lunes, agosto 12, 2024

Sin levantar la voz

Ordenar la vida siguiendo modelos de carácter y de gracia, y no una sintaxis ideológica. Y hacerte con un pequeño búcaro de cristal en el que quepa apenas el tallo de una rosa silvestre. Otorgarle entonces el privilegio de un espacio donde converjan las miradas de la casa, al que se recurra al cabo del día como se recurre a la respiración. Y empeñarse en esa belleza pequeña y fugaz porque un día supimos de Ramón Gaya, que pintaba sin levantar la voz.




jueves, julio 04, 2024

Tela de araña

No sé nada de arañas. En realidad, no sé nada de casi nada. Y sin embargo sí que he aprendido el asombro, esa suerte de humildad en la ignorancia. ¿Qué peso logra soportar la tela de una araña tejida entre brezos? ¿Sería exagerado afirmar que puede con el amanecer?

Allí arriba, entre los pinos que se levantan muy juntos a lomos del Pico Pousadoiro, una red de redes sostenía el rocío del día reciente. En cada una de aquellas urdimbres brillaban colmenas de minúsculas esferas cristalinas, huevos fragilísimos que aguardaban por la incubación del sol. Por debajo de todas esas criaturas latentes, que echarían a volar en cuanto escampase, las telas de araña seguían siendo una trampa mortal. En sus hilos se columpiaba el equilibrio entre la vida y la muerte.




lunes, junio 24, 2024

San Juan

Mientras llega el verano, que no es tanto un tiempo como una intención, la de deshilvanar las puntadas rudas del diario desengaño, recuerdo, como un antiguo verano pleno —luz y desenfado—, aquel espejo en que nos vimos reflejados por la ligereza de Jean Seberg triscando bajo los pinos de la Riviera francesa. Adiós tristeza. Al menos mientras duraba el color y la luz quemaba la película de los cuerpos expuestos sobre la arena al objetivo del recuerdo.

Vino después el blanco y negro. Y la añoranza de la plenitud en los veranos. Por más que sepamos que nunca serán los mismos. “Aquellos veranos de la niñez, cuando el calor descendía muy limpio desde el azul hasta el fondo de los alacranes, vuelven a la memoria en la noche de San Juan” *. 

(*) Manuel Vicent



domingo, junio 16, 2024

Donde el tiempo se suspende

En los lugares donde el tiempo se suspende, en los que por un instante o algunos días vives ajeno a su amenaza, te desgarra siempre una revelación cruel: todo se acaba. Porque miras a los tuyos y ves en sus ojos y en sus pieles los finales superpuestos de los años. Y te ves tú también así en sus miradas. Mientras, aquí y ahora, llega a la ventana el cielo amanecido como una piedra liviana que la luz del sol vetea. Y viene de la mar el aire como mil manos que agarradas a los troncos flamean el verde de los árboles. Y vuelan las primeras golondrinas. Apenas podría encontrarme el pulso, nada lo inquieta y late repitiendo a su modo la palabra paz, la sílaba paz, como pedía Andrade en sus versos: “Repite las sílabas donde la luz es feliz y se demora”.  Aquí es el lugar donde el tiempo se vuelve a suspender por un instante. Y esta certeza me urge otra vez de nostalgia por el presente.





miércoles, mayo 29, 2024

Ventanas

 

Las ventanas abiertas a un paisaje, a los cielos, las ventanas que le permiten a la vista no tropezarse con otras ventanas, con muros de carga, con la estridencia de la ciudad abstraída y hosca, las ventanas abiertas al humor de los días, a los pantones innumerables de la luz, esas ventanas, ayudan a respirar. También, a su modo, las ventanas fingidas de las computadoras. Al encender a diario la mía, veo en su cristal una playa, veo el arenal del verano retratado desde la colina más oriental. Se me extiende como un paraíso aprehendido durante años a pie de marea, junto a las rocas ocres que atisbo muy al fondo, como una promesa distante pero fiable. Antes de decidirme por esta fotografía como muelle de mi vista cuando cansa, le rebajé el contraste y la nitidez, texturicé sus nubes y pincelé sutilmente de esmeralda sus aguas. Hasta que ese encuadre fue más exacto al recuerdo. Hasta que ya no parecía una fotografía, sino casi una acuarela, ese modo delicado de pintar el mundo que ayuda a respirarlo diluido, sin aristas, desde la ventana abierta a la memoria feliz.


.

lunes, mayo 20, 2024

El derecho de vivir en paz

 







El otro día escribía Ignacio Peyró, ese conservador heterodoxo antiguo jefe de gabinete de la Cospedal (hay milis que fueron mucho menos severas), que “España es país de conversos. Prohombres del Movimiento amanecieron un día siendo demócratas de toda la vida. Maoístas de pelo duro predican hoy el evangelio liberal”. Y así es, hay quien cantaba  Blowin' in the Wind con la mano en el pecho, como un himno patrio, y ahora, sin embargo, se hace mientras se ducha un karaoke a diario con el My Way de Sinatra. En fin...  Ayer, camino del Náutico, donde la víspera se había erigido una cruz tamaño Calvario en medio la quermese patriótica de cuatrocientos civiles sin reparos higiénicos a la hora de besar banderas, iba la Charanga Ventolín tocando una vieja canción de Víctor Jara que tiene un estribillo título que dice: “el derecho de vivir en paz”. Era media mañana de domingo y se caminaba detrás de una enorme bandera palestina. Nos vibraba en el tórax sentimental a unos cuantos el eco de aquella voz tan singular que fue la de Jara, el recuerdo de cómo se lo llevó la saña. Esa misma saña que se le pone a la venganza sobre las gentes de Gaza. Dibujaba Neto ayer a un niño tendido entre los escombros de un bombardeo. Sobre su cuerpo una flecha y un texto: “Si ve aquí un niño en vez de un terrorista de Hamás, es usted un antisemita”. Me gustaban las canciones que iba desgranando la charanga. Me gustaban menos algunas consignas de los manifestantes. No soy muy de banderas ni de eslóganes reduccionistas. No olvido a las víctimas salvajemente masacradas por el terrorismo islamista en octubre de 2023. Pero tengo la mala costumbre de ver niños, como Neto, donde hay niños. De emocionarme con la música que me sigue haciendo, creo, mejor. ¿O no se es mejor cuando se pide algo tan elemental como el derecho a vivir en paz?




jueves, mayo 16, 2024

Conhece alguém as fronteiras à sua alma, para que possa dizer -eu sou eu?

El lápiz, y esa su exigencia de calma a la mano que lo empuña... Escribo "empuña" y suena con violencia la entonación y el eco de su significado. Si me decido por cambiar la expresión y decir "la mano que lo guía", la evocación es entonces aparentemente agraria, y esforzada al tiempo, como de quien timonea un arado romano y escribe con él la tierra. Y el lápiz parece así más conforme con estos renglones humildes, que atienden al aire, a su luz y sus lluvias, por saber qué altura le espera al tallo que se alimenta desde el surco. No todo merodeo es malicia o confusión. "Conhece alguém as fronteiras à sua alma, para que possa dizer -eu sou eu?" (Fernando Pessoa). Somos arrebato y sosiego. Y el perfil final de la sombra que proyectas tiene vocación de orilla sometida a las mareas, de espacio incierto, de duda.




lunes, mayo 13, 2024

Una casa sobre la playa

Una casa construida sobre la misma arena de la playa. Un cubo perfecto asaltado por las imperfecciones de los enseres acumulados en el uso o la necesidad. Un depósito de aguas pluviales, unas sillas casi desvencijadas, maleza en la sombra, cactus creciendo en el jardín sobrepuesto al suelo estéril, un buzón al que quizás lleguen descalzas las cartas y una antena de televisión que se clava infame en el lomo del animal blanco. Y llegando, como tantas veces, con los pies un poco a rastras por la edad y la costumbre, ensuciando de nuevo sal los zapatos, un viejo que abre esa puerta pintada en color aguamarina.




sábado, mayo 04, 2024

Escribir a mano

En la carta que escribió horas después de la muerte de Auster, Siri Hustvedt contó: 

"Mi marido no tenía un ordenador. Escribió a mano, y escribió sus manuscritos en una máquina de escribir Olympia". 

Y en el documental Paul Auster, what if?, que puede verse en Filmin, el propio escritor muestra los cuadernos en los que con letra muy menuda iba escribiendo sus libros. Cada hoja de aquellas libretas  tamaño A4, según revela en esa película, equivalía a dos páginas y media de imprenta.

El estilo es una manera de respiración. Auster respiraba despacio. Y escribir a mano, una reflexión rumiada, que no permite, como los procesadores de texto, que un algoritmo complete tus palabras, lo que piensas.

Un manuscrito requiere el esfuerzo, las pausas y la perspectiva de lo que se esculpe. 

Nunca como ahora ha sido tan fácil escribir. Hasta los tabuladores le ponen aleatoriamente tamaño a los versos. Hasta  la computadora te pregunta si deseas que autocomplete tus textos:

"Entra en Sistema. Accede al apartado de Idioma e Introducción de texto. Pulsa en Más ajustes. Entra en Rellenar Automáticamente / Autocompletar."

Tan sencillo como imprudente, porque si tuvieras en ese instante los ojos inyectados en sangre, la computadora silbaría tus palabras rápida y despiadada como una bala. Sin la dilación de cuanto se puede considerar mientras toma forma y es arcilla, y por tanto vida en ciernes.



viernes, mayo 03, 2024

La mala sangre

No ir con hambre al supermercado, por no comprar más de lo que se precisa. Pero, igualmente, tampoco conducirse con unas cuantas copas de mala sangre, por no atropellar a nadie en el improperio.

Para cuándo los controles de soberbia en el arcén de los teclados. Sobre todo para quienes vienen de la indignación perpetua, de la antigua y opuesta a la reciente y conversa; para quienes transitan sólo las certezas sucesivas, sin plantearse dudas ni tibiezas.

Bendito el que vive en la incertidumbre y al que, por tanto no lo queda otra que la prudencia.

"(...) Y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos", Wislawa Szymborska.

miércoles, mayo 01, 2024

Piedras

Aquello de José Antonio Marina de que los twits son como piedras. Y lo que de ello, por extensión, se alcanza a proyectar: la parábola, doble, que describe un montón de piedras lanzadas por una turba anónima en las lapidaciones; la de tomar esa imagen como alegoría de cuanto una red social permite saber de nosotros, de lo peor de nosotros.

sábado, enero 20, 2024

Morar, de José Luis Argüelles

Que la vída no sea una costumbre

Me quedé en los poemas que se leen como un traje a medida. Porque hasta una mala voz se vuelve elegante cuando lee por placer en voz alta y para nadie. Así releo estos versos que dicen, por ejemplo: “cuando nada se explica sin el otro y todo importa porque estamos juntos”, y dispongo tras ellos cubiertos para dos sobre la mesa. Versos que son como una confidencia: “admiro a quien la muerte encuentra con las manos vacías, sin otra posesión que la humildad de las preguntas”, que hablan de cómo se aligeran los años de certezas. Versos que ayudan a “que la vida no sea una costumbre”, después de amanecer tantas veces sin ofrecerle al día ni tan siquiera un rezo laico. Versos indóciles que los aquiles han tenido siempre por ridículos, por provenientes de esa inagotable alcurnia de tersites empeñados en nacer contrahechos de miseria: “surgirán de ese llanto escarnecido, razones poderosas para cambiar el mundo”. 

Hay un recurrente mal uso del infinitivo de los verbos cuando se emplea para pedir, mandar o desear, como si fuera un modo imperativo. Así que por qué no empeñarse en ese error, en que Morar sea tan connotativo que hasta admita ofrecerse al lector que lo habite como asilo de páginas que dicen, acompañan y hasta enseñan. Para hacernos suyos durante el tránsito de su lectura. Demorada. Y abarcando no sólo un lugar (lugares: la memoria primera, minera y rural, y el horizonte cantábrico posterior), sino también una edad habitada, la “casi vejez”; y una convivencia de afectos y hasta un paisaje de memoria, la del compromiso ya sin bandera, la de los otros libros que fueron antes, de erosiones, protestas y desconciertos.

 

En un artículo publicado en Letras Libres, allá por 2002, escribía Seamus Heaney a propósito de Miłosz: “es un gran poeta y tiene un lugar en el panteón del siglo XX porque su obra satisface el apetito de gravedad y alegría que el término poesía despierta en todos los idiomas”.

 

En Morar, último libro de José Luis Argüelles, publicado con el buen gusto que siempre le pone a sus ediciones Impronta, con las portadas conceptuales y limpias de Marina Lobo, podríamos aludir a esa compaginación a la que con tanto acierto como concreción se refería Heaney respecto a lo que debe ser la poesía: gravedad y alegría. Porque en este poemario se afirma la vida y su doble faz. Por un lado, la luz y los afectos: por otro, la sombra y la finitud de los días. Es la reflexión de quien parece atreverse a ofrecer algunas respuestas sobre cómo afrontar la existencia desde una edad madura, pero sugiriéndolas con la sordina de la humildad adquirida en las incertidumbres sobrevenidas. Porque, “¿de qué sirve una voz si no habla de la vida y sus moradas?”.

 

De habitar espacios y de cómo han de ser los espacios a habitar trata Elegía para el arquitecto Coderch de Sentmenat, de Joan Margarit: “la casa ha de ser virtuosa y humilde, / ni independiente ni vana, ni original ni suntuosa. / Y exacta su forma, tal sombra arrojada bajo el mediodía”. El poeta apenas oculta en esos versos que persigue la descripción de su propia poesía. Un empeño que bien podría ser el que logra Argüelles en su libro con oficio y claridad, con un decir ético, sin más alardes que el recurso literario a tiempo y el vigor y la belleza de la verdad por principio. Un libro sereno, medido y de formas estróficas variadas, también clásicas a veces, con sonetos, coplas o haikus, y hasta con la intercalación de dos poemas en prosa. La antología de un tiempo, tres o cuatro años. El aluvión de unos poemas que quizás lleguen como intuiciones y que seguramente se ahorman como la piel en las arrugas, que ofrecen una cartografía quebrada, nunca una melodía monocorde.

 

Pero vuelvo a Heaney y a aquel poema del cavar, él con su pluma, mientras veía al padre cavando en la realidad del suelo pedregoso irlandés, mientras recordaba a su abuelo cavando hasta terronear la turba. Eso viene a ser también el terrar que Argüelles cuenta como “una lección de agricultura” por la que se repone el mundo arrastrado en la inclemencia. Qué otra cosa pretende la poesía. “Recuerdo a nuestros padres. Y cómo sostenían así el mundo”. Cavar, terrar. Una pluma, un diccionario azul.

 

 “Que la vida no sea una costumbre y sí celebración humilde, amor afirmándose en las insumisiones”. Esa es la actitud. Dicha, sí, por despertarse de nuevo al día, pero sin el ensimismamiento del entusiasmo ebrio, imperdonable en un mundo en el que continuamente “el infierno se abre de repente”. Hay que seguir siendo también la voz, como se decía en Protesta y alabanza, de la memoria y del daño.


Hay a veces poemas más que difíciles, oscuros. Que retan al lector. Pero que terminan siendo demasiado a menudo falsas alarmas. Y hay, por el contrario, poemas tan trasparentes que parecen escrito por la inercia de un lápiz adiestrado. Esos suelen ser los imprescindibles, que diría Brecht. Y de esos, unos cuantos en Morar. Como Vacas. Asomarse a la ventana del recuerdo a ver pastar una vaca, la genealogía de una vaca, que moró tres generaciones en la cuadra de una familia, que rumió su historia y la historia de un país al mismo tiempo, que pertenece a la estirpe de las vacas que mugen en las ruinas, como aquella de Piñole que honró en el cine Bande, es pintar el paisaje lo más figurativamente que se sabe, y es al tiempo abrigarnos el corazón “cuando el corazón se desampara y encuentra algún calor en esas mitologías”.


Como Entre la nieve, esa indagación “en la memoria y la niebla” que rescata un mundo clausurado de las cuencas del carbón y el agro. Una suerte de Rosebud materializado en la repetición del verso: “Un diccionario azul y un aro de oro”. Un poema brillante en forma y fondo.

 

En fin, que no quería yo esta vez emplearme como se suele cuando de reseñar un libro se trata, en el orden preceptivo de una biografía primero —que suele venir en las solapas—, y después en la trillada disección forense que lleva unos cuantos pellizcos de la obra al microscopio. Que prefería, también en la lectura, el fervor de Zagajewski antes unos versos pronunciados de un modo tan como uno quisiera para sí cuando toca decir lo propio, tan a una edad a la vez agradecida y quejumbrosa, tan diáfanos como hondos, tan tributarios de la raíz, lo humilde y el milagro de la bondad que alcanzan a ser lo que pretenden, y mira que es difícil: “una verdad serena que oponer a las ruinas tan próximas”.

 

JCD

 

miércoles, noviembre 15, 2023

Presentación de El vigor de los dones


Sólo unas líneas para agradecer muy de corazón a quienes estuvisteis ayer acompañándome (acompañándonos, también a Pedro Luis Menéndez, que abrió el encuentro con palabras generosas) en la presentación de El vigor de los dones. Uno de sus poemas, que habla de amistad, dice que "la vida se reanima en el afecto". Así que la vida de uno, os lo aseguró, quedó ayer reanimada por un tiempo.







miércoles, septiembre 20, 2023

Las Justas


Claro que tiene que ser difícil a la vista de las fotografías que ofrecen testimonio de cómo se desarrollan las Justas Literarias de esa villa, creer que quien participa de la celebración, salvo que sea alguien alcanforado, pueda disfrutar de ese protocolo decimonónico y provinciano. Que haya reina y damas de la fiesta vestidas de blanco como novias virtuosas, que esas muchachas desfilen desde el ayuntamiento hasta el teatro del pueblo del brazo de autoridades y escritores galardonados, en un cortejo que escolta la banda de música y es vitoreado en su paseíllo por las gentes del pueblo, suena a parodia berlanguiana. Pero así es y así viene siendo allí, sin demasiadas innovaciones a lo que parece, desde hace casi sesenta años. Por lo que el sábado, acudiendo como poeta premiado, como poeta que se tiene además por tímido patológico, y en compañía del narrador que recibió el galardón, a su vez, en el certamen paralelo de cuentos,  vivió uno, para pasmo incluso propio, con fascinación insospechada aquel semejante ritual pomposo.

Nos recogió a las puertas del hotel la bibliotecaria. Tan prudente como servicial. Y en nada estábamos en el ayuntamiento; y en nada se lanzaba el chupinazo; y en nada desfilábamos por en medio de la aglomeración, a los compases de los músicos. El alcalde acompañaba a la reina abriendo la marcha, y muy cerca, el concejal de cultura, la mantenedora, el cuentista y este poeta llevaban a su vera al resto de las damas. Nos aguardaba el escenario, lleno de flores; el atril igualmente emperifollado; los sillones escalonados por el atrezzo en los que debían sentarse las muchachas festejadas conforme a una jerarquía electa de belleza y prácticamente engullidas por las guirnaldas; el maestro de ceremonias, locuaz y expeditivo; y un auditorio lleno de gente, donde se le habían reservado a las fuerzas vivas asientos preferentes —hasta un senador vino a acomodarse junto al mando militar y los concejales de la corporación—. La instantánea de cuando todos posamos para el respetable como el elenco de una compañía circense que saluda a su público antes de comenzar el espectáculo, si se hubiera tomado en blanco y negro, pasaría por una de esas fotografías que en la sección de ecos de sociedad daban cuenta allá por los años cincuenta o sesenta del siglo pasado, en los periódicos regionales, de alguna fiesta en los salones de cualquier casino castellano peripuesto para el evento. 

                                                         

El speaker tenía voz de radio y tablas de veterano. Disertó brevemente sobre la importancia de los libros, y los riesgos de las redes sociales. Una suerte de homilía civil. Bienintencionada y con moraleja, como las películas de los domingos a la hora de la siesta en la televisión pública. Luego tomó la palabra el cuentista. Hubo suerte: el tipo era consciente de que leer una narración de ocho páginas a palo seco, para ediles, autoridades castrenses, repúblicos en horas extras y familiares de damas y reina de las fiestas, podía menoscabar el ánimo celebrativo con que la concurrencia llegaba en día no laboral, con la charanga callejera aún en vena y ganas irreprimibles de inmortalizar a las jóvenes expuestas en el jardín rococó sembrado sobre el escenario. Así que convirtió su cuento en una especie de monólogo de la comedia. El argumento lo permitía: un enredo de identidades que, sobre el papel, era una inteligente conjetura sobre el poder de sugestión de las realidades imaginadas; pero que, en aquella improvisada versión oral, trufada de morcillas divertidas, sedujo la atención del espectador y hasta relajó la compostura aristocrática de las muchachas entronadas. El humor sin escarnio es como el bálsamo de fierabrás, pero libre de efectos secundarios: pule sin dolor las aristas de la vida.

 

Ahora bien, aun valorando el mérito discursivo de mi predecesor, esa habilidad suya para granjearse la atención de tirios y troyanos, me dejaba a los pies de los caballos. Defender unos poemas después de una historia divertida no es tarea fácil. Así que, para enfriar cualquier expectativa de continuidad en la humorada, y previa presentación de mi persona, obra y milagros por el presentador del acto, me di al agua como después de una travesía en el desierto. Sin saludar, con la displicencia más que del confiado, del cohibido que finge una determinación impostada. Hidratado hasta las trancas, agradecí lo agradecible en tal tesitura, saludé y para ganarme un margen mínimo de tolerancia, anuncié que de todos aquellos papeles que llevaba en la mano, había decido que apenas iba a leer unas pocas cosas, por no cansar. No era un chiste, pero al menos era algo: reducía graciosamente el castigo que todos se temían. Mis poemas son breves, no tienen rima y parecen muchas veces apuntes de alguien que balbuceara sus incertidumbres. Pondré un ejemplo, algo que se me ocurrió un día acerca de cómo se gana el humano su sitio bajo el sol: “Sobrevivir en la defensa propia / menguando el universo: / una hormiga, otro hombre…”. Para que quienes me prestaban atención no diesen por estafa esa especie de aforismos apocados, me esmeré contextualizándolos con una explicación que era mucho más extensa que el propio poema, lo que terminó por resultar contraproducente por desconcertante. No obstante, todas esas nefastas intuiciones sobre mi capacidad recitativa apenas si mermaron la apostura que mantuve en la tarima gracias a los lexatines previos, el mejor de los recursos literarios cuando se ejerce la juglaría a contrapelo. Una ayuda que no sabía a ciencia cierta si me sería precisa para ese arranque de actuación, pero que creía imprescindible para lo que venía después: el madrigal. Y es que entre los requisitos a los que se debe el poeta en las Justas, el más ingrato, al menos para quien no tiene la costumbre de estrofar en clásico, es escribirle un madrigal a la reina de las fiestas a cambio de una flor natural. Me llevó días y rubores, pero salí del trance, cuando llegó el momento, con aplomo químico y unos versos pedestres, pretendidamente simpáticos e impresos en papel verjurado, que la muchacha recibió, me temo, conmiserativa. Titulé el despropósito, Madrigal o así. Volví a mi asiento con la rosa. Pero la gente parecía satisfecha con aquella visita mía al túnel del tiempo, en la que humildemente renuncié a cualquier tipo de escrúpulo arrogante de escritor incorruptible y moderno; por la que pisé el barro de la métrica musical y del elogio arrobado a la belleza femenina patria. Y como no hay nada como sentirse querido, hasta empecé a ver con mejores ojos aquel madrigal voluntarioso que recité con la teatralidad de un medicado para la ocasión.

Todo lo que vino después me ubicó como en un reverso situacionista: la acción revolucionaria, pero a la vez previsible de quien juzga caduca una tradición, consiste en situarse en un plano de superioridad moral respecto a los que la aceptan pasiva o activamente; mi situacionismo irreverente consistió, por el contrario, en traicionar mis principios acomplejados y pasármelo bien. Vamos, como Ninotchka en París.

 

Le tocaba turno a la mantenedora. En las justas medievales era un caballero aguerrido el que mantenía con sucesivos combates la plaza contra las incursiones de los aventureros. En las justas florales, el mantenedor procura dejar el pabellón local en lo alto con un discurso que le otorgue prestancia al evento. Se encargó de ello una profesora universitaria que disertó, con conocimiento de causa y muy amenamente, sobre un escritor local. Lo que no impidió que uno sólo memorizase apenas un dato de cuanto contó la brillante erudita, que el pobre tipo se murió cirrótico.

 

Para finalizar, hubo de nuevo paseíllo por el patio de butacas, con música, vítores y aplausos. Llevaba yo a mi dama colgada del brazo la mar de pintureros ambos. E iba erguido a su lado como no recuerdo en mucho tiempo. Y sonriendo sin motivo, pero con ganas. Que así llegué al hall del auditorio, donde recibí parabienes y conocí a gente, y de donde nos llevaron al comedor de la cena, al que tuvimos que entrar de nuevo guardando la formación de gala: autoridades, mantenedora y escritorzuelos.

 Cuando empezó el ágape, eran más de las diez, y comimos, bebimos, charlamos y reímos hasta las dos de la madrugada. Y como en las celebraciones donde el vino genera a cada copa fraternidades cada vez más sanguíneas, allí fuimos, después de la media noche, uña y carne, desvelándonos mutuamente vida y querencias, prometiéndonos correos y citas futuras, volviéndonos amigos del alma al menos por el breve espacio de unas justas.

 

Al día siguiente, la flor quedó en la habitación del hotel. En un vaso con agua. Quizás se la llevase a casa quien aseó el cuarto después de irnos. Una reina sin trono.

 

Así que queda dicho: se premia en esa villa todos los años un poemario (gracias al nuestro allí estuvimos) y una pequeña narración. Nada más llegar a casa he buscado las bases del premio al mejor cuento. Habrá que ponerse a ello. Sólo tengo esa posibilidad para volver del brazo de una dama a esas justas literarias, para viajar en la máquina del tiempo.

miércoles, julio 26, 2023

24 de julio

 

Ya está. Ya pasó. ¿O no? Has estado preparándote, participando incluso de las fanfarrias previas y contaminando el corazón con agravios y esperanzas a partes iguales. Y a la noche, después de que todo fue finalmente un instante, como todo fuego de artificio, te quedó un vacío que no acabas de interpretar. Como si las ganas de implicarse, de estar alerta, de prometer resistencia o celebración, se las llevase el sumidero del alma. Es como ese cansancio que nos entra después de una cena con amigos al quedarnos a solas con la mesa llena de vasos sucios, de migas, de platos con restos de comida, de ceniceros aún humeantes, de manteles arrugados y servilletas con carmín de vino. Habrá que recoger todo esto, piensas, mientras abres de par en par las ventanas, para que se airee la casa, te lavas los dientes y subes a tu habitación con resignación culpable. De ese vacío hablo, del vacío de la tarea aparcada, que cuando amanezca nos reclamará atención y esfuerzo. Aunque es verdad, no obstante, que siempre es más fácil poner un lavavajillas que abandonar una trinchera.

 

martes, enero 24, 2023

Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar

 Reseña de Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar, publicada en El Cuaderno.

Con ocasión de la anterior publicación de Pochtar, Atajos y escaramuzas, editada por El Sastre de Apollinaire, se escribió una reseña de ese poemario en este mismo Cuaderno. En ella se apuntaban algunas particularidades del estilo literario de Pochtar, particularidades que entiendo pueden serlo también de esta nueva entrega, Mientras traigo otras palabras, esta vez en la editorial Tigres de Papel.

Se decía entonces que estábamos ante una poesía minimalista que atiende sobre todo a la idea, sosteniendo un ingenioso equilibrio entre el concepto y el destello poético. Esa inclinación ha llevado a Pochtar a cultivar el aforismo de manera explícita (recuérdense sus Pequeñas percepciones, de 2016), pero también de un modo que podríamos denominar sobreentendido, dado que, aunque no se define como aforístico, quizás por no dirimir jurisdicciones, entra plenamente dentro de lo que el común de los lectores entendería por tal. No en vano su poesía, como él mismo ha confesado en alguna entrevista, se ha ido volviendo cada vez más despojada («lo de ponerlo todo me parece un abuso»).

Julio Obeso, con buen juicio, aludía en el prólogo a Atajos y escaramuzas, que estábamos ante un libro de «paredes limpias, espacios diáfanos, palabras sugeridas». Pues bien, esa asepsia espacial, esa elusión de lo superfluo, se mantiene también en Mientras traigo otras palabras. Libro tras libro, Ricardo Pochtar persiste, pues, en ese ascetismo expresivo a través del que pretende la precisión del estímulo; la creación del objeto singular.

Se trata, pues, de una poética de síntesis, concentración expresiva y conceptualismo lírico. Y de una actitud que conjuga la indagación, aquel afán sin tregua de conocimiento que sugería Canetti, con la frustración derivada muy probablemente ante lo que se ha dado en llamar «dolor del mundo»; un dolor que trata de cauterizarse, en no pocas composiciones, con ciertas dosis de ironía.

En Mientras traigo otras palabras se mantiene, por tanto, esa depurada y parca manera de decir, pero proyectada aquí, en un buen número de poemas de esta entrega, a la reflexión sobre el propio ejercicio de la poesía.

El título del libro procede de un poema de Viktor Shklovski: «Ella me amaba y yo también. Nos besábamos y no sabíamos hacerlo. Detente aquí, frase, y vigila las cosas mientras traigo otras palabras». Shklovski, el formalista ruso autor del concepto de literariedad, posiblemente aludía en el extracto citado a esa realidad alternativa que crea la palabra literaria. Es, por tanto, un título y es también una advertencia, un autoencargo que el autor se propone: traer otras palabras a las páginas del libro. Palabras que serán distintas, no por intercambiables con las palabras de curso corriente, sino por inéditas. Proponerse, por tanto, el desafío de crear. No de comunicar, no de describir, no de compartir ánimo alguno con el lector, sino de crear una vida nueva para las palabras elegidas.

Y no es insignificante que elijamos el término crear para describir lo que Pochtar se propone, porque esa intención está en la estela de lo que Huidobro denominó creacionismo: aquello de crear un poema como la naturaleza crea un árbol. Y abordar, además, esa creación no desde el automatismo surrealista, sino desde la razón; desde el bagaje cultural que, además, en el caso de Pochtar es, como bien se sabe, ingente.

A poco que nos adentremos en el poemario nos topamos enseguida con unos versos que confirman cómo la metapoesía alienta muchas de sus páginas:

INTRUSO
En las palabras
que me habitan
vive el poema.

El poema habita nuestro interior como un yo extraño, como un intruso que no conocíamos. Pochtar lo decía de otra manera, pero conforme al mismo criterio, en uno de sus aforismos de hace años: «El aforismo, esa sombra del poeta que en el momento menos pensado va y ataca por sorpresa». Es la poesía advertida como latencia no de una costumbre, sino de un descubrimiento.

Lo que se complementa bien con esta otra consideración vertida unas páginas más adelante:

OCASIÓN
No siempre elijo las palabras,
a veces son ellas mismas
o las cosas o la tinta o el papel:
alguien tiene que acertar.

Estamos ante el azar de la escritura filtrado por la razón reflexiva y generado por esa especie de iluminación súbita sobre la que se cimentan los versos, iluminación que se describe como un pequeño seísmo íntimo, un remezón que Pochtar refiere así:

REMEZÓN
Poemas que vienen como pájaros
remueven el aire,
pasan rozando
y te aspiran,
te dejan temblando
al borde del mundo.

Son tres breves muestras de esas conjeturas sobre el proceso creativo que se pueden rastrear a lo largo de Mientras traigo otras palabras. Breves porque parece aspiración del libro que el poema no llegue casi a suceder, limitándose solo a empezar o a acabar, como se sugiere en Brevitas («El poema si es breve, no sucede: sólo empieza o acaba»), de modo que el remezón sea pura descarga eléctrica («La idea que no enciende su imagen, se encasquilla»).

Estos extractos ponen de relieve lo que ya se anunció: la brevedad de una creación que prefiere estimular a comunicar. Porque Ricardo Pochtar no comparte en su poemario sentimientos personales («mi angustia y este poema no intiman»), no persigue la empatía emotiva con el lector, sino su complicidad en la interpretación de aquello a lo que el poema en su levedad no llega, su complicidad en la duda que el poema plantea.

Porque otra de las singularidades de Mientras traigo otras palabras es su alineamiento con el escepticismo, a través del cuestionamiento de la verdad y de la interrogación como recurso literario. Se habla de «romper la verdad». Se lanza la pregunta: «¿Y si después de todo la verdad fuese plural y siempre la misma mentira?». Se afirma que «la verdad empieza a envejecer». Y se nos plantea: «¿Por qué cara o cruz?».

Esa duda casa bien con las maneras literarias usadas. Si a la palabra debe otorgársele una vida nueva, si debe poner en tela de juicio sus asociaciones y significaciones acostumbradas, no otra cosa debe esperarse del pensamiento, que ha de ser siempre inconformista. Pochtar parece resumirlo al preguntar retóricamente: «¿La ética y la estética no merecen algo mejor que un juego de palabras?».

Por último y por no agotar todo lo que el libro sugiere, pero sí al menos dejar de él algunas pistas que guíen su lectura, es muy reveladora la presencia insistente de la palabra mundo. Como auditorio indispensable de la voz y de la perplejidad, como identificador de vida y hasta diría, incluso, que de cierta fraternidad. Será por aquello que se confiesa en estos versos que llevan por título:

PURA NOSTALGIA
¿Qué le voy a hacer
si me emociono cada vez
que en un verso aparece
la palabra mundo?

Aunque bien pudiera hablarse también de las citas que encabezan algunos textos, o de ciertos autores como Spinoza o Blanca Varela que directamente entran a formar parte de los poemas, de algunas interpelaciones sobre el oficio del poeta que contiene igualmente el libro o de la belleza puntual de algunos versos que se limitan a ser poesía (como Black & White, por ejemplo, que dice: «El silencio es negro/ en las pizarras. En las playas de lava/ habla la espuma»), dejemos al lector que se sumerja por sí mismo en la engañosa brevedad de estos versos, añadiendo intuición a los espacios en blanco y curiosidad ante el desafío de una poesía que no se construye sobre la referencia, sino que, como toda vida nueva, crea su propio universo referencial.

José Carlos Díaz

Selección de poemas:

CAPTURA
Al enjambre de letras
solo le pido
un momento de calma,
un cerco de silencio
donde poder fotografiarlo.
No, no es necesario
que sonría.

NEUROPREHISTORIA
Un psicoanálisis de la prehistoria
daría tremendos traumas infantiles:
de la tierna jaula de las ramas
caer al llano, inventar a todo trapo
industrias líticas, arte rupestre,
religión, enredar el fuego, sembrar
sombra, hablarle al mundo.

¿Qué dirá el viento
cuando se acaben
las hojas?

ASTROTEOLOGÍA
A partir del Big Bang
Dios se retira,
solo existe por inercia.

QUE DIGA ALGO
¿Cuál es el número de Dios?
¿A qué hora esnifa su línea de eternidad?
¿La nada le da nervios? Que diga algo.
Que deje un mensaje después de la señal.

El laberinto que no se mueve está
perdido, tarde o temprano un héroe
sin prisa le encontrará la vuelta.

¿Con qué manta de palabras
te abrigaré, mundo, o apagaré
tu incendio?

viernes, enero 20, 2023

Banquisa

 Reseña del poemario Banquisa, de Julio Obeso, publicada en El Cuaderno.

Ni los intentos de Séneca, con aquello de «es absurdo el temor por lo que cuando ocurra, no lo podremos ya sentir», ni de Diógenes al afirmar que «cuando la muerte está aquí ya no somos», han ahuyentado el espanto que nos genera el sabernos finitos. Desde el Gilgamesh hasta Agatha Christie, el asunto ha dado para héroes rumbosos o villanos de medio pelo. Y en casi cualquier obra poética, esa amenaza marca siempre el paso del verso, sobre todo cuando uno empieza a darse cuenta de «que la vida iba en serio» y de que «envejecer, morir» son las dimensiones del teatro.

Banquisa, el reciente libro de Julio Obeso, publicado por Eolas, es un libro sobre la muerte, aunque no un libro elegíaco, como suelen serlo mayormente los poemarios que toman ese asunto como impulso creativo, ni tampoco un ejercicio de reflexión sobre trascendencias procuradas por la fe o por la palabra literaria, sino que se trata más bien de un exorcismo contra la humillación de saberse tan poco frente a lo ineludible.

Obeso describe la muerte, alude a cómo se manifiesta y en qué circunstancias; procura mantenerle el respeto debido, pero tratando, a la vez, no tanto de conjurarla, como de soportar su horizonte ejerciendo una suerte de dignidad irónica que atenúa ese insoportable «festín de ratas» al que estamos abocados por demasiado tiempo («la muerte nos durará más que la vida»).

«Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles». Quizás el empeño del Banquisa es buscar esas palabras y el tono adecuado en que deben ser pronunciadas. Se trataría, por tanto, de una labor de precisión en la que no caben los rodeos: urge rigor y austeridad expresiva. Para describir con tensión poética el final: «habrá un halo y tal vez un pájaro tibio que traspase el último pulso a tu muñeca». Para revelar el arma más mortífera: «el tiempo, ese golpe infinito que machaca todo el cuerpo». Para afianzarse en la vida riéndose no tanto de la muerte, como con la muerte: «El sexo es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta y te prometo que hoy no morirás».

Y todo ello a través de una prosa que tiene un ritmo de verso en sus renglones: «la muerte todo lo explica con niebla» o «que nadie en tu ausencia note que faltas, vuelve loco al olvido», y que, además, tiende a lo aforístico, más que intencionadamente, por ese decantar de lo que se dice evitando sedimentos: «la muerte llama la atención más que la vida»; «A la hora de agorar los naipes se vienen abajo ante la certeza de las lápidas»; «¿Camposantos? Toda tierra es sagrada»;  o «El amigo que cierra con su mano los párpados del otro en esa hora enmienda la plana a Dios».

Banquisa es ese hielo marino que se va solidificando poco a poco hasta alcanzar una rigidez definitiva. La portada del libro, y sus tonos azules, ilustran con un paisaje polar esa imagen de frío, esa perspectiva de falta de vida. Pero de algún modo es también metáfora de la falta de sentimentalidad con la que se aborda por Julio Obeso la muerte. Una voluntad de estilo distanciado que solo se traiciona en una especie de elegía anticipada por el padre que, curiosamente, y pese a esa disonancia con el resto de la obra constituye, a mi juicio, uno de sus mejores momentos: «Cuando te vayas, padre, llevarás contigo el secreto de las herramientas, el mapa de los rincones, la perplejidad del hueco. Yo de la madera solo sé que arde».

Julio Obeso (Gijón, 1958) es una rara avis en el panorama poético. Con sus anteriores libros, Tres Tristes Trópicos (2012), Inminencias (2014) o Impajaritable (2015), ha ido construyendo una trayectoria literaria singular, que no tiene que ver con la experiencia, ni con lo simbólico, ni con más compromiso que la subversión de la reglas, sociales o preceptivas. Hace un tiempo, con ocasión de la publicación de Impajaritable, escribí que la mejor manera de explicar la poesía de Julio Obeso era acudiendo a sus propios versos, con extractos de esos versos. Por ejemplo, los de aquel poema que hablaba de una urraca que se llevó al nido un ángel en el pico. Sus polluelos no sabían qué hacer con tal presente. ¿Podría comerse? No. ¿Y, de ser así, para qué serviría aquella criatura? El poema se cerraba entonces con un verso certero y luminoso que explicaba el propósito final de la presa: «brilla». Pues bien, esa es la utilidad última perseguida, el compromiso asumido: brillar. Que no es poco. Se trata, nada más y nada menos que de poner luz en el mundo, lo que le otorga al propósito tanta trascendencia como cualquier otro fin que, a priori, se tuviese por más esencial en el oficio del poeta.

En esa luminosidad pone toda su energía Julio Obeso, en el desbaratamiento del orden establecido y a través de distintas formas: el humor corrosivo (que fue herramienta propia del surrealismo), sexualizando el absurdo, reclamando piedad hacia el dolor de los seres desvalidos (y ahí cuentan tanto los ancianos como las criaturas animales) o subrayando el absurdo final que a veces nos reserva la vida. Y de esa veta viene esta Banquisa última, que nos acerca a un libro que sigue manteniendo los rasgos distintivos del quehacer literario de su autor, pero donde, además de aquilatarse considerablemente la expresión, se ha perseguido objetivar un asunto tan crucial y tan íntimo que en el intento, para alegría de lector, han quedado unos cuanto pelos en la gatera: esos rasgos de compasión con la condición humana que no burla ni la ironía.

Selección de poemas:

Si me siento morir, si lo siento, imaginaré a una mujer frotando su sexo contra uno de mis libros. Sí, lo siento, ni la muerte ni yo damos para más.


Algunos animales para evitar la muerte fingen estar muertos. Esa táctica con humanos no funciona, la muerte llama la atención más que la vida.


FOSA ¿COMÚN?

Desenterrarlos para volver a enterrarlos. No pudieron elegir. Por eso el amor escarba con urgencia y limpia una a una las vértebras del mundo.


Antes de acostarme doy de beber a los cuadernos, escribo algo en mi perro, para que todo esté en calma mientras duermo.


Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles. Algunas las olvidamos, otras no las decimos porque el amor ya se acabó, el hijo ya no está, o el golpe, aquel estruendo, nos vació el alma. Entonces viene y decimos: colofón, pesebre, manantial, y ya más cerca gritamos: ¡luminiscencia, cóncavo, estramonio! Niega con sus oquedades y lejos de espantarse nos ocupa.


La leche en las nubes bajas que humedece al amanecer el rostro de los terneros. El óxido es otro rastro, el del caracol más grande que tiene, pero de ahí no pasa. Las flores secas, las hojas muertas, las fosas comunes, no son ni sus huellas. Es demasiado creativa para esas evidencias.


Ningún pájaro quedó en el aire. Al principio vagaron erráticos hasta que aparecieron los cuervos y comenzaron a pastorearlos. Siguiendo órdenes mentales formaron grupos y avanzaron hacia los cementerios del mundo (también los marinos). Era hora de restañar la herida, el vacío: se va a celebrar el gran juicio y a cada mujer, a cada hombre, lo defenderá su pájaro.


Unos gatos ruedan violentos, él con su pene espinoso anclado, ella con su zarpa en el lomo. Resbalan tejado abajo y en el último momento se separan. Ante la muerte más vale dejar lo que estés haciendo (nos lo enseñan ellos que tienen siete vidas).


Por si cuela

El sexo en silencio es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta, querida, y te prometo que hoy no morirás.


No tenemos cuerpos para vivir, a la mínima se nos rompe el cuello o se nos sueltan las tripas. Una sola burbuja en la sangre y amanecemos de toda frialdad. A decir verdad, este mundo tampoco. Cuando no es un volcán es una ola y a más una peste aviar cierra los ojos a dos continentes. Para la muerte sí que apuntamos maneras.


La muerte todo lo explica con niebla, pero la niebla solo son nubes que han tocado fondo y no saben volver.

José Carlos Díaz