lunes, marzo 31, 2008

Jukebox

En todos estos años,
desde que volví del otro lado del mundo,
sólo una vez llamé a las puertas del infierno.
Fue una noche perra
que me condujo a un bar con la ansiedad de antaño.
Un segundo antes de llevarme
el primer trago a los labios,
una mujer con ojos de perdida,
un despojo de piel y huesos
con carmín hasta en los dientes,
me tocó en el hombro
con la misma fuerza que el ala de un ángel.
Bailamos cerca de la jukebox.
Era como abrazar a la muerte misma.
Cuando terminó la canción
dejé aquel tugurio
y dejé también mi vaso aún lleno sobre la barra.
Al volver a casa
encontré caliente mi lado de la cama.
Stephane Furber, Daphne.
Editorial Mondantordi, Argentina, 2007.
Traducción de Mariana Lotti.

miércoles, marzo 26, 2008

Por el Jerte

(Notas del sábado, 15 de marzo de 2008)

Después de desayunar tomamos rumbo al Jerte. Subimos el puerto de Honduras. No recordaba ya lo angosto de su calzada. No son más de las diez. Está fría aún la mañana. Y sin embargo, andan por las veredas de estas rampas iniciales muchos caminantes que gustan, parece, de la proximidad de la naturaleza, del aire limpio, hasta del frío. Los robles están desnudos, desvalidos. El suelo es una alfombra mullida de hojas ocres, sucias, húmedas, embarradas. Cuando tan sólo llevamos ascendidos unos pocos kilómetros se nos cruza una autocaravana que va camino de Hervás. Tan ancha que casi nos tira monte abajo. Los pocos claros que deja el bosque permiten ver el valle. Empieza a iluminarlo el sol. Brillan los muros blancos de las casas. Espejea el agua en el pantano de Baños. Esa misma luz empieza a serpentear entre los troncos afilados de Honduras. Tiene una solidez moldeable. Suficiente como para golpear en los ojos con el brillo de una joya y como para vadear el ramaje hasta ganar los cada vez más escasos rincones umbríos del lugar. Se hace largo llegar a la cima. Arriba todo está más desnudo, el paisaje ha perdido definitivamente la frondosidad que tuvo durante casi todo el trayecto de la ascensión. Bajando ya hacia el valle empezamos a pasar al lado de las terrazas cultivadas. De los primeros cerezos en los que aún no vemos flor ni brote alguno. Y sin embargo, unos instantes después, llegando ya casi a la carretera que transita el Jerte, descubrimos en un recodo que en la otra vertiente, donde ya calienta el sol, los cientos de árboles que de repente se nos vienen a la mirada sí que lucen flor y están blancos, como escarchados. Nos detemos, nos fotografíamos con ese fondo de postal japonesa.

Nos acercamos hasta el pueblo de Jerte. Lo paseamos largo rato. Junto al río. El día es espléndido. También lucen hermosos los naranjos, que son abundantes en los huertos del pueblo. Se vende licor de cerezas, aguardiente de cerezas, plantones de cerezo. Todo el valle vive de la cereza. En Cabezuela aparcamos antes del puente. Buscamos en el entramado del caserío el trazado de lo que fuera su judería. Hemos leído que la iglesia que se levanta en medio y en lo alto fue sinagoga. En ella hay hoy boda. Y viste la gente con una elegancia pueblerina, con un endomingamiento algo grotesco. En Navaconcejo compramos pan y nos llegamos hasta la calle a la que todas las guías remiten, la de los balcones de castaño superpuestos. Por allí también se levantó una fábrica textil que fue la más importante del contorno. Hoy es casa de cultura. Los niños juegan un rato en la orilla del río. Asoman entre sus aguas canchales pulidos, redondos. Desde ellos vimos cómo se tiraban los bañistas cuando por aquí anduvimos en nuestro viaje anterior. Antes de visitar Plasencia, buscamos dónde comer. Encontramos un comedor de grata presencia en la misma carretera. El Regino. Muchos comensales y sin embargo atento y rápido servicio. Compartimos migas, zorongollo y embutidos. Luego cada uno pide el plato que le place. El lechazo está sabroso. Lo regamos con vino de la Ribera del Duero. Bebemos prudentemente. Queda camino aún por recorrer.

Llegamos a primera hora de la tarde a Plasencia. Bromeo con mi mujer. Mira a ve si ves por algún lado letrero o anuncio de Gráficas Rozalén. Aparcamos cerca de sus murallas. Accedemos por la Puerta de Trujillo y caminamos hasta las Catedrales. Las visitamos. Hermoso claustro. En su patio dan sombra y aroma los limoneros. Es de transición del románico al gótico, con arcos apuntados y bóvedas de crucería, pero con columnas y capiteles de clara tradición románica. Una de las sorpresas más agradables del templo es su antigua sala capitular, convertida en capilla de San Pablo, cuya torre gallonada, llamada del Melón, tiene un abovedamiento bizantino similar al de la Torre del Gallo de la Catedral de Salamanca, al de la Catedral de Zamora o al de la Colegiata de Toro. Desde las arcadas del claustro se ve a las cigüeñas. Tienen nido sobre los tejados de la catedral. La sobrevuelan. Crotoran.

El paseo nos acerca después a la plaza mayor, que es alargada y levemente pendiente. En su parte superior se levanta el coqueto ayuntamiento de traza renacentista, con una torrecilla a la que se agarra de mala manera el abuelo Mayorga, que golpea desde su atalaya y a ritmo de campanadas las horas de la villa. Uno conoce poco el lugar, pero cree intuir que debe de ser aquí donde más vida tiene Plasencia, desde donde late. Terrazas soleadas, tránsito de gentes, callejuelas donde se mezclan las viejas tiendas provincianas y las franquicias de nuevo cuño. A los niños con la buena temperatura y el sol primaveral les entra el antojo de unos helados. Los comen con gusto mientras nos adentramos en el laberinto de rúas que las murallas envuelve, fijándonos en casonas y palacios, paseando lo que fuera judería, que anda próxima al actual Parador y antiguo convento dominico que patrocinaran los condes de Plasencia y donde cuentan se asentó la primera universidad extremeña.

Decía Álvaro Valverde, a propósito de su ciudad, que Plasencia es “una ciudad, conviene recordarlo, fundada en 1186 por el rey Alfonso VIII bajo el lema Ut placeat Deo et hominibus (para que agrade a Dios y a los hombres); dispuesta, por cierto, a la medida de un hombre, como querían los clásicos. Ni las megalópolis inabarcables en que se han convertido Tokio, Nueva York o Shangai, ni el pequeño pueblo o la aldea donde a uno, por lo reducido del espacio y de la convivencia, se le antoja la vida complicada. Una ciudad, en suma, para ser paseada (por el flâneur de Benjamin); donde las distancias no nos exceden, ni por defecto ni por exceso. Tal vez por eso escribió Musil que “a las ciudades se las conoce, como a las personas, por el andar”. Eso procuramos durante las horas que anduvimos por allí, andarla gustando de esa escala suya tan acogedoramente humana.

Antes de irnos, compramos una torta del casar. La cenamos después acompañada de un rioja Ostatu que J. se había traído desde casa. Qué buena compaña. La del queso y el vino, la del pan de Navaconcejo, la de nuestros amigos en la noche, conversando alegre y confiadamente durante largo rato.

lunes, marzo 24, 2008

Por Las Hurdes

(Notas del domingo, 16 de marzo de 2008)

Se ha ido cayendo la noche. Estoy tumbado sobre el sofá. Algo cansado. Ha sido un día soleado. Un hermoso día primaveral. Estas casitas de La Fuente del aliso donde nos alojamos en Hervás están rodeadas de jardín, de cerezos, de algún olivo, de algún granado. Se alcanza al sur el puerto de Honduras, al que desde que llegamos se le ha subido el sol al lomo en los almediodías. Supongo que en esta galbana que arrastro tenga que ver que nos fuimos temprano camino de Las Hurdes. Pasamos por Zarza de Granadilla, extendida sobre la llanura que linda con el embalse. Atravesamos sus aguas junto al caserío que dicen Poblado de Gabriel y Galán. Quizás se levantara al construirse la presa, ese enorme lago que abastece de agua a una vasta extensión de tierras, pueblos y gentes. Entramos en Las Hurdes por Casar de Palomero y nos detuvimos en Pinofranqueado. Es domingo de ramos y todo el mundo anda vestido para la ocasión, llevando en la mano laurel u olivo. Fácil es hacerse con una ramita en cualquier lado, que están por aquí los campos llenos de los troncos retorcidos de la aceituna y hasta hemos visto en la carretera que algunos cruces de caminos se adornan con almazaras. Muy hermoso paisaje, laderas en las que se ordenan armónicamente los cultivos y sobre los que el sol platea las hojas. Por Caminomorisco, que fue el lugar de paso de los sarracenos deportados desde Las Alpujarras granadinas camino de Las Batuecas, seguimos hacia Nuñomoral. Vamos a la vera del río Hurdano, que fluye entre guijarros blancos y choperas aún desnudas en las que empiezan, no obstante, a alumbrar en lo más alto los brotes verdes de la primavera entrante. De allí hasta Gasco.

Pasamos por Martilandrán y Fragosa siguiendo, desde el altozano por el que discurre la carretera, el sinuoso transcurso del río Malvellido, que escarba esta tierra a la que Miguel Unamuno definió como un vasto oleaje petrificado. En Martilandrán se encuentra la casa en que almorzó Alfonso XIII cuando visitó el pueblo. Cuentan que cuando el rey vino hasta aquí, sobrecogido ante tanto atraso y exhausto por el viaje, pidió para su maltrecho estado de ánimo un vaso de leche. Pero no había leche en Las Hurdes, ni cabras, ni vacas que se pudieran ordeñar para darle gusto al monarca. Así que le sirvieron un trago de leche de una mujer recién parida.

También en Martilandrán anduvo alojado algunos días Luis Buñuel cuando rodó Tierra sin Pan. El de Calanda cuenta en sus memorias, a las que tituló Mi último suspiro, que “había en Extremadura, entre Cáceres y Salamanca, una región montañosa desolada, en la que no había más que piedras y brezo: Las Hurdes. Tierras altas antaño pobladas por bandidos y judíos que huían de la Inquisición. Yo acababa de leer un estudio completo realizado sobre aquella región por Legendre, director del Instituto Francés de Madrid, que me interesó sobremanera. Un día, en Zaragoza, hablando de la posibilidad de hacer un documental sobre Las Hurdes, con mi amigo Sánchez Ventura y Ramón Acín, un anarquista, éste me dijo de pronto:
­-Mira, si me toca el gordo de la lotería, te pago esa película.
A los dos meses le tocó la lotería, no el gordo, pero sí una cantidad considerable. Y cumplió su palabra. Ramón Acín, anarquista convencido, daba clases nocturnas de dibujo a los obreros. En 1936, cuando estalló la guerra, un grupo armado de extrema derecha fue a buscarlo a su casa en Huesca. El consiguió escapar con gran habilidad. Los fascistas se llevaron entonces a su mujer y dijeron que la fusilarían si Acín no se presentaba. Él se presentó. Los fusilaron a los dos
.”

En El Gasco, en su plaza de construcciones desordenadas, poco respetuosas con la tradición, se acaba la carretera. Desde allí, en una caminata corta de quizás no más de media hora, se llega hasta el Chorro de la Miacera, la cascada que afirman es la más espectacular de Las Hurdes. Cae de la peña del llamado Pico del Volcán. Con la piedra porosa de este monte se fabrican curiosas pipas con boquilla de madera de nogal. Nos metemos en una tienda de artesano abierta a la entrada de la alquería. Es un local amplio donde cabe, para nuestra sorpresa, hasta un automóvil que comparte aparcamiento con un pequeño mostrador y las baldas en las que se distribuye el muestrario de cuanto allí se fabrica. Miniaturas de casas tradicionales de pizarra y piedra negra, de las que ya casi no quedan por estos pueblos. Pipas. Y tortuguitas de nuez y garbanzos. Los niños compran una para cada uno.

Al pasar por Fragosa reparamos en el blanco y bien cuidado edificio que se asoma al desfiladero. Es el cottolengo, balcón que mira los forzados meandros del río. Cuentan que allí resisten media docena de monjas atendiendo a casi cuarenta acogidos que dependen de ellas para todo. Los cottolengos nacieron para acoger a los más enfermos, a los abandonados, a los que no tenían cabida en ninguna otra institución. Eso quiso que fueran los cottolengos su inspirador, el jesuita P. Jacinto Alegre -aunque el primero, el de Barcelona, no fue realidad hasta 1932, dos años después de su muerte-. Y en ello perseveraron las Hermanas Servidoras de Jesús, comunidad nacida unos años más tarde para servir a los acogidos en estas casas. Los cottolengos se sostienen de limosnas. Ya hace más de cincuenta años que estas monjitas llegaron a las Hurdes, al valle en el que se asentaban tres de los lugares más míseros de la comarca hurdana: Martilandrán, Fragosa y el Gasco. Cuando ni carretera había. Allí siguen y se las quiere.

De vuelta comemos en Nuñomoral. Nos acoge el pequeño y familiar comedor de El Hurdano. Nos dan patatas con arroz y bacalao. Huevos con jamón. Desde allí vamos hacia Ríomalo. Tomamos un café al sol. En una terraza próxima al puente sobre el Alagón. Los niños juegan cerca del río. Emprendemos luego camino hacia Sotoserrano. De allí a Aldeacipreste y a Montemayor del Río. Paisaje cimero y bello como pocos. Enormes canchales graníticos que tal parecen el lomo de animales hibernados, semienterrados. Se ve al fondo la sierra de Béjar levemente nevada. Montemayor del Río tiene castillo. Se le dice de San Vicente. Fluye a sus pies el río Cuerpo de Hombre. Extraña denominación pues uno piensa que en nada se asemeja nuestra sombra a ese cauce serpenteante del que no se alcanza el fin. Tal vez se reparase en lo enjuto cuando el nombre se le dio, o en la metáfora de sus aguas, en las que siempre se ha visto espejo de la vida. Quién sabe. Todo tiene aquí un aire cuidado, de caserío atento y respetuoso con su pasado. Se hace agradable pasear por las calles. Se oye sólo el agua de la fuente en la plaza mayor. El frío ha ido recogiendo a las gentes. Volvemos a Hervás.

jueves, marzo 13, 2008

Hervás












Tan sólo un par de años atrás,
una noche tibia de julio,
justo al otro lado del río.

Sonaba quejumbrosa
una música sefardí
y llegaba de la sierra,
por la espalda,
una brisa sombría de castaños.
Se habían recogido ya
los vencejos en los aleros,
olía el mundo a leña en ascua
y era grato saberse dueño
de la paz entera de una aldea
que caminaba lenta a conciliar el sueño.

Ocurre a veces,
sólo a veces,
que estás lejos de casa y de tu gente,
y que sin embargo das por cierto
que esa tierra extraña donde te sabes de paso
podría ser también y para siempre
tu recogida patria.

(Por allí andaremos. Hasta la vuelta.)

miércoles, marzo 12, 2008

Marejada

A Conde-Duque y Pasmada (ellos lo pidieron).

Nos cantaba mi padre de pequeños “a la mar fui por naranjas, / cosa que la mar no tiene; / vine todo mojadito, / de olas que van y vienen”. Hace mucho tiempo ya que mi padre no canta. Que apenas habla. Que no se acerca siquiera a la playa. Le tomó definitivamente distancia al verse ridículamente desvalido cuando hace un par de años una pequeña ola le llevó el bastón en la orilla sin que pudiera hacer nada más que verlo flotar mar adentro. Si se hubiera acercado estos días hasta el Muro, tal vez se hubiese sentido hipnotizado por la marejada, quién sabe si hasta se hubiera olvidado de su débil condición de anciano enfermo. Una fuerza así, tan desproporcionadamente indómita, convierte en iguales a tullidos y sanos. Incluso nos devuelve al principio de los tiempos, cuando los dioses no eran sino los despóticos desmanes de una naturaleza vasta, violenta e ingobernable. El lunes, una ecuatoriana mantenía firme frente al océano la silla de ruedas sobre la que se acurrucaba una vieja algo asustada. Nos vamos a mojar, acertó a decir la inválida desde el cobijo de su manta. Su cuidadora sonrió condescendiente. Hasta aquí no llegará, no se preocupe. Y de repente, con la consistencia de la lava pero tan ligera como ráfaga de viento, una ola espesa se arrastró desde la playa hasta el paseo y empapó enteros a los paseantes curiosos. Nos reímos como colegiales. Era el nervioso alivio con que una penitencia leve absuelve el atrevimiento sin malicia. Si hubiera estado allí mi padre, en otro tiempo, hace años, seguro que al volver a casa le hubiera cantado a mi madre “vengo todo mojadito / de olas que van y vienen”. Antes, lo doy por cierto, se hubiera tomado un vermú. O dos. Y se hubiera reído abiertamente del mar. Pues nunca fue partidario del miedo ni de los dioses. Ni del de ahora ni de los de antaño.

lunes, marzo 10, 2008

Max


Domingo de elecciones. Nos levantamos tarde. Ha estado lloviendo. A eso de las doce nos vamos a votar. Mucha gente. Sobre todo personas de edad avanzada. Apoyados en el mostrador de las papeletas, extendemos la naranja del senado y marcamos tres cruces. Doblarla después e introducirla en el sobre es una labor complicada. Preside la mesa la vecina del segundo. Una rubia alta algo equina que deja siempre en el ascensor un persistente rastro de perfume dulzón. Dice mi nombre en voz alta. Como queriendo memorizarlo. Yo tampoco sé cómo se llama. Nadie me pregunta a la salida sobre mi voto. Compramos el pan y el periódico. Tomamos el vermú. Están televisando el partido del Sporting. Finalmente empata. Me temo que tampoco será este año el del ascenso. Después de comer le echo una mano a mi hijo con los deberes. Se levanta un momento a afilar el lápiz. Lo oigo sollozar en la cocina. Está quieto frente a la jaula del hámster. Max está tendido sobre el serrín. Las patitas estiradas. Tiembla casi imperceptiblemente. No responde a las caricias. Al final de la tarde forro una caja de jarabe con papel de envolver. Escribo el nombre del ratón. Se lo lleva mi mujer a un parque cercano. Lo medio entierra bajo un laurel. Llamo a un amigo de mi hijo. Viene pronto. Les pongo una película y hago palomitas. A la noche seguimos los resultados electorales. Creíamos ya dormido al niño y sin embargo le oímos levantarse al baño. Bajamos el volumen de la televisión. Se le oye llorar de nuevo. Me acuesto a su lado e intento intuir qué sentimiento le arranca el llanto. Quizás el miedo.

miércoles, marzo 05, 2008

Añoranza del frío

Miguel Galano

Carta a Xuan Serandinas:

Ya sabes cómo aprecio cuanto me escribes. Me da noticias de una tierra que es también la mía. Hoy, después de haber vuelto de esos lugares donde ahora vives y habiéndome en ellos transido el frío de una añoranza inesperada, lo conté lo mejor que supe en las páginas de mis diarios. Me temo, no obstante, que no alcancé a ver en los renglones que finalmente pergeñé con algunas impresiones vagas todo lo que llegué a sentir por un momento. Fue ayer. Eran poco más de las siete de la tarde. Andaba por el pueblo acompañando a mis padres. Se había ido cayendo la niebla sobre las calles. También el frío. Empezaba a tener todo una imprecisión lenta y creciente que no era sino la amenaza de la noche en ciernes. Íbamos a emprender ya el viaje de vuelta, cuando me cogió por dentro una nostalgia extraña de esas horas desapacibles de las tardes que vivi por esos lugares siendo niño. Siempre que vuelvo allí todo termina recordándome algo. A menudo de manera borrosa, pero aún así, con la certeza de estar recuperando sensaciones que había dado por olvidadas y que sin embargo presiento que son pura yesca que prende fácil. Ayer recobré de pronto el calor que me aguardaba dentro del hogar donde antaño pasé algunas estaciones de mi infancia. Alenté de nuevo la esperanza de esa tibieza que sólo se alcanza bajo las mantas en el invierno cuando el mundo se sabe frío y sin embargo seguro; o en la cálida intimidad de una cocina de aldea mientras crepita la leña en llamas y alrededor charlan animadamente padres, abuelas y tíos. En el recuerdo los vuelvo a ver erguidos, sanos, fuertes. Era un tiempo que ahora añoro porque al cabo de los años lo sé definitivamente ido y porque, mientras lo habitaba, me sabía confortablemente amparado de cualquier inclemencia de la vida. Algo así fue, Xuan, lo que ayer me encontré en el frío.

JCD

martes, marzo 04, 2008

Eppur si muove

Si hubiera un tercer debate ya no lo vería. Fue uno al primero con curiosidad. Al segundo con resignada aplicación de ciudadano responsable. Pero ni uno más. Dicen que en EE.UU. los candidatos se enfrentan en tales citas con cierta asiduidad. Es de suponer que se utilice otro formato, porque de ser el elegido como el nuestro, me temo que la audiencia norteamericana de tales eventos no sea mayor que la de los documentales de la 2. Aquí la cosa consiste ni más ni menos en que cada candidato hable de lo que le parezca –independientemente de lo que el otro le pregunte o de qué le haya acusado-, en que se esgriman gráficos y cifras a discreción –¡qué fácil es dibujar un par de barritas de colores y darles el tamaño adecuado!- y en poner al rival de vuelta y media más o menos educadamente. Y en el fragor de la sinsustancia incluso en empecinarse en desmentir soplapolleces varias o abrir como en las romerías la tómbola de las gangas. Me pregunto, abstraído por un instante de los guiños compulsivos y las solemnidades vacuas, si ninguno de estos tipos tendrá la feliz idea de decirle a la gente que son de carne y hueso, mortales y falibles, que de vez en cuando se equivocan, que además son conscientes del momento en que ello ha sucedido y de que no consideran ningún baldón reconocer los errores puesto que ello les permitiría no volver a cometerlos. Porque lo que se echa en falta en todo esta discusión tediosa no son las promesas, sino las rectificaciones. Qué confianza puede albergarse en quienes permanecen encastillados en sus posiciones, por muy erradas que éstas se hayan demostrado. Miren, a riesgo de que me tomen por antiguo, uno se manifiesta galileano en estas cosas, y contra la visión partitocéntrica de la sociedad, según la cual todo gira en torno a los intereses de la formación política a la que se pertenece –cada vez más piramidales y acríticas-, quisiera creer que todo podría discurrir más armónicamente si las posiciones sobre los asuntos fundamentales se argumentaran desde el sentido común y no desde el prejuicio. Por ello debería exigirse un compromiso estable, sólido y sensato sobre asuntos tales como la educación, la sanidad, la política antiterrorista, el reparto de agua, las infraestructuras o el modelo de estado. Hay un empeño suicida en enfrentar huestes sin reparar que este país no se merece que al electorado se le convierta en la extensión clónica del entusiasmo religioso de la militancia de partido. Mientras el resto nos movemos alrededor del sol, ellos giran, como asnos en noria, en torno al cocido que les asegura la servil reverencia a la consigna de turno.