
lunes, agosto 30, 2010
Lagos

martes, agosto 24, 2010
Charla de café
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
lunes, agosto 23, 2010
Un día más de verano
La clave suele estar en tomar como referencia algo que sea generosamente significativo. El sábado me lo pareció el último sol y la lluvia que trajo consigo. El día había resultado luminoso. Se estaba bien a la sombra. Con el mundo echado a los pies como un perro dócil. J. disfruta como nadie de esta casa en el campo. Lee en silencio durante horas, cocina por gusto, bebe buen vino, tiene todo lo que más quiere al alcance de la mano, a salvo entre las lindes del cercado. Nos ofreció un rosado del Bierzo que sirvió muy fresco y resultó delicioso. Las horas son como la cuerda de un arco. Describen la parábola de la luz y se tensan o distienden a voluntad del pulso. La jornada terminó cerca de los acantilados. Atardeciendo entre la bruma. El sol era un trozo de tentáculo de pulpo. Apimentonado. Vertía sobre la mar un aceite espeso y teñido. Fue darle la espalda y venir la lluvia. Nos refugiamos bajo un árbol sin demasiada fronda. Llegan a veces inesperadamente las inclemencias. Tormentas de verano. Y ni el arrimo protege. Cuando la nube se fue, era ya de noche. Calma y templada.
domingo, agosto 22, 2010
El Anticiclón de las Azores

Era portugués. Retraído, pero un tipo noble. Eso sí, sin muchas luces. Hacia una buena figura sobre la lona. Cuando llegó al gimnasio le pusieron aquel nombre de guerra. O al menos, supuestamente de guerra. Nadie reparó en su significado. Se estuvo más pendiente de la música, de la contundencia fonética, que de su verdad. Fue todo un presagio. El primer combate enfrentó al Anticiclón de las Azores con un mulato cubano que respondía por Anticristo de Camagüey. El debutante aguantó de pie apenas dos asaltos. Dos tortuosos e inmisericordes asaltos. Aquel demonio caribeño se lo llevó finalmente al suelo del ring con un fulminante gancho de izquierda. Los prefijos, como la alquimia, no deben dejarse en manos de cualquiera.
viernes, agosto 20, 2010
De Durero a Morandi (y tan cerca)

Decía María Kodama que Borges adoraba a Durero: “Recuerdo que una vez estábamos en la National Gallery viendo uno de los autorretratos de Durero. Yo le estaba intentando describir el cuadro y Borges me dijo, “ah, es aquel que está así”. Entonces me giré y fue como un flash que se me quedó grabado para siempre: Borges había puesto la misma expresión, la misma cara del retrato, un retrato que había visto cincuenta años antes.” Borges escribió de hecho sobre el grabado Tod und Tuefel, describiéndolo en su poema Dos Versiones de Ritter, Tod Und Teufel y se refirió al artista de Nuremberg en al menos otros dos poemas: El enamorado y El reloj de arena. En este último no en vano, ya que en los tres más famosos grabados de Durero, El caballero, la muerte y el diablo, San Jerónimo y La Melancolía aparece siempre un reloj de arena: Por el ápice abierto el cono inverso / deja caer la cautelosa arena, / oro gradual que se desprende y llena / el cóncavo cristal de su universo. Símbolo universal del paso del tiempo, para Borges la arena se relaciona también en textura y metáfora con la sombra, la ceniza y el gris propio de los grabados: Surge así el alegórico instrumento / de los grabados de los diccionarios, / la pieza que los grises anticuarios / relegarán al mundo ceniciento. Había en esos versos como un presagio de olvido, una certeza de muerte para la obra gráfica. Viéndola ahora expuesta como resumen del propio paso del tiempo, de las diversas preocupaciones del hombre en ese tránsito, del artista que las decanta y fija, a lo largo de cinco siglos de grabados recopilados y atesorados por la Fundación William Cuendet, queda el consuelo de que no se haya cumplido el presagio, de que, para dicha de los ojos y el entendimiento, se puedan admirar hoy colecciones como la que se expone en Gijón, en el Centro de Cultura Antiguo Instituto bajo el título de De Durero a Morandi. Probablemente, cuando llegue a Madrid provoque largas colas. Habrá incluso quien se desplace desde aquí a ver lo que ahora es en su ciudad, sin demasiado bombo ni platillo, primicia y lujo inesperado que es posible disfrutar durante unas semanas con calma y sin aglomeraciones. En la muestra se recorre la historia del grabado, su evolución desde las primeras ilustraciones bíblicas del siglo XVI hasta nuestros días. Incluye obras de Durero, Rembrandt, Canaletto, Piranesi, Lorrain, Goya, Degas o Morandi. Se debe, además, seguir atendiendo las indicaciones que acompañan a las obras y que ayudan a comprender las distintas y complejas técnicas que los artistas utilizaron a lo largo de la historia: desde la talla de la madera, la piedra mordida, el metal arado o el trazo sobre el vidrio traslúcido. Xilografías, litografías, aguafuertes, aguatintas, buriles, clichés-verres. Sirvieron en el inicio para ilustrar las ediciones bíblicas. Transmitieron luego conocimientos científicos y geográficos en atlas y cosmografías. Dieron más tarde paso a la subjetividad del artista, al estudio de la luz sobre el paisaje o la exploración psicológica de los retratos. De los tres grabados de Durero aludidos al principio, se muestran dos: San Jerónimo en su estudio y La Melancolía. A uno le place más el primero. Hay en él orden, luz, trabajo y retiro gustoso. El rayo de sol que lo ilumina vuela por encima de la calavera apoyada en la ventana. No es poca declaración de principios. Por su parte, La Melancolía es obra de escaso tamaño pero llena de simbolismos. Deja la impresión de que uno nunca la entiende del todo. Reina en ella un desorden acumulativo. El reloj de arena. La balanza. El cometa. Los útiles carpinteros. El perro famélico dormido a los pies de una mujer sentada en un banco de piedra, en un edificio por hacer. Un lugar en soledad, próximo a la mar, en mitad de la noche. Y ese cuadrado enigmático de números que suman siempre y de muchas maneras la cifra treinta y cuatro. Antes de Durero, esta alegoría de la melancolía sólo aparecía en tratados médicos y almanaques. La melancolía era una enfermedad. En el grabado, verdadero manifiesto de modernidad, parece asociarse sin embargo a los estados creativos. La soledad y el tormento del espíritu renacenti
sta, quizás. Unos pasos después nos espera Rembrandt, sus claroscuros. Religioso, pero también mundano en el desnudo de una mujer negra vista de espaldas. Y las ruinas romanas de Piranesi. Y el vedutismo, tan veneciano, tan panorámico, tan Canaletto. Esas postales que alimentaron el interés y gusto por el viaje. Las perspectivas de la ciudad ordenada, floreciente y culta. Y de lo panorámico a lo delicado e íntimo, a Degas y Manet. O a lo formalmente prodigioso, en esa Santa Faz de Claude Mellan, trazada en espirales sin apartar el buril de la plancha. Pulso artesano, quizás, más que pieza de arte. Enseña hasta dónde puede llegar la técnica. Pero, sin embargo, recrea un motivo que ya no era para entonces la razón de ser de la obra gráfica. Y finalmente, en el título expositivo y en la ubicación de lo mostrado, está Morandi. Aguafuertes. Según parece una parte no desdeñable de su creación. De hecho fue profesor de grabado en la academia de Bellas Artes de Bolonia. A uno, que la simplicidad de Morandi y sus naturalezas muertas le parecen de una desolación entrañable, los grabados no le atrajeron tanto. Como si faltase el color de sus óleos, que le otorga a la obra el complemento térmico que la vuelve única. No es un pero, esto último, lo que se le pone a lo visto, sino una observación debida al propio gusto, siempre tan singular y caprichoso. Se volverá de nuevo, sin demora, al Antiguo Instituto a recorrer esta breve maravilla. A pasear entre los grises de estos grabados que no han terminado siendo como en el poema de Borges —en todo caso, inspirada alegoría poética— piezas algo olvidadas de anticuario, sino vívido relato de un arte cimentado, como siempre, en una previa e indispensable destreza técnica.

martes, agosto 17, 2010
The last day (2)

lunes, agosto 16, 2010
The last day
jueves, agosto 12, 2010
El guía y el marqués

miércoles, agosto 11, 2010
¿Conocéis el lugar?
Tomamos camino a Urueña. Llegamos temprano. Apenas si hay nadie por las calles en este domingo que amanece algo más nublado y fresco que los días anteriores. Dejamos el auto cerca de la juguetería. La vieja juguetería siempre cerrada. Entramos al recinto amurallado por el lado del cementerio. Cerca del Pozolico, la casa rural donde años atrás pasamos unos días de semana santa. Subimos a la muralla. Entramos en una librería que hallamos al paso. C. se compra Sara de Ur, de Jiménez Lozano. Á. se mantiene fiel a Tolkien. Un largo paseo nos lleva finalmente al museo del libro. Preside su entrada un maravilloso poema de Antonio Colinas. Seguimos el itinerario expositivo. Nace la escritura. El pergamino la fija. La imprenta expande la palabra. La linotipia le imprime velocidad. Al salir pregunto si me podrían facilitar una copia del poema de Colinas. La tienen, en efecto, a buen recaudo, para curiosos sensibles como uno, que quiere guardar estos versos para siempre. Dicen así:
¿Conocéis el lugar?
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Creo que es aquí en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos podrían sanar para siempre
y tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar esa música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena a los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un emjanbre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.
En el lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,
y el pueblo amurallado y muerto
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.
¿Conoceis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en el centro del centro de Castilla,
donde por los linderos morados
se tensa, como un arco, de la luz;
en un espacio en que la nada es todo
y el todo es la nada,
y en el que junio joven viene por los montes
vertiendo de su copa oro líquido.
Es un lugar en el que el espacio y el tiempo
sólo son una hoguera
que arde y que mantiene su combustión
gracias a nuestras vidas (quiero decir:
gracias a nuestras muertes).
La música que más amáis
aquí tiene su tumba.
Es la música que, a través de la respiración de las espigas,
viene a morir en la luz que respiran nuestros pechos.
Es difícil escribir algo más hermoso. Al salir de nuevo a las calles de Urueña luce el sol. Nos acercamos a la puerta que abre la muralla a poniente. Allí vimos en otro tiempo un atardecer espléndido. Yéndose la luz del mundo al otro lado de la planicie. Mucho más allá de Villardefrades y hasta del Teleno. Tomo ahora fotos del campo agostado. De los caseríos dispersos y lejanos. De los caminos terreros. Y del cielo otra vez ardiente. Nos vamos luego a comer. En el Pozolico, que apenas tiene un par de mesas libres. Elegimos el comedor pequeñito. Con paredes de adobero. Pido que la cerveza esté fría. Me traen una copa empañada de escarcha. Conversamos al final en torno al café de puchero. Nos llevamos otro buen recuerdo de la casa. Y de Urueña, que quisimos ver de nuevo en la lejanía desde la carretera cuando nos íbamos, deteniéndonos junto a la iglesia románica de Nuestra Señora de la Anunciada, recortándose la villa entre el amarillo abrasado de los campos y la bóveda inclemente de los cielos.
¿Conocéis el lugar?
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Creo que es aquí en este espacio
donde se inventa la infinitud de los amarillos;
un espacio en el centro del centro de Castilla
en el que nuestros cuerpos podrían sanar para siempre
y tus ojos y mis ojos
mirasen estos páramos
con piedad absoluta
y en donde hasta el espíritu suele arrodillarse
para hacernos su ofrenda
en rosales de sangre.
En este espacio hay un fuego blanco
en el que viene a expirar esa música
que nos llega de lejos, ¡de tan lejos!
¿Conocéis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en una tierra con más cielo que tierra,
donde los ruiseñores serenan la alameda
y la alameda serena a los ruiseñores,
y con la emanación
húmeda del tomillo más nocturno,
acude un emjanbre de estrellas
a venerar la última espina de Cristo.
En el lugar donde la luz
llora luz,
y la catedral de los cardos
alza su grito de silencio,
y están solas, muy solas, las vírgenes anunciadas,
y el pueblo amurallado y muerto
asciende vivo sobre un horizonte de lágrimas,
no sé si como un salmo
o como una corona de piedras inciertas.
¿Conoceis el lugar donde van a morir
las arias de Händel?
Está aquí, en el centro del centro de Castilla,
donde por los linderos morados
se tensa, como un arco, de la luz;
en un espacio en que la nada es todo
y el todo es la nada,
y en el que junio joven viene por los montes
vertiendo de su copa oro líquido.
Es un lugar en el que el espacio y el tiempo
sólo son una hoguera
que arde y que mantiene su combustión
gracias a nuestras vidas (quiero decir:
gracias a nuestras muertes).
La música que más amáis
aquí tiene su tumba.
Es la música que, a través de la respiración de las espigas,
viene a morir en la luz que respiran nuestros pechos.
Es difícil escribir algo más hermoso. Al salir de nuevo a las calles de Urueña luce el sol. Nos acercamos a la puerta que abre la muralla a poniente. Allí vimos en otro tiempo un atardecer espléndido. Yéndose la luz del mundo al otro lado de la planicie. Mucho más allá de Villardefrades y hasta del Teleno. Tomo ahora fotos del campo agostado. De los caseríos dispersos y lejanos. De los caminos terreros. Y del cielo otra vez ardiente. Nos vamos luego a comer. En el Pozolico, que apenas tiene un par de mesas libres. Elegimos el comedor pequeñito. Con paredes de adobero. Pido que la cerveza esté fría. Me traen una copa empañada de escarcha. Conversamos al final en torno al café de puchero. Nos llevamos otro buen recuerdo de la casa. Y de Urueña, que quisimos ver de nuevo en la lejanía desde la carretera cuando nos íbamos, deteniéndonos junto a la iglesia románica de Nuestra Señora de la Anunciada, recortándose la villa entre el amarillo abrasado de los campos y la bóveda inclemente de los cielos.
martes, agosto 10, 2010
Enrique V

Querido S.: ayer por la noche llegaron las cigüeñas. Eso debió de ser, porque durante el día no las habíamos visto, pero al salir del castillo, casi a la una, con un cielo estrellado, alegres como colegiales después de la función, en medio de la ciudad iluminada y disfrutando de una temperatura clemente, las vimos sobre el cimborrio de la catedral, sobre sus tejados, sobre la torre cuadrada. Y más allá también en la iglesia de San Ildefonso. Crotoraban en el silencio. Brillaban en la oscuridad. Eran decenas de cigüeñas. Quietas. Juntas unas casi contra otras. Veníamos del teatro. Enrique V. Representado entre las murallas de la vieja fortaleza. Una velada casi íntima. Reducida a escasos espectadores. Los actores de la compañía Achiperre nos recibieron junto al foso. Pisaban la uva. Recitaban el vino. El que luego nos sirvieron antes de su actuación, mientras nos cantaba casi al oído un ángel metido en carnes y vestido de blanco. La obra resultó divertida. Aire fresco después de los calores del día. Adaptación del drama shakesperiano debida al autor belga Ignace Cornelissen. Una parábola de humor sobre el absurdo de la guerra y el capricho de quienes gobiernan. Te hubiera gustado acompañarnos. Ese alcor en la ciudad, donde antaño se oteaba la lejanía, sigue siendo un lugar apacible, silencioso, de los que te placen. Se podía oír en medio de las torres defensivas hasta los susurros de los actores. Y estando tan cerca de ellos, saber de su entrega por el sudor que les iba viniendo a las ropas. Por entre lo más alto de la mampostería me pareció ver el vuelo atolondrado de un murciélago. Sobre el escenario, sobre los reyes de Inglaterra y de Francia, sobre Catalina y el narrador, iba estrellándose la noche. Y sin que aún ni lo sospecháramos estaban llegando las cigüeñas a la ciudad.
lunes, agosto 09, 2010
Un concierto de verano
Leo un apunte del diario de Muñoz Molina. Dice al final que nunca se sabe qué nuevo lugar memorable puede descubrirse sin previo aviso, venciendo la pereza de viajar, la convicción de que en casa y en el jardín propio y en nuestra ciudad se está mejor que en cualquier otra parte. Salimos camino de Zamora con la certidumbre de que, siendo como ha sido para nosotros durante años una ciudad de paso, le debíamos una visita a fondo, pero también con la amenaza del crudo calor castellano de estos días de agosto. Instalados en un hotel céntrico, nos dedicamos a descubrir los detalles de una ciudad manejable, acogedora, a la escala justa del paseo. La calle de Santa Clara corre paralela al río. Bulliciosa, pero sin estridencias, lleva hasta la plaza Mayor. De allí a la catedral, por la rúa de los Francos, se adentra en el cogollo medieval. En el promontorio oeste que otea lo lejano y el curso del Duero se levantan castillo y catedral. Hacia la mitad de este recorrido gozoso, al que uno volvía aplicado después de perderse a ambos de sus lados por ver una de las muchas iglesias románicas, o la fachada modernista y cuidada de algún edificio de Ferriol, o cierto rincón, o cierta calle, o cierto mirador sobre los puentes o las aceñas, por la mitad, digo, del trayecto hay una plaza techada por la fronda de los plátanos y al cuidado de un tipo esbelto y broncíneo al que le han dado por sobrenombre “terror romanorum”: Viriato. Un par de días atrás la noche allí era aún más noche. No se había iluminado la plaza y las copas tupidas del arbolado oscurecían el reducido ámbito. Nos sentamos cerca del escenario. A la hora fijada se encendieron las luces. También las de los imponentes edificios de los lados. Piano, contrabajo, batería y voz. Uno tenía la extraña impresión de que no estaba en medio de la Castilla fatigada por el estío, sino asistiendo a un concierto de jazz en la civilizada plaza de una ciudad centroeuropea, perfectamente aseada en fachadas y calles, salpicada de parques y de sombra, y reñida con el ruido y la prisa. Antes de que la banda interpretase One day I´ll flay away, a mitad de concierto, Larry Martin contó por qué era especial para él aquella canción. Tenía que ver con los reveses repentinos y casi terribles de la salud. Con la brega que se emprende contra lo que parece irremediable. Con la compañía de quien se quiere. Y con la música como conjuro. Finalmente dedicó el tema a su mujer. Yo la vi sentada en la primera fila. Un cuerpo menudo. Vestía una camiseta de un negro desvaído. Menuda de hombros y con el pelo largo apenas recogido. La canción empieza como con ritmo de canción de cuna. Se despliega como esas alas que se desean para verlo todo desde arriba y en la distancia. A esa altura, a través de las hojas de los plátanos, quizás la noche era como un espejo, el destello de luces como estrellas, la música suave y memorable de un concierto de verano en la plaza de un Viriato rendido.
jueves, agosto 05, 2010
Una isla en el mar rojo
A través de los ventanales veo el bríllo de la piscina bajo el cielo encapotado. La brisa de la tarde varea los últimos destellos de los chopos. Al fondo, los montes han perdido perfil: son una imprecisa mancha de verde sucio por detrás de la niebla. Los gorriones rebañan sobre la mesa las migas de la merienda. Un momento antes vigilaban esbeltos sobre el respaldo de una silla la soledad de los restos. Ahora, ya confiados, apuran el botín hechos casi una albóndiga de plumas. Toda urgencia nos rebaja. El día ha sido una isla. Si el verano fuera el mar rojo, estas horas que terminan hubieran podido ser un capítulo de Wenceslao F. Flórez. Gris insular que le da vuelta a los bolsillos del alma. Que echa fuera las pelusas de lo oscuro. Polen infecundo que vuela casi ingrávido. Amaneció sin fuerza hoy la luz y dio tiempo a mirarse por dentro. La ventana era brocal y en el pozo bailaba el agua azul intriga de las piscinas. Ayer habíamos bajado sin miedo al sol de dentro. Hoy miramos la superficie y es un espejo de chopos. Nos vemos también entre ellos. Un vaso con hielo entre las manos y unos pájaros que le han perdido el recelo a la casa y hasta a nosotros. Estamos tan quietos. Tan en paz. Tan a la sombra de esta isla que fue hoy el día.
lunes, agosto 02, 2010
Eclipse
Chipirones. Y sidra. Y un intercambio de pareceres que, como a menudo sucede con los desacuerdos políticos, termina agriándose. Ni el postre mengua ese regusto ácido. Uno no aprende a no enredarse en lo que nada finalmente aprovecha. Se desearía alcanzar la persuasión de lo que aun susurrándose esconde raíces de secuoya vieja. La pericia del silencio a tiempo. Pero me puede el vértigo. Tengo un libro ahora mismo abierto sobre la hierba. Se ha aclarado el día. Luce el sol y se hace agradable saber su luz al alcance de la piel con tan sólo dar dos pasos desde la sombra. Me cuesta concentrarme en la lectura. Todavía queda un resto de pasión precipitando el ritmo cardiaco. No debería uno poner en liza más que sus argumentos. Y ni tan siquiera reiterarlos. Pero termina traicionándonos la emotividad discursiva. Puñetas de toga. Por eso viene bien escribir contándolo. El diario es también tisana. Nos calma. Vuelvo al libro. Hilo ya la trama. La brisa mueve como mies el vello de mis brazos. Lenta y constante. Ciempiés invisible. Somos a veces la razón de los eclipses, el velo fugaz que oculta la luz con la ofuscación de un instante. Conjuro el lunar. Estoy dispuesto a disfrutar del resto del día. No poca dicha ya es saberse en la tarea. Había comenzado horas antes, cuando triscamos los tentáculos crujientes de los chipirones entre sorbos de sidra fresca. (P.D.: En todo caso, querida T., te reconozco las mejores de las intenciones. Tus inquinas, como las mías, apuntan hacia lo injusto. Lo ves tú jironeado en las aristas de la estrella de David; yo, en cambio, sesgado por el filo de la media luna. Si damos por imposible ponernos de acuerdo sobre el asunto desde el aprecio que nos tenemos y después de compartir mantel y viandas, qué esperar de los que deben apaciguar la guerra poniendo antes en paz la memoria asediada por la sangre.)
Gaviotas en la madrugada
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