Que la vída no sea una costumbre
Me quedé en los poemas que se leen como un traje a medida. Porque hasta una mala voz se vuelve elegante cuando lee por placer en voz alta y para nadie. Así releo estos versos que dicen, por ejemplo: “cuando nada se explica sin el otro y todo importa porque estamos juntos”, y dispongo tras ellos cubiertos para dos sobre la mesa. Versos que son como una confidencia: “admiro a quien la muerte encuentra con las manos vacías, sin otra posesión que la humildad de las preguntas”, que hablan de cómo se aligeran los años de certezas. Versos que ayudan a “que la vida no sea una costumbre”, después de amanecer tantas veces sin ofrecerle al día ni tan siquiera un rezo laico. Versos indóciles que los aquiles han tenido siempre por ridículos, por provenientes de esa inagotable alcurnia de tersites empeñados en nacer contrahechos de miseria: “surgirán de ese llanto escarnecido, razones poderosas para cambiar el mundo”.
Hay un recurrente mal uso del infinitivo de los verbos
cuando se emplea para pedir, mandar o desear, como si fuera un modo imperativo.
Así que por qué no empeñarse en ese error, en que Morar sea tan
connotativo que hasta admita ofrecerse al lector que lo habite como asilo de
páginas que dicen, acompañan y hasta enseñan. Para hacernos suyos durante el
tránsito de su lectura. Demorada. Y abarcando no sólo un lugar (lugares: la
memoria primera, minera y rural, y el horizonte cantábrico posterior), sino
también una edad habitada, la “casi vejez”; y una convivencia de afectos y hasta
un paisaje de memoria, la del compromiso ya sin bandera, la de los otros libros
que fueron antes, de erosiones, protestas y desconciertos.
En un artículo
publicado en Letras Libres, allá por 2002, escribía Seamus Heaney a
propósito de Miłosz: “es un gran poeta y
tiene un lugar en el panteón del siglo XX porque su obra satisface el apetito
de gravedad y alegría que el término poesía despierta en todos los idiomas”.
En Morar, último libro de José Luis
Argüelles, publicado con el buen gusto que siempre le pone a sus ediciones
Impronta, con las portadas conceptuales y limpias de Marina Lobo, podríamos
aludir a esa compaginación a la que con tanto acierto como concreción se
refería Heaney respecto a lo que debe ser la poesía: gravedad y alegría. Porque
en este poemario se afirma la vida y su doble faz. Por un lado, la luz y los
afectos: por otro, la sombra y la finitud de los días. Es la reflexión de quien
parece atreverse a ofrecer algunas respuestas sobre cómo afrontar la existencia
desde una edad madura, pero sugiriéndolas con la sordina de la humildad
adquirida en las incertidumbres sobrevenidas. Porque, “¿de qué sirve una voz
si no habla de la vida y sus moradas?”.
De habitar espacios y de cómo han de
ser los espacios a habitar trata Elegía para el arquitecto Coderch de
Sentmenat, de Joan Margarit: “la casa ha de ser virtuosa y humilde, / ni
independiente ni vana, ni original ni suntuosa. / Y exacta su forma, tal sombra
arrojada bajo el mediodía”. El poeta apenas oculta en esos versos que
persigue la descripción de su propia poesía. Un empeño que bien podría ser el
que logra Argüelles en su libro con oficio y claridad, con un decir ético, sin
más alardes que el recurso literario a tiempo y el vigor y la belleza de la
verdad por principio. Un libro sereno, medido y de formas estróficas variadas, también
clásicas a veces, con sonetos, coplas o haikus, y hasta con la intercalación de
dos poemas en prosa. La antología de un tiempo, tres o cuatro años. El aluvión
de unos poemas que quizás lleguen como intuiciones y que seguramente se ahorman
como la piel en las arrugas, que ofrecen una cartografía quebrada, nunca una
melodía monocorde.
Pero vuelvo a Heaney y a aquel poema
del cavar, él con su pluma, mientras veía al padre cavando en la realidad del
suelo pedregoso irlandés, mientras recordaba a su abuelo cavando hasta terronear
la turba. Eso viene a ser también el terrar que Argüelles cuenta como “una
lección de agricultura” por la que se repone el mundo arrastrado en la
inclemencia. Qué otra cosa pretende la poesía. “Recuerdo a nuestros padres.
Y cómo sostenían así el mundo”. Cavar, terrar. Una pluma, un diccionario
azul.
“Que la vida no sea una costumbre y sí celebración humilde, amor afirmándose en las insumisiones”. Esa es la actitud. Dicha, sí, por despertarse de nuevo al día, pero sin el ensimismamiento del entusiasmo ebrio, imperdonable en un mundo en el que continuamente “el infierno se abre de repente”. Hay que seguir siendo también la voz, como se decía en Protesta y alabanza, de la memoria y del daño.
Hay a veces poemas más que difíciles, oscuros. Que retan al lector. Pero que terminan siendo demasiado a menudo falsas alarmas. Y hay, por el contrario, poemas tan trasparentes que parecen escrito por la inercia de un lápiz adiestrado. Esos suelen ser los imprescindibles, que diría Brecht. Y de esos, unos cuantos en Morar. Como Vacas. Asomarse a la ventana del recuerdo a ver pastar una vaca, la genealogía de una vaca, que moró tres generaciones en la cuadra de una familia, que rumió su historia y la historia de un país al mismo tiempo, que pertenece a la estirpe de las vacas que mugen en las ruinas, como aquella de Piñole que honró en el cine Bande, es pintar el paisaje lo más figurativamente que se sabe, y es al tiempo abrigarnos el corazón “cuando el corazón se desampara y encuentra algún calor en esas mitologías”.
Como Entre la nieve, esa indagación “en la memoria y la niebla” que rescata un mundo clausurado de las cuencas del carbón y el agro. Una suerte de Rosebud materializado en la repetición del verso: “Un diccionario azul y un aro de oro”. Un poema brillante en forma y fondo.
En fin, que no quería yo esta vez emplearme como se
suele cuando de reseñar un libro se trata, en el orden preceptivo de una
biografía primero —que suele venir en las solapas—, y después en la trillada
disección forense que lleva unos cuantos pellizcos de la obra al microscopio.
Que prefería, también en la lectura, el fervor de Zagajewski antes unos versos
pronunciados de un modo tan como uno quisiera para sí cuando toca decir lo propio,
tan a una edad a la vez agradecida y quejumbrosa, tan diáfanos como hondos, tan
tributarios de la raíz, lo humilde y el milagro de la bondad que alcanzan a ser
lo que pretenden, y mira que es difícil: “una verdad serena que oponer a las
ruinas tan próximas”.
JCD