miércoles, noviembre 15, 2023
Presentación de El vigor de los dones
miércoles, septiembre 20, 2023
Las Justas
Nos recogió a las puertas del hotel la bibliotecaria.
Tan prudente como servicial. Y en nada estábamos en el ayuntamiento; y en nada
se lanzaba el chupinazo; y en nada desfilábamos por en medio de la
aglomeración, a los compases de los músicos. El alcalde acompañaba a la reina
abriendo la marcha, y muy cerca, el concejal de cultura, la mantenedora, el cuentista
y este poeta llevaban a su vera al resto de las damas. Nos aguardaba el
escenario, lleno de flores; el atril igualmente emperifollado; los sillones
escalonados por el atrezzo en los que debían sentarse las muchachas festejadas
conforme a una jerarquía electa de belleza y prácticamente engullidas por las guirnaldas;
el maestro de ceremonias, locuaz y expeditivo; y un auditorio lleno de gente,
donde se le habían reservado a las fuerzas vivas asientos preferentes —hasta un
senador vino a acomodarse junto al mando militar y los concejales de la corporación—.
La instantánea de cuando todos posamos para el respetable como el elenco de una
compañía circense que saluda a su público antes de comenzar el espectáculo, si
se hubiera tomado en blanco y negro, pasaría por una de esas fotografías que en
la sección de ecos de sociedad daban cuenta allá por los años cincuenta o
sesenta del siglo pasado, en los periódicos regionales, de alguna fiesta en los
salones de cualquier casino castellano peripuesto para el evento.
El speaker tenía voz de radio y tablas de veterano. Disertó
brevemente sobre la importancia de los libros, y los riesgos de las redes
sociales. Una suerte de homilía civil. Bienintencionada y con moraleja, como las
películas de los domingos a la hora de la siesta en la televisión pública.
Luego tomó la palabra el cuentista. Hubo suerte: el tipo era consciente de que
leer una narración de ocho páginas a palo seco, para ediles, autoridades
castrenses, repúblicos en horas extras y familiares de damas y reina de las
fiestas, podía menoscabar el ánimo celebrativo con que la concurrencia llegaba en
día no laboral, con la charanga callejera aún en vena y ganas irreprimibles de
inmortalizar a las jóvenes expuestas en el jardín rococó sembrado sobre el
escenario. Así que convirtió su cuento en una especie de monólogo de la
comedia. El argumento lo permitía: un enredo de identidades que, sobre el
papel, era una inteligente conjetura sobre el poder de sugestión de las
realidades imaginadas; pero que, en aquella improvisada versión oral, trufada
de morcillas divertidas, sedujo la atención del espectador y hasta relajó la
compostura aristocrática de las muchachas entronadas. El humor sin escarnio es
como el bálsamo de fierabrás, pero libre de efectos secundarios: pule sin dolor
las aristas de la vida.
Todo lo que vino después me ubicó como en un reverso situacionista: la acción revolucionaria, pero a la vez previsible de quien juzga caduca una tradición, consiste en situarse en un plano de superioridad moral respecto a los que la aceptan pasiva o activamente; mi situacionismo irreverente consistió, por el contrario, en traicionar mis principios acomplejados y pasármelo bien. Vamos, como Ninotchka en París.
Le tocaba turno a la mantenedora. En las justas
medievales era un caballero aguerrido el que mantenía con sucesivos combates la
plaza contra las incursiones de los aventureros. En las justas florales, el
mantenedor procura dejar el pabellón local en lo alto con un discurso que le
otorgue prestancia al evento. Se encargó de ello una profesora universitaria que
disertó, con conocimiento de causa y muy amenamente, sobre un escritor local.
Lo que no impidió que uno sólo memorizase apenas un dato de cuanto contó la
brillante erudita, que el pobre tipo se murió cirrótico.
Al día siguiente, la flor quedó en la habitación del
hotel. En un vaso con agua. Quizás se la llevase a casa quien aseó el cuarto después
de irnos. Una reina sin trono.
Así que queda dicho: se premia en esa villa todos los
años un poemario (gracias al nuestro allí estuvimos) y una pequeña narración. Nada
más llegar a casa he buscado las bases del premio al mejor cuento. Habrá que
ponerse a ello. Sólo tengo esa posibilidad para volver del brazo de una dama a esas
justas literarias, para viajar en la máquina del tiempo.
miércoles, julio 26, 2023
24 de julio
Ya está. Ya pasó. ¿O no? Has
estado preparándote, participando incluso de las fanfarrias previas y
contaminando el corazón con agravios y esperanzas a partes iguales. Y a la
noche, después de que todo fue finalmente un instante, como todo fuego de
artificio, te quedó un vacío que no acabas de interpretar. Como si las ganas de
implicarse, de estar alerta, de prometer resistencia o celebración, se las
llevase el sumidero del alma. Es como ese cansancio que nos entra después de
una cena con amigos al quedarnos a solas con la mesa llena de vasos sucios, de
migas, de platos con restos de comida, de ceniceros aún humeantes, de manteles
arrugados y servilletas con carmín de vino. Habrá que recoger todo esto,
piensas, mientras abres de par en par las ventanas, para que se airee la casa,
te lavas los dientes y subes a tu habitación con resignación culpable. De ese
vacío hablo, del vacío de la tarea aparcada, que cuando amanezca nos reclamará
atención y esfuerzo. Aunque es verdad, no obstante, que siempre es más fácil
poner un lavavajillas que abandonar una trinchera.
martes, enero 24, 2023
Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar
Reseña de Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar, publicada en El Cuaderno.

viernes, enero 20, 2023
Banquisa
Reseña del poemario Banquisa, de Julio Obeso, publicada en El Cuaderno.
Banquisa, el reciente libro de Julio Obeso, publicado por Eolas, es un libro sobre la muerte, aunque no un libro elegíaco, como suelen serlo mayormente los poemarios que toman ese asunto como impulso creativo, ni tampoco un ejercicio de reflexión sobre trascendencias procuradas por la fe o por la palabra literaria, sino que se trata más bien de un exorcismo contra la humillación de saberse tan poco frente a lo ineludible.
Obeso describe la muerte, alude a cómo se manifiesta y en qué circunstancias; procura mantenerle el respeto debido, pero tratando, a la vez, no tanto de conjurarla, como de soportar su horizonte ejerciendo una suerte de dignidad irónica que atenúa ese insoportable «festín de ratas» al que estamos abocados por demasiado tiempo («la muerte nos durará más que la vida»).
«Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles». Quizás el empeño del Banquisa es buscar esas palabras y el tono adecuado en que deben ser pronunciadas. Se trataría, por tanto, de una labor de precisión en la que no caben los rodeos: urge rigor y austeridad expresiva. Para describir con tensión poética el final: «habrá un halo y tal vez un pájaro tibio que traspase el último pulso a tu muñeca». Para revelar el arma más mortífera: «el tiempo, ese golpe infinito que machaca todo el cuerpo». Para afianzarse en la vida riéndose no tanto de la muerte, como con la muerte: «El sexo es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta y te prometo que hoy no morirás».
Y todo ello a través de una prosa que tiene un ritmo de verso en sus renglones: «la muerte todo lo explica con niebla» o «que nadie en tu ausencia note que faltas, vuelve loco al olvido», y que, además, tiende a lo aforístico, más que intencionadamente, por ese decantar de lo que se dice evitando sedimentos: «la muerte llama la atención más que la vida»; «A la hora de agorar los naipes se vienen abajo ante la certeza de las lápidas»; «¿Camposantos? Toda tierra es sagrada»; o «El amigo que cierra con su mano los párpados del otro en esa hora enmienda la plana a Dios».
Banquisa es ese hielo marino que se va solidificando poco a poco hasta alcanzar una rigidez definitiva. La portada del libro, y sus tonos azules, ilustran con un paisaje polar esa imagen de frío, esa perspectiva de falta de vida. Pero de algún modo es también metáfora de la falta de sentimentalidad con la que se aborda por Julio Obeso la muerte. Una voluntad de estilo distanciado que solo se traiciona en una especie de elegía anticipada por el padre que, curiosamente, y pese a esa disonancia con el resto de la obra constituye, a mi juicio, uno de sus mejores momentos: «Cuando te vayas, padre, llevarás contigo el secreto de las herramientas, el mapa de los rincones, la perplejidad del hueco. Yo de la madera solo sé que arde».
Julio Obeso (Gijón, 1958) es una rara avis en el panorama poético. Con sus anteriores libros, Tres Tristes Trópicos (2012), Inminencias (2014) o Impajaritable (2015), ha ido construyendo una trayectoria literaria singular, que no tiene que ver con la experiencia, ni con lo simbólico, ni con más compromiso que la subversión de la reglas, sociales o preceptivas. Hace un tiempo, con ocasión de la publicación de Impajaritable, escribí que la mejor manera de explicar la poesía de Julio Obeso era acudiendo a sus propios versos, con extractos de esos versos. Por ejemplo, los de aquel poema que hablaba de una urraca que se llevó al nido un ángel en el pico. Sus polluelos no sabían qué hacer con tal presente. ¿Podría comerse? No. ¿Y, de ser así, para qué serviría aquella criatura? El poema se cerraba entonces con un verso certero y luminoso que explicaba el propósito final de la presa: «brilla». Pues bien, esa es la utilidad última perseguida, el compromiso asumido: brillar. Que no es poco. Se trata, nada más y nada menos que de poner luz en el mundo, lo que le otorga al propósito tanta trascendencia como cualquier otro fin que, a priori, se tuviese por más esencial en el oficio del poeta.
En esa luminosidad pone toda su energía Julio Obeso, en el desbaratamiento del orden establecido y a través de distintas formas: el humor corrosivo (que fue herramienta propia del surrealismo), sexualizando el absurdo, reclamando piedad hacia el dolor de los seres desvalidos (y ahí cuentan tanto los ancianos como las criaturas animales) o subrayando el absurdo final que a veces nos reserva la vida. Y de esa veta viene esta Banquisa última, que nos acerca a un libro que sigue manteniendo los rasgos distintivos del quehacer literario de su autor, pero donde, además de aquilatarse considerablemente la expresión, se ha perseguido objetivar un asunto tan crucial y tan íntimo que en el intento, para alegría de lector, han quedado unos cuanto pelos en la gatera: esos rasgos de compasión con la condición humana que no burla ni la ironía.
Selección de poemas:
Si me siento morir, si lo siento, imaginaré a una mujer frotando su sexo contra uno de mis libros. Sí, lo siento, ni la muerte ni yo damos para más.
Algunos animales para evitar la muerte fingen estar muertos. Esa táctica con humanos no funciona, la muerte llama la atención más que la vida.
FOSA ¿COMÚN?
Desenterrarlos para volver a enterrarlos. No pudieron elegir. Por eso el amor escarba con urgencia y limpia una a una las vértebras del mundo.
Antes de acostarme doy de beber a los cuadernos, escribo algo en mi perro, para que todo esté en calma mientras duermo.
Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles. Algunas las olvidamos, otras no las decimos porque el amor ya se acabó, el hijo ya no está, o el golpe, aquel estruendo, nos vació el alma. Entonces viene y decimos: colofón, pesebre, manantial, y ya más cerca gritamos: ¡luminiscencia, cóncavo, estramonio! Niega con sus oquedades y lejos de espantarse nos ocupa.
La leche en las nubes bajas que humedece al amanecer el rostro de los terneros. El óxido es otro rastro, el del caracol más grande que tiene, pero de ahí no pasa. Las flores secas, las hojas muertas, las fosas comunes, no son ni sus huellas. Es demasiado creativa para esas evidencias.
Ningún pájaro quedó en el aire. Al principio vagaron erráticos hasta que aparecieron los cuervos y comenzaron a pastorearlos. Siguiendo órdenes mentales formaron grupos y avanzaron hacia los cementerios del mundo (también los marinos). Era hora de restañar la herida, el vacío: se va a celebrar el gran juicio y a cada mujer, a cada hombre, lo defenderá su pájaro.
Unos gatos ruedan violentos, él con su pene espinoso anclado, ella con su zarpa en el lomo. Resbalan tejado abajo y en el último momento se separan. Ante la muerte más vale dejar lo que estés haciendo (nos lo enseñan ellos que tienen siete vidas).
Por si cuela
El sexo en silencio es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta, querida, y te prometo que hoy no morirás.
No tenemos cuerpos para vivir, a la mínima se nos rompe el cuello o se nos sueltan las tripas. Una sola burbuja en la sangre y amanecemos de toda frialdad. A decir verdad, este mundo tampoco. Cuando no es un volcán es una ola y a más una peste aviar cierra los ojos a dos continentes. Para la muerte sí que apuntamos maneras.
La muerte todo lo explica con niebla, pero la niebla solo son nubes que han tocado fondo y no saben volver.
José Carlos Díaz
Los ‘Cantos’ de Pedro Luis Menéndez
- Canto de los sacerdotes de Noega (escrito en 1979, aunque publicado por Altair en 1985).
- Segundo canto de la ciudad (escrito en 1984 e incluido en la antología Trece poetas. Asturias 1972-1985, de Ediciones La Ferrería),
- Canto tercero (escrito en 1989 e impreso en edición no venal en 1995),
- Canto de los niños de Sarajevo (escrito entre 1994 y 1996, fue reproducido digitalmente en portaldepoesía.com).
- Ciudad varada (escrito en 2018, se publicó en la colección Heracles y Nosotros, dos años después).
- Donde sea que vayas (inédito hasta su inclusión en este compendio, se escribió entre 2021 y 2022).
Orfeo, el fulgor y la nada
Reseña de Orfeo, el fulgor y la nada, de Emilio Amor, publicada en El Cuaderno.
Y me encontré de pronto
Con la materia pura de esta página en blanco.
El poeta podía haber descrito, como dice en el arranque a ese poema final, la lluvia por las calles de París, porque esa lluvia formó parte de sus viajes, por tanto podía haber descrito su vida, pero algo más poderoso que lo meramente experiencial está en la génesis de lo que Emilio Amor ha fraguado no solo en esta obra, sino en todos sus libros. La atracción por el descubrimiento, el hechizo con que la página en blanco ceba su poesía. Ya lo dejó dicho hace tiempo: «Nunca se sabe qué nos deparará un nuevo poema. Se parte del hallazgo y la sorpresa». Esa es su manera de entender lo que escribe: casi como una revelación a la que los dioses le dictan incluso los primeros versos.
Proponerle esas premisas creativas a un aspirante a escritor en el curso de un taller literario, podría confundir su aprendizaje. Entendería quizás ese poeta en ciernes que para escribir bastaría con entrar en trance y desde esa hiperestesia darle rienda suelta a las palabras sobre el papel.
Nada más lejos de lo que en realidad sucede cuando Emilio echa mano de la poesía, por muy cautivo que en esos instantes sea siempre de lo que podría describirse como un «delirio del ánimo». Tanto esa sensibilidad conmovida como el verso alcanzado a su través son fruto de un aprendizaje largo que ha ido enriqueciendo la percepción y el reflejo que de lo percibido se traslada a la página o al lienzo (de la misma pureza se parte en ambos escenarios, literatura o pintura, en los que Emilio ejerce, indistintamente, esa suerte de demiurgia). No se escribe sin leer. No se escribe bien sin haber leído mucho. Y entre ese caudal de lecturas que ha ido, imagino, conformando la manera de ser en la poesía de Emilio Amor, es evidencia que hay diversidad, sí, pero también una querencia pronunciada hacia lo rompedor, hacia los iconoclastas. Esas influencias provienen a menudo de lo que fueron vanguardias literarias, pero también de la originalidad de obras tan singulares como la de san Juan de la Cruz o tan delicadas como las de la poesía oriental.
El estilo literario de Emilio Amor, más que describir el mundo, más que lamentar o celebrar la vida, que también, busca sobreponerse a la realidad imponiéndole un propósito de belleza: «por eso mi canto embelesa a los ciervos y a los pájaros».
Quizás de ahí viniera esa fijación que mantuvo por el personaje de Stauwton en sus primeras obras (Crónicas de Samuel Stauwton [1999. XIII Premio Cálamo de Poesía Erótica]; Canciones de Amor en los Campos de Marte [2002]; y Transgresión del Edén, [2008]); esa fijación por aquel tipo mundano, culto, amante canalla y poeta maldito, que quizás encarnó lo que Emilio Amor hubiera deseado haber sido en una vida anterior, en una época idealizada, donde se honraba el arte y se aspiraba al cosmopolitismo.
Tras aquella inolvidable trilogía inicial que constituye lo que podríamos llamar la saga Stauwton, tras aquellos primeros libros en los que lo elegantemente mundano se nutría de referencias culturales y se expresaba con una poesía sobre todo deslumbrante, Emilio Amor inició después una fase creativa (con Territorio perdido, Manual de pájaros extintos y El tránsito y la herida) donde los reveses vitales se abrieron paso en unos versos, que, sin menoscabar en ningún momento su voluntad de belleza, las referencias simbolistas y surrealistas o la imaginería pictórica, traslucían una fragilidad íntima muy conmovedora, que inspiró más tarde la escritura de Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, donde se seguían referenciando las certezas aprehendidas sobre lo inevitable, sobre la derrota a que tarde o temprano estamos abocados, pero un libro que alentaba, al tiempo, cierta esperanza y una voluntad inquebrantable de exprimir el instante. Esa era la aspiración: volar durante la escasa vida de que disfruta una libélula.
Bien, pues de algún modo, ese tono expresivo se prolonga en Orfeo, el fulgor y la nada. No en vano el título alude a un mito griego que descendió a los infiernos en busca del amor que la muerte le había hurtado y que se valió en su vida de la música para conjurar peligros o ablandar corazones. Y no en vano también se alude en ese título a «el fulgor y la nada», quizás como resumen de la propia condición humana. No resulta aventurado entonces interpretar que quien sufrió el zarpazo de la grave enfermedad hace unos años, el memento mori de la vulnerabilidad, tenga desde ese instante muy presente aquel descenso a los infiernos y la dualidad de la vida, que es alguna rara vez gloria y finalmente siempre vacío. «Para decir cosas grandes hay que morir primero», escribía Huidobro en una de las citas con que se presenta el libro. O lo que es lo mismo, venir de los aledaños de la muerte le añade una sabiduría amarga, apremiante, a lo que se escribe.
Orfeo está dividido en tres partes que más que compartimentos estancos son vasos comunicantes, puesto que la expresión de todo el conjunto, quizás más minimalista que nunca, mantiene en todo momento un tono muy semejante, orbitando sobre los asuntos ya referidos y que no sólo se interpretan a la luz del título elegido para el poemario, sino también del título de sus divisiones: El fulgor y la nada (de nuevo); Los círculos concéntricos (alusivo a la estancia en el averno); y Orfeo (que como figura alegórica que explica intenciones, abre y cierra el libro).
Fijado el asunto, y por orientar la lectura del poemario, uno resaltaría la tendencia a la concisión, ya advertida antes, que le da a la mayoría de los noventa poemas que constituyen el libro una ligereza a veces casi aforística, con versos tan sentenciosos como los siguientes:
El reloj da la hora a cada instante.
El tiempo es una espléndida aventura.
El duelo es una cruel claudicación en la batalla.
El silencio es un don
que me anestesia el alma.
Gocemos del tiempo que nos queda.
Debemos ser modestos y sublimes.
El silencio es el drama de los justos.
Tal austeridad expresiva se explica bien a través igualmente de otro verso en el que se advierte del «consuelo en la belleza de lo efímero». Un endecasílabo que es medida reiterada, junto a heptasílabos y alejandrinos, en la métrica de Orfeo; una métrica que, no obstante, tiende a liberarse de corsés silábicos ante una buena imagen o un acierto expresivo concreto que puedan perder fuerza si se les sometiese a una medida forzada.
Por acotar aún un poco más la contextualización de los poemas: espacial, temática, referencial, debe señalarse que el dónde, por ejemplo, nunca está cerca en los libros de Emilio. Como no lo estaba tampoco para los románticos, ni para los simbolistas, ni para el surrealismo. Aquí los lugares son El Cairo, Budapest, una inabarcable África, la isla de Paphos, la bahía de Ushuaia, el Tibet, Islandia, Camagüey, Sangri-La, Valhalla o París. Si la propia biografía del autor se sublima siempre en sus versos, la realidad espacial más cercana se ignora sustituyéndose por un marco de idealizaciones geográficas. Ello es fruto de esa aspiración a la belleza como «objeto único, como último principio», según se escribe en un poema de Los círculos concéntricos.
Y como recurso también de belleza, pero sobre todo de libertad, de rebeldía, suelen ser los versos de Emilio Amor territorio propicio para una fauna no domesticada. Libélulas, cigarras, hormigas, tigres, gorriones, cuervos, equinodermos, palomas, salamandras, gaviotas, mariposas, delfines, lobos, águilas, colibríes, mirlos, aves lira, pelícanos, albatros, ciervos, búhos, murciélagos, vencejos, hienas, quebrantahuesos, zorros y hasta dragones y unicornios, constituyen la particular Arca de Orfeo.
Una nave, por cierto, que, a su modo, forma parte también de ese mundo marino tan recurrente en todos los libros de Emilio, donde el mar, los naufragios, las galernas, las olas, las playas, los barcos, los ahogados o los corsarios siempre son alegoría de viaje o aventura, de vida apurada, de espacio abierto y no expuesto a más restricciones que las propias del azar natural.
Queda, según lo referido, perfilado el escenario que pone fondo a un poemario que en ningún momento discurre a ras de suelo, que siempre evoca la idealización de una naturaleza, de una lejanía, que trasladan la emoción o la vivencia que genera el poema a coordenadas que podrían darse por utópicas, que huye así del infierno órfico y del que fue durante algún tiempo casi real, y que lo hace bajo la tutela de citas cuyos autores (Huidobro, Mallarmé, Vitale, Vallejo, por ejemplo) siempre se han distinguido no por testificar la experiencia, sino por indagar el mundo que el riesgo poético pone al alcance de algunos elegidos, en «una incesante lucha/ contra el extermino del alba», como bien escribe Emilio Amor.
José Carlos Díaz