su planteamiento han exigido una dedicación casi de artilugio narrativo. De una manera elemental, desarrolla un planteamiento, un nudo y un desenlace. Todo parte de una muerte. Sigue con un viaje espacial y temporal que indaga en las raíces de quien ha fallecido. Se describen luego las circunstancias de esa pérdida y se concluye con un final moderadamente esperanzado en la vida de quien nos sucede sobre la faz de la tierra.

Pues bien, esa exclusividad que me reclamó Aire de lugar y gente no ha sido nunca la forma habitual en que he abordado el proceso creativo. La poesía ha ido llegando esporádica pero recurrentemente. Los poemas piden su tiempo, su reposo, su revisión, pero sin que deba renunciarse mientras, si estuviese en marcha, a lo narrativo, que es algo más artesano, más de picar piedra en lo estructural, aunque sustancialmente se le procure la misma literariedad que se persigue con lo poético.

Antepones a Vísperas de nada esta cita de Coetzee: «Las cicatrices son sitios por donde el alma ha intentado marcharse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada, cosida adentro». Y una de Xuan Bello en tu novela anterior: «La niebla es, más que un estado atmosférico, un sentimiento del alma». Como afirma César Iglesias, ¿es la tuya una sentimentalidad de la herida, que aparece tanto en tu poesía como en tu prosa?

La novela Aunque Blanche no me acompañe y el poemario Aire de lugar y gente —quizás también Convalecencia en Remior—, tienen un tono parecido, un paisaje de fondo similar, unas preocupaciones temáticas bastante afines. Aunque Blanche no me acompañe se interroga por qué algunas geografías nos imantan valiéndose de esa añoranza que el ámbito del noroeste peninsular se llama saudade o señardá. Aire de lugar y gente ofrece respuestas a aquella pregunta al afirmar como raíz la tierra de quienes nos dieron al mundo, no por tanto el lugar donde vivimos, sino el paraje natural que formó el carácter, las costumbres y hasta el idioma de nuestros padres. Esa tierra que se nos hurtó por la diáspora de la necesidad es la que se añora, no tanto como Arcadia, sino como identidad singular de la que fuimos privados.

Las obsesiones de un opositor que protagoniza, en tus palabras, «una alegoría del oficio de escritor», o ese pintor, Héctor Bueres, que personifica en su autorretrato «la proyección de la carcoma que habita en todo hombre», ¿adónde nos llevan más allá de la anécdota de sus vidas?

Tengo cuatro novelas breves escritas. Tres publicadas. La primera, Letras canallas, fue un ajuste de cuentas, en tono sarcástico y, por momentos, disparatado, con las circunstancias siempre dañinas que rodean el mundo de las oposiciones (que sufrí durante unos años de mi vida). Pero como todo texto narrativo que se emprende sin atar más que sucintamente sus cabos argumentales, la historia acabó por imponer su criterio y fue fraguando una alegoría del oficio de escritor, siempre mediado por obsesiones, ebrio de palabras, de voces ajenas, con escasa vida propia y, por tanto, dependiente en lo emocional de la forma de sentir y actuar de personajes ficticios. La novela retrata esa doble faz que entraña la adicción hacia lo literario, condenatoria en la ofuscación de cuanto se hace irremplazable, y salvadora al tiempo por la luz esclarecedora que derrama sobre los dramas de la existencia.

Se escribió después Vísperas de nada. En una visita virtual al Thyssen, descubrí un retrato pintado en 1926 por un tal Albert Henrich. El retratado era otro pintor, desconocido, llamado Tränkler. Sobre esa imagen, en la que tan hipnóticamente me sumergí, trabé una pequeña historia, ambientada en Madrid, que reflexiona sobre la fidelidad a los principios que inspiran una vida y una obra creativa dignas, sobre la lealtad en el amor y en la amistad.

Por su parte, en Aunque Blanche no me acompañe se describen los viajes de un hombre que cada semana, y casi por inercia, se desplaza desde la ciudad hasta el pueblo de sus padres, buscando una identidad perdida en un ámbito agonizante, pero indefectiblemente propio. Se trataba de focalizar el reducido ámbito de la aldea, que eximida de fronteras puede contener el universo, según decía Miguel Torga, para concentrar en ella infierno y paraíso, para ubicar también allí la raíz perseguida.

La cuarta, Representación, aún sin ver luz, vuelve al mismo espacio geográfico que Aunque Blanche no me acompañe. Es fruto de parecidas obsesiones y tiene también mucho que ver con mi último poemario publicado.

Vuelvo a las relaciones entre tu poesía y tu prosa y puede que se trate solo de mi lectura o de las circunstancias de esta, pero no dejo de preguntarme si una parte de los poemas de Aire de lugar y gente no existían ya de algún modo en la prosa de Aunque Blanche no me acompañe.

Es una intuición muy atinada. Entre esa novela y ese poemario levantados sobre el mismo terruño hay evidentes imbricaciones. En uno de los capítulos de Aunque Blanche no me acompañe se describe el viaje semanal del protagonista a la aldea de su familia como la indagación meticulosa del interior de una matrioshka. A esa especie de Meursault que protagoniza el relato parece que solo pudiera redimirlo en parte del nihilismo más absoluto una reinserción en las raíces. Eso se cuenta con un estilo tan conciso que si alguno de los párrafos se presentase en renglones pudiera quizás pasar por poema de corte narrativo.

En Aire de lugar y gente, partiendo de lo que empezó siendo una elegía por el fallecimiento de mi padre, se indaga en la historia familiar, en el desarraigo generado por las miserias de la guerra civil y en el magnetismo de ciertos lugares afines al alma. Ahí se cierra aquel final abierto de la novela: identificando las razones por las que somos parte de un espacio geográfico que nos conformó por más que nuestro nacimiento ocurriese lejos. Y eso se hace a través de una poesía descriptiva, que además de contar sílabas, cuenta cosas, de tal modo que si algunos de esos versos se escribieran como párrafos, tal vez podrían encastrarse en determinados capítulos de Aunque Blanche no me acompañe.

A los escritores no les gusta demasiado que les pregunten por cuestiones técnicas, pero creo que a los lectores sí nos gusta saber algo de la cocina del autor. ¿Cómo funciona la tuya? ¿Eres de los de sinopsis argumentales, fichas de personajes, localizaciones incluso fotografiadas, o sigues un estilo de escritura más espontáneo?

Al poema no se llega con la sola intención de escribir unos versos. El poema precisa de unas condiciones ambientales y/o anímicas determinadas.  La poesía es elegía o celebración. A la primera la precede una pérdida. La segunda se justifica en la dicha. Identificado el acicate, solo si también alcanzamos la predisposición emocional necesaria y nos hallamos en el ámbito adecuado es posible llegar o al menos intentar el poema. Eso y, en mi caso, además, tener a mano un portaminas y un cuaderno. Los poemas siempre los empiezo a lápiz y en rincones de cierto recogimiento o, al menos, con cierta posibilidad de ensimismarme.

Las novelas parten, sin embargo, de una voluntad de construir un relato que, planteadas ciertas preguntas o asumidas ciertas obsesiones, pueda ir ofreciéndonos respuestas a través del propio desarrollo de la trama o del proceder de los personajes. Elaboro una estructura mínima y pergeño unos pocos personajes. Con esos mimbres y sin un final cerrado del todo de antemano, voy escribiendo textos o diálogos que pretendo concisos, pero que a la vez resulten prospectivos, de modo que alumbren por sí mismos —y juro que así sucede— el camino que debe tomarse en las páginas siguientes.


De Aunque Blanche no me acompañe:

El sábado dos de marzo tomé el desvío hacia Brocal a las once de la mañana. Crucé el puente sobre el Nereya y subí río arriba. En contra de lo que suele ser más usual —avivar la marcha ante la proximidad del destino al que nos dirigimos— en esos veintiocho kilómetros últimos suelo conducir despacio. Si ralentizo mi recorrido es porque, sabiendo que ese trayecto me transforma, me recreo en las sensaciones de la metamorfosis: un ligero desasosiego, una tristeza placentera, un identificación detallada y casi lujuriosa con los olores, con los sonidos y con el paisaje.

Todo retornado rebusca en su interior hasta encontrar el poso de cuanto fue antes de dejar la patria o la aldea: memoria, lengua y hasta temperamento. La capacidad de volverse un insecto fásmido, confundiéndose con el follaje, puede forzarse o simplemente recobrarse. En el trayecto final de mis regresos al pueblo intento reconocer los tiempos y las señales de la recuperación en ese lento camuflaje que arranca a orillas del mar y se va desplegando al remontar el curso del río con un gesto tan aparentemente intrascendente como silabear el nombre de los pueblos con que me tropiezo al paso. Hay en todo ritual, mágico o religioso, ciertas letanías insoslayables que predisponen al trance. Los topónimos del espacio geográfico al que tan ligado me siento, cuando más que pronunciados se recitan, como versos bien medidos, se convierten en mi propio mantra de inmersión en el lugar.

Mientras conducía, pensaba esa mañana que estos viajes son como indagaciones meticulosas del interior de una matrioska. Yendo de la gran muñeca inicial que contiene la ciudad a la última y minúscula figura en la que solo cabe la casa familiar; yendo del universo que es capaz de albergar una serie menguante de mundos al reducto irrespirable que no solo no puede abrirse sino al que en su pequeñez ni tan siquiera se le puede dar forma y rasgos precisos: muñequita sin cintura, hueso amargo. Todo el aire liberado del resto de las matrioskas gira por eso como polvo estelar en torno a la pieza indivisible, todo el contenido extraído a los cuerpos demediados flota sobre el vasto espacio que me acerca a Brocal.

He interpretado a veces esa metamorfosis como una reversión de Gregor Samsa. Me perdí en la vida que tengo. No me satisface. Estoy además seguro de que solo renunciando a toda ambición se puede arañar la felicidad. No, no es que me vuelva mariposa en la aldea, pero dejo al menos de ser por unas horas el insecto que me siento de costumbre.

Cuántas veces nos han subyugado esos encuadres fotográficos, fílmicos o pictóricos, esas visiones de las que inesperada y ocasionalmente somos testigos, en que, por ejemplo, una hipnótica vela hinchada por el viento surca en la lejanía el inabarcable horizonte marino, o un hombre pesca en la más absoluta soledad de un acantilado al atardecer, o un correo del zar galopa en la vastedad de la tundra llevando en las alforjas un diálogo de grafías entre mundos distantes. Los territorios nos susurran a veces cosas sobre nosotros mismos de las que casi nada sabíamos, pero tras las que andábamos por una intuición que es tan redentora como autodestructiva.

Así me siento yo. En eso me convierto en los regresos. Mancha en la nada, candil en la oscuridad, nave en el océano, última de las matrioskas, muñeca cerrada sobre el átomo que la constituye, expuesta a la naturaleza y, a la vez, al poso mismo en el que el alma decanta lo que poseemos, el bien y el mal que nos habita.