Sangría
era un aficionado muy popular que en los setenta, antes de los partidos corría
las bandas de El Molinón portando una pequeña bandera rojiblanca bajo los
aplausos socarrones de los aficionados. Yo era socio infantil por entonces. Me llevaba
al campo un amigo de mi padre que aparcaba su Seat 850 por detrás de La
Asunción. Ocupábamos escalón en la grada este. Olía a puro, se vendían a las
puertas del estadio almendras garrapiñadas y en las cantinas botellines de
Fundador. Yo conocía a Sangría porque lo
veía a menudo por mi barrio, era de El Llano y parroquiano más que asiduo de
los bares de la zona. Vivía del pequeño sablazo consentido. Recuerdo que José
Manuel, aquel capitán educado y de fútbol sobrio, que fue luego gerente
deportivo y murió muy joven, era uno de
los patrocinadores menos reticentes del bueno de Sangría. Lolín, como llamábamos
los vecinos a José Manuel, también era del barrio y le gustaba ayudar a los
suyos. A Sangría lo encontraron muerto una mañana en La Campona, al lado del
viejo campo de Los Fresno. Aquello estaba por entonces sin urbanizar y los
charcos eran como cráteres de miseria. Sangría se ahogó en uno. Posiblemente
calló de bruces rendido por el alcohol y ya no pudo levantarse. A veces pienso
que la afición del Sporting tiene mucho de Sangría, pasea la bandera ebria de
ilusión antes de que empiece el espectáculo y se deja morir a la mínima a la
orilla del desencanto. Se acaba de
elevar a los altares a un jugador de la casa, Nacho, al que uno, de momento, lo
ve como un pelotero aseado y merecedor de continuidad, la que nos dará la justa
medida de su valía. La afición corre la banda portándolo en estandarte como
Sangría portaba su bandera. Si el guaje
termina por no cuajar, tendremos otro juguete roto y un nuevo charco donde
ahogarnos, aunque el PERI del Llano haya asfaltado hace años las viejas calles
de mi barrio y hoy sean casi el centro de la ciudad.
miércoles, diciembre 20, 2017
jueves, diciembre 14, 2017
Premio "Maria Elvira Muñiz"
A finales de los setenta, siendo poco más que un crío, pisé por vez primera la vieja sede de Gesto en la calle Dindurra. Militaba entonces en las Juventudes Socialistas y se hacían allí las asambleas locales. Sólo unos años más tarde, en 1982, volví a Gesto convocado entonces por Juan Garay —que ya presidía la Sociedad Cultural—, y junto a algunos otros jóvenes poetas, con los que se intentaba revitalizar, a través de iniciativas menos políticas y más plenamente culturales, la actividad de una institución que, como el resto de las culturales de la época, había servido de trampolín reivindicativo en los funestos tiempos de la dictadura. Desde entonces, van ya treinta y cinco años, Gesto ha sido mi compromiso. Con el Grupo Cálamo, desde donde pusimos en pie el Premio Cálamo de Poesía —que sigue convocándose puntualmente cada año y del que van ya treinta tres ediciones—; con la colección de libros que edita los trabajos galardonados; con la organización de los Encuentros Poéticos que han venido reuniendo en nuestra ciudad, desde hace tres décadas, a una importante nómina de escritores; con la publicación primero de la revista poética Cálamo y luego del boletín de opinión Ágora; con las lecturas y presentaciones de libros; con la difusión, en fin, de esa parte de la literatura en la que estamos fundamentalmente implicados: la poesía. Arrancamos aquella aventura literaria Juan Ignacio González, Alejandro Cuesta, Miguel Ramos Corrada, Margarita Prado, Ana Gago, Andrés Albuerne, Víctor Guerra, Miguel Ángel Bonhome... Se fueron algunos. Se nos fueron otros. Vinieron después Emilio Amor, Mar Braña, Esteban Fernández o Julio Obeso. Gesto ha sido mi otra casa, también mi otra escuela, de formación y de amistad. Sobre todo de amistad. Allí conocí a una de las personas más generosas con la que la vida me ha premiado: Juan Garay. Él fue Gesto durante muchos años y el día que se nos fue bien pensé que con él se iría también Gesto. Hemos logrado sostenerlo creo que, sobre todo, por no traicionar su prolongado y altruista esfuerzo. Echándole más horas y más ánimo si cabe a lo que hacemos. Ayudando en la tarea a Arlé Corte, que tomó el relevo de Juan con enormes ganas y creciente acierto, y manteniendo las señas que han identificado a una sociedad cultural empeñada en dar cabida a todos y fomentar la cultura alternativa, la poesía, el cine, la fotografía y el teatro.
El Premio Elvira Muñiz nos hace felices porque reconoce la labor que en el campo poético hemos venido desarrollando y porque nos liga para siempre a uno de los grandes referentes de la cultura gijonesa, la profesora doña Elvira Muñiz, que siempre alentó entre sus alumnos el aprecio por los libros.
Uno ha tenido durante estos años la suerte paralela de alcanzar algunos premios literarios y de publicar varios libros, pero este modesto galardón otorgado a Gesto, donde tanto he vivido, me ha procurado una de mis mayores satisfacciones. En la vida es importante no rehuir el compromiso de intentar mejorar el mundo que pisamos, de no fallarle a la gente que queremos cuando nos necesita. Mi lealtad a Gesto ha sido parte de mi contribución con ese deber. Dice Joan Margarit, un poeta catalán al que siempre es un placer leer y escuchar, que: “El ser humano vive en un universo cruel y brutal, que gracias a la ciencia y la técnica se defiende de la agresión de ese universo apretando un botón, pero que la intemperie moral nos alcanza a todos tarde o temprano con pérdidas, errores o catástrofes personales (la muerte de un ser querido, sentirse abandonado por tu cónyuge…). Entonces nos preguntamos, ¿qué botón debemos apretar? Es en ese momento cuando advertimos que sólo nos quedan las letras como consuelo. Pero leer a Montaigne una vez que ocurre una desgracia ya es demasiado tarde, hay que tenerlo leído antes. De ahí la importancia de las Humanidades en la educación”. Desde Gesto, modesta pero persistentemente, hemos intentado ofrecer aliento cultural a la gente que nos rodea.
Hace año y medio, y regresando de un viaje por tierras gallegas, nos detuvimos en la playa de Esteiro de Ribadeo. El día era desapacible y en el aparcamiento sólo había una furgoneta de matrícula alemana. Sentada en una piedra del arenal, con los restos de la marea a sus pies —una delgada lengua de espuma y algas—, vimos a una mujer mayor leyendo, ensimismada. La imagen no podía ser más hermosa: en medio de aquel paraje ceñido por nubes de tormenta, pizarras oscuras, ronco rumor oceánico e intensos matices verdes, una viajera solitaria apuraba la tarde con un libro entre las manos. Le tomé una fotografía sin que se apercibiera de ello y escribí días más tarde un poema que describía el momento. Hoy, cuando me siento feliz por ser una pequeña parte de Gesto y honrado porque a Gesto se le haya reconocido su trayectoria en favor del libro y la lectura, quisiera compartir este poema con todos los que han hecho posible este momento.
El Premio Elvira Muñiz nos hace felices porque reconoce la labor que en el campo poético hemos venido desarrollando y porque nos liga para siempre a uno de los grandes referentes de la cultura gijonesa, la profesora doña Elvira Muñiz, que siempre alentó entre sus alumnos el aprecio por los libros.
Uno ha tenido durante estos años la suerte paralela de alcanzar algunos premios literarios y de publicar varios libros, pero este modesto galardón otorgado a Gesto, donde tanto he vivido, me ha procurado una de mis mayores satisfacciones. En la vida es importante no rehuir el compromiso de intentar mejorar el mundo que pisamos, de no fallarle a la gente que queremos cuando nos necesita. Mi lealtad a Gesto ha sido parte de mi contribución con ese deber. Dice Joan Margarit, un poeta catalán al que siempre es un placer leer y escuchar, que: “El ser humano vive en un universo cruel y brutal, que gracias a la ciencia y la técnica se defiende de la agresión de ese universo apretando un botón, pero que la intemperie moral nos alcanza a todos tarde o temprano con pérdidas, errores o catástrofes personales (la muerte de un ser querido, sentirse abandonado por tu cónyuge…). Entonces nos preguntamos, ¿qué botón debemos apretar? Es en ese momento cuando advertimos que sólo nos quedan las letras como consuelo. Pero leer a Montaigne una vez que ocurre una desgracia ya es demasiado tarde, hay que tenerlo leído antes. De ahí la importancia de las Humanidades en la educación”. Desde Gesto, modesta pero persistentemente, hemos intentado ofrecer aliento cultural a la gente que nos rodea.
Hace año y medio, y regresando de un viaje por tierras gallegas, nos detuvimos en la playa de Esteiro de Ribadeo. El día era desapacible y en el aparcamiento sólo había una furgoneta de matrícula alemana. Sentada en una piedra del arenal, con los restos de la marea a sus pies —una delgada lengua de espuma y algas—, vimos a una mujer mayor leyendo, ensimismada. La imagen no podía ser más hermosa: en medio de aquel paraje ceñido por nubes de tormenta, pizarras oscuras, ronco rumor oceánico e intensos matices verdes, una viajera solitaria apuraba la tarde con un libro entre las manos. Le tomé una fotografía sin que se apercibiera de ello y escribí días más tarde un poema que describía el momento. Hoy, cuando me siento feliz por ser una pequeña parte de Gesto y honrado porque a Gesto se le haya reconocido su trayectoria en favor del libro y la lectura, quisiera compartir este poema con todos los que han hecho posible este momento.
Leer
Leer
hasta en la soledad
de
una playa abandonada de mar por unas horas,
frente
al angosto estuario
que
custodian los acantilados de pizarra.
Leer
sin reparar siquiera
que
a los pies hay un pecio de marea
que
enreda algas y nubes.
Leer
con el sosiego suficiente
como
para señalar las palabras maestras
sobre
las que un libro se levanta.
Leer
en un país extranjero,
en
una costa lejana,
en
la orilla de un arenal vacío,
cuando
en la bajamar
parece
igual de virgen
que
un planeta todavía sin vida.
Leer
para levantar luego
la
vista de las páginas leídas
y
ver mucho más de lo que la mirada alcanza.
Leer
cuando la edad enseña
que
el provecho de los años restantes
depende
de pequeñas dichas:
un
alto en el camino,
un
paisaje que lo merece,
un
libro que nos acompaña
y
el olvido de cualquiera otra obligación
que
no sea el instante.
domingo, noviembre 26, 2017
El tránsito y
la herida
Emilio Amor
Ediciones Bajamar, 2017
Existen poemarios que responden a una intención original que se pone poco a poco en pie y a la que le otorga cuerpo el trabajo creativo orientado por esa finalidad que lo convoca y justifica, y hay otros poemarios, en cambio, que se articulan engarzando lo que el aluvión del genio creativo va trayendo sin más plan previo que la necesidad de darle cauce a lo que afluye. En este segundo apartado, sin lugar a dudas, se sitúa El tránsito y la herida. Un libro inspirado más que planeado; urgido por el talento imaginativo de un escritor para quien la vida tendría un horizonte demasiado estrecho sin las alas del arte. Por eso Emilio Amor recurre tanto a la pintura como a la literatura para sobreponerse al suelo rasante. Y a fe que lo consigue.
Para uno, que cultiva eso que bien puede denominarse poesía povera, tejida en y de cotidianidad, asomarse a un libro de Emilio Amor es siempre como celebrar un festivo en medio de la semana laboral o darse un capricho olvidando austeridades o dietas. A uno, que viene de la poesía inteligible (connotativa, claro, pero no desbocadamente connotativa), asomarse a un libro de Emilio Amor le exige renunciar al protocolo y reflexión racionalista y abondonarse al trance apoyando displicentemente los pies sobre la mesa por el tiempo exacto de la lectura (y hasta de la relectura). Porque esta escritura nace una querencia indisimulada hacia aquella vanguardia de principios del XX que puso en cuestión los límites del racionalismo y el sentido de su progreso (un paradójico progreso cuyos avances científicos y tecnológicos acarrearon el inesperado envés de una guerra mundial). En tal contexto de decepción aparecieron múltiples movimiento o "ismos", que estaban movidos por un objetivo común: la ruptura con las formas expresivas imperantes hasta entones (sentimentalismos vacíos, sensualidades ornamentales modernistas o hueras sonoridades métricas). La poesía buscaba una nueva dignidad.
Este y los anteriores libros de Emilio Amor beben de esas fuentes, practicando un evidente tributo a aquel imaginismo que confiaba en la imagen como medio de una expresión poética liberada de ataduras formales. Este y los anteriores libros de Emilio Amor evidencian una notable influencia surrealista en el flujo brillante de palabras y escenarios que tienen quizás un impulso consciente, pero cuya ligazón final viene auspiciada por un inconsciente poético que revela asentadas capas de muy concretas lecturas y visionados obsesivos de muy concretas imágenes pictóricas. De estas vetas se nutre, uno piensa, la creación de Emilio Amor.
No se está, entonces, ante una poesía que admita interpretaciones orientadas, puesto que más que ante un proceso comunicativo, nos hallamos ante un intento de comunión sensorial: se transporta al lector a un mundo literario, sonoro y visual, en el que se alienta a una percepción, más que del significado, de la belleza a que aspira toda obra literaria que no busca respuestas ni consuelo, ni es denuncia o diálogo reflexivo, sino, fundamentalmente, objeto artístico creado sobre las múltiples evocaciones que la palabra, por sí misma, es capaz de provocar.
Pues bien, llegados a este punto, quizás convenga preguntarse qué lector requiere la poesía de El
tránsito y la herida. Supongo que alguien no muy diferente al público propicio para el lucimiento de los hipnotizadores. Alguien con fe en que un reloj de bolsillo,
oscilando como un péndulo en el aire, le confisque la voluntad. No vetan estos versos la curiosidad de ninguna
mirada. Es más, incluso aquellos que puedan declararse desconfiados ante el decir suntuoso, aquellos que son más partidarios de la austeridad y de las
interpretaciones unívocas, pueden también sentirse seducidos por la manera de escribir de este poeta empeñado, sobre cualquier otro propósito, en ser brillante. Así que basta con que
atendamos fijamente al ritmo de estos versos igual que se atiende al ritmo de un oleaje de mar o de mieses, igual que se fija la mirada en las llamas de un fuego, como nos ensimismamos ante el reloj de un hipnotizador. A los reticentes los ganará pronto la causa. Los demás, lectores de Samuel Stawton y
ornitólogos de pájaros extintos, somos ya causa.
Dije una vez, en la introducción a una lectura
de Emilio Amor, que hay hombres que nacen antes de tiempo y tratan, como
pueden, de aproximarse al futuro que les estaba señalado. Julio Verne fue uno
de ellos y viajó en sus libros a la edad que, de verdad, le pertenecía. Y hay
otros que llegan a la vida mucho después de lo que hubiesen deseado. Por eso
estos últimos regresan a menudo sobre un rastro imaginario al mundo que
perdieron, pero al que no renuncian. Aquel Emilio Amor idealizado que fue
Samuel Stauwton habría conducido, con una mano en el volante y la otra aferrada a una petaca de plata con bourbon, el automóvil en que un foulard con maneras de serpiente estranguló a Isadora Duncan poco antes de que la diva
gritara “Adieu, mes amis. Je vais à la gloire “. Y de
una “gloire d´époque”, de una vanguardia de principios del XX, aquella
que puso en cuestión los límites del racionalismo y el sentido de su progreso,
de unos "ismos” que pretendían la ruptura con las viejas formas
expresivas, de aquella búsqueda de nueva dignidad para el arte, viene esta
poesía que confía sobre todo en la imagen como medio de una expresión poética
liberada de ataduras formales y que se inspira en un surrealismo liberador que
alumbró entonces una expresión reveladoramente enriquecida del mundo
interior de los creadores. Un tiempo entreverado de
decadentismo, de románticos y malditos, de dadaístas y mujeres fatales, de
pintores que se exiliaban en islas y boxeadores que escribían versos, de poetas
que traficaban con armas.
¡No pongas velas a los significados! y ¡No tengas miedo de los
significados!, son dos versos separados en el libro por muchos poemas, pero
constituyen una sola advertencia: debe repudiarse la religión de los prudentes.
El lector de El tránsito y la herida ha de aliarse, como el
propio autor, con la arbitrariedad significativa de lo que fue surgiendo sin
plan previo, de lo que se escribió por intuición y con oficio. Pero donde, aun
así, hay recurrencias a las que debe aludirse por poner en guardia sobre ellas
al lector y porque dan noticia de que también en los poetas más libres, en los
más predispuestos a ponerle voz a las urgencias del inconsciente, también
en ellos los asuntos universales de la literatura, del arte, son siempre los
mismos: el amor, el tiempo y la muerte. Quizás en este nuevo libro de Emilio
Amor estén mucho más presentes los dos últimos de los asuntos aludidos, que se
manifiestan ya desde el primer poema: “La vida transcurre / en primera
persona del singular. / De los meandros amarillos / hasta la esclusa blanca”.
Y que se expresan tan hermosa como sobrecogedoramente mucho más avanzada la
lectura en los versos: “Yo quise en mis plegarias postergar esa noche / en
que la muerte llega de puntillas / a revolver en los cajones de mi alma”.
Pero que son asuntos, en todo caso, ante los que se rearma afortunadamente la
esperanza en el final justo de la obra: “la vida se cuela intensamente
/ entre los poros de la piel y entre las venas”.
Hay, además, una circunstancia ambiental a
destacar que revela su protagonismo no sólo en este libro, sino en muchos de
los poemas que conocemos de Emilio Amor: el mar como escenario, que no sólo se
ofrece de telón de fondo, sino que aporta todo un atrezzo de caracolas, peces,
sirenas, garfios, pantalanes, gaviotas, barcos, malecones, ballenas, velas,
naufragios, playas o nombres propios como Sargazos o Adriático. Una mar que es
sobre todo compañía, espacio en el que se leen los posos de la vida y sobre el
que, además, y como en una enorme laguna Estigia, se navega hacia el más allá:
“Un día me iré desnudo / sobre el caballo blanco de los mares / a buscar el
Dorado. / Navegaré en las córneas de mi hijos, / como el bárbaro que irrumpe a
sangre y fuego / en los enigmas de la cristiandad. /Habrá viento en las velas
hacia ese sur ingrato / y no habrá quien espere mi anunciada llegada, / salvo
esa bella dama que nunca me olvidó”. Esa mar deja ver a veces, en medio de la niebla, el apunte de un barco vikingo, un esbozo que recuerda el reverso mismo de la tumba de Borges, en la que sobre una piedra tosca se dibuja, igual que en la portada del libro de Emilio, la eterna pero digna derrota de la nave sobre la que navegan las vidas valientes.
Soy, como queda dicho, parte de la causa:
lector entregado. Les invito por ello a que Vds. también lo sean y tomen
partido a favor de esta lectura luminosa, donde la tristeza se convierte en el
hilo dorado que engarza las bellísimas e inspiradas imágenes de este poemario cuya interpretación última no creo que pueda ser otra que la defensa de la sola fe profesada por Emilio Amor: la poesía. Y así lo dice en uno de sus poemas: “la función del poema fue mi fiel evangelio”.
viernes, noviembre 24, 2017
Cantata de los días tasados
Al margen va el fallo. Y los motivos que, según parece, lo animaron. Agradecido quedo. La publicación, será, supongo, una edición no venal en la que se recogerá este breve poemario que he titulado Cantata de los días tasados. Entretanto llega, se adelanta más abajo algo de su contenido:
Recitado
Así engarzo las cuentas de mi vida, los días y los
afanes, el pesar y la dicha, el remordimiento y sus cauterios. Así engarzo mis
días, con el ahogo propio de quien sabe que el aire concedido no alcanza para
llenar eternamente la sed de los pulmones.
Días
contados
Empiezas
a tener
la
exacta edad de las renuncias.
Volverías
por ello quizás
a
correr sólo por nada,
por
el solo placer de los cansancios;
volverías
a dormir a ras de tierra,
sin
frío siquiera ni todavía costumbre;
volverías
a beber hasta estar ebrio,
y
a comer hasta el hartazgo,
y
a amar hasta rendirte exhausto
al
indicio fugaz de que el placer,
todos
los placeres, también la vida,
tienen
siempre sus días contados.
jueves, octubre 19, 2017
Chano
Suelo tomarme el café de media mañana en el Gregorio. Cuando anda tras la barra Chano y alguien le menta la pesca, puedes tirarte un buen rato esperando por la consumición. Se le va el santo al cielo. Ayer conversaba telefónicamente acerca de un libro de fotografías aéreas de la costa gallega. Si Chano habla por teléfono, es fácil enterarse de lo que dice: eleva el tono de voz tanto como si quisiera asegurarse de que la distancia con su interlocutor debe salvarla a medias con la compañía telefónica. “Son unes fotos precioses -gritaba entusiasmado-. Ves toda la costa y cada una de les playes con una nitidez acojonante. Paez que están saltando les chopes nel agua.”. Chano habla de chopes y de furagañes como de sirenas. Va haber que atarlo a la cafetera como a Ulises al mástil; en cuanto oye la marea pierde el sentido y desatiende el negocio.
Sigo tomando a media mañana el café en El Gregorio. Es jueves y le tocaba abrir a Chano, pero me temo que hoy no va a llegar a tiempo.
viernes, octubre 06, 2017
jueves, septiembre 28, 2017
lunes, septiembre 25, 2017
Último acorde para la Orquesta Roja
Último acorde para la Orquesta Roja, de Luis T. Bonmatí (Aguaclara, 1990)
En el último párrafo de la narración se escribe: “al acabar esta obsesión o novela…”. Pues bien, nada es más acertado
que calificar como obsesión lo que uno ha ido leyendo hasta ese momento, pues
responde, en efecto, al pormenorizado relato de un obstinado empeño: el del
hijo de un antiguo espía ruso que busca denodadamente a su padre, a la vez que
trata de rehabilitar la memoria de ese hombre que llegó a creer muerto y al que
se le dio por traidor. Es, en resumen, la historia cierta de Luc Michel Barcza,
nacionalizado español y locutor de radio en Alicante, que a finales de los
ochenta intenta que un escritor acreditado y eficiente replique lo que años
antes se había contado en La Orquesta Roja por el Gilles
Perrault, autor que escribió sobre el papel que en la Segunda Guerra
Mundial jugaron los espías soviéticos infiltrados bajo la denominación “Orquesta
Roja”. Cuando Hitler se enteró de que la Orquesta “tocaba el piano” —como en la jerga de los especialistas se decía
sobre su capacidad en el manejo de transmisores empleados para el envío de
mensajes cifrados a Moscú—, y que encima lo hacían desde Bruselas, Paris,
Londres, Amsterdam e incluso Berlín, o sea, en las narices mismas del Tercer
Reich, lanzó a los perros guardianes de la Gestapo a la caza de “los músicos”. Para esa persecución se
constituye una división especializada: “lograrán
atrapar tocando el piano” a muchos de los integrantes y colaboradores del
espionaje ruso. También cayó el director de la Orquesta, Leopold Trepper, judío
de origen polaco, al que se instruyó en Moscú sobre el arte del espionaje en la
Academia del Ejército Rojo. Cuando lo capturan comienza el llamado “Gran Juego”: convence a los nazis que
dejen de torturar a sus compañeros a cambio de colaborar contra el estado
soviético. Aunque lo cierto fue que parte de los miembros apresados de la
Orquesta siguieron transmitiendo mensajes cifrados con información exacta sobre
dónde, cuándo, con qué armas y con cuántas tropas iba atacar el ejército alemán
a la URSS, incluyendo en esa información todo lo relativo a la batalla de
Stalingrado. No obstante, el papel de aquel espurio colaboracionismo nunca
quedó suficientemente aclarado y al
final de la guerra, el régimen soviético hizo que los “músicos” purgaran con años de ostracismo, destierro o cárcel las
dudas que sobre ellos se cernían.
La descripción que Perrault hace todo ese período y de cómo actuaron en él
los protagonistas, dejaba en mal lugar a Anatoli Gurévich, quien en febrero de
1939, a la edad de 26 años, se había convertido, bajo el pseudónimo de Kent, en
agente clandestino del Ejército Rojo. Justo después de terminar su
entrenamiento, se le envió a Bruselas, registrándose allí como un empresario
uruguayo de nombre Vicente Sierra. Gurévich, Kent o Sierra, según se prefiera,
fue lugarteniente de Trepper. Tras ser hecho prisionero colaboró, supuestamente, con
los nazis y por ello, finalizada la contienda, y ya en Moscú, fue condenado a veinte
años de trabajos forzados, de los que se le amnistió en 1955, cuando finalmente
quedaron disipadas todas las dudas sobre su supuesta cooperación con los
alemanes. Ese hombre, del que se perdió toda pista al acabar la II Guerra
Mundial, era el padre al que Luc Michel Barcza buscó durante muchos años, el
hombre al que quiso, también, restituirle la honra.
"Esa obsesión de un tipo de 46
años por su padre me puso a escribir", afirma el narrador, que, a su
vez, deja traslucir tanto en las
palabras con que abre la novela (A mi
padre muerto como una desgracia: cerca. Para
su padre, vivo como una fe: lejos.), como en el párrafo que a continuación
transcribiré, y que habla de la muerte de su propio padre —del enorme vacío a
que lo sometió este fallecimiento—, la predisposición a convertirse en la pluma
adecuada que dé forma a esa obsesión por una ausencia paterna.
(…) De camino a
su cuarto, me crucé con la camilla sobre la que una sábana angulada no lograba
ocultar la evidencia de la muerte. Seguro de la respuesta, pregunté al celador
quién era pero, sin darle tiempo a responder, levanté la blancura, descubrí su
cara. Llevaba intactas todas sus maravillosas arrugas: aún era mi padre. Le di
un beso como si le estuviera diciendo hasta mañana, y fui adonde mi madre
recogía y mojaba las cosas que el tiempo y la compañía acumulan en el cuarto de
un enfermo. Antes de entrar en la oscuridad del depósito de cadáveres, donde él
había llegado antes que nosotros, miré arriba y vi abrirse una noche de agosto
en la que sólo faltaba la Vía Láctea que él me enseñó de niño. Ese día en el
pueblo de mi padre eran precisamente sus fiestas y yo pensé: “Igual te has ido
a verlas porque no puedes pasar por donde lo venden. Sin avisar, como de
costumbre”. Porque amaba las fiestas y su pueblo, era muy bromista y, aunque al
final sólo estaba triste porque la vida le gustaba tanto, sé que habría
sonreído ante mi falta de respeto. Luego llegaron mis hermanos. Pocas veces he
ido a su tumba. No hace falta: allí no está mi padre porque a mi padre yo
siempre lo llevo en el bolsillo ya que era risueño, limpio de corazón y no
pretendía dirigir a nadie. Ni siquiera necesito ver su foto para verlo.
Para ello, nos revela el autor, “El
material básico estaba dado. Había que elegir el modo de contarlo". Y
es que se disponía, claro, del testimonio directo de Luc, con la rememoración
de cómo había transcurrido su infancia en la añoranza de un padre primero
aparentemente muerto y luego probablemente vivo en una patria lejana e
inaccesible como era la URSS. Y a ello se añadía un material no sólo valioso
por lo que de testimonio suponía, las memorias de Margarete, la madre, sino
casi literario, por la enorme fuerza narrativa que contenía, a la que una
traducción adecuada y unas notas muy oportunas en los márgenes, convirtieron,
casi, en la propia novela, no sólo por lo mucho que ocupan en ella, sino por la
subyugante confesión que supone el relato en primera persona, parcial pero
brillante, de cuál fue el papel de esta mujer de origen judío y procedencia
checa, casada sin saberlo con un espía ruso, del que estuvo toda su vida
perdidamente enamorada, que sufrió destierro, cárcel y privaciones después de
una juventud acomodada burguesa, y que se enfrentó, acabada la guerra, a la difícil tarea
de sacar adelante a sus dos hijos sin profesión ni maneras, con una mezcla de arrojo, encanto, promiscuidad
y resignación que la convierten finalmente, y a mi juicio, en la verdadera
protagonista de este libro escrito con el oficio de quien abordó en su día la
empresa según este entender el oficio:
Uno, más o menos, dedica la vida a aprender a escribir. Lee, comenta,
aprende, ensaya, va recogiendo elementos dispersos con los que, en cierto
momento, compondrá un puzzle maravilloso. Escribe poco: a veces porque no
quiere, a veces porque no puede, a veces porque no le dejan o no sabe. Acierta
de tarde en tarde en pequeños intentos, que los amigos le alaban. Le dan algún
premiecillo o empujoncete. Recibe críticas de desconocidos, por lo general
buena. Y llega un momento en que uno se ve dueño de la escritura y conocedor de
la vida: entonces puede escribir una novela. Abandona en ciertos momentos.
Desespera. Pero el absurdo de escribir algo decente vuelve a salir siempre, cada
vez con más frecuencia y poder según la edad aumenta pero el tiempo disminuye.
Hasta que se fija como un clavo, y entonces ese absurdo —al ser el único que a
uno lo mantiene con vida, pero al no acabar de conseguirse— se hace
innumerable. Si cesa, entonces uno está perdido para siempre.
El que así habla, el que así escribió Último acorde para la Orquesta
Roja, es Luis T. Bonmatí, que se convierte a su vez en coprotagonista
de la trama como narrador que desvela al lector de qué manera se fraguó su redacción en
respuesta, inicialmente reticente pero luego apasionada, a la insistencia con
que le urgió a ello el conocer a Luc, su búsqueda, su orfandad, la fascinante
historia de la vida de sus padres y la necesidad de poner por escrito todo
aquel material histórico y a la vez literario de modo que se convirtiera en
reclamo a través del que llegar, si seguía vivo, hasta el padre espía que vivía
en la patria rusa.
La novela se publicó en 1990. A su término el lector no sabe a ciencia
cierta si finalmente se produjo el encuentro entre padre e hijo. Esa amputación
del desenlace revela la verdadera naturaleza del libro: una empresa literaria,
no una investigación histórica. De ello quedaban pocas dudas una vez abordada
la lectura hasta sus últimos renglones: la reflexión sobre el proceso creativo,
el celo con que se cuida de un discurso siempre claro pero siempre también matizado por su inspiración literaria y la urdimbre con que se teje el
testimonio cierto pero literaturizado, además de sabiamente anotado, de
Margarete, son, entre otros, los rasgos de un insobornable quehacer novelístico.
Que finalmente no se sepa si el hijo llega a no a conocer al padre hace que
toda la motivación de lo escrito repose no en la verdad histórica, sino en la
obsesión de la búsqueda; y no otra cosa es la literatura que un ejercicio al
que nos empujan las obsesiones.
lunes, septiembre 18, 2017
El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz)
El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz), de Juan Ignacio González (Bajamar, 2017)
Quizás esta poesía no alcance la bendición de
quienes, con celo preceptivo, señalan
qué tipo de versos deben escribirse en este tiempo (desde hace ya bastantes
años, el plácet sólo lo disfrutan las greys pastoreadas, de un lado, por los
adalides de la figuración de la experiencia o, del otro, de la abstracción
instrospectiva). Es cierto, no obstante, que se ha abierto una tercera vía a la
que Ángel Prieto L. de Paula llama de la rehumanización, basada en una poesía
del desconsuelo que considera el arte como el espacio de la resistencia, pero aunque
la intención pudiera serle afín, las formas de esta tendencia tampoco son las de
El
cuaderno de la guerra, de Juan Ignacio González. ¿Dónde situar entonces
este poemario? Pues sencillamente en la particular y firme trayectoria personal
de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta ahora con un pulso similar:
su corazón bombea con energía épica un canto que, sobre cualquier otra cosa,
honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución) y evoca el
destierro de la infancia y sus dioses tutelares (los padres esforzados).
Fijadas las coordenadas, conviene detallar lo que
desde esa ubicación se levanta. ¿Cómo se aborda el proyecto? ¿Desde qué
presupuestos? ¿Con qué herramientas? ¿A quién alcanza? Son éstas las
elementales preguntas que cualquier reseña literaria se debe plantear; las
preguntas a las que se debe intentar dar respuesta.
El
cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su título, un libro de
urgencias. Está escrito desde la trinchera, que es un lugar donde más que
reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y la de quienes elegimos
por compañeros de destino. Hay un poema breve, Manifiesto en favor de la prohibición del ajedrez, que resume el
espíritu de este ejercicio literario cimentado en el compromiso: “Sacudid el tablero, la partida / debiera
terminarse / cuando se mueren todos los peones.” El autor se alinea con los
peones y anima al lector, a través un modo imperativo que configura un destinatario
colectivo al que se interpela, a defender la causa de los débiles en la
alegoría que desarrollan los versos, que equiparan vida y ajedrez, rey y poder,
peones y oprimidos.
El poemario se despliega así, tras la magnífica
portada conceptual ideada por el equipo de Lloviendoletras,
como una especie de bitácora donde se exprime la amargura del conflicto y las
alianzas que en él se entablan. Lo dice bien la cita inicial de Saniya Saleh,
considerada una de las mayores poetas sirias: “¿Qué haces aquí en la guerra” (…) Unirme más y más a quienes amo.”
Aunque Saniya no vivió para ver el desmembramiento actual de su patria, su
condición de mujer, su procedencia y, sobre todo, esos versos citados, la convierten
en una inmejorable elección como arranque de un libro cuyo primer poema expone al
lector la intención de abordar un descarnado inventario: “el número de víctimas, el
coste de encalar los paredones de los fusilamientos, el mármol de las losas, (…)
las lágrimas de las madres, los rostros de los huérfanos, (…) los pasos del
suicida, y (…) nuestra derrotas (…) cada vez que el poder nos declara la guerra”.
Así se hace a lo largo de los treinta
poemas que constituyen ese cuaderno bélico al que, como contrapunto, se le
oponen algunas notas sobre la paz (veintiún poemas), donde, aunque el tono
sigue instalado en el desaliento, se atisban ciertas señales de esperanza,
entre las que destacaría, sobre todo, la redención cierta que narra el poema Versos sobre el origen de toda la esperanza,
la historia de Kaba Mamadi Kante, uno de esos peones al que la vida convirtió
en polizón de un carguero, que llegó a la tierra prometida y en ella encontró,
gracias a la protección solidaria, un futuro.
La intención queda expresada y también el ámbito de
responsabilidad cívica desde el que se postula, que tiene el poder de provocar
la creación, pero que no la justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery,
que había vivido en una era de turbulencias políticas sin por ello componer himnos
sociales. “Poesía es poesía. Protesta es
protesta”. Los poemas de Juan Ignacio González parten mayormente del
desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La urgencia no
les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda ejemplar
que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se homenajea
en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al cuaderno de la
guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la inspiración no sólo
de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.
Las herramientas que para ello se emplean tienen
mucho que ver con la poesía apelativa. El empleo recurrente del imperativo, en
singular o plural, pero casi siempre dirigido hacia un lector colectivo, convierte
la experiencia íntima del dolor, de la añoranza, también a veces, aunque escasas,
del amor, no en un motivo de introspección, sino de oración laica, de himno
arrebatado, de parábola sobre la que construir la complicidad y el compromiso
colectivo. Este tipo de poemas requiere un verso largo, un ritmo subyugante que
ayude a contagiar su vibración épica, una adjetivación profusa (a veces
redundante, pero por ello quizás hasta más efectiva) y una impostación, en
ocasiones, casi de púlpito. El poeta no baja casi nunca la guardia, permanece
durante casi todo el libro con la frente alta, el tono arrebatado y voz
emocionada. El ejemplo quizás más conseguido de este tono es Fiat Lux, un largo poema que aspira a
convertirse en recitación colectiva, en canción, en rezo laico. Se relacionan
en él diversos y trágicos oprobios sufridos por los débiles a lo largo,
fundamentalmente, del siglo XX: Darfur, Saigón, Sarajevo, Gaza, Ciudad Juárez
son algunos de sus escenarios. En medio de tanto desastre, sólo a la mano del
propio hombre debido, un grito: ¡Hágase
la luz!
Ese es el ámbito global, el del mundo que se da por
territorio urgido de redención, de poesía, el ámbito también de la memoria a
reparar, la de los niños de la guerra o la de la presas de Saturrarán, la de
los esclavos de Alabama o los muertos sin nombre de Hart Island, pero cuando Juan
Ignacio González circunscribe su perspectiva a lo más íntimo deja también una
puerta abierta, aun entonces, a que ese sentimiento personal pueda convertirse,
de algún modo, en una suerte de comunión colectiva. Así lo veo al leer Creencias, un poema breve que dice: Tocar la piel de un niño / en el primer
minuto de su vida / o acompañar a un padre / asido de su mano, / en el último
instante de la suya. / Lo más cerca de Dios que habrás estado. La
experiencia personal da paso a una advertencia dirigida al lector. Esta poesía precisa,
en todo momento, del otro, al que se apela casi desesperadamente, del que se
solicita comprensión y empatía.
Sólo el lector da sentido a este cuaderno. Hay libros que se escriben como consuelo. Que al ponerse en pie ofrecen, por fin, la imagen exacta de nuestro dolor. Que sean leídos también alivia, pero de una manera sólo complementaria. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) necesita, sin embargo, imperiosamente de que lector haga suyos también estos poemas. Pensando en él se ha escrito, apelando a su complicidad, urgiendo su compromiso con cuanto de denuncia expone, pero también con toda la belleza que lo levanta desde el suelo hasta el corazón de quienes lo leemos tan en alto como el pecho nos urge.
Sólo el lector da sentido a este cuaderno. Hay libros que se escriben como consuelo. Que al ponerse en pie ofrecen, por fin, la imagen exacta de nuestro dolor. Que sean leídos también alivia, pero de una manera sólo complementaria. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) necesita, sin embargo, imperiosamente de que lector haga suyos también estos poemas. Pensando en él se ha escrito, apelando a su complicidad, urgiendo su compromiso con cuanto de denuncia expone, pero también con toda la belleza que lo levanta desde el suelo hasta el corazón de quienes lo leemos tan en alto como el pecho nos urge.
miércoles, agosto 16, 2017
El rayo verde
Llegar a un faro que ilumina la singladura del poniente y aguardar allí, con la misma paciencia con que mantienen su sedal en la marea los pescadores de caña, a que se acueste, como un paquidermo, el urdido telón del día. Plantar el trípode sobre la hierba como un trébede ambulante donde se cocina, con las brasas del ocaso, a fuego lento, la larga exposición de una luz que apaga sin prisa su calor en las aguas y termina volviéndose intensamente azul.
Subo al faro de Laxe para fotografiar el atardecer. Tomo varios planos. Cuando el sol se oculta y los espectadores se van retirando, uno de ellos se acerca y me pregunta si he grabado toda la puesta de sol. Para su contrariedad, le informo de que me he limitado a registrar largas exposiciones, pero ningún vídeo. Qué lástima, exclama, pensé que quizás habría quedado registrado el rayo verde. Ante mi asombro, me confirma que, en efecto, se está refiriendo al mítico “rayo verde” de Julio de Verne, de Eric Rohmer. Sí, a un rayo verde fugaz e intenso que allí mismo, en el modesto faro de Laxe, acaba de suceder ante aquel cazador de atardeceres que lo ha engarzado como una cuenta más, la décimo cuarta según relata orgulloso, del collar prodigioso de sus paciencias.
Escribe Verne que ese momento produce en el horizonte "...un verde que ningún artista podría jamás obtener en su paleta, un verde del cual ni los variados tintes de la vegetación ni los tonos del más limpios del mar podrían nunca producir un igual! Si hay un verde en el Paraíso, no puede ser salvo de este tono, que muy seguramente es el verdadero verde de la Esperanza!". Si así es, si el rayo verde es más que un color la ilusión de un color irreproducible, de qué serviría el esfuerzo de atraparlo en una grabación que nunca va a ser fiel a la íntima sensación de hallazgo que este entusiasta de los atardeceres persigue desde hace años con la esperanza de un iluminado que no lleva consigo cámara alguna, que confía en la complicidad de un observador deslumbrado también por el milagro, al que le pregunta por el rastro de una fijación gráfica, pero del que espera, sobre todo, la mirada de una revelación compartida.
Al abandonar el lugar, descubrí algo más abajo un mirador recogido al que no llegaba el viento, que miraba fijamente hacia las ventanas recién alumbradas de Camelle. La marea parecía remansada, sin dolor ya. Mantenía a lo lejos un rastro de herida contenida. El rayo verde estaba de este lado, tendido sobre la vegetación absorta en que la luz última alentaba la vida a recuperar después de la noche.
martes, julio 25, 2017
A Cecilio Testón
nada que no fuese otra vez sonrisa,
que no fuese una mano abierta
y una cordial palabra,
nada que no fuese de nuevo
la natural disposición
de un hombre entregado al ánimo,
ninguna pista siquiera de dolor alguno
—cuando ya el dolor dolía—,
nada distinto insisto,
y nada por tanto tampoco aciago,
le adivine, ni por asomo, al saludarle.
Me senté justo detrás suyo
y vi cómo se le posó en el hombro,
como una mariposa,
el amor sin peso de una mejilla,
la de su compañera.
a una lectura de versos,
asistíamos al fluir de un río de palabras
que al igual que todos los ríos,
como también el río de la vida,
encuentran demasiado pronto,
tantas veces, su estuario.
JCD
martes, julio 11, 2017
Cuadernos de humo 15
Ocasión tuvimos hace
un mes, aproximadamente, de asistir a la presentación de la última publicación
de Hilario Barrero, Educación Nocturna, que había
llegado poco antes a las librerías: una espléndida antología de sus poemas, editada
por Renacimiento y prologada por José
Luis García Martín, quien pone en la pista al lector de los dos asuntos que
vertebran principalmente el contenido de esta compilación: el tiempo —más bien su
paso— y el deseo: “La historia de
siempre, la historia de Yeats, Cavafis o Cernuda, pero vivida en otro tiempo
más cercano al nuestro: la dura adolescencia en la España de la posguerra, en
un Toledo de cuartel y sacristía, de mentiras y secretos; la Barcelona luego de
los años de la Transición, con su colorista carnaval de rebeldías, y finalmente
la llegada a Nueva York donde, tras las turbulencias de los primeros tiempos,
se encuentra el puerto seguro hasta que comienzan a sentirse los pasos, cada
vez más cercanos, de una desconocida que no faltará a la cita”.
No mucho antes, llegaba también
de la mano de Hilario Barrero, La esperanza es una cosa con alas, selección de poemas breves
de Emily Dickinson, que el propio traductor no sólo prologa, sino que también ilustra
en cubierta y páginas interiores (Ravenswood Books Editorial, 2017). Sobre este
trabajo, merece leerse la acertada reseña que hizo en su blog Javier Gallego.
Ya antes había mostrado Hilario Barrero su interés por este tipo de composiciones
breves en lengua inglesa con una muestra de versiones que tituló Lengua de madera (Isla de Siltolá,
2011), donde confluían poetas de Gran Bretaña y Estados Unidos.
Poeta, diarista, traductor,
profesor emérito de la City University of New York, ciudad en la que reside
desde 1978, Barrero edita, además, con gusto extremo, los Cuadernos de Humo, publicación periódica cuyo último número lleva por fecha la
del siete de julio de 2017, su diseño corre a cargo de Jesús Nariño, las
ilustraciones son del propio Hilario y como pie de imprenta aparece la
dirección de Brooklyn desde donde se lanza. En el prólogo se dice: “Cumplimos quince números y encendemos quince
hogueras para celebrarlo. Como en botica, en este Cuaderno de Humo, hay de
todo: desde poesía cercana y nuestra a aforismos, la historia de un libro, un refrescante
texto de verano y una extraordinaria separata de poesía neerlandesa. El lector
encontrará fuertes señales de humo, fogosas coincidencias, juegos
consonánticos, ardientes inéditos, iluminadas traducciones, brasas despiertas,
cenizas dormidas y humos de amor y muerte. Gracias a todos los que colaboraron
tan generosamente e hicieron posible esta quincena fogosa. Contad y os
quemareis con quince hogueras.” Los elegidos para atizar la hoguera han
sido en esta ocasión: Antonia Álvarez Álvarez, Francisco Álvarez Velasco, Ismael
Cabezas, Francisco Caro, Antonio Cruz Romero, José Carlos Díaz, Juan Luis
Gavala, César Iglesias, Carlos Medrano, Víctor Peña Dacost, Sagrario Pinto,
Miguel Rojo, Adolfo Soares Nogueira, Ana Vega y Paul Snoek. Y esto que sigue es lo uno aportó, mejorado por el dibujo que añadió al pie Hilario Barrero, a quien le
agradezco de corazón que me haya dado la oportunidad de colaborar en esta
hermosa empresa.
lunes, julio 10, 2017
Las playas
Las playas
“…cuando vuelves a casa, cualquier guijarro de la playa que
pones sobre la mesa se convierte en estatua.”
YANNIS RITSOS
YANNIS RITSOS
Toda una vida de
veranos en la playa. En las playas. Toda una vida de pronto rememorada desde
esta playa. Al abrigo, entre una rocas, del nordeste, con un libro posado por
un momento sobre el regazo, concentrado en el único afán de percibir la voz del
mar y con una mano que deja caer entre sus dedos, como a través de la angostura
vítrea de un reloj, la porción de un tiempo medido en arena.
Toda una vida de
veranos en la playa, toda una vida en la que a mi oído ha ido llegando en cada
edad un sonido diferente desde ese ámbito de luz. Mi propia risa amedrentada
defendiendo en la niñez y sin armas las almenas de un castillo anegado de
pleamar. El golpeo sordo de un balón sobre el arenal apelmazado al retirarse la
marea, cuando éramos tan fuertes que ni las breves derrotas en los desafíos
atléticos lograban marchitar el laurel de la mirada. Las palabras refugiadas en
la intimidad de una toalla, intercambiadas entre dos cuerpos cosidos por el
sol, a cuya sombra se conversaba en esa lengua temporal y absorbente que llaman
amor. Las voces interiorizadas de quienes me acompañaron tantas veces en estos
reposos desde las páginas de los libros. En sus mundos, reales o ficticios, en
la confesión pautada de su ánimo, en la descripción de sus días, me sumergí
mucho más adentro que entre las olas, hipnotizado durante horas y horas por el
pulso de unas vidas ajenas, distantes y sin embargo casi propias. Y la edad, ya
años más tarde, del cuidado, en la que toda mi atención era un niño que rehacía
los castillos arrumbados de mi niñez. Toda mi atención era una risa, a veces un
llanto y pronto unas palabras todavía simples que fueron el léxico casi
exclusivo de esos años, el sonido entero de las playas añoradas de entonces.
Toda una vida de
veranos en la playa. En las playas. Toda una vida de pronto resumida aquí y
ahora sobre la arena de La Isla, cuando el amor ya hace tiempo que sobre todo
es compañía, cuando el paseo es el último esfuerzo tolerable, cuando mi hijo
conjuga su intimidad muy lejos, en otra playa, cuando los libros son ya más un
hábito que una vida paralela y cuando he comprendido que el único sonido
eternamente real se pulsa en este oleaje que escucho ahora, como una cuenta
atrás, inclinando la cabeza sobre mi propio pecho.
lunes, junio 19, 2017
jueves, junio 01, 2017
Cuando la noche te alcanza, de Juan Manuel Hernández
Allá por 2006 puso uno en la red una bitácora que llamó Los Diarios de Rayuela. Según la
definición de Martín López-Vega: “el diario tiene una ventaja sobre cualquier
otro formato que podamos elegir para la escritura, y es que en él son
utilizables todos los demás.” Ese era el
espíritu que inspiraba aquella aventura —que la inspira aún hoy, eso sí con
menos constancia— y el que a buen seguro inspiraba a otros muchos blogueros que
por entonces iniciaron una andadura parecida.
Entre ellos estaba —está, pues su página sigue más o menos viva—, Juanma
Hernández, que urdió lo que llamó El hilo
invisible con fotografías, viajes, comentarios sociales y literarios,
berrinches varios, reseñas y una especie de reflexiones, de inspiración casi aforística,
que llamó “nocturnos”. La lenta pero prolongada cosecha de aquellos nocturnos
está hoy compilada en el libro que presentamos, Cuando la noche te alcanza.
Aquellas bitácoras, la de Juanma, la mía, la de otros
muchos que hicieron del medio un canal de expresión y comunicación, fueron fértiles
durante un largo tiempo y al crecer en paralelo y favorecer entre ellas la
existencia de vasos comunicantes, propiciaron incluso la amistad entre sus
autores. Recuerda uno, por ejemplo, con especial cariño a Ismael Rozalén, Ernesto Baltar, a Enka
Salatti, a Manuel Jabois, al Señor de Portorosa, a Daniel Pelegrín, a Isabel
Parreño o a Miguel Sanfeliu. Algunos comenzaban brillantes carreras literarias
o periodísticas en esa época. A Juanma lo conocí personalmente en septiembre de
2007. Y así, según se transcribe, conté nuestro primer encuentro en Los Diarios de Rayuela: Una bitácora. Un comentario. Respuesta
afable. Se hace costumbre el sitio. Se vuelve a él como el asesino al lugar del
crimen. Tenemos huellas por todas partes. Atrevimiento. Hay una dirección de
correo en el perfil. Se manda un mensaje subterráneo. Atraviesa el trayecto
oculto a la vista de los demás. Llega sin mácula al otro lado. Complicidad.
Ciudades distantes. Y de repente un viaje que nos acerca. Y lo que era sólo el
perfil impreciso de alguien de quien sólo conocemos sus palabras —no la voz, no
su tacto, no su risa—, se convierte en una presencia hacia la que avanzamos
desconfiantes. Siempre asusta lo desconocido. Puerta del hotel. Hora de la
cita. Llego con antelación. Rodeo la manzana. La muerdo con pasos indecisos.
Dan las en punto. Lo reconozco. Avanzo con la mano tendida y la sonrisa franca.
Todo resulta fácil. El paseo. La conversación. La confidencia. Se hace de noche
en el muelle. Subimos al cerro. Abarcamos todo un paisaje oceánico en bonanza.
Toda una ciudad de luces recién encendidas. Cenamos. Sidra y pescado. Muy
lento. Entre bocado y bocado da tiempo para echarle argamasa a la amistad. Y
hasta de balompié se habla. Él recuerda a Cardeñosa, aquel tipo enjuto y
desgarbado del que no parecía nunca del todo creíble que pudiera jugar con tamaña
elegancia. Y recuerdo yo, por mi parte, a otro jugador donairoso que formó en
el mejor Sporting, Tati Valdés. Y un partido televisado de un sábado de los
años setenta. El campo embarrado. Las gradas casi llenas. Encuentro trabado.
Enfrente, la Real Sociedad. Y un tipo ancho, con el centro de gravedad bajo, de
escaso recorrido y un tiralíneas preciso en el borceguí desatascando en el
medio del campo aquel juego espeso. Hasta que alguien le entra con tan mala
fortuna que a Valdés se le va al suelo el peluquín. Risas. Y las cámaras de la
televisión retransmitiéndolo todo. Recupera el pelo como quien coge del suelo
un tapín embarrado de hierba. Lo lleva a su sitio. Pero siempre lo peor está
por venir. Al cabo de no más de cinco minutos, se vuelve al suelo aquella mata
despeinada de cabello ajeno. Tati pide el cambio. El Molinón guarda un silencio
respetuoso. No cabe duda, nos gustaban los peloteros. De vuleta al hotel la
ciudad está casi callada, las calles solas. Es día laborable. Y un par de tipos
que acaban, como quien dice, de conocerse rebañan la noche del mejor modo
posible, paseando y conversando.
Desde entonces nos hemos visto en un puñado de ocasiones.
Siempre con motivo de visitas de Juanma a esta ciudad, a la que sé que quiere
bien. Hace un tiempo me habló de la posibilidad de que sus “nocturnos” viesen
la luz en forma de libro. Cuando se propuso la empresa, ya había tenido mi amigo
Juanma, en compañía de Isabel Parreño, un éxito editorial importante con Miquiño
mío, una recopilación de las cartas entre doña Emilia Pardo Bazán
(siempre le ponemos el doña a la gallega, será por la contundencia de las
imágenes que de ella se conservan) y Benito Pérez Galdós, publicado por Turner.
Dar a imprenta los nocturnos constituía, sin
embargo, un reto mucho más personal. Era
la puesta de largo de las cavilaciones más íntimas. Tuve la fortuna de leer el
libro hace ya más de año, cuando sólo era un manuscrito y cuando su
título aún se mantenía fiel a la denominación que a esos escritos breves y
enjundiosos le había dado Juanma en su blog: Nocturnos. Y si bien
conocía parte de ese caudal reflexivo, el embalsamiento que el formato libro le
daba al conjunto, volvía más sólido, más importante también por la tenacidad
del esfuerzo, todo aquel engarce de escritos. Le comenté al autor las gratas
impresiones generadas por la lectura de
sus Nocturnos.
Le animé a que porfiase en la búsqueda de una editorial que sacase adelante el
libro. Afortunadamente ha sido posible y Cuando la noche te alcanza se
publica por la editorial alicantina Ediciones Tolstoievski.
Cuenta Gabriel Liceanu en E. M. Cioran. Itinerarios de una
vida (Ediciones del Subsuelo) que ya en su último internamiento, cuando
apenas podía andar, Cioran desapareció un día de su habitación del hospital.
Las enfermeras le buscaron por todas partes hasta encontrarlo dentro del
armario de su cuarto. Por explicación dijo que “estaba extenuado por haber estado paseándose horas enteras, en plena
noche y en una ciudad desconocida”.
No es poca la influencia que del autor rumano se adivina
en este libro de Juan Manuel Hernández. Por eso he querido hilar esa anécdota
del Cioran, ya enajenado por la enfermedad, pero que sigue buscándose en la
oscuridad de la noche, con este libro,
Cuando
la noche te alcanza, que tiene también por ámbito temporal, incluso
espacial (la noche es un tiempo y debido a su particular manera de borrar
perfiles, quizás también un espacio) ese territorio que pone fin a “la
frivolidad del día” y nos permite “saciar nuestra sed de dudas”.
Esa influencia, la de un autor como Cioran marcado por
una amargura sólo atenuada por la ironía, hace que el libro de Juanma Hernández
no sea una lectura recomendada a espíritus débiles. Apenas deja esperanzas. A
lo sumo, algún rastro de asideros. Uno sobre cualquier otro. Uno en el que podemos ampararnos. La música. Decía Cioran que “el papel de la música es
consolarnos por haber roto con la naturaleza, y el grado de nuestra inclinación
hacia ella indica la distancia a que estamos de lo originario.”. Pues muy cerca
debe de estar de la raíz, de lo auténtico, de lo originario, el autor de Cuando
la noche te alcanza, porque en pocos libros se transmite un amor tan
intenso hacia la música. La música misma estructura las partes del libro,
abriendo cada capítulo con una tesela de ese mosaico sonoro donde reposan los
únicos dioses a los que les tiene fe Juanma Hernandez, los buenos músicos:
Heinrich Schütz, Stevie Ray Vaughan, Lester Young, Genesis, Elis Regina y Tom
Jobim, Johann Sebastian Bach, Robert Fripp y Peter Gabriel, Wayne Shorter, Pink
Floyd, Georg Philipp Telemann, Mariza, John Williams, Paul McCartney, Gabriel
Fauré, Herbie Mann, Paco de Lucía, Trevor Jones, Concha Piquer, The Manhattan
Transfer, Al Stewart, Astor Piazzolla, Blind Faith, Return to Forever, Lizz
Wright, Frank Zappa, Maurice Ravel,
Billie Holiday o Led Zeppelin.
Y al pie de esas referencias capitales, los textos que
las honran.
La vida es, casi sin excepción, un
enorme y sofisticado estorbo para la música.
La música se cuela en nuestro interior
por resquicios inconcebibles, construyendo a su paso una emocionante red de
nuevos senderos neuronales. Por ellos transitamos luego, persuadidos de que la
belleza es una razón suficiente para vivir.
La música alcanza regiones de nuestras
entrañas que nunca rozarán las palabras, ni siquiera el mejor de los poemas.
Todos somos pura música, no me cabe
duda. Música transfigurada, furtiva, música ensortijada y tejida en imitación
de la carne. Con la música rememoramos nuestro origen, y es la música la que
saca de nosotros el fruto más sincero de nuestra existencia, el más real: el
instante, ese diminuto diamante de múltiples caras, esa luz tierna e
innecesaria, fugaz y a la vez eterna, esa aproximación conmovedora a la Nada
original.
Y cuando nos vamos muriendo, cuando
nuestros huesos cansa-dos anhelan el final, somos lo que somos según la música
que hayamos sabido conservar. Nuestros recuerdos más tenaces huelen a música, y
en ellos se oye un tango, la gravedad indefensa de un violonchelo, un rasgueo
de guitarra y una voz rota, una copla conmovedora de amores malogrados… Luego
llega la muerte y nos disolvemos en el aire. A la partitura que somos se le
vuelan las notas y los hilos del pentagrama, y como pavesas de incendios
honrosos, como vilanos, como semillas, caen y germinan en los desamparados
oídos de los que nos lloran.
Por su sustancia enigmática, la música
hace alusiones a la delicia de existir, pero también al disgusto de la muerte.
Concibe dioses conmovedores, fantasea rebeldías arrogantes que luego nuestros
suspiros se encargarán de desmentir.
La música invoca lágrimas, lágrimas
que luego se exponen en el museo de nuestras noches de dolor. Inesperada,
siempre concede un respiro a nuestros huesos. Acunado por su encanto, y junto a
los sonidos de la aventura, nunca cesa de reverberar en mis oídos la aventura
de los sonidos.
Cuando me siento perdido, cuando no
encuentro remedio, miro bajo mis pies y compruebo que la balsa donde floto no
está fabricada de madera, sino de música.
Esa música, el silencio, el recuerdo de quienes le dieron
la vida y la compañía de sus hijos son el cauterio con que el autor intenta
cicatrizar las erosiones que en su piel va grabando el ruido de la ciudad, la
vanidad de sus semejantes, los afanes estériles, las fes castradoras, la
injusticia humillante, la palabrería política, la amenaza de los cuarteles o el sufrimiento de los débiles.
Un cauterio que aplica en la soledad de la noche.
Reflexionando y escribiendo. Porque
como descubre Juanma Hernández: “La noche
acude a saciar nuestra sed de dudas con su vaso de agua fresca. Es el azogue
donde, sin previo aviso, nos encontramos con nosotros mismos… Únicamente en la
noche nos asalta la lucidez extrema que desvela los misterios de la vida. Por
eso entro en ella sediento de amor, como un viajero extraviado que halla un
oasis después de cruzar el desierto.”
Ese desierto no es tanto aridez como vacío. Cruzar el
desierto puede ser, por ello también, cruzar esa ciudad que el autor describe “entretenida mascarada, colosal y torcida,
protagonizada por un río de muertos que se atarean en nadas cada vez más
superficiales, en la pose de vivir, en la mentira prefabricada del día. Una
encrucijada de engreimientos. Una desmesura construida sobre un cenagal de
ficciones, donde sus habitantes se han hundido definitivamente en el lodo,
convencidos de la naturalidad de sus propios artificios”.
Cuando
la noche te alcanza libra
su particular batalla contra ese artificio, contra ese optimismo colectivo y
falso. “Escribir
—dice su autor— es en muchas ocasiones el
pasaje, el atajo que me devuelve a la realidad, una máscara de oxígeno que
impide que el contraste entre la euforia de los demás y este vicio de la duda
me ahogue. El optimismo impregna el aire que
respiramos, y escribir me sirve justo para no asfixiarme. Uso la escritura como
una máscara que suaviza el contraste entre el aire y mis pulmones, entre la
realidad y mi persistente inocencia.”
Aunque a Juanma Hernández seguramente no le plazca la analogía (es tan poco partidario de lo religioso, que incluso afirma que “el hombre es el único animal capaz de extraer una maldita religión de cualquier banal incidencia”), podríamos resumir lo que hasta aquí se ha comentado del libro recordando que se han identificado en él la divinidad (con forma y sonido de música), a los demonios (la ciudad, con su prisa y gregarismo, la vanidad y la palabrería, la injusticia, el estéril sufrimiento), dónde se hallan los consuelos (los hijos, la escritura, el silencio, la memoria de los ausentes) y cuál es la gran aliada en este bregar diario (la noche). Podríamos resumir, incluso, lo que es Cuando la noche te alcanza cediéndole la voz a Joan M. Martín, preciso prologuista del libro, quien afirma que se trata de “la obra de un solitario que busca refugio en la intimidad de su pensamiento”; o al propio Juanma, que dice de cuanto aquí ha recopilado que se trata de “pensamientos, reflexiones, descripciones de pequeños sucesos, quejas, sentencias, piezas entre el aforismo y el poema, entre la filosofía cotidiana y el grito”.
Uno añadiría, para finalizar, que pese al tono desencantado
de la obra, entre sus mismas páginas se alienta, casi clandestinamente, un
atisbo de ironía, casi de humor, que por unos instantes achica por la borda de
una humilde reflexión todo el mar de lágrimas contenido en estos nocturnos:
“Mientras me ducho caigo en cuántas
reencarnaciones debería sufrir para que todas mis lágrimas reunidas pudieran
competir en caudal con una sola ducha. ¡Es sorprendente cuánto sobrevaloro mis
tristezas!”
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