Larga es la noche, Tachia. Oscura y larga
como mis brazos hacia el cielo. Lenta
como la luna desde el mar. Amarga
como el amor: yo llevo bien la cuenta.
Tachia vive en la capital francesa desde 1958, allí ha impulsado la cultura y los versos de España, allí se ha hecho militante de la poesía –le gusta que así la consideren-. Lleva tiempo ahora empeñada en devolverle relevancia a la "figura injustamente olvidada" de Blas de Otero. Recitó el viernes una selección de veinticuatro de sus poemas. Paso a paso, verso a verso. Un espectáculo que cuenta con la dirección artística de Edwine Moatti, que se estrenó en 2006 con motivo del noventa aniversario del nacimiento del poeta vasco y que ha paseado ya por multitud de escenarios. "Hago todo lo que puedo para difundir su poesía. Es una gran injusticia que aún no se hayan publicado sus obras completas. Reducir su obra sólo a su etapa de poeta social es una idiotez como una casa. Blas ha sido silenciado por la derecha, a quien nunca le interesó un hombre que siempre defendió la justicia social y reducido por la izquierda a la mera categoría de un poeta de protesta».
Cuando Tachia llega a una ciudad con sus versos, a los cronistas del lugar les gusta presentarla como la novia joven de Blas de Otero, como el apasionado amor de Gabriel García Márquez, quien le dedicó la versión francesa de El amor en los tiempos del cólera. Pero no se habla sin embargo de quien fue su marido casi cuarenta años. Será quizás porque los ingenieros tienen escaso pedigrí literario. Pero nadie olvide que con él compartía aquella casa en París abierta siempre a los poetas, a los pintores, a los juglares.
Fue presentada y se apagaron las luces. Subió a oscuras al escenario. Una hermosa mesa de madera sobre la que había libros, discos y una lamparita de luz suave. Un sillón rústico con el asiento de paja en el centro de las tablas. Una vela roja encendida sobre una palmatoria al otro lado. Recitó durante una hora. Fue encadenando los versos de Blas de Otero como quien habla suave y convencidamente de la vida de un hombre al que se conoce bien, al que se respeta y se quiere. De su infancia en el Bilbao beato de los años veinte. De su juventud atormentada por la fe, por la muerte del padre y el hermano, por la guerra. De su amotinamiento contra la España gris e injusta que vino más tarde. De sus amores. De sus miedos. De la muerte. Lo hizo una mujer de porte esbelto, de pelo corto y cano, de palabra clara y de facciones bellas –cómo hubieron de serlo años atrás si aún hoy, a sus ochenta años, sigue seduciendo la puñetera-. Una mujer que lo dijo todo sin exceso alguno, con sosiego. Alegre en el verso dichoso, seria en el doliente, pero siempre con gesto preciso, sin arrebatos, sin gritos.
Y se oyó también, casi cerrando el acto, la voz del propio Blas de Otero recitando. Es verdad que resulta emotivo escuchar a quien se homenajea y está desde hace casi veinte años muerto. Pero me pareció que sus poemas sonaban mejor, parecían incluso más de todos, en la voz de Tachia. Nunca han dicho bien su propios versos los poetas.
Se la aplaudió larga y sinceramente.
Tuve la fortuna de compartir con ella mesa y mantel más tarde. Confesaré un secreto, en un pequeño y viejo restaurante próximo a la estación de tren, en el reservado de un comedor rancio pero entrañable, casi a las dos de la mañana, Tachia volvió a recitar. Para entonces sólo ocupábamos el lugar los que habíamos cenado a su lado y quienes en otra mesa próxima mantenían una charla animada y ruidosa. Esa mujer elegante se levantó e hizo el silencio con tan sólo echarse un foulard al cuello. Por un momento pensé en Isadora Duncan de pie, cogida apenas a la luneta frontal de un descapotable rojo, desafiando la velocidad y la noche, dejando tras de si la estela de un pañuelo al viento. Tachia extendió el brazo, la mano, los dedos largos y expresivos, y dijo los primeros versos del Romance de la pena negra.
Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne,
Huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas
Buen viaje, Tachia.