martes, abril 29, 2008

Un tal D´Hubert


Hay novelas en las que se aprecia el buen pulso de quien las escribió y se gozan con el placer con que se disfruta de lo hermoso. Y las hay que no sólo están bien escritas, sino que además consiguen leerse con la complicidad de la identificación. Nos vemos en alguno de sus personajes por razones sobre las que sólo la intuición pone en la pista, y que sólo la reflexión a veces llega a desvelar completamente. En ello ando, intentando saber qué me ha movido a verme en un teniente de húsares, a comprender tan bien a Armand D´Hubert. Porque, paradójicamente, he leído con la emoción de lo cercano una historia napoleónica, la de los duelos que a lo largo de quince años despacharon dos militares para dirimir una absurda cuestión de honor. Porque, aún a pesar de la distancia en el tiempo, en la condición y en las actitudes morales, me he sentido un tal D´Hubert a lo largo de El duelo, esa deliciosa nouvelle que Conrad incluyó en el libro de relatos A set of six. Y aunque no tengo resuelto el porqué, me da que algo tiene en ello esa tendencia a mantenerse digno aún en las circunstancias más absurdas, un rasgo de nobleza en el carácter que creo se debería procurar siempre y que constituye la más temible de las armas en el subyugante enfrentamiento que en esta obra -y en lo diario- se libra con la vergüenza de toda cobardía y contra la humillación de la violencia como razón última de una vida, la del enemigo Feraud, entendida permanentemente como agravio.

viernes, abril 25, 2008

La risa de mi hijo

Se arrastraban húmedas las horas de mi vida
como los caracoles en las tapias
después de las tormentas,
sin sospechar siquiera
que un buen día les habría de salir al paso
el exterminio dulce de tu risa.

(Alguien hoy me vino a recordar estos versos de hace tan sólo -¿tan sólo?- unos años.)

martes, abril 22, 2008

La petaca y el poeta

Travesías, de Martín López Vega, es un libro muy bello, tanto por dentro como por fuera; un poemario que comienza diciendo algo así –escribo de memoria– como que todos los días amanecen con la posibilidad de convertirse en paraísos, en infiernos o en purgatorios. Supongo que son más los últimos. Que de los primeros sabemos a ratos y de los segundos ocasional y definitivamente. No extraño entonces que ayer haya sido, como tantos otros, un día de purgatorio. Lamento que me lo haya parecido. Que lo fuera demasiado evidententemente. Que le advirtiera la incómoda indiscreción de todo lo que se hace notar en exceso.

Tienen mal cauterio estas horas abiertas en prisa y enojo. Uno les pone como puede remedio antes del sueño, porque no es conveniente hacerse a la noche en la tormenta, ni procurar la piel de quien se ama con el ánimo del que todavía anda maldiciendo contratiempos tiernos. No es mala ayuda entonces apañarse una cerveza fría o un lápiz afilado con que conjurar lo amargo. Son remedios aparentemente ligeros, pero con un acusado peso específico que, casi milagrosamente, inclinan el fiel de la balanza hacia la idea de que, como Borges decía, hemos tropezado al fin con el trocito de paraíso que la vida nos reserva cada día.
De todo eso, creo, hablan estos versos. Se escribieron disfrutando del silencio y la cerveza.

He escrito algunas veces,
al acabar el día,
por aliviarme de su áspero tránsito.
Me cura ese silencio
que sólo el lápiz burla
deslizándose por los papeles
como un esquivo gato sibilante.
Tiene por péndulo el tiempo entonces
el oleaje calmo de las sílabas,
golpeando como un pulso ya en bonanza
los muelles de la noche.


Dormirse después, o lo que se pretenda, resulta siempre mucho más agradable. Es el relajante efecto de la farmacopea de la petaca y del poeta.

jueves, abril 17, 2008

Cosas de ayer mismo

Ayer saqué un rato en la mañana para constestar el correo de un amigo. Al releer lo que le escribí, aun sin estar plenamente satisfecho ni con el fondo ni con la forma —quién lo está nunca—, pensé al menos que había en los renglones pergeñados sinceridad y contención, y que no era mala mezcla, pues aquélla se hace insorpotable sino se la embrida. Me pareció también que se hace agradable ensayar de vez en cuando el viejo género epistolar. Aunque se use para ello el formato del e-mail y no el antiguo recado de escribir donde siempre se desvelaba el pulso del remitente. Es bueno redactar cartas como quien camina solo y aun sin ser ajeno a lo que le rodea es capaz de mirarse los adentros, de conversar en silencio consigo mismo y con quienes decide en cada momento que lo acompañen mentalmente en el paseo.
Luego, al llegar a casa, me esperaba un paquete pesado y misterioso. Abierto resultó ser un libro bello, grande. Venía dedicado. Me emocionó ese presente inesperado, ese afecto que apenas se intuye y que de pronto se manifiesta de la más entrañable manera, a través de un regalo que no obedece sino al capricho generoso de quien sólo por gusto lo envía. Y uno se queda dichoso y sin palabras.
Justo hasta que mi hijo vino a sacarme de ese ensimismamiento. Deberes. Problemas de cálculo. Porcentajes. Proporciones. Y su duda porque los resultados no eran exactos. Y su queja porque es incapaz, más que de comprender, de tolerar que el maestro ponga problemas que una vez resueltos no den cifras exactas. Sin decimales. Porque, curiosamente, mi hijo odia los decimales. Ya hemos intentado explicarle que de aquí en adelante los ejercicios que tendrá que resolver la mayor parte de las veces darán resultados inexactos. Que en las operaciones de la vida diaria no siempre hay cifras exactas. Pero su insistencia sobre la incomodidad que misteriosamente ello le provoca me impacientó de repente tanto que me dio por decirle que la vida misma no era exacta. Así que a acostumbrarse.
Volviendo la mirada de nuevo al libro recién recibido y apaciguándome así el ánimo que el empecinamiento de mi hijo había revuelto, pensé que aún siendo verdad lo que por cerrar el asunto le había dicho —reconociendo, no obstante, que no era comparación ilusionante para un crío—, no es menos cierto que la vida a veces, para nuestra fortuna, deja los decimales por el camino.

miércoles, abril 16, 2008

Penouta


Así econtramos, semanas atrás, el pueblo de mis ancestros –más bien las nieves de sus alturas próximas-. Día luminoso y frío. Mi hijo distinguió sobre el manto blanco las huellas de un lobo. Yo, a su misma edad, confiaba en que aparecieran los hermanos de Bonanza cabalgando por entre estos riscos.

lunes, abril 14, 2008

Fernando Maura

Sigo con cierta asiduidad la bitácora de Fernando Maura. Un tipo valiente al que, además, da gusto leerle. Gusto literario que cuando se trató de contar lo que sentía acerca de su hija Pilar se tornó en una conmovedora angustia. Ella ha muerto hace muy poco. Tras veinte años encamada. Los mismos que tenía. Nació tetrapléjica. Las entradas que hablaban de los últimos días de su hija son una extraña muestra de literatura y de verdad. Tienen de aquélla un distanciamiento que parecería casi imposible —pero que no resulta nunca frío—; y de ésta todo el tránsito amargo del dolor por las cañerías del cuerpo. Quise entonces contar algo sobre ello en estos Diarios y me faltó tacto, medida. Si ahora lo refiero es porque acabo de leer un recomendable artículo sobre el asunto. Lo escribe Arcadi Espada. Él sí ha tenido tacto y medida. Y mucho talento para relatarlo.

jueves, abril 10, 2008

Estos invernales días

A Juanma, María, Adrián y Juan.

Días más invernales que en el invierno. Uno lo lamenta especialmente por los amigos que han venido de visita desde el sur en estas fechas y han de andar bajo techo. Paraguas, alero, café o museo. Se van a llevar una perspectiva parcial de estos lugares. La que da una mirada más pendiente de no pisar los charcos que de otear todo el paisaje que los días apacibles muestran. Cosas de esta tierra. O más bien de estos cielos. Otros vendrán que disfruten de los verdes en gama infinita que el agua de la recién estrenada primavera está trayendo a destiempo. Hago por un momento el difícil ejercicio de la empatía con el viajero que llega a mi ciudad en condiciones tales. Veo unas calles asoladas por luces mortecinas y lluvias airadas. Ciudad sin relieve y apenas sin color. Veo cómo llega el oleaje turbio desde la nada en que se ha vuelto la juntura con el cielo. Pero juro que esto puede ser distinto. Que puede ser mejor. Sobre todo en otros momentos. Bien pudieran ser los del final del verano. Cuando se desalojan ya los arenales, menguan los días y la luz tiene en su final esa inclinación puntillosa que repasa a lápiz el contorno de todo lo que antes de la noche adquiere el color tibio de las ascuas. Me parece que estoy justificando este mal carácter pasajero del lugar que habito con el mismo empeño que se pone en disculpar el capricho repentino y desacostumbrado de un hijo. Será que siento este rincón también como algo mío.

lunes, abril 07, 2008

Danubio

Primer piso del Antiguo Instituto Jovellanos. Exposición de fotografía en blanco y negro. De Inge Morath. Apenas media docena de visitantes que se inclinan con gesto curioso sobre las imágenes. Que buscan en ellas el detalle. Que se arriman al río. Al Danubio. Transcurre plácido. Y a sus orillas se detiene la vida. O la detiene la cámara por un instante. La fija y nos la cuenta tal y como era. Justo antes de la segunda guerra. Y ya después, a finales de los años cincuenta. Unos textos escuetos apuntan algunos datos sobre lo que se ve. El Danubio cruza Europa. Se pierde en el Mar Negro. Viaje, costumbres, miradas, naves que parecen dejarse ir muy despacio. Bodas y cafés. Cementerios. Estibadores. Muchachas que ríen. La vida aparentemente apacible de un río largo y sólido como las certezas. La de saberse vivo en algunas ocasiones. Cuando se siente la necesidad de contarlo con palabras o fotografías.

jueves, abril 03, 2008

Conradiana

Ayer, a la vuelta del trabajo, me encontré en el buzón la Conradiana de Jorge Ordaz. Muy hermosa compilación de algunas cosas que en la bitácora Obiter dicta se contaron a propósito de Joseph Conrad con ocasión del sesquicentenario de su nacimiento. Leí el libro después de comer. En mi orejero. Con los pies en alto. Sonando de fondo Madeleine Peyroux y con la casa entera en sosiego. Afuera el día se había ido quedando frío. Soplaba una brisa húmeda. La lectura y la música que la acompañó, que en nada perturbó a aquélla, sino que, muy al contrario, hizo que todo alrededor fluyera suave, me procuraron ese rato de dicha que uno persigue a diario. Ya había leído estos textos en la pantalla del ordenador a medida que el autor los iba oreando. Los imprimí incluso y pude por ello manosearlos en folios dispersos. Pero ahora en libro, siendo los mismos parecen muy distintos. Toman cuerpo y adquieren las formas de lo que en sazón se ofrece. Editados elegantemente, con primor y gusto antiguo, son diez textos cultos que aun tomando a Conrad como referencia última, ésta se constituye en la mayor parte de los episodios sólo en vaga noticia de su obra o de su vida sobre la que se articulan las coordenadas espaciales y temporales de otras más palpables alusiones a traductores, críticos o amigos del autor homenajeado. Es, por tanto, Conradiana una obra dedicada a quien la inspira, pero que no peca de ditirámbica ni se refocila en el detalle erudito propio del biógrafo pedante. Recrea lo que la lectura atenta y curiosa de Conrad ha suscitado en ocasiones. Supongo que en eso consiste leer con gozo: argumentar con lo mejor de los libros nuestras vidas. Y aun a pesar de que todo parece haberse escrito en estos textos con un premeditado distanciamiento, como de estudioso, finalmente el libro, en su cápitulo final, Addenda, revela la verdadera emoción que lo ha hecho posible. Se habla en él de la obra más apreciada por Ordaz de entre las de Conrad: Notes on my Books. Dice así: "Hacia el final de su vida el editor londinense William Heinemann le propuso reunir los prefacios que había ido escribiendo a sus principales obras, desde La locura de Almayer hasta Notas de vida y letras, en un volumen pensado para el público bibliófilo. Conrad, cuya economía nunca fue boyante, aceptó, y en 1921 se publicó el libro. Para Inglaterra se hizo una edición limitada de 250 ejemplares, numerados y firmados por el autor. Mi ejemplar es el número 155. Lo adquirí hace unos años, por un precio razonable, a un librero anticuario inglés. Naturalmente ocupa un lugar de honor en mi biblioteca. De vez en cuando lo saco del estante y lo hojeo; me detengo y leo un par de párrafos. Allí están sus ideas sobre la novela, la literatura, la vida y el oficio de escribir. Luego voy a la página donde se halla la firma de Josep Conrad, en tinta azul de grueso trazo, algo desvaída por el paso del tiempo. Entonces pienso que una vez aquel mismo ejemplar que tengo yo entre mis manos debió de estar en las suyas; y siento, disculpadme, una emoción muy especial." Si no fuera recurso retórico, hasta delito tendría ese “disculpadme”, querido Jorge.

miércoles, abril 02, 2008

Oricios

Reconozcámoslo: debo de ser un tipo algo envidioso. El domingo, sin ir más lejos, estaba cocinando y oyendo al tiempo la radio. Dos pescadores contaban en antena sus cosas con sano y contagioso entusiasmo. Que si ríos, que si mareas. Que si pozos, que si playas. Dónde los mejores pedreros. Dónde los oricios más suculentos. En su busca habían ido, días atrás, con una botella de buen champán y dos copas de cristal que dejaron a la sombra, en un charco de la orilla. Al volver del mar abrieron el champán y tres docenas de oricios. Confesaban que aquello había sido un manjar de dioses. Paganos. De Neptunos. Esa fue mi envidia mientras atendía el fuego de los potes para la semana. Añorando, me parece ahora, lo que nunca he tenido y siempre he deseado, esa rara comunión con el mar que no sólo se canta, sino que se padece y se disfruta desde dentro, con las cachas en salmuera y las yemas de los dedos tan arrugadas como pergaminos. Y feliz.