lunes, septiembre 17, 2012

El último largo

Foto de Duccio Malagamba

Al final de su esfuerzo, el nadador de Cheever llegaba al otro lado de la vida. Ayer, después de salir del último y fatigante largo, sentí un poco de frío por la brisa de la tarde, pero también quizás debido a una certeza repentina: que ese último largo me había llevado no sólo al otro lado de la piscina, sino también al otro lado del verano. Antes había estado leyendo al sol el periódico y su suplemento dominical. De esas páginas se asentaba el poso de un artículo de John Carlin sobre la Light and Hope Orchestra, una formación musical egipcia de mujeres ciegas. Relato de cómo puede superarse un arrinconamiento debido a la propia condición femenina y a la limitación física, y advertencia, al tiempo, sobre el riesgo de que ese logro casi milagroso de dignidad y futuro quede en nada si las ingenuamente llamadas primaveras árabes terminan por favorecer el auge del fanatismo. Algunas páginas después se denunciaba en otro artículo que por nuestros lares se cierne también una amenaza de tintes religiosos. Una amenaza menor, incomparable, es cierto, puesto que no pone como aquélla en riesgo vida alguna, pero que no deja de ser preocupante por su tufo sotanero y casposo. Que un ministro que, antes de entrar a formar parte del gobierno, se las tenía en los mentideros periodísticos por adalid liberal, pretenda amparar legalmente la segregación por sexos que unos cuantos centros concertados, mayormente opusdeísticos, practican con la financiación hasta no hace nada (una sentencia reciente del Supremo parece haberlo remediado) de las subvenciones estatales —con el dinero de todos, por tanto—, produce, más que indignación, desconsuelo, tristeza de que un país, mi país, retroceda tanto en tan poco tiempo. A veces uno siente que mastica hartazgo. Tal vez haya en ello también algo de esa melancolía con que nos arruga el último largo del verano, ese rastro frágil que dejamos en el agua apenas hace nada y que ya no vemos, ese rastro que se vuelve sombra en la estación menguante y hasta en la vida misma. 

martes, septiembre 11, 2012

De la América profunda

«La realidad es que nuestra economía actual consiste en tener en danza permanentemente doscientos cincuenta millones de vehículos dando vueltas por ahí, de casa al curro y del curro a la zona comercial, y sus ocupantes comiendo todo el día pollo frito. No fabricamos casi nada. Nos limitamos a consumir un petróleo cada vez más escaso en barrios urbanizados cada vez más extensos y alejados de los lugares de trabajo, y que van construyéndose con el dinero de las hipotecas prestadas a gente que no tiene la menor idea de lo que está ocurriendo».
En estos días en que, con la designación de Mitt Romney como candidato republicano y de Obama como candidato demócrata, se da la salida a una nueva campaña electoral en los Estados Unidos, ha estado uno enfrascado en la lectura de un libro de Joe Bageant que resulta muy recomendable para entender eso a lo que se llama “América profunda”, y que como siempre que se le pospone tal adjetivo a un país, no es sino el magma íntimo, oculto, convulso y vergonzante del carácter nacional.

Crónicas de la América profunda (traducción muy libre de Deer Hunting with Jesus: Dispatches from America's Class War, es decir Cazando ciervos con Jesucristo) fue publicado por Libros del Lince en el 2008. No es por tanto una novedad editorial. Y hasta quizá esos años transcurridos le hayan quitado algo de frescura a algunas de sus referencias; no en vano se trata de la narración de un periodista —lo que siempre supone apego a lo inmediato—. Ello, no obstante, no le quita ni un ápice de interés a lo relatado: denuncia de una sociedad cada vez más despiadada con los desfavorecidos y daguerrotipo de una idiosincrasia heredada de los viejos colonizadores de frontera.

Joe Bageant nació en 1946 en Winchester, Virginia, en el seno de una familia de lo que se conoce como “white trash” (blancos pobres). A los diecisiete años se alistó en la Marina y luchó en Vietnam. Después trabajó en oficios diversos, vivió en una comuna hippy y hasta en una reserva india. Muy poco a poco se hizo un hueco como periodista, reportero y editor en modestas publicaciones. En 2001, a sus cincuenta y cinco años, regresó a Winchester, donde aún seguía viviendo parte de su familia. De esa vuelta a sus orígenes nació Crónicas de la América profunda, en el que se denuncia y analiza la progresiva degradación de los trabajadores blancos norteamericanos. Cada capítulo trata de alguno de los males que azotan al país en las últimas décadas: el desprecio de los ámbitos rurales por el liberalismo progresista, el endeudamiento de las clases obreras como consecuencia de hipotecas abusivas sobre viviendas de ínfima calidad, el desmantelamiento de los servicios sociales y sanitarios públicos, la comida basura, la demasiada cerveza, el fundamentalismo religioso y su proyección sobre el sistema educativo. En medio de ese desolador panorama, Joe Bageant intenta entender por qué esas clases medias que, paulatinamente, se han ido transformando en legiones de menesterosos, ven, sin embargo, no sólo con recelo, sino hasta con agresividad, a quienes desde posiciones políticas liberales o de izquierda abogan por un estado más fuerte y social, por una sanidad pública y universal.  Por qué, sin embargo, los republicanos han conseguido la confianza de ese electorado, apelando a esa conciencia de pioneros fronterizos para la que cualquier infortunio no es nunca una carencia social, sino únicamente un fracaso personal.

Bageant murió de cáncer en 2011. Con el dinero obtenido gracias al éxito de sus Crónicas se instaló en México. Dicen que allí hizo lo mismo que en su vuelta a Winchester, lo mismo que había hecho también a lo largo de toda su vida: charlar con la gente en las barras de bar. Era su manera de acercarse a la realidad, de comprender y de alertar.

«Gran parte de la lucha por recuperar el espíritu de América consiste en sanar las almas de los americanos y hacer que despierten de esa superabundancia de artículos de consumo y espectáculos que los idiotiza. Consiste en asegurarse de que rechacen la tortura como una actividad propia de “héroes” y dejen de pensar que los bebés deformados por el uranio empobrecido son solamente “el precio de la libertad”».