Si recorté y guardé hace ya un año una entrevista publicada por El País Semanal con Albert Jovell fue, lo recuerdo bien, porque me conmovió lo que en ella se contaba. Suelo leer la prensa de los domingos al final del día, generalmente cuando a la noche me quedo solo en el salón. Así que aprovechando el silencio de la casa, leía los artículos que habían llamado mi atención por la mañana al comprar el periódico y su semanal. Al cabo de un rato, me sentí absolutamente turbado por las declaraciones de un médico de mi misma edad, padre de dos hijos y enfermo de cáncer. Hablaba con una serenidad y sensatez poco comunes y especialmente meritorias para quien, según confesaba, sabía del mal pronóstico de su dolencia. Subrayé entonces algunas de sus reflexiones y las apunté en mi diario por parecerme admirables y aleccionadoras. Creo que la admiración debería constituir un acicate primordial en la mejora de nuestras vidas. Porque si la envidia se convierte a menudo en un impulso negativo, la admiración reaviva, por el contrario, lo mejor de nosotros. Así que referentes modélicos como el de Albert Jovell nos enseñan, cuando menos, a otorgarle la importancia debida a lo que nos rodea, a restarle trascendencia a lo que no es sino paja, a distinguirla bien del grano. Y al hilo de ello apunté entonces algunas de sus reflexiones:
“La gente gasta mucha energía en odiarse, en crearse problemas perfectamente evitables, en cosas banales. Yo parto de la idea de que no tengo que tener problemas: ¡ya tengo un problema! Y por tanto, cuando alguien me viene con uno nuevo intento situarlo rápidamente en un contexto resolutivo: a ver, ¿tiene solución o no la tiene? Si no la tiene, no gasto más energía. Tengo las prioridades muy claras. Pienso: aquí hay dos niños, y cuanto más tiempo disfruten de su padre, mejor: por eso ahora lo que quiero es ganarle tiempo a la enfermedad para estar con ellos.”
“Paradójicamente, tengo mucho más tiempo para hacer lo que quiero porque mentalmente tengo muy despejado el cajón de los problemas. (…) He aceptado mi muerte. Mi muerte joven, quiero decir. Acepto que he tenido mala suerte, pero la enfermedad también me ha reforzado. Observo las cosas con más distanciamiento.”
Quizás no deba encararse de otra manera la vida, lo que nos queda de ella –que nunca se sabe cuánto es-. Calibrando adecuadamente, en cada momento, qué importancia real tiene lo que nos encontramos al paso. Disfrutando, a poder ser sin nostalgia del presente, los instantes de dicha. Relativizando, en cambio, muchos de nuestros problemas.
Desde aquella lectura, periódicamente y sin saber muy bien cómo, se activaba en mi memoria el resorte que me devolvía el recuerdo de Albert Jovell, me encontraba pensando, no sin fundado temor, en qué habría sido de él, cómo habría evolucionado su enfermedad. El pasado domingo la prensa me trajo de nuevo noticias suyas. En un suplemento médico del diario El País se publicaba una carta que Jovell les dirigía a sus hijos. Llevaba por título Papá cumple cinco años, en referencia al tiempo de su convivencia con la enfermedad. Entre otras cosas, les decía a los pequeños:
“Esperanza es poder preparar vuestro desayuno antes de que os vayáis al colegio...”
No se refería, pienso, sino a la desapercibida dicha que, sin darnos cuenta, nos proporcionan a diario las cosas menudas. Esa dicha que sólo la identificamos como tal cuando la sentimos amenazada.
“La gente gasta mucha energía en odiarse, en crearse problemas perfectamente evitables, en cosas banales. Yo parto de la idea de que no tengo que tener problemas: ¡ya tengo un problema! Y por tanto, cuando alguien me viene con uno nuevo intento situarlo rápidamente en un contexto resolutivo: a ver, ¿tiene solución o no la tiene? Si no la tiene, no gasto más energía. Tengo las prioridades muy claras. Pienso: aquí hay dos niños, y cuanto más tiempo disfruten de su padre, mejor: por eso ahora lo que quiero es ganarle tiempo a la enfermedad para estar con ellos.”
“Paradójicamente, tengo mucho más tiempo para hacer lo que quiero porque mentalmente tengo muy despejado el cajón de los problemas. (…) He aceptado mi muerte. Mi muerte joven, quiero decir. Acepto que he tenido mala suerte, pero la enfermedad también me ha reforzado. Observo las cosas con más distanciamiento.”
Quizás no deba encararse de otra manera la vida, lo que nos queda de ella –que nunca se sabe cuánto es-. Calibrando adecuadamente, en cada momento, qué importancia real tiene lo que nos encontramos al paso. Disfrutando, a poder ser sin nostalgia del presente, los instantes de dicha. Relativizando, en cambio, muchos de nuestros problemas.
Desde aquella lectura, periódicamente y sin saber muy bien cómo, se activaba en mi memoria el resorte que me devolvía el recuerdo de Albert Jovell, me encontraba pensando, no sin fundado temor, en qué habría sido de él, cómo habría evolucionado su enfermedad. El pasado domingo la prensa me trajo de nuevo noticias suyas. En un suplemento médico del diario El País se publicaba una carta que Jovell les dirigía a sus hijos. Llevaba por título Papá cumple cinco años, en referencia al tiempo de su convivencia con la enfermedad. Entre otras cosas, les decía a los pequeños:
“Esperanza es poder preparar vuestro desayuno antes de que os vayáis al colegio...”
No se refería, pienso, sino a la desapercibida dicha que, sin darnos cuenta, nos proporcionan a diario las cosas menudas. Esa dicha que sólo la identificamos como tal cuando la sentimos amenazada.