jueves, abril 19, 2007

Albert Jovell

Si recorté y guardé hace ya un año una entrevista publicada por El País Semanal con Albert Jovell fue, lo recuerdo bien, porque me conmovió lo que en ella se contaba. Suelo leer la prensa de los domingos al final del día, generalmente cuando a la noche me quedo solo en el salón. Así que aprovechando el silencio de la casa, leía los artículos que habían llamado mi atención por la mañana al comprar el periódico y su semanal. Al cabo de un rato, me sentí absolutamente turbado por las declaraciones de un médico de mi misma edad, padre de dos hijos y enfermo de cáncer. Hablaba con una serenidad y sensatez poco comunes y especialmente meritorias para quien, según confesaba, sabía del mal pronóstico de su dolencia. Subrayé entonces algunas de sus reflexiones y las apunté en mi diario por parecerme admirables y aleccionadoras. Creo que la admiración debería constituir un acicate primordial en la mejora de nuestras vidas. Porque si la envidia se convierte a menudo en un impulso negativo, la admiración reaviva, por el contrario, lo mejor de nosotros. Así que referentes modélicos como el de Albert Jovell nos enseñan, cuando menos, a otorgarle la importancia debida a lo que nos rodea, a restarle trascendencia a lo que no es sino paja, a distinguirla bien del grano. Y al hilo de ello apunté entonces algunas de sus reflexiones:

La gente gasta mucha energía en odiarse, en crearse problemas perfectamente evitables, en cosas banales. Yo parto de la idea de que no tengo que tener problemas: ¡ya tengo un problema! Y por tanto, cuando alguien me viene con uno nuevo intento situarlo rápidamente en un contexto resolutivo: a ver, ¿tiene solución o no la tiene? Si no la tiene, no gasto más energía. Tengo las prioridades muy claras. Pienso: aquí hay dos niños, y cuanto más tiempo disfruten de su padre, mejor: por eso ahora lo que quiero es ganarle tiempo a la enfermedad para estar con ellos.”
“Paradójicamente, tengo mucho más tiempo para hacer lo que quiero porque mentalmente tengo muy despejado el cajón de los problemas. (…) He aceptado mi muerte. Mi muerte joven, quiero decir. Acepto que he tenido mala suerte, pero la enfermedad también me ha reforzado. Observo las cosas con más distanciamiento.”

Quizás no deba encararse de otra manera la vida, lo que nos queda de ella –que nunca se sabe cuánto es-. Calibrando adecuadamente, en cada momento, qué importancia real tiene lo que nos encontramos al paso. Disfrutando, a poder ser sin nostalgia del presente, los instantes de dicha. Relativizando, en cambio, muchos de nuestros problemas.

Desde aquella lectura, periódicamente y sin saber muy bien cómo, se activaba en mi memoria el resorte que me devolvía el recuerdo de Albert Jovell, me encontraba pensando, no sin fundado temor, en qué habría sido de él, cómo habría evolucionado su enfermedad. El pasado domingo la prensa me trajo de nuevo noticias suyas. En un suplemento médico del diario El País se publicaba una carta que Jovell les dirigía a sus hijos. Llevaba por título Papá cumple cinco años, en referencia al tiempo de su convivencia con la enfermedad. Entre otras cosas, les decía a los pequeños:

“Esperanza es poder preparar vuestro desayuno antes de que os vayáis al colegio...”

No se refería, pienso, sino a la desapercibida dicha que, sin darnos cuenta, nos proporcionan a diario las cosas menudas. Esa dicha que sólo la identificamos como tal cuando la sentimos amenazada.

lunes, abril 16, 2007

Fin de viaje

Decía Martín López Vega en un hermoso libro, Cartas portuguesas, que publicó a una edad insultantemente joven –el adverbio se justifica atendiendo a la calidad de los textos que en él se incluían, más propia de un autor que tuviera ya a sus espaldas una dilatada carrera literaria-, que "el diario tiene una ventaja sobre cualquier otro formato que podamos elegir para la escritura, y es que en él son utilizables todos los demás”. Mis diarios, los que escribo desde hace ya unos cuantos años se van nutriendo, al modo en que se describe en la cita apuntada, de un montón de pequeñas cosas: notas de los días, poemas, recortes de prensa, reseñas de lecturas, películas, miserias cotidianas, cartas y correos de amigos, ocurrencias de mi hijo, asuntos de familia, vida en fin. Lo que primero fue Rayuela y luego Diarios de Rayuela era, es, la sangría que uno le hace al canal por donde viaja lo que se escribe de continuo. Estos aliviaderos empezaron a publicarse ya hace ocho años en un revista trimestral que se edita por estos lares. Y hace ahora casi medio año en esta bitácora. Si se les dio ese título no fue por homenajear a Cortázar –nada vergonzante habría en ello; mucho he disfrutado en ocasiones de su literatura-, sino porque en el juego de la rayuela uno anda de casilla en casilla, saltando como puede, y siempre con la sana y pretenciosa intención de llegar al cielo. Así andan, pues, estos escritos, de escaque en escaque, ocupándose de lo que sale al paso mientras pasan los días. A veces, como ha ocurrido en los últimos apuntes, esta costumbre de convertir el papel en un negativo de lo que se observa se convierte en un remedo de cuaderno de viaje. Ciertamente disfruto mucho cuando ello sucede. Soy un viajero modesto, de pequeñas distancias, muy dado a las carreteras secundarias y los pequeños pueblos, que con el tiempo cree haber aprendido a apreciar especialmente ese tipo de paisajes que dan silencio cuando alguien los pinta y abrigo cuando se recuerdan. Supongo que ya es momento de que empiece a llevar a mi hijo a lugares como el Prado, de que cruce con él alguna frontera, de que viajemos juntos en metro y nos sintamos a la vez confundidos por los ruidos, las luces y el gentío de ciertas grandes ciudades. Pero sólo de pensar en ello me descubro penosamente transido por una invencible pereza. Así que en tanto llegan esos otros viajes inevitables, apuro las menudas cosas en las que uno piensa mientras anda por rincones menos concurridos y más acogedores.
El último de los días que amanecimos en Cordovilla de Aguilar, la mañana estaba nublada. Mientras desayunábamos parecía incluso que se columpiaba al otro lado de las ventanas una lluvia de aguanieve. Hay veces en que uno sale como de sí y es capaz de verse desde arriba, en una toma casi aérea. Sucede así en esas ocasiones en la que nos sentimos especialmente a gusto o, por el contrario, en las que estamos tan derrotados que hasta parece que ese desgraciado que queda abajo no tiene con nosotros más que un leve parecido físico. Estos días de vacaciones, mientras desayunaba lograba despegarme por unos segundos del suelo y me daba una dicha enorme pasearme por encima de la mesa donde compartía el desayuno al lado a mis amigos y sus hijas, al lado de mi mujer y de nuestro pequeño, juntos, descansados, bien avenidos y sin más obligaciones por delante que disfrutar del viaje. Contemplaba la escena imaginándome que así debe de ser la cara amable de las familias numerosas. Otra cosa, claro, sería que en realidad lo fuéramos. Por la noche, de vuelta ya en casa, me pareció que se nos hacía un poco raro cenar sin la misma compañía, sin el bendito bullicio de las mañanas.

sábado, abril 07, 2007

Vallespinoso de Aguilar

En poniente y a la sombra del risco que corona la ermita, hay un pequeño cementerio tapiado cuyas tumbas pueden verse desde el paño norte de Santa Cecilia. En su corazón, tan abiertas y oscuras que hacían cruzar los dedos, se veían dos fosas en pared de ladrillo que daban la impresión de recién terminadas. Mal oficio, pensé, el del albañil que hubo de hundirse hasta el pescuezo en tales simas para levantar una obra que nunca verá la luz. Cuando abandonábamos el lugar, en la parte exterior del muro del camposanto, los últimos rayos del sol, ya muy bajo, incidieron sobre un hueso blanco y mondo. De nuevo me imaginé al albañil abriéndose camino entre la tierra y echando fuera escombros y harapos de osamenta. Tiene este templo casi mil años. Sigue en pie. Muchos son los que lo visitan. Da gusto acariciar esas paredes viejas que a buen seguro nos sobrevivirán también a nosotros por largo tiempo. Fotografiar la labra que las vuelve hermosas. Saberlas por fin protegidas y respetadas. Y sin embargo, cómo desasosiega, tras descender el brevísimo y empinado sendero que lleva a ellas, encontrarse a los pies, abandonados a su suerte, los restos de alguien que fue vecino de estos pagos hasta hace no muchos años y que anda ahora troceado entre los hierbajos de un tapial, mientras sobre uno de los capiteles de la portada, las santas mujeres siguen rezando impasibles al sepulcro vacío de Cristo.

Villanueva de la Torre

A Villanueva de la Torre nos llevaron los comentarios que sobre la iglesia de esta aldea nos hizo Tino, el dueño de la casa rural donde nos alojamos. Os sorprenderá, dijo, su aspecto exterior tan parecido al prerrománico asturiano. Ciertamente lo tiene. Se levanta en un altozano a unos cuantos metros por encima de las casas del pueblo, un villorrio apagado que presentaba aún a media mañana un aspecto como impreciso, desvaído en la tristura neblinosa con que amaneciera el día. Subimos a la ermita en compañía de la anciana silenciosa que custodia las llaves y que nos invitó, además, a trepar por la oscura escalera de caracol que lleva al campanario. Desde él se veía el valle salpicado de cigüeñas. Daban ganas de atizar los badajos y arrancarles el vuelo a las zancudas, a ver si así le daban un poco de la luz blanca de sus alas a ese cielo que tan avaro de sol se mostraba. Descendimos pronto el camino prado abajo. Recogimos algo de tomillo. Ya cerca de los automóviles, se paró a charlar con nosotros otra mujer mayor del lugar. Saliendo hacia la carretera, un viejo con boina, al que seguía un perro pequeño y ladrador, nos saludó alzando la barbilla. Tantas cigüeñas por estos prados y ningún otro niño más que los nuestros, que ya quieren reemprender el camino en busca de algún entretenimiento más propio de sus pocos años.

viernes, abril 06, 2007

Belarmino

Belarmino llegó poco después de que aparcáramos cerca de la iglesia. Eran poco más de las diez. La mañana estaba fría, muy fría. Venía el viejo al trote desde su casa. Menudo, fibroso, vestido con ropas sucias de trabajo agrícola, embozado en un verdugo de lana verde que le dejaba visibles solo los ojillos, calzado con alpargatas y sin embargo llevando calcetines gruesos como de vellón. Se presentó no sin antes descubrirse el rostro arremangando el largo gorro hasta la frente. Nos abrió el templo ufanándose mientras lo hacía de la carrera que le habíamos visto. No está mal para un anciano de ochenta y dos años –afirmó sonriente-. En Revilla de Santullán, un pueblo pequeño y escondido un par de kilómetros al este de la carretera que lleva a Brañosera, se conserva una más de las joyas del románico palentino. Quizás se construyó como todas ellas empezando por el ábside, que una vez levantado se consagraba para que sirviera pronto de lugar de culto. Luego iban creciendo las naves que le daban cuerpo a aquella cabeza, los capiteles, la portada que la abriría al mundo, sus arquivoltas de encaje, la techumbre recia. Y mientras todo ello se iba haciendo a lo largo de los meses, quienes levantaban el milagro en aquel remoto lugar de la montaña fría del norte castellano, vivían nómadas a la vera de sus obras, montando allí las endebles tiendas, los rudimentarios talleres de canteros, carpinteros o herreros. Traían la piedra los bueyes en los carros y le daban forma los hombres en el lugar mismo donde, sin que quizás pudieran ni imaginarlo, iba a permanecer muchos siglos después su obra tan solo erosionada por el tiempo. Belarmino se plantó bajo la portada de la que es hoy la iglesia parroquial de San Cornelio y San Cipriano y nos hizo reparar en la segunda arquivolta, toda ella esculpida con la última cena. Y el viejo nos pidió que contáramos los comensales. Son quince, aclaró enseguida. Quince repitió enfatizando el número para picar la curiosidad de los oyentes. Los doce apóstoles, explicó, Jesús... y el mismísimo artista que talló la piedra, Michaelis, quien se añadió a la mesa, además de incluir también en la misma, para equilibrar figuras y dar simetría al arco, a uno de sus discípulos, situándose ambos en los extremos del medio círculo trazado. Y no sólo se autorretrató el escultor, sino que firmó y reivindicó su autoría escribiendo por encima de la cabeza la frase “Michaelis me fecit”. Cincel en mano, como Velázquez con su pincel en Las Meninas, y también desde uno de los ángulos de la composición, Michaelis, con ese gesto de vanidad, cruzó la frontera que separa al artesano del artista. Nos franqueó luego Belarmino el paso al interior y nos contó que estuvieron las paredes de esta iglesia cubiertas de hermosas pinturas que representaban escenas bíblicas y que un aciago día de mediados del siglo pasado, unos americanos listos y poco escrupulosos le ofrecieron al cura del lugar arreglar el tejado del templo a cambio de los frescos, y que se hizo el trueque, y que quedaron las paredes entonces desnudas y las misas, eso sí, sin goteras. Belarmino también nos subió al coro y nos invitó a ver el templo desde lo alto, a abarcarlo entero como él mismo confesó hace a diario sin jamás cansarse y tantas veces como visitas acompaña, hablándoles a su modo a todos cuantos llegan de estilos arquitectónicos, de arcos fajones, de capiteles historiados, de románico palentino. Belarmino nos contó también sobre su pueblo, donde ya sólo viven tres ancianos, los tres enemistados entre sí, hasta el punto, según relató, de que uno de sus dos vecinos enfermó y no queriendo, por orgullo de enojado, pedir auxilio a los otros, llegó a perder una de sus piernas. Y Belarmino lo llamó pobre imbécil y no dudó en afirmar que le hubiera prestado cuanta ayuda hubiera precisado, que las rencillas de los pueblos son malas, pero que él las soporta entretenido con los turistas, que cada vez vienen más, que lleva de ellos la cuenta y el verano pasado superaron los mil, que le viene bien esta obligacion porque ahora anda más solo, su mujer murió ya van cinco años, que tiene un hijo militar que ve de Pascuas a Ramos, que llevemos cuidado en el viaje, que ha oído en la radio que se han matado ya unos cuantos en la carretera esta Semana Santa, y que se va a mirar el puchero, que lo tiene al fuego. Y uno piensa que bien merecido tendría este Belarmino parlanchín y entrañable que lo tallasen a la vera de Michaelis, con el verdugo de lana arremangado hasta las sienes, para tener así la boca franca, por lo de la cháchara, que la cena la tendrían apóstoles y canteros siempre mucho más animada.

miércoles, abril 04, 2007

San Andrés del Arrollo

Ya era media tarde cuando llegamos a San Andrés del Arrollo, un monasterio que se fundó en el siglo XI por doña Mencía, bajo los auspicios de Alfonso VIII y que es ejemplo de un refinado románico. En el patio interior, que da la impresión de una avanzada restauración, se sitúan las casas donde vivieron los colonos y criados del lugar. Cuenta con una comunidad de monjas cistercienses. Relaja pasearse por su claustro de galerías de arcos apuntados, al que se abre, a través de portada y ventanales enmarcados por limpias arquivoltas, la sala capitular donde se conservan los restos de las primeras abadesas D.ª Mencía y D.ª María. Nos mostró el interior una monja culta y discreta que hablaba suave y explicaba bien cuanto veíamos. Curiosamente, reveló que el claustro de San Andrés del Arrollo se dice fue el favorito de don Manuel Azaña, y empleaba la sor el don y dignificaba al mentado, guardándole un respeto que bien pudiera parecer paradójico viniendo de quien venía, y que, particularmente, encontré elegante. En el centro del jardín nos hizo reparar también en una amplia fuente casi a ras de suelo, lobulada y de chorro escaso, que vino desde Granada y que fue lavatorio para abluciones a la entrada de alguna mezquita de la España musulmana. Por un momento convivieron sin estridencia alguna en sus explicaciones la memoria de un republicano culto, el ámbito recogido de un monasterio cristiano y la melodía de un surtidor islámico. Le pregunté a la hermana cuántas monjas vivían en el lugar. Me dijo que veinticuatro. Y apostilló que no era mal número para los tiempos que corren, que no son buenos, dijo, pero que habrán de ser mejores. Nada opuse a su predicción, aun pareciéndome para los adentros que poco propicios se antojan los años por venir para las vocaciones de retiro.

Olleros del Pisuerga

Nos acercamos luego a Olleros, situado en el camino que lleva desde Aguilar a Herrera de Pisuerga. Fuimos a ver su iglesia rupestre, que está más allá de las últimas casas del pueblo. La enseña una muy dispuesta lugareña que tiene un celo especial en situar a todo el que llega en cada uno de los ángulos del templo, de modo que se puedan apreciar así todas las perspectivas posibles. No cabe duda de que es una iglesia singular, un escondido oratorio del que poco puede saberse sin penetrarle las entrañas, pues al exterior sólo se anuncia por una leve espadaña que se eleva sobre la vertical de la puerta de acceso. Todo lo demás está hurgado en la roca. Se dice que es éste el mejor ejemplo de eremitismo rupestre de nuestro país. Que se comenzó a construir hacia los siglos X u XI, supuestamente por mozárabes que huyendo del Islam llegaron a la zona y se procuraron un lugar para la oración, justamente el hueco que hoy es la sacristía. Posteriormente, quizás a finales del XII, se fue arañando más espacio a la piedra, rebajándola hasta que se habilitaron dos naves y la cabecera de una tercera. Sobrecoge tanto el trabajo que se intuye requirió la empresa como la gélida temperatura del interior. Las naves simulan incluso cerrarse en bóveda apuntada, y ni tan siquiera falta el detalle del labrado de los arcos fajones. Fuera del templo, pero en la propia roca en que está excavado y alrededor de otras pequeñas celdas que quizás dieron también cobijo a otros ermitaños, pueden aún reconocerse unos cuantos sepulcros antropomorfos. Al salir nos acompañó la guía. Andaba alegre y dicharachera, y no casualmente, sino por lo que intuyo era su natural carácter. Nos confesó que era feliz cuidando del templo, enseñándolo a quien hasta allí llega, y aun cuando la visita no llegara en el horario reglamentado. Y como ejemplo, nos relató que unos días atrás, habiendo cerrado ya las puertas casi una hora antes y estando a punto de cenar con la familia, se acercaron a buscarla unos visitantes que habían ido hasta el pueblo desde lejos sólo por ver el templo. Quedó con ellos a los postres. Cuando se encontraron de nuevo, era ya noche cerrada. Hacía mucho frío pero estaba el cielo despejado y lleno de estrellas. Les situó, uno por uno, en cada esquina de la iglesia. Aguardó a que la vieran toda y sin prisa alguna. Y luego, encantados ellos de haberla por fin visitado y ella de haberles cumplido el deseo, se quedaron todos juntos en el atrio oyendo cantar a grillos y ranas y señalando las constelaciones. Eso al menos nos contó y era de suponer que fuera verdad pues disfrutaba del recuerdo casi tanto como debió de hacerlo de la noche y la compaña que en ella hubo.

martes, abril 03, 2007

Por Las Tuerces

Subimos a Las Tuerces. El día está despejado. El cielo azul. Pero, aún con todo, el frío sigue siendo intenso. Nos sopla en el rostro como invitándonos a permanecer atentos a cuanto nos sale al encuentro. Al paisaje de estas rocas calizas sobre las que la erosión ha ido enroscándose a su antojo. Al bosque de pinos por el que los críos quisieran ver de repente ciervos o lobos. A la nieve que va siendo más según subimos el empinado sendero y que está blanca, sin mácula, poniéndole una puntilla de hielo a todo. Y ya arriba, tras una hora larga de buena marcha, al barranco que a lo lejos hurga el curso del Pisuerga. Llaman a ese tramo La Horadada, y a fe que lo está la tierra allí abajo, en el surco profundo del cauce fluvial. Sobre el roquedal esponjoso que la escarcha ha ido agrietando nos hacemos una foto después de mirar a lo lejos los picachos blancos de la cordillera, los campos verdes, la tierra parda, los pueblos pequeños y maduros como frutas que se hubieran desprendido del cielo. Es Semana Santa. Al descender, nos encontramos una procesión. Lenta y concurrida: caídas del algún pino, unas cuantas orugas forman una cadena lenta que intenta volver al bosque.

domingo, abril 01, 2007

Cordovilla de Aguilar

Este pequeño pueblo se encuentra a siete kilómetros de Aguilar de Campoo. Tiene sólo tres habitantes. Tres mujeres. La más joven de setenta y tres años. Ayer, al poco de llegar, charlamos un rato con ella. Nos la encontramos cuando paseábamos. Nos dijo que hace tan sólo un par de semanas atrás, la nieve alcanzó casi un metro de altura. Aún quedan restos por las veredas y en los rincones umbríos. Parece duro vivir aquí en el invierno, pero ella no se queja de su suerte. Cuenta, sin perder la sonrisa y con ganas de conversación, que el médico las visita periódicamente, que la pala quitanieves limpia sin demora los caminos, que la primavera está a la vuelta de la esquina.