miércoles, noviembre 15, 2023

Presentación de El vigor de los dones


Sólo unas líneas para agradecer muy de corazón a quienes estuvisteis ayer acompañándome (acompañándonos, también a Pedro Luis Menéndez,
que abrió el encuentro con palabras generosas) en la presentación de El vigor de los dones. Uno de sus poemas, que habla de amistad, dice que "la vida se reanima en el afecto". Así que la vida de uno, os lo aseguró, quedó ayer reanimada por un tiempo.







miércoles, septiembre 20, 2023

Las Justas


Claro que tiene que ser difícil a la vista de las fotografías que ofrecen testimonio de cómo se desarrollan las Justas Literarias de esa villa, creer que quien participa de la celebración, salvo que sea alguien alcanforado, pueda disfrutar de ese protocolo decimonónico y provinciano. Que haya reina y damas de la fiesta vestidas de blanco como novias virtuosas, que esas muchachas desfilen desde el ayuntamiento hasta el teatro del pueblo del brazo de autoridades y escritores galardonados, en un cortejo que escolta la banda de música y es vitoreado en su paseíllo por las gentes del pueblo, suena a parodia berlanguiana. Pero así es y así viene siendo allí, sin demasiadas innovaciones a lo que parece, desde hace casi sesenta años. Por lo que el sábado, acudiendo como poeta premiado, como poeta que se tiene además por tímido patológico, y en compañía del narrador que recibió el galardón, a su vez, en el certamen paralelo de cuentos,  vivió uno, para pasmo incluso propio, con fascinación insospechada aquel semejante ritual pomposo.

Nos recogió a las puertas del hotel la bibliotecaria. Tan prudente como servicial. Y en nada estábamos en el ayuntamiento; y en nada se lanzaba el chupinazo; y en nada desfilábamos por en medio de la aglomeración, a los compases de los músicos. El alcalde acompañaba a la reina abriendo la marcha, y muy cerca, el concejal de cultura, la mantenedora, el cuentista y este poeta llevaban a su vera al resto de las damas. Nos aguardaba el escenario, lleno de flores; el atril igualmente emperifollado; los sillones escalonados por el atrezzo en los que debían sentarse las muchachas festejadas conforme a una jerarquía electa de belleza y prácticamente engullidas por las guirnaldas; el maestro de ceremonias, locuaz y expeditivo; y un auditorio lleno de gente, donde se le habían reservado a las fuerzas vivas asientos preferentes —hasta un senador vino a acomodarse junto al mando militar y los concejales de la corporación—. La instantánea de cuando todos posamos para el respetable como el elenco de una compañía circense que saluda a su público antes de comenzar el espectáculo, si se hubiera tomado en blanco y negro, pasaría por una de esas fotografías que en la sección de ecos de sociedad daban cuenta allá por los años cincuenta o sesenta del siglo pasado, en los periódicos regionales, de alguna fiesta en los salones de cualquier casino castellano peripuesto para el evento. 

                                                         

El speaker tenía voz de radio y tablas de veterano. Disertó brevemente sobre la importancia de los libros, y los riesgos de las redes sociales. Una suerte de homilía civil. Bienintencionada y con moraleja, como las películas de los domingos a la hora de la siesta en la televisión pública. Luego tomó la palabra el cuentista. Hubo suerte: el tipo era consciente de que leer una narración de ocho páginas a palo seco, para ediles, autoridades castrenses, repúblicos en horas extras y familiares de damas y reina de las fiestas, podía menoscabar el ánimo celebrativo con que la concurrencia llegaba en día no laboral, con la charanga callejera aún en vena y ganas irreprimibles de inmortalizar a las jóvenes expuestas en el jardín rococó sembrado sobre el escenario. Así que convirtió su cuento en una especie de monólogo de la comedia. El argumento lo permitía: un enredo de identidades que, sobre el papel, era una inteligente conjetura sobre el poder de sugestión de las realidades imaginadas; pero que, en aquella improvisada versión oral, trufada de morcillas divertidas, sedujo la atención del espectador y hasta relajó la compostura aristocrática de las muchachas entronadas. El humor sin escarnio es como el bálsamo de fierabrás, pero libre de efectos secundarios: pule sin dolor las aristas de la vida.

 

Ahora bien, aun valorando el mérito discursivo de mi predecesor, esa habilidad suya para granjearse la atención de tirios y troyanos, me dejaba a los pies de los caballos. Defender unos poemas después de una historia divertida no es tarea fácil. Así que, para enfriar cualquier expectativa de continuidad en la humorada, y previa presentación de mi persona, obra y milagros por el presentador del acto, me di al agua como después de una travesía en el desierto. Sin saludar, con la displicencia más que del confiado, del cohibido que finge una determinación impostada. Hidratado hasta las trancas, agradecí lo agradecible en tal tesitura, saludé y para ganarme un margen mínimo de tolerancia, anuncié que de todos aquellos papeles que llevaba en la mano, había decido que apenas iba a leer unas pocas cosas, por no cansar. No era un chiste, pero al menos era algo: reducía graciosamente el castigo que todos se temían. Mis poemas son breves, no tienen rima y parecen muchas veces apuntes de alguien que balbuceara sus incertidumbres. Pondré un ejemplo, algo que se me ocurrió un día acerca de cómo se gana el humano su sitio bajo el sol: “Sobrevivir en la defensa propia / menguando el universo: / una hormiga, otro hombre…”. Para que quienes me prestaban atención no diesen por estafa esa especie de aforismos apocados, me esmeré contextualizándolos con una explicación que era mucho más extensa que el propio poema, lo que terminó por resultar contraproducente por desconcertante. No obstante, todas esas nefastas intuiciones sobre mi capacidad recitativa apenas si mermaron la apostura que mantuve en la tarima gracias a los lexatines previos, el mejor de los recursos literarios cuando se ejerce la juglaría a contrapelo. Una ayuda que no sabía a ciencia cierta si me sería precisa para ese arranque de actuación, pero que creía imprescindible para lo que venía después: el madrigal. Y es que entre los requisitos a los que se debe el poeta en las Justas, el más ingrato, al menos para quien no tiene la costumbre de estrofar en clásico, es escribirle un madrigal a la reina de las fiestas a cambio de una flor natural. Me llevó días y rubores, pero salí del trance, cuando llegó el momento, con aplomo químico y unos versos pedestres, pretendidamente simpáticos e impresos en papel verjurado, que la muchacha recibió, me temo, conmiserativa. Titulé el despropósito, Madrigal o así. Volví a mi asiento con la rosa. Pero la gente parecía satisfecha con aquella visita mía al túnel del tiempo, en la que humildemente renuncié a cualquier tipo de escrúpulo arrogante de escritor incorruptible y moderno; por la que pisé el barro de la métrica musical y del elogio arrobado a la belleza femenina patria. Y como no hay nada como sentirse querido, hasta empecé a ver con mejores ojos aquel madrigal voluntarioso que recité con la teatralidad de un medicado para la ocasión.

Todo lo que vino después me ubicó como en un reverso situacionista: la acción revolucionaria, pero a la vez previsible de quien juzga caduca una tradición, consiste en situarse en un plano de superioridad moral respecto a los que la aceptan pasiva o activamente; mi situacionismo irreverente consistió, por el contrario, en traicionar mis principios acomplejados y pasármelo bien. Vamos, como Ninotchka en París.

 

Le tocaba turno a la mantenedora. En las justas medievales era un caballero aguerrido el que mantenía con sucesivos combates la plaza contra las incursiones de los aventureros. En las justas florales, el mantenedor procura dejar el pabellón local en lo alto con un discurso que le otorgue prestancia al evento. Se encargó de ello una profesora universitaria que disertó, con conocimiento de causa y muy amenamente, sobre un escritor local. Lo que no impidió que uno sólo memorizase apenas un dato de cuanto contó la brillante erudita, que el pobre tipo se murió cirrótico.

 

Para finalizar, hubo de nuevo paseíllo por el patio de butacas, con música, vítores y aplausos. Llevaba yo a mi dama colgada del brazo la mar de pintureros ambos. E iba erguido a su lado como no recuerdo en mucho tiempo. Y sonriendo sin motivo, pero con ganas. Que así llegué al hall del auditorio, donde recibí parabienes y conocí a gente, y de donde nos llevaron al comedor de la cena, al que tuvimos que entrar de nuevo guardando la formación de gala: autoridades, mantenedora y escritorzuelos.

 Cuando empezó el ágape, eran más de las diez, y comimos, bebimos, charlamos y reímos hasta las dos de la madrugada. Y como en las celebraciones donde el vino genera a cada copa fraternidades cada vez más sanguíneas, allí fuimos, después de la media noche, uña y carne, desvelándonos mutuamente vida y querencias, prometiéndonos correos y citas futuras, volviéndonos amigos del alma al menos por el breve espacio de unas justas.

 

Al día siguiente, la flor quedó en la habitación del hotel. En un vaso con agua. Quizás se la llevase a casa quien aseó el cuarto después de irnos. Una reina sin trono.

 

Así que queda dicho: se premia en esa villa todos los años un poemario (gracias al nuestro allí estuvimos) y una pequeña narración. Nada más llegar a casa he buscado las bases del premio al mejor cuento. Habrá que ponerse a ello. Sólo tengo esa posibilidad para volver del brazo de una dama a esas justas literarias, para viajar en la máquina del tiempo.

miércoles, julio 26, 2023

24 de julio

 

Ya está. Ya pasó. ¿O no? Has estado preparándote, participando incluso de las fanfarrias previas y contaminando el corazón con agravios y esperanzas a partes iguales. Y a la noche, después de que todo fue finalmente un instante, como todo fuego de artificio, te quedó un vacío que no acabas de interpretar. Como si las ganas de implicarse, de estar alerta, de prometer resistencia o celebración, se las llevase el sumidero del alma. Es como ese cansancio que nos entra después de una cena con amigos al quedarnos a solas con la mesa llena de vasos sucios, de migas, de platos con restos de comida, de ceniceros aún humeantes, de manteles arrugados y servilletas con carmín de vino. Habrá que recoger todo esto, piensas, mientras abres de par en par las ventanas, para que se airee la casa, te lavas los dientes y subes a tu habitación con resignación culpable. De ese vacío hablo, del vacío de la tarea aparcada, que cuando amanezca nos reclamará atención y esfuerzo. Aunque es verdad, no obstante, que siempre es más fácil poner un lavavajillas que abandonar una trinchera.

 

martes, enero 24, 2023

Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar

 Reseña de Mientras traigo otras palabras, de Ricardo Pochtar, publicada en El Cuaderno.

Con ocasión de la anterior publicación de Pochtar, Atajos y escaramuzas, editada por El Sastre de Apollinaire, se escribió una reseña de ese poemario en este mismo Cuaderno. En ella se apuntaban algunas particularidades del estilo literario de Pochtar, particularidades que entiendo pueden serlo también de esta nueva entrega, Mientras traigo otras palabras, esta vez en la editorial Tigres de Papel.

Se decía entonces que estábamos ante una poesía minimalista que atiende sobre todo a la idea, sosteniendo un ingenioso equilibrio entre el concepto y el destello poético. Esa inclinación ha llevado a Pochtar a cultivar el aforismo de manera explícita (recuérdense sus Pequeñas percepciones, de 2016), pero también de un modo que podríamos denominar sobreentendido, dado que, aunque no se define como aforístico, quizás por no dirimir jurisdicciones, entra plenamente dentro de lo que el común de los lectores entendería por tal. No en vano su poesía, como él mismo ha confesado en alguna entrevista, se ha ido volviendo cada vez más despojada («lo de ponerlo todo me parece un abuso»).

Julio Obeso, con buen juicio, aludía en el prólogo a Atajos y escaramuzas, que estábamos ante un libro de «paredes limpias, espacios diáfanos, palabras sugeridas». Pues bien, esa asepsia espacial, esa elusión de lo superfluo, se mantiene también en Mientras traigo otras palabras. Libro tras libro, Ricardo Pochtar persiste, pues, en ese ascetismo expresivo a través del que pretende la precisión del estímulo; la creación del objeto singular.

Se trata, pues, de una poética de síntesis, concentración expresiva y conceptualismo lírico. Y de una actitud que conjuga la indagación, aquel afán sin tregua de conocimiento que sugería Canetti, con la frustración derivada muy probablemente ante lo que se ha dado en llamar «dolor del mundo»; un dolor que trata de cauterizarse, en no pocas composiciones, con ciertas dosis de ironía.

En Mientras traigo otras palabras se mantiene, por tanto, esa depurada y parca manera de decir, pero proyectada aquí, en un buen número de poemas de esta entrega, a la reflexión sobre el propio ejercicio de la poesía.

El título del libro procede de un poema de Viktor Shklovski: «Ella me amaba y yo también. Nos besábamos y no sabíamos hacerlo. Detente aquí, frase, y vigila las cosas mientras traigo otras palabras». Shklovski, el formalista ruso autor del concepto de literariedad, posiblemente aludía en el extracto citado a esa realidad alternativa que crea la palabra literaria. Es, por tanto, un título y es también una advertencia, un autoencargo que el autor se propone: traer otras palabras a las páginas del libro. Palabras que serán distintas, no por intercambiables con las palabras de curso corriente, sino por inéditas. Proponerse, por tanto, el desafío de crear. No de comunicar, no de describir, no de compartir ánimo alguno con el lector, sino de crear una vida nueva para las palabras elegidas.

Y no es insignificante que elijamos el término crear para describir lo que Pochtar se propone, porque esa intención está en la estela de lo que Huidobro denominó creacionismo: aquello de crear un poema como la naturaleza crea un árbol. Y abordar, además, esa creación no desde el automatismo surrealista, sino desde la razón; desde el bagaje cultural que, además, en el caso de Pochtar es, como bien se sabe, ingente.

A poco que nos adentremos en el poemario nos topamos enseguida con unos versos que confirman cómo la metapoesía alienta muchas de sus páginas:

INTRUSO
En las palabras
que me habitan
vive el poema.

El poema habita nuestro interior como un yo extraño, como un intruso que no conocíamos. Pochtar lo decía de otra manera, pero conforme al mismo criterio, en uno de sus aforismos de hace años: «El aforismo, esa sombra del poeta que en el momento menos pensado va y ataca por sorpresa». Es la poesía advertida como latencia no de una costumbre, sino de un descubrimiento.

Lo que se complementa bien con esta otra consideración vertida unas páginas más adelante:

OCASIÓN
No siempre elijo las palabras,
a veces son ellas mismas
o las cosas o la tinta o el papel:
alguien tiene que acertar.

Estamos ante el azar de la escritura filtrado por la razón reflexiva y generado por esa especie de iluminación súbita sobre la que se cimentan los versos, iluminación que se describe como un pequeño seísmo íntimo, un remezón que Pochtar refiere así:

REMEZÓN
Poemas que vienen como pájaros
remueven el aire,
pasan rozando
y te aspiran,
te dejan temblando
al borde del mundo.

Son tres breves muestras de esas conjeturas sobre el proceso creativo que se pueden rastrear a lo largo de Mientras traigo otras palabras. Breves porque parece aspiración del libro que el poema no llegue casi a suceder, limitándose solo a empezar o a acabar, como se sugiere en Brevitas («El poema si es breve, no sucede: sólo empieza o acaba»), de modo que el remezón sea pura descarga eléctrica («La idea que no enciende su imagen, se encasquilla»).

Estos extractos ponen de relieve lo que ya se anunció: la brevedad de una creación que prefiere estimular a comunicar. Porque Ricardo Pochtar no comparte en su poemario sentimientos personales («mi angustia y este poema no intiman»), no persigue la empatía emotiva con el lector, sino su complicidad en la interpretación de aquello a lo que el poema en su levedad no llega, su complicidad en la duda que el poema plantea.

Porque otra de las singularidades de Mientras traigo otras palabras es su alineamiento con el escepticismo, a través del cuestionamiento de la verdad y de la interrogación como recurso literario. Se habla de «romper la verdad». Se lanza la pregunta: «¿Y si después de todo la verdad fuese plural y siempre la misma mentira?». Se afirma que «la verdad empieza a envejecer». Y se nos plantea: «¿Por qué cara o cruz?».

Esa duda casa bien con las maneras literarias usadas. Si a la palabra debe otorgársele una vida nueva, si debe poner en tela de juicio sus asociaciones y significaciones acostumbradas, no otra cosa debe esperarse del pensamiento, que ha de ser siempre inconformista. Pochtar parece resumirlo al preguntar retóricamente: «¿La ética y la estética no merecen algo mejor que un juego de palabras?».

Por último y por no agotar todo lo que el libro sugiere, pero sí al menos dejar de él algunas pistas que guíen su lectura, es muy reveladora la presencia insistente de la palabra mundo. Como auditorio indispensable de la voz y de la perplejidad, como identificador de vida y hasta diría, incluso, que de cierta fraternidad. Será por aquello que se confiesa en estos versos que llevan por título:

PURA NOSTALGIA
¿Qué le voy a hacer
si me emociono cada vez
que en un verso aparece
la palabra mundo?

Aunque bien pudiera hablarse también de las citas que encabezan algunos textos, o de ciertos autores como Spinoza o Blanca Varela que directamente entran a formar parte de los poemas, de algunas interpelaciones sobre el oficio del poeta que contiene igualmente el libro o de la belleza puntual de algunos versos que se limitan a ser poesía (como Black & White, por ejemplo, que dice: «El silencio es negro/ en las pizarras. En las playas de lava/ habla la espuma»), dejemos al lector que se sumerja por sí mismo en la engañosa brevedad de estos versos, añadiendo intuición a los espacios en blanco y curiosidad ante el desafío de una poesía que no se construye sobre la referencia, sino que, como toda vida nueva, crea su propio universo referencial.

José Carlos Díaz

Selección de poemas:

CAPTURA
Al enjambre de letras
solo le pido
un momento de calma,
un cerco de silencio
donde poder fotografiarlo.
No, no es necesario
que sonría.

NEUROPREHISTORIA
Un psicoanálisis de la prehistoria
daría tremendos traumas infantiles:
de la tierna jaula de las ramas
caer al llano, inventar a todo trapo
industrias líticas, arte rupestre,
religión, enredar el fuego, sembrar
sombra, hablarle al mundo.

¿Qué dirá el viento
cuando se acaben
las hojas?

ASTROTEOLOGÍA
A partir del Big Bang
Dios se retira,
solo existe por inercia.

QUE DIGA ALGO
¿Cuál es el número de Dios?
¿A qué hora esnifa su línea de eternidad?
¿La nada le da nervios? Que diga algo.
Que deje un mensaje después de la señal.

El laberinto que no se mueve está
perdido, tarde o temprano un héroe
sin prisa le encontrará la vuelta.

¿Con qué manta de palabras
te abrigaré, mundo, o apagaré
tu incendio?

viernes, enero 20, 2023

Banquisa

 Reseña del poemario Banquisa, de Julio Obeso, publicada en El Cuaderno.

Ni los intentos de Séneca, con aquello de «es absurdo el temor por lo que cuando ocurra, no lo podremos ya sentir», ni de Diógenes al afirmar que «cuando la muerte está aquí ya no somos», han ahuyentado el espanto que nos genera el sabernos finitos. Desde el Gilgamesh hasta Agatha Christie, el asunto ha dado para héroes rumbosos o villanos de medio pelo. Y en casi cualquier obra poética, esa amenaza marca siempre el paso del verso, sobre todo cuando uno empieza a darse cuenta de «que la vida iba en serio» y de que «envejecer, morir» son las dimensiones del teatro.

Banquisa, el reciente libro de Julio Obeso, publicado por Eolas, es un libro sobre la muerte, aunque no un libro elegíaco, como suelen serlo mayormente los poemarios que toman ese asunto como impulso creativo, ni tampoco un ejercicio de reflexión sobre trascendencias procuradas por la fe o por la palabra literaria, sino que se trata más bien de un exorcismo contra la humillación de saberse tan poco frente a lo ineludible.

Obeso describe la muerte, alude a cómo se manifiesta y en qué circunstancias; procura mantenerle el respeto debido, pero tratando, a la vez, no tanto de conjurarla, como de soportar su horizonte ejerciendo una suerte de dignidad irónica que atenúa ese insoportable «festín de ratas» al que estamos abocados por demasiado tiempo («la muerte nos durará más que la vida»).

«Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles». Quizás el empeño del Banquisa es buscar esas palabras y el tono adecuado en que deben ser pronunciadas. Se trataría, por tanto, de una labor de precisión en la que no caben los rodeos: urge rigor y austeridad expresiva. Para describir con tensión poética el final: «habrá un halo y tal vez un pájaro tibio que traspase el último pulso a tu muñeca». Para revelar el arma más mortífera: «el tiempo, ese golpe infinito que machaca todo el cuerpo». Para afianzarse en la vida riéndose no tanto de la muerte, como con la muerte: «El sexo es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta y te prometo que hoy no morirás».

Y todo ello a través de una prosa que tiene un ritmo de verso en sus renglones: «la muerte todo lo explica con niebla» o «que nadie en tu ausencia note que faltas, vuelve loco al olvido», y que, además, tiende a lo aforístico, más que intencionadamente, por ese decantar de lo que se dice evitando sedimentos: «la muerte llama la atención más que la vida»; «A la hora de agorar los naipes se vienen abajo ante la certeza de las lápidas»; «¿Camposantos? Toda tierra es sagrada»;  o «El amigo que cierra con su mano los párpados del otro en esa hora enmienda la plana a Dios».

Banquisa es ese hielo marino que se va solidificando poco a poco hasta alcanzar una rigidez definitiva. La portada del libro, y sus tonos azules, ilustran con un paisaje polar esa imagen de frío, esa perspectiva de falta de vida. Pero de algún modo es también metáfora de la falta de sentimentalidad con la que se aborda por Julio Obeso la muerte. Una voluntad de estilo distanciado que solo se traiciona en una especie de elegía anticipada por el padre que, curiosamente, y pese a esa disonancia con el resto de la obra constituye, a mi juicio, uno de sus mejores momentos: «Cuando te vayas, padre, llevarás contigo el secreto de las herramientas, el mapa de los rincones, la perplejidad del hueco. Yo de la madera solo sé que arde».

Julio Obeso (Gijón, 1958) es una rara avis en el panorama poético. Con sus anteriores libros, Tres Tristes Trópicos (2012), Inminencias (2014) o Impajaritable (2015), ha ido construyendo una trayectoria literaria singular, que no tiene que ver con la experiencia, ni con lo simbólico, ni con más compromiso que la subversión de la reglas, sociales o preceptivas. Hace un tiempo, con ocasión de la publicación de Impajaritable, escribí que la mejor manera de explicar la poesía de Julio Obeso era acudiendo a sus propios versos, con extractos de esos versos. Por ejemplo, los de aquel poema que hablaba de una urraca que se llevó al nido un ángel en el pico. Sus polluelos no sabían qué hacer con tal presente. ¿Podría comerse? No. ¿Y, de ser así, para qué serviría aquella criatura? El poema se cerraba entonces con un verso certero y luminoso que explicaba el propósito final de la presa: «brilla». Pues bien, esa es la utilidad última perseguida, el compromiso asumido: brillar. Que no es poco. Se trata, nada más y nada menos que de poner luz en el mundo, lo que le otorga al propósito tanta trascendencia como cualquier otro fin que, a priori, se tuviese por más esencial en el oficio del poeta.

En esa luminosidad pone toda su energía Julio Obeso, en el desbaratamiento del orden establecido y a través de distintas formas: el humor corrosivo (que fue herramienta propia del surrealismo), sexualizando el absurdo, reclamando piedad hacia el dolor de los seres desvalidos (y ahí cuentan tanto los ancianos como las criaturas animales) o subrayando el absurdo final que a veces nos reserva la vida. Y de esa veta viene esta Banquisa última, que nos acerca a un libro que sigue manteniendo los rasgos distintivos del quehacer literario de su autor, pero donde, además de aquilatarse considerablemente la expresión, se ha perseguido objetivar un asunto tan crucial y tan íntimo que en el intento, para alegría de lector, han quedado unos cuanto pelos en la gatera: esos rasgos de compasión con la condición humana que no burla ni la ironía.

Selección de poemas:

Si me siento morir, si lo siento, imaginaré a una mujer frotando su sexo contra uno de mis libros. Sí, lo siento, ni la muerte ni yo damos para más.


Algunos animales para evitar la muerte fingen estar muertos. Esa táctica con humanos no funciona, la muerte llama la atención más que la vida.


FOSA ¿COMÚN?

Desenterrarlos para volver a enterrarlos. No pudieron elegir. Por eso el amor escarba con urgencia y limpia una a una las vértebras del mundo.


Antes de acostarme doy de beber a los cuadernos, escribo algo en mi perro, para que todo esté en calma mientras duermo.


Aseguran que la muerte se espanta con palabras que sabemos, pero no sabemos cuáles. Algunas las olvidamos, otras no las decimos porque el amor ya se acabó, el hijo ya no está, o el golpe, aquel estruendo, nos vació el alma. Entonces viene y decimos: colofón, pesebre, manantial, y ya más cerca gritamos: ¡luminiscencia, cóncavo, estramonio! Niega con sus oquedades y lejos de espantarse nos ocupa.


La leche en las nubes bajas que humedece al amanecer el rostro de los terneros. El óxido es otro rastro, el del caracol más grande que tiene, pero de ahí no pasa. Las flores secas, las hojas muertas, las fosas comunes, no son ni sus huellas. Es demasiado creativa para esas evidencias.


Ningún pájaro quedó en el aire. Al principio vagaron erráticos hasta que aparecieron los cuervos y comenzaron a pastorearlos. Siguiendo órdenes mentales formaron grupos y avanzaron hacia los cementerios del mundo (también los marinos). Era hora de restañar la herida, el vacío: se va a celebrar el gran juicio y a cada mujer, a cada hombre, lo defenderá su pájaro.


Unos gatos ruedan violentos, él con su pene espinoso anclado, ella con su zarpa en el lomo. Resbalan tejado abajo y en el último momento se separan. Ante la muerte más vale dejar lo que estés haciendo (nos lo enseñan ellos que tienen siete vidas).


Por si cuela

El sexo en silencio es uno de los huertos de la muerte. Gime en voz alta, querida, y te prometo que hoy no morirás.


No tenemos cuerpos para vivir, a la mínima se nos rompe el cuello o se nos sueltan las tripas. Una sola burbuja en la sangre y amanecemos de toda frialdad. A decir verdad, este mundo tampoco. Cuando no es un volcán es una ola y a más una peste aviar cierra los ojos a dos continentes. Para la muerte sí que apuntamos maneras.


La muerte todo lo explica con niebla, pero la niebla solo son nubes que han tocado fondo y no saben volver.

José Carlos Díaz

Los ‘Cantos’ de Pedro Luis Menéndez


Pedro Luis Menéndez (Gijón, 1958) acaba de publicar Cantos (1979-2022) en Ediciones Bajamar, un libro que reúne cinco extensos poemas, aparecidos previamente en ediciones físicas o electrónicas, a los que se le añade un sexto libro inédito hasta ahora. A través de este compendio se puede recorrer el quehacer literario del autor desde el lejano año 1979, en que se alumbró su Canto de los sacerdotes de Noega, hasta la escritura de Donde sea que vayas, que tiene apenas unos meses. Cuatro décadas de literatura que ofrecen la constancia de un poeta con una voz singular, significada por el empeño en mantener una rigurosa pulcritud expresiva y un tratamiento temático nunca insustancial, cualidades que han hecho de Pedro Luis Menéndez referencia entre la mejor poesía escrita en Asturias por quienes se mantienen en el oficio desde los años ochenta del pasado siglo. Siendo así aun después de que haya habido en su obra un largo silencio al que, afortunadamente, se superpuso una nueva y reciente época de imprenta a partir de 2018, con La vida menguante, Postales desde el balcón y Ciudad varada. El primero de ellos, un poemario íntimo y desolado que, editado por Trea, recuperaba la voz de un poeta que no había publicado en treinta años. El segundo, un cuidado libro de encargo que mezclaba microrrelatos, prosas líricas y acertadas referencias musicales. Y el último, a cargo de Heracles y Nosotros, esa delicada colección no venal dirigía por Nacho González, un libro de aliento carveriano que ha pasado a formar parte de estos Cantos que hoy se reseñan, constituyendo en el conjunto una original propuesta de poesía más narrativa, hasta el punto de que llega incluso a mantener una suerte de suspense argumental sobre las circunstancias en las que se mueves los personajes que protagonizan este poemario.

Las seis piezas que arman esta recopilación presentada por Bajamar son, pues, por este orden:
  • Canto de los sacerdotes de Noega (escrito en 1979, aunque publicado por Altair en 1985).
  • Segundo canto de la ciudad (escrito en 1984 e incluido en la antología Trece poetas. Asturias 1972-1985, de Ediciones La Ferrería),
  • Canto tercero (escrito en 1989 e impreso en edición no venal en 1995),
  • Canto de los niños de Sarajevo (escrito entre 1994 y 1996, fue reproducido digitalmente en portaldepoesía.com).
  • Ciudad varada (escrito en 2018, se publicó en la colección Heracles y Nosotros, dos años después).
  • Donde sea que vayas (inédito hasta su inclusión en este compendio, se escribió entre 2021 y 2022).
La forma elegida en estos cinco cantos primeros es el poema extenso, o poema seguido, según lo denominó Juan Ramón Jiménez, una modalidad poética que el propio autor de Moguer cultivó en su libro Espacio, y que cuenta con otros muchos antecedentes notables en la literatura de lengua española: desde el Altazor de Vicente Huidobro hasta la Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda.  El rasgo distintivo que caracteriza este subgénero poético es el relativo a su longitud, que supera a la de la poesía tradicional y que se justifica, quizás también en algunos aspectos de los Cantos, por la variedad temática, la complejidad de formas y contenidos, las repeticiones, las intertextualidades y la variedad de ritmos. El poema extenso está asociado, igualmente, a la libertad compositiva propia de la modernidad literaria que confiere al autor posibilidades dialécticas, fragmentariedad expresiva, perspectivas poliédricas y la eventualidad de convertir la composición en una suerte de sinfonía, a través de la que desarrollar los intervalos temporales que dividen cada pieza.  

En este sentido, se debe subrayar el interés que Pedro Luis Menéndez siempre ha manifestado por la música del poema («un poema sin música es nada»), pero sobre todo por una música que no se limite a ser eco de la métrica clásica, sino que aporte una melodía singular que constituya por sí misma la voz propia del poeta. Por eso la idea de canto entronca tanto con la concepción del hecho poético que tiene Pedro Luis Menéndez, muy musical, como con la forma que toma en los cinco primeros poemas extensos de este libro, e incluso con esa especie de ritornelos que aparecen en Donde sea que vayas, libro final hasta ahora inédito, en el que varios poemas recurren a fórmulas similares en sus arranques.

De los tres primeros cantos, que siguiendo con lo apuntado en el párrafo anterior podrían pasar por cantatas, cabe destacar su firmeza expresiva, especialmente meritoria si tenemos en cuenta que eran obra de un poeta que tenía poco más de veinte años. De aquella solemnidad observada, sobre todo, en el Canto de los Sacerdotes de Noega, de aquella fijación por un universo más social que íntimo, circunscrito a un ámbito geográfico casi legendario, pero con raíces en la ciudad donde siempre ha vivido el poeta y en la que empezaba a forjar, de algún impreciso modo, una conciencia histórica, permanece hoy, en la poesía más reciente de Pedro Luis Menéndez, la misma voluntad de  contención en el modo de decir y el mismo interés en que lo dicho no se abarate por  ligereza alguna; aunque —y ese el cambio más radical en su devenir literario— sus versos últimos son un testimonio mucho más íntimo y atestiguan bien una realidad contemporánea, bien una sentimentalidad introspectiva.

En la obra de Pedro Luis Menéndez hay ciertas constantes que se reiteran en los distintos capítulos de Cantos, como por ejemplo la presencia recurrente de la ciudad: en su versión mítica, como es la de la Noega del primer canto; como escenario del genocidio innumerable, en el segundo; la de los muelles  y los espigones tristes en que habita esa «generación perdida/ entre dos mundos vacíos,/ entre los hombres huecos de ayer/ y de mañana», en el tercero: sitiada como lo estuvo Sarajevo; o tan varada en los márgenes de la historia que se constituye en un retablo de desoladas anonimias bajo la lluvia de las bombas. Otra referencia sobre la que giran muchos versos, que incluso se erige casi en atmósfera opresiva, es la guerra, como amenaza siempre cierta, pero a la vez como laboratorio de conductas y padecimientos. La conjunción de estos dos temas alcanza quizás su mayor acierto en la Ciudad varada, donde la vida bajo los bombardeos se describe con un adecuado tempo jazzístico  El tercer asunto que el lector podrá reconocer apropiándose sobre todo de los renglones postreros de estos Cantos es el paso del tiempo, que uno identifica como eje sobre el que giran los poemas del libro final, pero que también fue, incluso en su mismo título, leitmotiv en el memorable poemario al que se hizo ya antes referencia, La vida menguante, de 2019. Ese libro, junto a Ciudad varadaDonde sea que vayas —estos dos insertos en Cantos—, deben, a mi juicio, tenerse por obras cimeras en la trayectoria de un poeta que en los años ochenta ya mantenía un pulso vigoroso en lo que escribía, pero un pulso todavía algo enfático y falto de naturalidad, que adolecía entonces del atrevimiento en la franqueza que la madurez confiere a los escritores sabios, y que ahora, desde su nueva irrupción editorial, se ha manifestado como seña de identidad  de una escritura verdaderamente plena.

A continuación, tres poemas del libro Donde sea que vayas, que cierra los Cantos (del resto de la recopilación no se extractan versos por tratarse de poemas extensos que se desvirtuarían si se troceasen).

Antes de que renuncie a las palabras
o se olviden de mí en una esquina turbia
—en el rincón en que mueren las canciones
que tanto nos mintieron,
con que tanto mentimos,
cargados de fogueo
disparando a las hojas de los calendarios
para rasgar ese velo que desnuda nada,
inquietos, afiebrados, calle abajo y arriba,
en el espejo de los tirabuzones
y las infancias muertas—, será mejor abrir
las cajas fuertes del silencio
y atreverse a mirar,
como lo hacen quienes no se ocultan
en la luz tan escasa del otoño
los años por venir son ya los menos
y nadie en el después podrá salvarnos
de todo cuanto fuimos.

Es todo cuanto guardan los inviernos,
y es bastante, si acaso, o suficiente
para no abandonarse
a más temor que el propio,
a ninguna esperanza que no llegue
más allá de la orilla,
en los márgenes fríos
de otras manos que dijeron adiós,
como quien dice
saluda de mi parte a los que queden
y no me esperes ya, que no he venido.
Las islas parpadean en silencio
mientras todo
se oculta y desvanece,
escondido de sí, agazapado
en las calles oscuras y perdidas,
en las calles estrechas sin futuro.
Alguien que sufre
empuja una sirena
a través de la noche.

ERA esto la vida, dice el ángel
encerrado en su pobre ceremonia
para soñar un regreso
que no será posible,
recorrer los pasillos y abrazarte
hasta que los huesos se rindan
a la evidencia de que no ocurrirá
como no ocurren los deseos
que son sólo deseos,
pirámides vacías,
casas abandonadas
donde se ahoga el tiempo.
¿Dónde te espera la muerte, en los tirabuzones
o en las sombras?
¿Dónde?
La cuenta atrás anuncia su bóveda
de humo, su vendaval de espadas,
y nada en el después podrá salvarnos.
Y nada en el después podrá salvarnos.

José Carlos Díaz


Orfeo, el fulgor y la nada

 Reseña de Orfeo, el fulgor y la nada, de Emilio Amor, publicada en El Cuaderno.

    

No siempre una poética sabe que lo es. No siempre una poética es inicio o pórtico de un libro. Puede ocurrir, como en esta última entrega de Emilio Amor, que la poética que desvela cómo se afrontó la escritura de Orfeo, el fulgor y la nada (editado por Libros del Aire), cierre las páginas del poemario, se concentre incluso en sus dos últimos versos:

Y me encontré de pronto

Con la materia pura de esta página en blanco.

El poeta podía haber descrito, como dice en el arranque a ese poema final, la lluvia por las calles de París, porque esa lluvia formó parte de sus viajes, por tanto podía haber descrito su vida, pero algo más poderoso que lo meramente experiencial está en la génesis de lo que Emilio Amor ha fraguado no solo en esta obra, sino en todos sus libros. La atracción por el descubrimiento, el hechizo con que la página en blanco ceba su poesía. Ya lo dejó dicho hace tiempo: «Nunca se sabe qué nos deparará un nuevo poema. Se parte del hallazgo y la sorpresa».  Esa es su manera de entender lo que escribe: casi como una revelación a la que los dioses le dictan incluso los primeros versos.

Proponerle esas premisas creativas a un aspirante a escritor en el curso de un taller literario, podría confundir su aprendizaje. Entendería quizás ese poeta en ciernes que para escribir bastaría con entrar en trance y desde esa hiperestesia darle rienda suelta a las palabras sobre el papel.

Nada más lejos de lo que en realidad sucede cuando Emilio echa mano de la poesía, por muy cautivo que en esos instantes sea siempre de lo que podría describirse como un «delirio del ánimo». Tanto esa sensibilidad conmovida como el verso alcanzado a su través son fruto de un aprendizaje largo que ha ido enriqueciendo la percepción y el reflejo que de lo percibido se traslada a la página o al lienzo (de la misma pureza se parte en ambos escenarios, literatura o pintura, en los que Emilio ejerce, indistintamente, esa suerte de demiurgia). No se escribe sin leer. No se escribe bien sin haber leído mucho. Y entre ese caudal de lecturas que ha ido, imagino, conformando la manera de ser en la poesía de Emilio Amor, es evidencia que hay diversidad, sí, pero también una querencia pronunciada hacia lo rompedor, hacia los iconoclastas. Esas influencias provienen a menudo de lo que fueron vanguardias literarias, pero también de la originalidad de obras tan singulares como la de san Juan de la Cruz o tan delicadas como las de la poesía oriental.  

El estilo literario de Emilio Amor, más que describir el mundo, más que lamentar o celebrar la vida, que también, busca sobreponerse a la realidad imponiéndole un propósito de belleza: «por eso mi canto embelesa a los ciervos y a los pájaros».

Quizás de ahí viniera esa fijación que mantuvo por el personaje de Stauwton en sus primeras obras (Crónicas de Samuel Stauwton [1999. XIII Premio Cálamo de Poesía Erótica]; Canciones de Amor en los Campos de Marte [2002]; y Transgresión del Edén, [2008]); esa fijación por aquel tipo mundano, culto, amante canalla y poeta maldito, que quizás encarnó lo que Emilio Amor hubiera deseado haber sido en una vida anterior, en una época idealizada, donde se honraba el arte y se aspiraba al cosmopolitismo.

Tras aquella inolvidable trilogía inicial que constituye lo que podríamos llamar la saga Stauwton,  tras aquellos primeros libros en los que lo elegantemente mundano se nutría de referencias culturales y se expresaba con una poesía sobre todo deslumbrante, Emilio Amor inició después una fase creativa (con Territorio perdido, Manual de pájaros extintos y El tránsito y la herida) donde los reveses vitales se abrieron paso en unos versos, que, sin menoscabar en ningún momento su voluntad de belleza, las referencias simbolistas y surrealistas o la imaginería pictórica, traslucían una fragilidad íntima muy conmovedora, que inspiró más tarde la escritura de Las libélulas sueñan con los ojos abiertos, donde se seguían referenciando las certezas aprehendidas sobre lo inevitable, sobre la derrota a que tarde o temprano estamos abocados, pero un libro que alentaba, al tiempo, cierta esperanza y una voluntad inquebrantable de exprimir el instante. Esa era la aspiración: volar durante la escasa vida de que disfruta una libélula.

Bien, pues de algún modo, ese tono expresivo se prolonga en Orfeo, el fulgor y la nada. No en vano el título alude a un mito griego que descendió a los infiernos en busca del amor que la muerte le había hurtado y que se valió en su vida de la música para conjurar peligros o ablandar corazones. Y no en vano también se alude en ese título a «el fulgor y la nada», quizás como resumen de la propia condición humana. No resulta aventurado entonces interpretar que quien sufrió el zarpazo de la grave enfermedad hace unos años, el memento mori de la vulnerabilidad, tenga desde ese instante muy presente aquel descenso a los infiernos y la dualidad de la vida, que es alguna rara vez gloria y finalmente siempre vacío. «Para decir cosas grandes hay que morir primero», escribía Huidobro en una de las citas con que se presenta el libro.  O lo que es lo mismo, venir de los aledaños de la muerte le añade una sabiduría amarga, apremiante, a lo que se escribe.

Orfeo está dividido en tres partes que más que compartimentos estancos son vasos comunicantes, puesto que la expresión de todo el conjunto, quizás más minimalista que nunca, mantiene en todo momento un tono muy semejante, orbitando sobre los asuntos ya referidos y que no sólo se interpretan a la luz del título elegido para el poemario, sino también del título de sus divisiones: El fulgor y la nada (de nuevo); Los círculos concéntricos (alusivo a la estancia en el averno); y Orfeo (que como figura alegórica que explica intenciones, abre y cierra el libro).

Fijado el asunto, y por orientar la lectura del poemario, uno resaltaría la tendencia a la concisión, ya advertida antes, que le da a la mayoría de los noventa poemas que constituyen el libro una ligereza a veces casi aforística, con versos tan sentenciosos como los siguientes:

El reloj da la hora a cada instante.

El tiempo es una espléndida aventura.

El duelo es una cruel claudicación en la batalla.

El silencio es un don

que me anestesia el alma.

Gocemos del tiempo que nos queda.

Debemos ser modestos y sublimes.

El silencio es el drama de los justos.

Tal austeridad expresiva se explica bien a través igualmente de otro verso en el que se advierte del «consuelo en la belleza de lo efímero».  Un endecasílabo que es medida reiterada, junto a heptasílabos y alejandrinos, en la métrica de Orfeo; una métrica que, no obstante, tiende a liberarse de corsés silábicos ante una buena imagen o un acierto expresivo concreto que puedan perder fuerza si se les sometiese a una medida forzada.

Por acotar aún un poco más la contextualización de los poemas: espacial, temática, referencial, debe señalarse que el dónde, por ejemplo, nunca está cerca en los libros de Emilio. Como no lo estaba tampoco para los románticos, ni para los simbolistas, ni para el surrealismo. Aquí los lugares son El Cairo, Budapest,  una inabarcable África, la isla de Paphos, la bahía de Ushuaia, el Tibet, Islandia, Camagüey, Sangri-La, Valhalla o París. Si la propia biografía del autor se sublima siempre en sus versos, la realidad espacial más cercana se ignora sustituyéndose por un marco de idealizaciones geográficas. Ello es fruto de esa aspiración a la belleza como «objeto único, como último principio», según se escribe en un poema de Los círculos concéntricos.

Y como recurso también de belleza, pero sobre todo de libertad, de rebeldía, suelen ser los versos de Emilio Amor territorio propicio para una fauna no domesticada. Libélulas, cigarras, hormigas, tigres, gorriones, cuervos, equinodermos, palomas, salamandras, gaviotas, mariposas, delfines, lobos, águilas,  colibríes, mirlos, aves lira, pelícanos, albatros, ciervos, búhos, murciélagos, vencejos, hienas, quebrantahuesos, zorros y hasta dragones y unicornios, constituyen la particular Arca de Orfeo.

Una nave, por cierto, que, a su modo, forma parte también de ese mundo marino tan recurrente en todos los libros de Emilio, donde el mar, los naufragios, las galernas, las olas, las playas, los barcos, los ahogados o los corsarios siempre son alegoría de viaje o aventura, de vida apurada, de espacio abierto y no expuesto a más restricciones que las propias del azar natural.

Queda, según lo referido, perfilado el escenario que pone fondo a un poemario que en ningún momento discurre a ras de suelo, que siempre evoca la idealización de una naturaleza, de una lejanía, que trasladan la emoción o la vivencia que genera el poema a coordenadas que podrían darse por utópicas, que huye así del infierno órfico y del que fue durante algún tiempo casi real, y que lo hace bajo la tutela de citas cuyos autores (Huidobro, Mallarmé, Vitale, Vallejo, por ejemplo) siempre se han distinguido no por testificar la experiencia, sino por indagar el mundo que el riesgo poético pone al alcance de algunos elegidos, en «una incesante lucha/ contra el extermino del alba», como bien escribe Emilio Amor.

José Carlos Díaz