viernes, febrero 28, 2020

Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, de Emilio Amor

Las libélulas sueñan con los ojos abiertos,
de Emilio Amor

(reseña publicada en El Cuaderno)

Hay hombres que nacen antes de tiempo y tratan, como pueden, de aproximarse al futuro que les estaba señalado (cuánto escritor imaginó en sus libros una edad aún por venir que de verdad pensaba era la que le pertenecía). Hay otros, en cambio, que llegan a la vida mucho después de lo que hubiesen deseado. Estos últimos regresan a menudo sobre un rastro imaginario al mundo que perdieron, pero al que no renuncian. Emilio Amor hubiese pactado con el mismo diablo a cambio de conducir el descapotable en que un echarpe traicionero estranguló a Isadora Duncan apenas un instante después, por cierto, de que la diva gritara «Adieu, mes amis. Je vais à la gloire».  Era en Niza, en 1927. Y no lejos de allí, en Cannes, pero ya en 1965 los periódicos de la época daban la noticia de la muerte de Samuel Stauwton, fallecido en compañía de la Vizcondesa de Neully después de una viajera y azarosa vida. Stauwton había nacido en Londres en 1898. Estudió en Cambridge. Se trasladó a  París donde conoció a Paul Valéry, Cocteau, Proust y Gómez de la Serna. Tras morir su padre y heredar una considerable fortuna, viajó desde Egipto al Lejano Oriente. Se trasladó después a Nueva York, donde quedó deslumbrado por el jazz y por el cine. Visitó el Oeste americano, el Caribe y Sudamérica. Al finalizar la segunda guerra mundial, vendió su mansión y el negocio de té familiar, recluyéndose en Trieste para recuperarse de una dolencia de pulmón. Comenzó por entonces una irrefrenable decadencia que lo llevó a la ruina desde los casinos y las tabernas. En 1964 se casó con la vizcondesa de Neuilly. Un año más tarde, Stauwton y su esposa fueron encontrados muertos, abrazados y desnudos.

Gracias a las Crónicas de Samuel Stawton conocí a Emilio Amor. Aquel libro, apócrifo o robado, le valió el Premio Cálamo y se publicó en una edición hermosamente ilustrada por Miguel Ángel Bonhome. Sus siguientes publicaciones, Canciones de Amor en los Campos de Marte y Transgresión del Edén, siguieron la estela heterónima de Stawton.

Esa fijación por un personaje mundano, culto, amante canalla y poeta maldito, es la que siempre me ha llevado a creer que Emilio Amor hubiera deseado encarnar a un hombre así, en una época como aquella. Como no fue el caso, se aplicó en la heteronimia como sustitutivo. Dado, por tanto, que Emilio Amor no tuvo la fortuna deseada con su fecha de nacimiento, les aproximaré en un esbozo su verdad biográfica: Emilio Amor, pintor, escultor y poeta, nació en Gijón en 1955. En los años setenta actuó en las compañías de teatro La Máscara, La Caterva y Margen. Cofunda en 1981 el Gruva, grupo de arte vanguardista, con el que colaboró en Una cantata celeste. En 1999 gana el premio Cálamo de poesía con el libro Crónicas de Samuel Stauwton. Poco después creó la sección Ágora Libertina en la revista Ágora, dedicándoles espacio y culto en ella a Apollinaire, a Lautréamont, a Alfred Jarry, a Cocteau, a Anaïs Nin, a Georges Bataille, a Rimbaud, a Germain Nouveau, a Baudelaire, a Max Jacob, a René Char, al Divino Marqués, a Cravan, a Shelley, a Dylan Thomas o a Artaud. Toda una nómina de románticos, libertinos y vanguardistas. Todo un ejército de buscadores de belleza. Además, en 2013 Emilio Amor impulsó la creación del Colectivo de Artistas Extremófilos, que a lo largo de estos últimos años ha mostrado colectivamente su obra plástica en una veintena de exposiciones temáticas.

Decía Unamuno que el hombre es ante todo un animal de sentimientos. Uno de los más relevantes es el sentimiento estético, que tiene relación con el placer que produce la contemplación de objetos que consideramos bellos. Objetos, imágenes, palabras… que, siguiendo a los sofistas, no tendrían por qué ser útiles para transmitir belleza. Y que serán bellos cuando el canon personal aquilatado en la experiencia acumulada así lo decrete a nuestros ojos.

El canon estético de Emilio Amor rehuye cualquier compromiso que no sea el del placer sensorial. Por eso su poesía resulta impetuosa. Como de aluvión. Da siempre idea de estar escrita en días inspirados. Por eso sus versos producen cierta hipnosis en el lector. Son poemas levantados sobre imágenes apabullantes, propias de quien lleva en la memoria geografías emblemáticas, escritores fetiche y pintores que se relacionan con ese mundo creativo que le resulta tan querido al autor: un universo tributario del romanticismo y forjado en las vanguardias de principios del siglo XX.

Lo decía bien Emilio Amor en un poema suyo de hace tiempo:

Nunca se sabe qué nos deparará un nuevo poema.
Se parte del hallazgo y la sorpresa:
los primeros versos son los únicos
dictados por los dioses.
Y luego,
a través de los caminos cruzados de los sueños,
siempre se llega a un puerto desconocido.
Hay poemas redondos y asimétricos, nunca espirales,
pueden ser un aullido de dolor o un canto a la alegría,
el himno de una hazaña o una alucinación;
pero, desde luego, todo poema lleva inscritos
los miedos y las inquietudes del poeta.


Pero incluso en los poetas más libres, en los más dispuestos a jugárselo todo a la carta de una  belleza que persiguen en un mundo paralelo, de hombres arrojados, mujeres deseables, viajes sin retorno, mares confidentes, pájaros orientales y circos de serrín y trapecistas bohemios, incluso en ellos, los asuntos de sus creaciones siempre terminan recurriendo a los asuntos universales del arte: amor, tiempo y muerte.

La propia vida se cuela, se quiera o no, en todo lo que nos proponemos, para favorecerlo o para torcer sus renglones. Emilio Amor siguió, sigue, siendo fiel a su estilo. Pero hubo un momento en que su obra literaria no pudo sino traslucir la fragilidad de la existencia, el menoscabo repentino de la salud. Vinieron entonces Territorio perdido, El tránsito y la herida y Manual de pájaros extintos. Las referencias seguían siendo las de antaño, pero en los tres libros se empezó a intuir lo alegórico, e incluso en ocasiones, las menos, eso sí, se cedía hasta lo confesional:

Existir es claudicar cien veces:
los amores perdidos una tarde,
los trabajos forzados por necesidad,
los hijos que se alejan en aviones vibrantes
hacia un destino incierto y sin fronteras
y la salud mellada de los años.

Llegados a este punto, nos encontramos con una nueva entrega poética de Emilio Amor: Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, editado por Bajamar, que supone, a mi juicio, un remanso en su poética. Las composiciones se aligeran. Se arroja por la borda el lastre más oscuro de las obras anteriores. Gana el blanco en los lienzos. El minimalismo en la pincelada. Y se pretende, aunque sin caer en la ingenuidad, un aire celebrativo. Venimos del miedo, aprendimos de él la vulnerabilidad propia y en un acto de gratitud por librarnos esta vez de un final anticipado, se canta la vida.

En Las libélulas sueñan con los ojos abiertos no hay libélulas. Sí jilgueros, buitres, vencejos, caballos, cetáceos, ruiseñores, jaguares, luciérnagas, gaviotas, lobos, mariposas, estorninos, lagartos, abejas, cuervos, palomas torcaces, camaleones… Pero no libélulas. Y sin embargo el título se justifica a si mismo: es una más, y una de las más bellas, entre las numerosas figuras literarias, en este caso una sutil personificación, que se encadenan en el poemario. Una concatenación de imágenes que, con ayuda de metáforas, alusiones o comparaciones, activan la imaginación del lector, que se dispone a recrear  mentalmente lo que lee construyendo una realidad paralela y profundamente sensorial, alzada sobre las evocaciones que la palabra, por sí misma, es capaz de provocar.

Un mundo que en este libro, además, está perfilado a través de pequeños trazos, de un modo mucho más liviano y elemental que en trabajos anteriores. Como si esa imperiosa necesidad de vivir el presente a que alude en el prólogo el propio autor, y que se simboliza en la corta vida de las libélulas, se reflejase también en el pulso de la escritura, intenso y mantenido a fogonazos de necesidad creativa.

De aquella inolvidable trilogía inicial de poemarios, a la que aludimos al comienzo, en que Emilio se embarcó a finales de los noventa de la mano del heterónimo Samuel Stawton, de aquellos primeros libros en los que el cosmopolitismo era santo y seña que daba paso a una expresión torrencial de referencias culturales y a una poesía que tenía, sobre cualquier otra propósito, la intención del deslumbramiento, llegamos después, como quedó expuesto, a una fase creativa (Territorio perdido, Manual de pájaros extintos y El tránsito y la herida) donde los reveses vitales se abrieron paso en los versos, que, sin renunciar  a su vehemencia habitual, a sus referencias constantes (las propias de quien se ha formado tanto en la lectura literaria, principalmente simbolista y surrealista, como en la contemplación de un riquísimo y variado universo pictórico, como artista plástico que es), traslucían  una fragilidad íntima muy conmovedora, que sigue inspirando Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, donde, por ejemplo, leemos: «Vivimos casi siempre de prestado/ y hay glaciares inmensos/ donde perder la vida», «Aquí reinan la herrumbre y la fugacidad» o «Soy todo desolación y todo tránsito». Se mantiene, por tanto, esa consciencia de lo inevitable, de la derrota a que tarde o temprano estamos abocados, pero se alienta, al tiempo, más que un resquicio de esperanza, una voluntad de exprimir el instante: «El diablo me susurró al oído:/ Hoy la puesta de sol es como un magnicidio./ Debes amar sin límite esos cuerpos mojados./ Apenas queda tiempo/ para morir de éxito./ Es un gran día para volar». Esa es la aspiración, volar durante la escasa vida de una libélula, durante el aleteo de un pájaro que vence la gravedad que nos ata a la finitud que somos y para la que no tenemos respuesta: «No encuentro las respuestas en los astros,/ sino en la levedad de un aleteo».

Leer a Emilio ha sido siempre una fiesta, un exceso en la dieta, un capricho en la escasez, una visita a la casa del que tiene en sus paredes y sobre los muebles todo un muestrario de objetos bellos y apetecibles, de quien se acompaña de incensarios en ascuas, de quien cuenta viajes y oye música medio velado por el humo del tabaco. Así era cuando fue Stawton y así lo es en el trance, a veces hasta casi íntimo, de esta poesía última más personal, más concentrada, pero que ni aun en esta nueva apariencia se permite apenas el desliz de la austeridad: a Emilio le gana siempre el imperativo pirotécnico de la belleza alumbrada en las imágenes.

José Carlos Díaz

miércoles, febrero 12, 2020

Incursión y muerte del demonio Meridiano, de Paco Velasco

Incursión y muerte del demonio Meridiano

(reseña publicada en El Cuaderno)


Suelen apuntarse en las reseñas de libros algunos datos biográficos sobre su autor. Lo que pudiera ser considerado como un trámite de costumbre y casi de cortesía debida hacia el lector, es casi en Incursión y muerte del demonio Meridiano (Eolas Ediciones) una contextualización obligada, al tener estos datos de vida, de infancia sobre todo, mucho que ver con lo narrado en la obra. Paco Velasco nació en 1940 en Cimanes del Tejar, a las orillas del Órbigo (convertido aquí en Oribe). Fue escolar en ese pequeño pueblo hasta los once años, edad a la que se trasladó a Miranda de Ebro a cursar el bachiller gracias a un fraile que le reconoció aptitudes que animaban a confiar en su progreso académico. Paco ha contado en alguna ocasión que esa niñez en el pueblo donde vio la luz transcurrió en "una casa sin libros, como la escuela a la que acudí, en la que apenas los había tampoco. Mis primeras lecturas literarias fueron los cuentos de Calleja que me regalaba mi madrina". Por no haber, no había en Cimanes del Tejar ni tan siquiera radio en aquellos años de posguerra, pero, y recurrimos de nuevo a los recuerdos de Paco, "existían las veladas, en largas noches de invierno, a las que acudía alguien que tocaba la pandereta o recitaba un romance. Mi madre, Consuelo, sabía muchos romances, y allí le cogí el gusto al ritmo de la poesía […] Y recuerdo también a mi padre cruzando con zancos el Órbigo, o en su taller de carpintero manejando la garlopa o segando los panes de centeno; mi madre amasando el pan y «arrojando» el horno familiar con un feje de urces, la abuela llamando a las gallinas al atardecer…; el maestro combatiendo los fríos invernales con un brasero a sus pies; las largas y entrañables veladas o filandones donde me llegó por vez primera la poesía a través de los romances que allí se recitaban; junto a otros niños, la espera del rebaño comunal; compartir el calor de la hoguera en la «cocina vieja», donde se curaba la matanza…"

El maestro del pueblo era un viejo republicano que ahogaba en silencio sus convicciones políticas, don Evelio. En Memoria de la sombra (poemario de 2010) se evocaba así aquella escuela: «La cartilla de rayas/ esperándote está sobre la mesa/ y la hogaza reciente/ y el cazuelo de leche/ que se enfría.// En la escuela relumbran los cristales/ y el maestro ya avienta su brasero…». Incursión y muerte del demonio Meridiano rescata esa memoria en una novela coral desarrollada a lo largo de dieciséis relatos que conjugan lo vivido y lo imaginado, y en la que toma vida un elenco de personajes muchas veces reales, otras casi reales, que vivieron en el paisaje de esa infancia del autor. Una infancia que transcurre en la posguerra y cuyos recuerdos, por tanto, están veteados por las secuelas de un conflicto cainita que proyectó sobre el país una larga sombra de crueldad que se cebó con inocentes como Tirso Riosa, un modesto funcionario del ayuntamiento de León paseado a las pocas semanas de estallar la rebelión y del que a su viuda, Saturna, le entregaron a su muerte sólo unos zapatos que el cura don Olimpo hisopeó con disimulo en día de difuntos. Así se relata en Los zapatos de Tirso Rosa, hermosa y triste narración que hace la quinta de las del libro.

Una infancia, además, golpeada directamente por esa guerra en las carnes del padre del propio autor, republicano derrotado que penó prisión en San Marcos cuando cayó el frente norte tras la toma de Gijón por las tropas franquistas, y que antes de ser detenido anduvo fugado como el Buchaca, personaje de otros de los cuentos, el titulado La pega republicana.

Después de estudiar en Miranda de Ebro, Paco cursó el Preuniversitario en León, donde compartió amistad con los poetas y escritores del grupo Claraboya: Agustín Delgado o Luis Mateo Díez, quien escribe, por cierto, una precisa introducción al libro. Después cursa Filosofía y Letras en Madrid, donde compagina trabajo y estudios. Milita en el PCE y aparece en su vida Carmen Martino. Paco, en aquellos años, se ganó el sustento con ocupaciones varias: corrector de pruebas, vendedor de enciclopedias o traductor de El capital, de Marx y de La comedia humana, de Balzac. Por entonces, también empieza a leer a Machado, Lorca, Miguel Hernández, Blas de Otero y, sobre todo, César Vallejo, que le van alentando la vocación literaria. La obra de esos autores, junto a la de Fray Luis de León, Juan Ramón Jiménez o los simbolistas franceses, fue su lectura predilecta, la que, quizás, cimentó su poesía. Ahora que Paco nos desvela también una dimensión narrativa hasta ahora no conocida, conviene referir que, como lector, siempre se ha confesado, además, tributario de Cervantes y de Juan Rulfo. En 1978, Carmen y Paco aprueban las oposiciones que les traen a Gijón, al Instituto Jovellanos, en el que compartieron claustro, por ejemplo, con María Elvira Muñiz y Sara Suárez Solís. Aquí se afincaron felizmente para la ciudad.

Su primer libro, Tiempo de maldición, se publica en Madrid en 1979, en la colección Taranto, de Félix Grande. Posteriormente, y al entrar ya en contacto con el mundo cultural gijonés, surgen sus aportaciones (en colaboración con otros poetas y pintores) en volúmenes como Libro del bosque (1984) o TetrAgonía (1986). En solitario publica luego, en 1988, y en edición del Ateneo Obrero, El viejísimo jugo de la tierra. Su producción literaria, fundamentalmente poética, se ha venido sucediendo, desde entonces, espaciada y adecuadamente decantada: La hiedra del silencio en 1993, Noche en 2005, editada por Hiperión y que obtuvo el Premio Antonio Machado en Baeza. Las aguas silenciosas (2007), La luna tiene una liebre (2009), Memoria de la sombra (2010), El libro de las vocales (2013), Gregor Samsa frente a la ventana y Y, de pronto, un pájaro (2018).

A esa trayectoria, del que hoy es un profesor jubilado que "volvería a ser profesor" —Paco Velasco dixit—, comprometido políticamente aunque ya hace años que liberado del yugo de la militancia, abuelazo cuando lo han dejado y hortelano ocasional en su retiro de Piloña, que ha envejecido como pedía Brines, "con algo de memoria y alguna claridad", se suma ahora esta nueva publicación. Una novela de relatos, la primera que da a imprenta después de un dilatadísimo trayecto creativo, en el que, haciendo suyas, respectivamente, las pretensiones de Juan Gelman y de Antonio Machado, ha intentado entenderse a sí mismo con la escritura, a la vez que a través de ella cantaba, o lloraba, lo perdido. De tal modo que sabiéndose conmovido con según qué nostalgias, ha podido reconocer tanto al hombre que lo habita como a las razones de las que nace su poesía y su manera, involucrada en lo colectivo y en lo cultural, de estar en la vida. En esas añoranzas indagadas tiene mucho que ver un mundo esencial, honesto y en comunión con la tierra, que fue el de su niñez y el de su gente. "Hoy remonto en mi sangre/ hasta la servidumbre lejana de mi abuelo/ y le ayudo en las piedras que tuvo que mover/ y le aparto del palo y luego le enderezo la espalda/ hasta mi tiempo./ Y me pongo con él a caminar hacia otros días" (De El viejísimo jugo de la tierra, Gijón, Deva, 1988).

Incursión y muerte del demonio Meridiano evoca un tiempo, un lugar y unos personajes que el lector, y ese es uno de los mayores méritos del libro, termina dando casi por suyos una vez que se familiariza con las gentes que lo pueblan, con la naturaleza que lo enmarca, con su río y con sus fuentes (Rabosa, de la Seda, de las Guindalicas, Miruete, Vieja), con el tañido de las campanas, la sombra de los árboles (el Negrillón más que ninguno, pero también muchos otros a los que el autor siempre identifica con rigor) y la compañía, nunca vana, de los animales (cabras, mastines, urracas, ovejas, vacas, pegas). Porque estamos ante un autor que, como decía José Luis Argüelles en una magnífica semblanza que hizo de Paco hace un par de años en La Nueva España, "sabe llamar a las herramientas por su nombre, nombrar al pájaro que canta en el heptasílabo y si son ramas de álamo o de encina las que el viento mueve en las estrofas. Es una precisión que le viene de la vida; de la memoria de su vida y de una infancia campesina en la larga posguerra española, la del hijo de un republicano derrotado que dio con sus huesos en las prisiones de San Marcos". La naturaleza siempre ha sido asunto literario para Paco Velasco. La hiedra, el bosque, la misma tierra o las aguas formaron parte esencial en el título de sus poemarios, en los que, por otra parte, constantemente late la conciencia de que el tiempo se nos escurre inexorable, en los que se afianza el poder del amor contra la muerte, orientados hacia el mundo significativo de lo natural y que, sobre todo, son memoria de la infancia.

El título, Incursión y muerte del demonio Meridiano, lo es del libro y también del cuarto capítulo, donde el diablo toma forma de culebra. Se echa mano también del Diablo meridiano para el encabezamiento del cuento octavo: Tano, los lobos y el demonio meridiano, donde el protagonista alardea de haberlo matado con su cayada. Y en el tercero, Los amores de Auristela y el errático Capistrano, donde ese satanás aparece tentando a Anicetón, que cegado por el calor de la sangre fuerza a la pastora Auristela. En el quinto, Los zapatos de Tirso Riosa, se malician sus malignas dentelladas en el cuello y ubre de la vaca muerta de Saturna. Y en último relato, El nublo, se refiere al recordar el sermón que un día diera don Laureano, el cura loco, contra los demonios súcubos meridianos. Cabe por tanto preguntarse quién es ese personaje satánico que titula y salpica el relato. Pues bien, debe aquí recordarse que los siete pecados capitales respondían a una clasificación de vicios en las primeras enseñanzas del cristianismo, cuando se trataba de educar a los fieles en la nueva moral. Eran lujuria, ira, soberbia, envidia, avaricia, pereza y gula. A esos vicios unieron el de acedía algunos Padres de la Iglesia, archipecado definido por Santo Tomás de Aquino como «tristeza del bien espiritual», ya que por su causa se «abandonaba toda actividad de la vida espiritual». Hubo entonces quien puso la acedía en relación con ciertas horas del día teniendo en cuenta los efectos físicos de los ayunos monacales y del clima, con el consiguiente debilitamiento físico. Afectaba a los anacoretas y a los monjes que vagaban por el desierto, siendo el mediodía el momento más propicio para este octavo pecado capital. El demonio del mediodía representa, por tanto, la flojedad del cristiano cabal, no siendo sólo los monjes o clausurados quienes lo sufren, sino que también puede afectar la vida de todos los religiosos y demás creyentes. Es, pues, la artimaña demoníaca que ocurre cuando el sol está en lo más alto del horizonte. Ha escrito el propio Paco Velasco en uno de sus poemas: «Contra el demonio/ del meridiano,/ disciplina, cilicio y un rosario».

«Si nadie recuerda su nombre, los pueblos que murieron para siempre son polvo, sombra, nada», se dice al comienzo del libro y también a su cierre. Ese es el propósito, que no es distinto, intuyo, al que alientan también muchos de los versos que han jalonado el quehacer poético de Paco, rescatar la memoria de aquel lugar que ahora toma un nombre ficticio, Guadromal, pero que fue, como ya se ha dicho, el de la infancia del creador. Tiempos difíciles en un lugar, pese a todo, donde a poco que la curiosidad se despertarse y un maestro sabio le diese satisfacción, un muchacho podía descubrir la naturaleza fértil y casi mágica que todo lo rodeaba. En Las andanzas de niñez y mocedad de Maurilio se habla, entre otras cosas, de ese aprendizaje, con un tono que bien podría describirse como de ruralismo mágico, según la denominación que el propio Paco Velasco ha querido otorgarle a su manera de relatar. En primera persona, un rapaz de la edad que entonces tenía Paco, y que era la de la confirmación, aprende de don Hermes, cura paje del obispo, nombres, costumbres y secretos de las plantas, qué disposición de alma precisa la rabdomancia, en qué lugares ejercerla o qué tiempo es el más preciso para el éxito de un zahorí, si en pleatierras o bajatierras. Bien es cierto que a menudo ese conocimiento no daba para salir de pobre, y a Maurilio, aun siendo despierto y dispuesto, no le valieron aquellas lecciones de juventud para evitar la emigración a La Habana, a buscare la vida, como tantos otros. Esa voz, la del muchacho Maurilio se convierte en voz narradora en tres de los cuentos, el aludido Andanzas de niñez y mocedad, La cuelga de don Gerónides Epulio y Aquel sabor tan triste. Es una primera persona que tiene, a buen seguro, mucho que ver con el propio autor, aquel crío a quien en las vísperas de su santo le ponían al cuello una cuelga de pobres; «higos pasos, dos reales, cuatro lápices de colores, una goma milán y algunas galletas», el joven que hubo de labrase el porvenir lejos de su pueblo y que con el tiempo ejerció de zahorí de la memoria, rescatando con voz omnisciente las más de las veces, otras con una primera persona del plural que lo hermana con sus gentes, o narrando, según se ha apuntado, con voz propia, las historias de su infancia que cimentaron buena parte de lo que finalmente fue, de lo que finalmente constituyó su manera de sentir y estar en el mundo.

«La poesía es memoria de la sombra de la memoria», decía Gelman abriendo el poemario de Paco Velasco Noche, que era, en su conjunto, voz elegíaca de lo que la vida ha sido. Incursión y muerte del demonio Meridiano sigue siendo elegía, pero el tono adquiere una precisión que la poesía rehúsa. Se cartografía un ámbito, se moldean unos personajes que adquieren no sólo rasgos sino incluso voz y palabras olvidadas, se repuebla una tierra con los árboles crecidos en los que cantan pájaros confiados, se deja fluir el agua por cauces y manantiales, vuelven a tañer las campanas, a esconderse los maquis en el bosque, a mandar los que siempre mandaron desde del púlpito o los palacios, y a estar en el mundo con inocencia los niños y con generosidad infinita la Plexiglasa (¡qué enorme hallazgo esta mujer que como una máter lujuriosa, o una patria sin fronteras, abría su casa y su cama a los forasteros!).

El libro lo cierra El nublo, un relato y una condena, pues esa densidad repentina y oscura de nubes, amenazando tormenta, fue finalmente, y como se vio en la desnudez repentina de negrillos, chopos, álamos o fresnos, en el sobresalto de jilgueros, equinos, cuervos, cigüeñas o animales de la vecera, en el espanto de las madres, en el miedo de los vecinos, en los rezos del cura, no otra cosa que el fin de los tiempos, según predijo Bautista Nubarrones y la Sierva de la Virgen Tuerta; fue el apocalipsis que representado por sus cuatro caballos galopó en el sermón final de El Cura Loco, aquel que mandó a la mierda tanto a Guadromal como a sus gentes, animales y plantas antes de expirar, mientras clamaba contra los demonios meridianos y súcubos, que quién sabe si no son los que amenazan con el olvido a estos lugares que de no tener quien los recuerde serán pasto de ese nublo devastador que es la desmemoria. «La memoria de un solo minuto feliz puede alimentar la nostalgia de todo lo que te resta de vida» (sentenció con sabiduría Paco Velasco en su anterior libro, Y, de pronto, un pájaro).

José Carlos Díaz