El único vestigio de cómo fue el pueblo es una espadaña que se eleva sobre la tierra como el resto amputado de una iglesia abandonada o hundida bajo un pantano. A sus pies había un cementerio. Hoy queda el rastrojo que ha dejado la siega de sus huesos, que yacen ahora en un nuevo camposanto de muros blancos, ceñidos por el silencio de las eras. Desde el caserío sale un camino del polvo hacia el horizonte. La tierra del páramo respira quieta, nunca levanta la voz ni ensancha el pecho con el aire. Un viejo viene de entre los muros de adobe pedaleando esa planicie a lomos de su bicicleta. Se cubre del sol con un sombrero de paja. Toma la senda terrera. Lleva la vista clavada en el suelo. Evita así las piedras, pero también que no lo distraigan las tapias encaladas por encima de las que crecen los cipreses. Sabe bien que tropezar con unas u otras terminaría por echarle el pie a tierra.
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