lunes, febrero 22, 2010

Ojos que no ven

He leído la novela Ojos que no ven (Anagrama, 2010), de José Ángel González Sainz, con creciente interés a medida que avanzaba en sus páginas, admirado por su precisa y esmerada expresión, su cuidada estructura, su emocionada y alegórica trama. Cuenta, someramente, veinte años en la historia de una familia castellana que emigra al noreste de España. Tras quebrar la pequeña imprenta en que trabaja, Felipe Díaz Carrión abandona con su mujer, Asun, y su hijo de diez años, el pueblo y se emplea en una empresa vasca. En aquella tierra nacerá un segundo hijo. El relato describe el desarraigo del cabeza de familia y la progresiva degradación moral del hijo mayor, inmerso en la violencia del mundo independentista. Se desarrolla a través de tres etapas: el abandono obligado del ámbito rural, la despersonalización sufrida en un nuevo paisaje urbano, desolado, industrial y perversamente politizado, y el regreso final del protagonista a su pueblo, ya frisando la vejez y rotos los vínculos con su primogénito y con su mujer.
González Sainz, que nació en Soria, en 1956, y vive en Italia desde hace más de veinte años, pertenece a esa generación cuya juventud coincide con la recuperación plena de las libertades democráticas, justo en aquellos años ochenta en que por Europa se iba poniendo fin a movimientos terroristas como el de las Brigadas Rojas y en España, por contra, se jaleaban los atentados del País Vasco por vecinos, por no pocas fuerzas políticas y por una considerable porción del clero. De eso habla también el relato, que da cuenta de la coacción y de la cobardía, de la atrocidad y del miedo, sin explicitar demasiado lugares y nombres, como queriendo buscar en esa imprecisión, más que la crónica de unos determinados sucesos, el paradigma del sinsentido. Incluso el autor completa el círculo de la trágica historia reciente de nuestro país haciendo coincidir en su protagonista la condición de hijo de un ajusticiado por los falangistas en la guerra civil y de padre, a su vez, de un joven asesino etarra. Y es que los personajes, pese al entorno realista en que se mueven, alcanzan cierto carácter simbólico que se extiende, también, a los paisajes, a la vegetación y a los animales que la sobrevuelan. Así, tanto el camino de la aldea como el que lo lleva a diario en la ciudad hasta el trabajo, el beleño, el huerto o los alimoches, son metáforas simples pero afortunadas. Y los caracteres de los principales actores de la narración se constituyen también en arquetipos del hombre cabal (en el caso de Felipe Díaz), de la sinrazón (en el de su primogénito), del camuflaje acomodaticio (en el de Asun, la esposa) y de la sana tradición (en el del hijo menor).
Una novela a cuyas páginas finales se llega con el ensimismamiento que provoca lo que nos conmueve y emociona, lo que se escribe con la razón y las vísceras, pero sobre todo con el cuidado que debiera provocarnos siempre el uso de las palabras, al elegirlas y al medirlas.

jueves, febrero 18, 2010

Descenso del Monte Carmelo

Rodaron ladera abajo,
hasta el propio mar.
Tan enterrados uno en el otro
que incluso se mordían con saña
las escamas de la piel.
Fueron el escaso cardumen de una ola,
la humedad íntima y sucia
de toda plegaria pronunciada
a la altura misma de los sexos.

martes, febrero 09, 2010

Café amargo

Me escribe Xuan Serandinas. Como tantas otras veces. Pero hoy transcribo su carta. Tiene algo de relato en nieblas. Se le ha muerto un familiar. Me lo cuenta.

Falleció dos días atrás. Ayer fue su funeral. Llevaba ya unos años ingresado en una residencia de ancianos. Desorientado. Con lo que parecía una consciencia limitada. Con escasa movilidad. Finalmente debió de llevárselo uno de esos males repentinos y, en su caso, liberador: quizás un infarto o un derrame cerebral. Cómo fijarlo en lo escrito de modo que al vover algún día sobre ello se tenga una imagen más o menos fiel de cómo fue. Se trata casi de un ejercicio literario. Pero un ejercicio casi íntimo en el que pesa la proximidad, la familiaridad —cierta, no metafórica—. Recurro al calificativo preciso, objetivo: digo temperamental. Sobre tan escaso bagaje puede cimentarse una biografía. Un conflicto permanente con la vida. Apreciada —mejor dicho, despreciada— permanentemente como agravio. Por eso tuvo escasos asideros: su mujer, que se alistó en la misma guerra —a sus órdenes o a las órdenes, nunca lo supe bien— y, ocasionamente, algunos familiares y amigos. Pocos y siempre en el punto de mira de su recelo. Por si acaso. El mundo le fue perro pronto. Como a tantos otros. Hay quien lo supera. Él nunca se lo perdonó. Ni al mundo ni a sus gentes. Cuestión de orgullo: otro rasgo objetivo. La subjetividad sería atreverse a decir que llegó a soberbia. Dejó mandado que no quería flores. Salvo las de su mujer. Un ramo escueto. Una vida juntos. Atrincherados. Me queda de él en el lado amable de la memoria algunos ratos de infancia, tratando ganado en ferias y establos. Rápido con las tijeras. Cuando el trato se sellaba se marcaba el pelo de la res. Se chocaban las manos. Se sellaba todo con un vaso de vino. Y aun en esas ocasiones, no le recuerdo apenas concesiones ni a la risa ni a la confidencia. Era áspero para no ser débil. Eso sí, debo ser justo, en un invierno despiadado, cuando yo era poco más que un niño, me llevó a una rapa das bestas. Estaba yo tiritando de frío y de emoción. Me acercó a una cantina y me pidió café de manga. El primero que yo tomaba así de negro, así de espeso, tan de gentes avezadas al trago amargo. Entré en calor. Toda la noche oi caballos cabalgar sobre el techo de mi cama. Insomne y extasiado.

martes, febrero 02, 2010

Al final de la tarde

Es el final de la tarde. Esa hora desubicada en que la noche del invierno se espesa y uno llega a casa con ganas de una cerveza. Con el deseo de proseguir la lectura que se dejó el día anterior al lado de la cama cuando nos venció el sueño. En la esperanza de acertar además con la banda sonora adecuada para estos instantes de sosiego. Elijo a Philip Glass, la música que compuso para The hours, aquella película en la que Nicole Kidman, interpretando a Virgina Woolf, alcanzó por única vez, que yo recuerde, la belleza inexplicable de los rostros imperfectos. Abro después La noche de los tiempos. Llevo leídas más de seiscientas páginas del último libro de Muñoz Molina. Lo sigo con cierta inercia. Sin pasión. Con respeto. Pensando, eso sí, en que no hay nada más difícil en todo arte que la precisión. Que no hay nada más difícil en toda existencia que las medidas. Las virutas que le sobran a lo que se talla nunca caen como la fruta podrida de los árboles. Quizás por eso me distraigo y dejo de leer. Y escucho por un momento con más atención la música de Glass. Envolvente, reiterativa, grávida como el vuelo de un insecto que se mostrara tan pronto torpe como grácil. Reparo luego en unos versos de Paco Velasco escritos en el marcapáginas con que señalo dónde dejo cada día mi lectura. Dices amor y dices noche. / Empieza con el canto de los gallos / y llega a las alondras / la palabra del hombre hacia el abrazo. Philip Glass, Muñoz Molina, Paco Velasco. Una música que nos echamos encima como una manta sobre el regazo. Una historia que se va construyendo en capas sucesivas como las pinturas obsesivas. Unas líneas irregulares y bellas que dejan adivinar en la distancia el perfil de todo poema. Presencias que me acompañan en el rincón último de la luz del día.