Ya está. Ya pasó. ¿O no? Has
estado preparándote, participando incluso de las fanfarrias previas y
contaminando el corazón con agravios y esperanzas a partes iguales. Y a la
noche, después de que todo fue finalmente un instante, como todo fuego de
artificio, te quedó un vacío que no acabas de interpretar. Como si las ganas de
implicarse, de estar alerta, de prometer resistencia o celebración, se las
llevase el sumidero del alma. Es como ese cansancio que nos entra después de
una cena con amigos al quedarnos a solas con la mesa llena de vasos sucios, de
migas, de platos con restos de comida, de ceniceros aún humeantes, de manteles
arrugados y servilletas con carmín de vino. Habrá que recoger todo esto,
piensas, mientras abres de par en par las ventanas, para que se airee la casa,
te lavas los dientes y subes a tu habitación con resignación culpable. De ese
vacío hablo, del vacío de la tarea aparcada, que cuando amanezca nos reclamará
atención y esfuerzo. Aunque es verdad, no obstante, que siempre es más fácil
poner un lavavajillas que abandonar una trinchera.