El viernes se presentó el último premio Cálamo de poesía erótica.
Carnalia. De
Domingo. F. Faílde. Poco público. Los que tenemos algo que ver con la convocatoria. Los amigos que por lealtad no fallan. Algún familiar de relleno. Y un matrimonio de ancianos sentados muy cerca del escenario. Este tipo de citas poéticas no varían mucho el guión de siempre. Alguien que nos pone en la pista del escritor y de su obra. Aplausos. El propio autor que explica la génesis del libro y pasa a leer unos versos. Generalmente más de los que sería recomendable. Aplausos. Firma de ejemplares. Sin embargo, Faílde nos sacudió el sopor previsible. Estuvo brillante. Terno clásico y algo grande para su esqueleto menudo. Camisa y corbata oscuras. Bigote einsteiniano. Gafitas redondas y algo caídas. Y un modo de hablar en el que se mezclaban un acento sureño domesticado, una gravedad irónica y un descaro nada impostado que le permitió leer y glosar sus poemas más lúbricos. No debe de ser fácil mantenerse tan elegante mientras se explayan las proezas íntimas en presencia de extraños. Cuando te vigilan muy de cerca dos viejos demasiado formales, de esos que van a los ateneos como quien va a misa, periódica y resignadamente, y que se miraban con espanto cada vez que a la boca del viejo poeta, casi tan viejo como ellos y sin embargo aún amotinado contra el tiempo, asomaban las confesiones de su sexo, alegre, irreverente y sabio. No aplaudieron al final. Se fueron dignos y en silencio. De camino a casa apenas hablaron. Después de cenar, se sentaron frente al televisor. En un plató de colorines se descuartizaba la intimidad de un haragán con fama. Hay a quien la carroña le produce efectos sedantes. A quien la miseria ajena le concilia el sueño. Qué desasosiego sin embargo la voz de ese viejo rijoso, sus versos obscenos, su irrenunciable deseo.
COMO un adolescente,
como quien ha perdido —sin navegar— el rumbo,
como ménade o sombra, no lo sé.
El caso es que me muero cuando te veo desnuda
y desde las cortinas, echadas, de tu sexo
advierto el tabernáculo, las ascuas que resumen
el fuego de los soles
y el calor de los números.
Mis ojos otra cosa no miran, ni los libros,
sagrados hace tiempo, ni las fotos
que guardan, ya en olvido, mi memoria
ni el paisaje que fluye, como los rascacielos,
detrás de la ventana, ni el río de la vida,
que va a darse de bruces contra la mar.
Por ti he abandonado
esos pequeños vicios que acomodan
los años transcurridos, en espera del día
en que todo se cierre, también entre tus piernas,
y no queden rincones que explorar en tu cuerpo
ni caricias, a oscuras, en sitios improbables,
ni normas que infringir; pues comienza a saberme
agrio el vino y perdieron
interés los manjares, que tanto disfrutaba.
E incluiré la poesía, pues no existen lugares
amenos, si no estás ni me huelen las rosas
sino al humus obsceno de tu vientre.
Es extraño. Lo sé
—ya sé que no sé nada— y me siento indefenso,
irremediablemente condenado
a arder en ese infierno que estalla entre tus muslos.
(
Carnalia, Domingo F. Faílde. Cuadernos Cálamo-Gesto. Gijón, 2009)