El viernes tuvimos el placer de presentar en la Biblioteca Pública
Jovellanos, y con ocasión de los encuentros poéticos que anualmente organiza la
Sociedad Cultural GESTO, el libro Pájaros
de alambre (Cuadernos Cálamo/Gesto, Gijón, 2018), de Diana Aradas, coruñesa, profesora de literatura que antes de alzarse con el trigésimo segundo Premio Cálamo había dado a imprenta sólo
otro libro, Silencio invernal (Torremozas, 2017).
Diana Aradas ha definido en su bitácora digital (http://dianaaradas.blogspot.com) cuál es su concepción de la poesía: “una hendidura en la solidez de la rutina,
una fisura que deja paso a la claridad. Sólo ella (la poesía) rasga nuestra mirada, tan acostumbrada a la
tiniebla del mundo”.
Se aviene bien esa definición con lo que en el poema titulado Felicidad (pág. 14 de Pájaros de alambre), se escribe:
LA FELICIDAD
Un jilguero que canta
sobre un alambre roto.
Esa línea quebrada del alambre no es otra que la fisura a
la que alude Diana, la grieta en la gris cotidianidad a través de la que se
abren paso los versos, la dicha sostenida por el canto del jilguero, la propia poesía
al modo delicado en que la entiende Diana Aradas. Delicado y, podría añadirse, casi
aforístico, puesto que no pocos poemas se resuelven asertiva y concisamente como podemos apreciar en los siguientes ejemplos:
“El
cielo no puede escapar del pájaro.”
“Somos
las ramas en las que trina la vida apenas un instante.”
“El
pájaro es al árbol lo que el instante a la felicidad.”
“La
brisa es un mayoral que conduce hacia el invierno.”
“El
espantapájaros aleja lo que quiere porque presiente la pérdida.”
“Son
ruidosos los pájaros para que exista el silencio.”
“La
muerte baja del cielo y hace una parada en el cuerpo del gorrión.”
“Estéril
venda es el vivir.”
Esa concisión casi oriental caracteriza la expresión de Pájaros
de alambre, que se constituye así como un poemario de composiciones breves
y esenciales. Que no recurre a la anécdota para el arranque de los versos, sino
a las iluminaciones suscitadas por los pájaros como símbolo, creando una
alegoría sostenida en el vuelo de las aves, en su fragilidad, en su relación
con las estaciones, en las sugerencias de su plumaje, un ámbito cerrado y
cohesionado, una atmósfera sutil y subyugante.
Hay poemarios que se articulan engarzando lo que podrían
considerarse materiales de aluvión (se
va escribiendo de temas diversos, incluso con ánimo y formas diferentes hasta
cerrar un libro), y hay otros poemarios, sin embargo, que responden a una intención
inicial sobre la que se va construyendo un conjunto homogéneo, planeado. Pájaros
de alambre pertenece a este segundo tipo de libros, concebidos con
voluntad de unidad, en torno a una idea, imagen u obsesión sobre la que gira
todo el conjunto.
Estamos, pues, ante una manera de decir extremadamente
depurada, sin más adjetivación que la precisa, alérgica a toda impostura y
concentrada en el hilo simbólico con el que se urde en una voluntad de obra
cerrada sobre sí misma. Esta austeridad de estilo queda advertida en su poética inicial:
El pájaro no exhibe el buche,
únicamente le sirve
para comer.
La belleza
reside en sus colores, ocultos
bajo el pico,
igual que un poema,
no siempre muestra lo bello
que contiene (…)
Ese es el estilo con el que se aplica Diana Aradas, pero la intención, el porqué
de estas páginas, la razón última de la poesía también tiene su reflexión en el
libro (en la composición A la poesía):
Dónde los pájaros
mientras cae la lluvia.
Cuál es su refugio,
de qué se alimentan si la nieve,
cuándo encuentran su lugar,
si no es el cielo,
cómo sobreviven
sin canciones.
La necesidad de esa luz o canto para la vida, la
necesidad de ese consuelo, es el regalo que nos otorga la poesía, parece querer
decirnos la autora.
Apuntadas, pues, las pautas sobre las que trabaja Diana
Aradas, la forma y el sentido de su tarea, resta adentrarse en el muestrario
tan diverso y sorprendente, tan admirable en hallazgos, que nos ofrecen sus Pájaros
en el alambre. En ese recorrido, el paso del tiempo y la manera en cómo
transcurre o debe transcurrir nuestra vida mientras tanto (con el
aprovechamiento del instante, como los pájaros, es el asunto literario
intemporal que se atisba como una marca de agua a lo largo del libro y que
tiene un tratamiento, de algún modo paradigmático, en el poema que da título al
conjunto:
PÁJAROS DE ALAMBRE
(para
Julia Cavero, por su amistad)
A medio camino
entre la tierra y las alas,
como esos pájaros que se posan
en los cables de la luz,
y se hacen compañía
mientras esperan
para alzar el vuelo,
así nos queremos los humanos,
mientras tanto.
Somos, como acierta a decir Diana en otra estrofa: “(…) las ramas / en las que trina la vida, /
apenas un instante”. Una vida, por otra parte, que resulta demasiado a
menudo perpleja, acuciada de incertidumbres:
CONOCIMIENTO
Los pájaros
sobre los conductos
de la luz
no saben más que nosotros
del mundo que pisamos
Una vida acordonada de fronteras (y el término
“fronteras”, deletreado en el poema El
alambre de los pájaros tiene, como no podía ser de otro modo, una
significación despreciativa):
En los alambres de Auswitchz,
en los alambres de Siria,
en los alambres del hambre,
en los alambres del mundo.
El mundo es un alambre
que nos degüella
mientras sostiene sus pájaros
Esas recurrencias constantes a pájaros y alambres tienen
la virtud poética, como creo que se intuye fácilmente, de la connotación. Poseen
la cualidad de transformarse y adoptar significaciones complementarias,
otorgándole, paradójicamente, una riqueza espléndida a un libro tan desnudo,
tan falto de fanfarria épica o adjetival,
como es éste. Ese alambre, por ejemplo, que nos degollaba, se transforma en
otros versos en el rodrigón o guía que sostiene el talle de una rosa doblada
por el viento; o es cable, en otra interpretación, que columpia la idéntica
vida delgada de dos pájaros que comparten amor sobre ese frágil espacio.
A su vez, ese pájaro gorrión que es capaz de asomarse
cada tarde en el poema La jarra de Leteo
a una nueva vida como Dante —Vita Nuova—
cuando bebe en los charcos de Leteo, tiene quizás por ave antagónica en el
poema Pájaro en mano a todas aquellas
criaturas que “cubrimos con pañuelos /
para que sepan que llegó / la hora de dormir” y que no son sino “los pájaros del miedo, / encerrados siempre
en las jaulas / de la indeterminación y la duda”.
Podría ahondarse más y seguramente mejor en un libro que,
a pesar de su brevedad, de su concisión, es una fuente inagotable de
sugerencias. El papel del lector, del lector de poesía en particular, es
crucial a la hora de cerrar el círculo del proceso creador: enriquece con sentidos
únicos, individualizados, el mensaje abierto a interpretaciones que es siempre,
en mayor o menor grado, la poesía.
Permítaseme, por tanto, que arrogándome esa libertad
interpretativa a la que acabo de aludir haga una referencia última a dos breves
poemas del libro que llevan un mismo título sólo diferenciado por las
interrogantes añadidas en el segundo de ellos: Y si, y ¿Y si? (págs. 48
y 58). Dos poemitas que uno ha leído añadiéndoles, mentalmente, un acento
gallego a la declamación, porque tienen que ver con la sabiduría de la duda. Un
ejercicio muy gallego, no al modo a veces desdeñoso con que se ironiza sobre
tal manera de proceder, sino al bien argumentado por Cunqueiro, que creía que
en el alma gallega pervive una suerte de defensa hacia el exterior propia de un
pueblo que era el fin de la tierra, expuesto a los excesos del mar y del clima,
invadido desde la costa y por los caminos interiores. Un pueblo por tanto
receloso de las certezas absolutas (imposibles frente a la naturaleza,
peligrosas ante el invasor) que ha adoptado como identidad la eventualidad del
parecer, su condicionalidad. Esos títulos de los dos poemas de Diana aludidos,
quizás tengan que ver con ello. Y con esa relación estrecha con la naturaleza, tiene
que ver todo el libro, en el que pájaros y estaciones son metáforas extraídas de
ese ámbito natural que sirven para hablar de la vida, su transcurso y
circunstancias.
En fin, y por
darle conclusión a una lectura que pide volver una y otra vez sobre sus pasos,
sobre la sombra de esos vuelos rasantes de pájaros ligeros y hermosos o
sombríos y premonitorios, bajo el cobijo de esas ramas o alambres en que se
posan, tan quebradizos como nuestra propia existencia, sólo queda desearle a este
precioso libro, que despliegue unas alas vigorosas y por largo tiempo
extendidas. Querrá ello decir que son muchos sus lectores.