domingo, septiembre 28, 2008

Llanteiro (carta)

Querido amigo, sabes que te leo a menudo, que intuyo que esos ejercicios de bitácora que practicas, ese continuo hacer dedos, no busca sino soltura en eso que llaman literatura, una ilusión que, a mi juicio -ya hemos hablado de ello-, siempre has sobrevalorado. Eso sí, he de reconocerte al menos que hay entradas en las que hasta aciertas con lo que se necesita para hacer de unos renglones algo más que un apunte. Sabes bien qué condiciones se requieren para ello, sobremanera cuando se escribe para los demás y éstos se pretenden muchos. Se debe encontrar, sobre todo, un buen principio -siempre los jodidos buenos principios-. Y hay que desarrollarlo hasta alcanzar un desenlace adecuado, un puñetero e imprescindible final. Porque la literatura ha necesitado durante siglos de finales, de felices o infelices finales, de piezas exactas con las que concluir sus rompecabezas. Ha precisado de esos finales justamente cuando la literatura decía imitar la vida. Qué gran mentira. El único final que la vida conoce es la muerte. Y no siempre la muerte remata la obra literaria. En realidad las tragedias han sido las más fieles con la vida. Yo te escribo, en cambio, contándote siempre cosas sin final. Trocitos de vida en renglones. Sin pretensiones literarias, claro. Pero sin necesidad alguna de final. O con el solo final que sucede a lo que se cuenta cuando deja de contarse, tras la última palabra, tras el punto final que la sigue, cuando nada más puede leerse ya y todo queda quieto en la página.

Al retornar a la aldea, uno de mis primeros paseos me llevó al río. Al embarcadero. Me encontré allí con un par de pescadores, unas barcas. Las aguas estaban oscuras y remansadas. Junto a la orilla colgaba un buzón de un árbol. Ponía Lantero. Llanteiro se le dice en realidad por aquí. El lugar es un recodo de tierra al otro lado del río. Tres casas y una pradería extensa circundada de bosque. Un lugar aislado del mundo por el agua y la montaña. Cuando se construyó el embalse de Arbón les prometieron a los escasos vecinos de Lantero un puente hasta Serandinas. Nunca se tendió. Les quedó pues un largo y tortuoso camino hasta Villayón, por Illaso, y una barca para salvar la breve distancia con la margen contraria del Navia. Por eso el buzón está de este lado. El más corto. Anda aquello ahora ya deshabitado. Pero se conservan bien las edificaciones. Al menos eso parece en la distancia. Y hasta hay bestias, pacientes y solitarias, pastando en los prados. Hacía frío aquella mañana al lado del río. Sobrecogía la profundidad que se le intuía. La opacidad de su curso demorado. Las cartas esperarían antaño que llegara el barquero hasta ese buzón abandonado que cuelga aún de un pino robusto junto al embarcadero. El correo venía del otro lado del río. Como la vida misma. Del otro lado del mundo.
Un abrazo de tu amigo Xuan.

jueves, septiembre 25, 2008

Hilos sueltos

He oído hablar de sus ediciones artesanales. De su caligrafía primorosa. De esa vocación amanuense que le lleva a escribir, ilustrar y copiar poemarios que son como pequeñas piezas de orfebre. En tiempos de computadoras, impresiones láser, copisterías y muy asequibles encuadernaciones, Fernando Menéndez posee un inusual temple de monacato, una capacidad de retiro y laboriosidad paciente. Bien quisiera tener uno alguno de esos libros de tan reducida tirada, manuscritos uno a uno, concebidos, ilustrados y hasta cosidos por él mismo. Esos libros que no persiguen el reconocimiento de los suplementos literarios ni tan siquiera un hueco en los mostradores o escaparates de las librerías, sino que constituyen el extraño placer de quien comparte con los más íntimos el fruto en sazón de sus soledades.

Esa es quizás la más atrayente cara de la obra de Fernando Menéndez. Por original y por obligadamente limitada. Pero para quienes no tenemos la fortuna de poseer ninguna de esas piezas únicas, existe al menos la posibilidad de acercarse a su obra poética y aforística a través de las publicaciones al uso. En escasas pero cuidadas tiradas se ha ido cuajando la evolución literaria de este profesor de filosofía a quien tanto afecto parecen profesar sus bachilleres en esa edad difícil en que se hace raro oírles halago alguno hacia los enseñantes. El último libro publicado por Fernando Menéndez es Hilos sueltos, Editorial Difácil, Valladolid, 2008. Una compilación de aforismos propios salpicada por algunos otros de autores clásicos. Uno de esos libros que se pueden leer en una tarde, sí, pero que conviene dejar al alcance de la mano ya para siempre. A sus páginas se llega sabiendo que el autor ha ido volviendo su escritura cada vez más enjuta, más fibrosa, decantándose en sus últimos libros por lo más breve, el aforismo y el haiku. Con ese mimbre estrófico, contenido y paradójicamente ligero, trenza sus obras 39 Haikús (En las montañas / pinceles de la nieve / pintando nubes. // Vuelan vencejos / siluetas de guadañas / talan los bosques. // Releo un libro / la mente está vacía / y todo cambia) y Aguamarina (Regresa mayo / los dientes de león / nievan las calles. // Sobre mis manos / unas ramas de almendro / dejan sus flores.). Con la pauta aforística compone Dunas y, ahora, Hilos sueltos. Viene ésta precedida por un brillante prólogo de José Ramón González, en el que se repasa la historia del género, su etimología grecolatina y sus características primordiales, que no han sido siempre la mismas, y que han variado desde la formulación cerrada y sentenciosa que tuvo en otro tiempo a la ligereza de verso y la vocación connotativa que se le ha dado en la práctica más reciente. Por ahí anda el aforismo de Fernando Menéndez, tan ceñido a la brevedad formal y tan poético que a veces se vuelve haiku casi inconscientemente (Una briznas de hierba / entre las hojas / de un libro usado.), tan pegado al silencio del que viene y al que aspira que apenas si se eleva sobre él (Leer un aforismo para gozar de su silencio. / Escribir callándose. / La palabra es una fuga del silencio.), tan sobrio (El adorno es el suicidio del arte.) y tan calmo en su dedicación a la utilidad de lo inútil (La utilidad de lo inútil: la quietud.).

Se habló al comienzo de los libros artesanales de Fernando Menéndez, de esa soledad no venial que uno intuye dedicada al placer de la tinta, la acuarela, el tacto de los nobles papeles o las bellas palabras. A esa soledad y ese silencio al que aspira la voz de cuanto en estos Hilos sueltos se dice tan quedamente, se dedica el último y uno de los más bellos aforismos del libro:

Siento la soledad en mi trabajo como un insecto hoja en una rama.

martes, septiembre 23, 2008

Hipérbole

Cuando nos sentimos frágiles sobrevaloramos la hipérbole otorgándole valor argumental.

miércoles, septiembre 17, 2008

If I was Stephane Furber


Si yo fuera Stephane Furber
habría llegado medio abrasado del infierno,
humeando bajo la tormenta
como los restos de un rastrojo,
pero sin más dolor que el cáncer
de haber perdido la vida
como una última cerilla en medio de la nieve.

Si yo fuera Stephane Furber
y ella sonriera como Daphne
y me amara como ella lo hace,
despacio y sin pasión,
con la ternura que inspiran
los perros abandonados,
doy por cierto que no volvería a probar un trago,
que la acompañaría a la iglesia los domingos
y la esperaría a la puerta sin ladrar.

Si yo fuera Stephane Furber
y hubiera muerto casi de viejo,
Jimmy, al que quise como a un hijo,
se habría ocupado de procurarme un buen entierro,
de compartir silencios con su madre
y de poner en orden mis pocas cosas:
una guitarra que apenas nunca me vieron tocar,
la ropa usada que vestí
y unas cuantas hojas manuscritas
con algo parecido a unos poemas.

viernes, septiembre 12, 2008

Hospital

No sabría ahora transcribir las citas exactas, pero he leído recientemente en Séneca y en Magris algo así como que nada sino el presente existe en realidad. Que no es sensato, ni productivo, ni apenas razonable, hipotecar más de lo preciso el momento para ganar un futuro incierto, para penar por lo que irremediablemente es pasado. Y sin embargo, en estas horas de hospital que uno rinde a la espera nada agotaría más que creer imposible el futuro. Eso sí, este tiempo baldío es el único, paradójicamente, en el que adquirimos la absoluta seguridad de que valoraremos en su justa medida el presente futuro. Ese al menos es ahora mismo el propósito. A ver lo que dura.

jueves, septiembre 11, 2008

Bozo

El bozo de los preadolescentes —pienso en mi hijo— les predispone de repente contra la inocencia, les crece doloroso como una ristra de alfileres negros justamente sobre la sonrisa. A estos niños espigados se los gana entonces una melancolía rebelde, propia de una edad que se transita con la desazón de las metamorfosis.

Coda

Ayer lució de nuevo un día espléndido. Esa coda del verano sienta tan bien que gustosamente se entonaría en el invierno como si de un estribillo se tratara. Desgraciadamente, contra el curso de las estaciones, no hay canciones que valgan.

miércoles, septiembre 10, 2008

Mandamientos

Ayer J. me envío un correo en el que se transcribían los diez mandamientos de un escritor, de Stephen Vizinczey (Verdades y mentiras en la literatura). Me da que este tipo de cánones se despliegan ante la mirada embobada de los espectadores como las colas de los pavos reales. Tienen la prestancia de un ritual. Pero el envés de esa elegancia es un trasero pelado. El oscuro orificio de la vanidad. Recuerdo que sobre la ligera consola que mis tíos tenían a la entrada de su casa, siempre había un jarrón con plumas de pavo real. Le he arrancado hoy a Vizinczey una sola de esas plumas, el noveno mandamiento:
Escribirás por tu propio placer ("Si Shakespeare no puede complacer a todo el mundo ¿por qué intentarlo siquiera nosotros? Esto significa que no vale la pena que te esfuerces por interesarte por algo que te resulta aburrido.")
(Tras haber publicado ayer este post, descubro hoy dos mucho más recomendables sobre el asunto. Los de Manuel Jabois y Mabalot. Esto no es una carrera y poco importa quién llegó primero al dichoso decálogo, pero quisiera dejar constancia de que Manuel Jabois publicó el suyo antes, Mabalot lo glosó después y uno, que no había leído todavía ninguno de los dos, se aplicó en este comentario ayer, después de que un buen amigo le hubiera remitido referencia de las recomendaciones de Vizinczey -quizás porque él sí había leído ya los referidos posts-.)

jueves, septiembre 04, 2008

Posdata

Supongo que esta vaga sensación
de haberte deseado en otro tiempo
no es más quizás que el poso que revuelve
la rutina en este estudio angosto
donde a menudo intento viejas cartas
que hubiera de enviarte sin demora
desde hace ya más de algunos meses.

(Alguien vino a recordarme hoy que hubo un tiempo para Velar la arena. Volví por un momento al libro. Allí encontré aún estos versos.)

miércoles, septiembre 03, 2008

El hielo de los días

Leo siempre con una lapicera en la mano. Tal es la costumbre que si me encuentro sin mi fetiche cuando tomo el libro con el que ando, se me hace difícil meterme, al menos al principio, en sus páginas, pues el extravío del grafito, aunque sea momentáneo, me desasosiega. Acompaño además el ritual con una fina pero firme regla de quince centímetros que le tomé prestada hace ya mucho tiempo atrás a mi hijo y que no le he devuelto desde entonces —que la dé por perdida—. Me sirve de marcapáginas a la vez que me permite subrayar con trazo seguro en lo que leo aquellas citas sobre las que juzgo debería volver, por placer o reflexión, en la relectura.

El lunes estuve en Paradiso. Me encontré allí con Víctor Guerra. Charlamos sobre las vacaciones. Me hice luego con un par de libros: La vibración del hielo, de Jordi Doce e Historia secreta de Costaguana, de Juan Gabriel Vásquez. Chema me dijo que ya había leído el primero de ellos semanas atrás. Que era un gran libro. Así que le fui hincando el diente enseguida, mientras paseaba un rato por el Muelle, a esa hora del café de media mañana que tanto se disfruta cuando el sol es franco pero ligero y uno demora, con culpabilidad dulce, el regreso a la mesa de trabajo. Desde el rompeolas al cerro, picoteé aquí y allá el libro de Doce. Su miga. Esa miga de los libros recién comprados, caliente y con olor a tahona, que da gusto echarse a la boca. Ayer lo leí con calma. Con lápiz y regla. Con placer creciente. Con subrayados, pues, abundantes. Porque aunque se trata de las anotaciones correspondientes al año 1998 del diario de su autor, y por tanto —pudiera así pensarse al menos— el relato de sus cosas más personales en esos días, casi nada de lo escrito nos resulta ajeno, pues todo lo que se cuenta tiene la consistencia de los posos, del precipitado que deja la búsqueda permanente de una manera de estar en el mundo. Se dice en la página 27: “Se lleva un diario o un cuaderno de notas por muchas razones. En mi caso, poco me importa anotar lo vivido. Yo anoto más bien para ampliarlo”. No creo que el verbo ampliar sea el más preciso. Quizás, sí, el más modesto. Y el autor es prudente siempre en el trato con la vanidad —como poco partidario de la ironía, que define como “una forma sutil de orgullo”, o del ingenio (“afectación narcisista”)—. Después de leído este diario uno elegiría otro verbo para rematar la anterior cita. El verbo profundizar. Porque la ampliación es añadido, circunloquio; mientras que la profundización es un viaje hacia lo que está dentro. Aquí, en concreto, a la entraña misma de la reflexión. Se suceden los días, las estaciones, las ciudades (Gijón, Oxford, Londres), los paisajes, la labor cotidiana, el viaje (Córdoba, Granada, Übeda), las películas (Shorcuts, Mrs. Dalloway), las lecturas y traducciones… De todo queda una coda, explícita o intuida, que nos pone en la pista de que lo que se vive termina por transformarnos, por hacernos distintos. Meditar sobre ello, y el diario asi concebido tiene mucho de introspección, debería hacernos además mejores. Damos en la escritura nuestra mejor versión. Le ganamos en ese espacio y en ese tiempo la partida al envés de nuestras almas. El ruido que es la vida, esa vibración del hielo, ese latido de lo que somos, de lo que nos sale al paso o de lo que se observa y finalmente convertimos también en algo propio, es la fascinación que mueve a quien escribe: “el ruido me fascina, como el umbral de una puerta cuyo destino ignoramos”. Antes de cruzar ese ámbito, no es mal hatillo echarse a la espalda una cosecha tal de palabras sensatas y bien engarzadas. Termina el libro con el final de año, época de balances. Conviene en esos días tener a mano un cuaderno así. Conforta y consuela, dice Doce. Y lo subrayo de nuevo con mi lápiz. Con el trazo firme que me procura esta regla breve sobre la que vibra, ahora ya perceptiblemente, el hielo de los días. Y me siento igualmente confortado.

lunes, septiembre 01, 2008

Migas

Todos esos momentos que sacudimos como migas son el pan de nuestra vida, esa hogaza que sólo se hornea una vez y que casi nunca nos sacia.