La espléndida portada diseñada por Marina Lobo en la editorial Impronta para el nuevo libro de José Luis Argüelles (Mieres, 1960), Protesta y alabanza, se inspira en El hombre que camina, conocida escultura de Giacometti en la que una escueta figura avanza inclinándose hacia delante, revelando obstinación en medio del vacío y de la angustia que atenaza la existencia. Ese personaje se describe en el tercero de los poemas de libro, Soneto del hombre que camina, desde la admiración hacia quien demuestra arrojo en sus pasos, hacia quien sabe de la necesidad de apurar el instante.
Pertenecen esos versos a la primera de las cuatro partes en las que se divide el libro, al que da comienzo una suerte de poética titulada Camarada gorrión, que toma al pardal como ejemplo de canto sin adorno, resistente a la noche, frágil, ubicuo y aplicado al instante —nuevamente el instante—, tan parecido a la luz que llega y pasa, que hace daño, pero es hermosa. Ese reconocimiento de lo que brilla y debe gozarse quizás sea el que aliente los diversos homenajes que esa parte primera del poemario rinde a Chillida, al propio Giacometti, Cernuda, Ory, Antonio Machado, Omar Al-Jayyam, Walt Whitman, Lorca o Hierro.
Viene luego un examen de conciencia laico. No otra cosa es la segunda parte del libro, donde son recurrentes: el desconcierto -que ya dio título a la anterior obra de Argüelles-; la noche inhóspita, que se bebe a solas; la amargura de la pérdida; las sombras, la niebla y la ceniza; la vejez impuesta. Nada resume mejor el tono de este capítulo que el Soneto del soy: “Esto soy, lo que nunca quise ser (…) / Y mis vidas interrumpidas llaman / como los ángeles abandonados”. Hermosa y desolada composición que es como una elegía inversa, se canta la pérdida de lo que nunca se llegó a ser: el fruto perdido, la vida malograda, el hospedaje dado al “inquilino turbio” que habita los días del poeta -Canción del que siempre regresa-. Pero, aun siendo tan lacerante esa reflexión cursada cuando se tiene una edad en la que nos descubrimos una “manchada piel de viejo”, se mantiene, al menos, el propósito de, si llega la hora, despedirse de cuanto se amó y fue justificación de existencia, y despedirse además sin reproches ni torpeza de los días plenos y de su reverso ácimo. Y hasta se extiende, con el ultimo poema de la serie, Para mirar este día, un leve puente de ilusión sobre lo que aún puede contabilizar nuestro haber: amistad, literatura o paisaje cómplice.
Llegamos así a una tercera estación donde el amor restaña las heridas de la pandemia. Porque de repente, en medio de los días mellados, de los días del daño, se canta el claro amor sin dudas o el gesto que ciñe la esperanza. Viene teniendo este asidero una continuidad en la obra de Argüelles, en Gran desconcierto se escribía: “¿Cómo soportar la vejez / sin un poco de amor / o algo de gloria?”. A ese amor, y así se expresa en otro excelente poema: Preguntas, respuestas, se acude como al instante, sin interrogantes ni réplicas, convirtiendo cada encuentro en una epifanía que debe concluir siempre con una pequeña y dulce muerte. Los labios del amor se ofrecen frente a la insatisfacción y sus sombras, contra la infección de las noticias. Los labios nos salvan de esa pasada primavera de muertos recientes. El amor cierto se vuelve así tan tangible y hospitalario como un árbol o una casa. Qué memoria quedará de nosotros sino la ese amor desnudo, se llega a afirmar en Casi ahora.
El Amanecer, que se describe como un “nuevo asombro” ante “Los
seres y las cosas / que vuelven de la noche / y, en su respiración, / son
materia de luz”, alumbra la serie última de poemas. La vida a la que nos
despierta ese albor se nos presenta como una oportunidad de aventura, “siempre
/ asombro y lucha”. Se reincide así en el término “asombro”, que uno
entiende en su acepción admirativa, como rastro de cuanto se aprehende y se celebra,
igual que hace el malvís rescatando la sonoridad del día en el acecho de la
sombra al anochecer. El propio título del libro, tomado de Sophia de Mello
Breyner, Protesta y alabanza, resalta esa dicotomía que de alguna manera
vertebra el discurso poético. Nos llega la queja educada en la mocedad mierense
desde las galerías y en la solidaridad (aquí, el poema Granada-Mieres 1970
alude a una ciudad en la que se repite el crimen que en la guerra civil mató al
poeta y en los años setenta a tres humildes obreros en lucha). También la queja
con que se duele la propia vida resignada: “ama tu tristeza”, decía
Machado y ello se recuerda en unos versos muy al principio. Y la melancolía
ante la ceniza de ese paisaje que es la patria, muy al modo en que la describió
José Emilio Pacheco, con una enumeración de los afectos que custodia la
memoria, de la palabra y del suelo que nos guardó huella. Queja, sí, pero también
alegría y gratitud por “la común propiedad / que los pájaros cantan / y la
encina celebra”. La proporción
incluso del propio poemario, sus partes, tratan a duras penas de equilibrar la
protesta más manifiesta (hacia el paso del tiempo, las oportunidades perdidas,
las injusticias eternas) y el quizás menos firme asombro celebrativo de la obra
ejemplar de algunos hombres, del amanecer sin mácula de los días, del amor, la
luz y el instante.
Mención aparte merece el poema El odio a la poesía, penúltimo y el
más extenso de todos los incluidos por José Luis Argüelles en esta obra. Una declaración sin ambages de la utilidad del
oficio a propósito del ensayo (que da título al poema citado) en el que Ben
Lerner trata de comprender por qué la poesía ha sido a lo largo de los años un
arte denunciado, maltratado; por qué confesarse poeta sugiere tan a menudo ante
los demás anacronismo o sensibilidad malsana. En Gran desconcierto,
se ofrecía también una reflexión sobre el género con ocasión de una entrevista a
Zagajewski. Entonces el argumentario de la defensa tomaba prestado el fervor de
Rilke, la pretensión por Keats de identificar verdad y belleza, y la conciencia
atormentada de Celan. Razones demasiado graves para una sociedad líquida donde
la “poesía no está de moda. Paciencia”, concluía el autor de En la
belleza ajena. José Luis Argüelles entiende ahora, en su nuevo libro, que
la verdad revelada por el verso, “todo aquello que importa de verdad, /
llega de pronto y nos guarece / del sin sentido, / de sus grietas cotidianas”.
Que las definiciones, tantas, son cosa de taxidermia preceptiva, y que “en
realidad, / tan sólo cuenta la emoción, / esas ascuas del tiempo / cuando
conceden un idioma / el vuelo y sus respiraciones”. El poema es, por tanto, en el recuento que se
intenta: sueño, música, asidero, recuerdo, emoción, aliento sobrevenido, conjuro
contra el daño y el desconcierto, exacto nombre de las cosas, latido. Por eso, “la
poesía no es un asunto urgente, / pero hace tanta falta”. Y aunque recurrir a la reflexión sobre estos
asuntos mientras se urde el verso ofrezca al lector claves
interpretativas que arrojan luz sobre el resto de lo que el poeta incluye en la
entrega, la mejor defensa de lo que se hace tiene que ver siempre con la
honestidad de su ejercicio, con el conocimiento de las posibilidades que ofrece
la poesía como canon literario irreconciliable con cualquier adanismo, con el rigor
que se le debe a la forma y al fondo de cuanto se escribe. Protesta y
alabanza cumple de sobra con esa pretensión de oficio y verdad.
José Carlos Díaz