Demasiadas
veces se juega con cartas marcadas cuando analizamos la obra artística de
creadores que sabemos vapuleados por aciagas contingencias vitales. Sobre esa
condición menoscabada se argumenta el relato crítico, en la convicción de que
ha de ser, indefectiblemente, la piedra angular de su obra. Y aunque finalmente
este protagonismo se confirme en no pocas ocasiones, una honesta lectura
crítica ha de intentar abordar siempre por sí misma la obra de la que se trate antes
de situarla en el contexto vital o social en que se ha gestado. Ya habrá tiempo
de referirse a ese entorno si así lo considerásemos oportuno para mejorar la
comprensión del libro analizado. Porque comprender ha de ser el segundo de los
objetivos a alcanzar, pero no a través de un ejercicio de exégesis, o al menos
no a toda costa. La obra literaria “comprendida” debe situarnos no ante una
detallada glosa, sino ante la intención última del autor: estética, ética o
bien una mezcla compensada o descompensada de ambos propósitos. Llegaríamos así
a la tercera fase, la del juicio crítico, la valoración, que para quien no
ejerce la crítica profesional o académicamente, como es el caso, pero se empeña
en dar a la luz por escrito lo que le ha parecido un libro, sólo puede
significar que se quiera dar cauce a una emoción que por asombro o placer se ha
experimentado y merece reseñarse.
En
el terreno fronterizo compartido por estas sensaciones (asombro y placer) se
circunscribe la lectura de Matar el tiempo, de Luis Miguel
Rabanal. Setenta y cinco textos poéticos en los que el lector (este lector al
menos) encuentra un estilo literario personalísimo que logra enmarcar todo el
contenido en un ambiente sostenido (casi surreal, entre la cotidianidad y la
ensoñación) que sirve como trasfondo apropiado para la expresión poética
pretendida. Ese, cree uno, es el primer rasgo distintivo del libro. Aquello que
los formalistas rusos daban en llamar literariedad, y que puede adoptar distintas
formas, aquí tiene el aspecto de una libertad formal que desborda costuras
métricas o estróficas y que huye en todo momento del significado denotativo del
discurso, pero no a través de figuras poéticas compartimentadas (ahora una
metáfora, más allá una aliteración, aquí una sinestesia), sino de la libérrima
asociación de palabras aun en contextos sintácticos usuales, sólo violentados
en la significación incierta de lo urdido en ellos. Como si el poeta, y aquí me
atrevo a la conjetura, trabajase los textos desde la idea o el impulso inicial
que los genera, empleando para ello moldes estereotipados, pero con contenidos
que se encajan a golpe de evocación —por recuerdo o añoranza—, de proximidad —dado
que lo que está cerca adquiere, no pocas veces, un protagonismo pertinente en
lo que se escribe— y de sentido —el que, como una veta, recorre finalmente el
texto y se desvela, a veces, en la coda final que, a modo casi de aforismo,
cierra muchas composiciones—: “Por doquier palabras.”; “Exacta culpa
de la infancia.”; “Vete tú a saber si todo no es hoy execrable.”; “Llegan
de muy lejos los pájaros.”; “La casa huye del silencio.”; “Tanta
amargura no ha de ser buena, tanta amargura que apetece escupir.”; “Toda
la casa huye de mí.”; “Te llamas Casimuerte y tú lo sabes bien”; “Matar
el tiempo matar el tiempo matar el tiempo.”; “Olleir no existe, te
dijeron algunos.”; “Vivir, mera anécdota de los usurpadores.” Tal
manera de afrontar la creación literaria genera ese “asombro” al que aludía.
Dejamos de percibir la exacta definición de lo nombrado al desencorsetarse la
relación de las palabras a través de asociaciones inesperadas, deslumbrantes: “Muchachos
atrevidos que beben luciérnagas en copas de menta, es el hielo de cuando pasan
descalzos”. Ese asombro pudiera generar rechazo en el lector partidario de
la empatía significativa, pero ofrece un perverso placer a quien se
adentra en este libro, o en otros libros o creaciones artísticas no
ceñidos a interpretaciones unívocas, con la intención de que la empatía se
establezca en lo emocional, en lo sensitivo. Alguna vez dijo Luis Miguel Rabanal
acerca de cómo han de leerse sus textos que “el buen lector, que lea, que es
lo suyo. Y que se deje llevar y a ver qué pasa”. Esa debe ser la actitud.
No
quisiera que esta alusión mía al deslumbramiento en Matar el tiempo diese
lugar a malentendidos. Aquí —y es algo que se olvida a menudo por quien reseña
textos poéticos o redacta catálogos de exposiciones de arte— no se trata de
redactar un texto literario que de algún modo se ponga en un plano paralelo al
de la obra a que alude. Me gustaría ser preciso, no ocurrente. La lectura crítica
analiza, comprende en la medida de lo posible, intenta explicar cómo se abordó
el acercamiento a lo aludido y, en última instancia, valora la experiencia
creativa experimentada. Por eso, cuando hablo de deslumbramiento me refiero a
la capacidad del texto para poner luz sobre realidades paralelas o inesperadas,
pero no aludo al carácter luminoso de un texto que es sobre todo sombrío por el
amargo tratamiento con que relata la condición mortal y las limitaciones
humanas, abordadas desde una región de renuncias al “saberse (el
poeta) desahuciado como cualquier huido en el interminable fondo del
bosque”. Como cualquier de nosotros, por tanto, en la escala
correspondiente de edad o enfermedad que transitemos.
Sirva
el poema LXXII como ejemplo de esta posibilidad de identificación con lo leído
(independientemente de las circunstancias que distancien a poeta y lector).
Parece aludirse en él a un encuentro al atardecer entre un hijo que se supone
ya maduro y un padre que se adivina viejo, quizás enfermo, y por tanto cada vez
más mortal. Contingencia ésta —“la hora de estremecerse”— que
ambos saben y asumen en silencio mientras llega la noche, como al poema de
Quasimodo — “Ed è subito será”—:
“Llega
de súbito la noche y nos sorprende apenas su tibia, su bronca sinrazón con
palabras no dichas”.
Y
uno, lector que se deja llevar, piensa en todo lo que un padre y un hijo nunca
se llegan a decir, en la resignación hacia ese pudor de palabras que luego pesa
tanto.
Con
ese texto íntegro y con otros muchos extractados, se pueden ir trazando a lo
largo de Matar el tiempo nuestras propias afinidades. En eso
consiste el estremecimiento que nos regala la poesía, en descubrir en el
hallazgo del otro, la sensación propia. Pero cabe también —no tengo cuerpo de
talibán estructuralista—, es incluso aconsejable, la contextualización posterior
del texto: a qué debe tanta tristeza, por qué esos sarcasmos, dónde está Olleir
o si Musina maúlla sobre un teclado de ordenador a la orilla del poeta. Será
toda ella Información valiosa que sin duda ayudará a una más exhaustiva comprensión
de lo leído. A una, por así decir, interpretación a lo ancho. Pero para una
interpretación honda, deténgase el lector una y otra vez en la sorpresa de
aquellos pasajes a los que no es capaz de otorgarles mayor comprensión cabal
que la que ofrece la belleza sobrecogida de una verdad íntima, compartida y
expresada con lenguaje propio, y por tanto único.