Ayer tuvimos la suerte de
asistir al estreno en Gijón de una película que, aunque rodada en 2006, no
había sido todavía, incomprensiblemente, proyectada en nuestra ciudad. Se trata
de La
estancia vacía, codirigida por Iván Fernández y Miguel Barrero.
Documental que indaga sobre los últimos meses de la vida de Michi Panero, que,
enfermo, solo y sin apenas recursos económicos, se refugió en Astorga desde
finales de 2002 hasta su muerte en marzo
de 2004, quizás en un intento de cerrar aquel círculo maldito que se había
abierto con El desencanto, auténtico aquelarre freudiano en el que los Panero “carroñeaban” el cadáver
del patriarca, y que, en el tramo final de su vida, el más pequeño de los
hermanos trató de restañar con una tardía recuperación del que fuera considerado,
amañadamente, poeta del régimen. La
estancia vacía es una película dignísima que elige la sinceridad frente
a la impostura y que para ello, en su hora y media de metraje, hace girar el
desarrollo de todo lo contado en torno a una figura entrañable, Angelines
Baltasar, la persona —“la doméstica” según su propia y humilde definición— que
trabajó en casa de los Panero al cuidado de los quehaceres hogareños y de los
niños, tanto en Madrid, durante un tiempo, como luego en las estancias de la
familia en Astorga. A ella recurre Michi cuando vuelve a la ciudad maragata
para que lo atienda en su desvalimiento de enfermo y hombre solo. Miguel
Barrero hubo de trabajarse la confianza de Angelines para lograr su
participación en la película. Y lo consiguió hasta tal punto que no son pocas
las veces que la anciana habla no para la cámara sino para Miguel que, como un
confidente ya amigo, la escuchaba fuera de plano pero lo suficientemente cerca
como para que lo contado fluyera sin recelo. Intervienen también el alcalde de
entonces, y profesor de literatura, Juan José Alonso Perandones, que reflexiona
con buen pulso discursivo sobre las motivaciones que hubo en la decisión de
Michi para refugiarse en Astorga. La médica que lo atendió y que certificó su
defunción, Victorina Alonso. Su amiga, Mercedes Unceta Gullón, que traza un retrato
íntimo de lo que a su juicio fue la vida desperdiciada de Michi Panero,
asumiendo así un papel casi maternal al añorar lo perdido por querido, pero reprochando
a la vez que la muerte se llevase a quien, pudiendo haber dado tanto, se fue
dejando tan poco. Y están también Ángel
García, que fuera amigo de MIchi en su final astorgano, y Federico Utrera,
periodista que le hizo una de las últimas entrevistas. Con todo se compone una
película que, como queda dicho, es contrapunto a la puesta en escena efectista
de El
desencanto, y de su secuela, Después de tantos años, al elegir
una perspectiva externa, pero muy próxima, situándose, a tal efecto, a la
altura misma de Angelines, de su cabal sentido de la realidad, de su lección de
generosidad y por tanto, y de algún modo, de esperanza.
miércoles, abril 27, 2016
martes, abril 26, 2016
Tráfico de influencias (La estancia vacía)
No siempre uno merca con la amistad para alcanzar
prebendas vergonzantes. Hay veces que se echa mano de ella para más nobles
propósitos. Hace unos meses influí todo lo que pude en Arlé, a la que me une,
además de una buena amistad, el trabajo en común que durante los últimos meses,
desde la desaparición de Juan Garay, le hemos dedicado a Gesto, para que
programase un ciclo cinematográfico que tuviese por protagonistas a los Panero.
Si bien es cierto que las dos películas que abrieron esta rememoración —El
desencanto y Después de tantos años— eran
conocidas e incluso suelen ser programadas periódicamente por algunas cadenas
televisivas, mi interés radicaba sobre todo en cerrar la muestra con una
tercera cinta que uno no había podido ver en su momento y que tampoco
encontraba por más que buscaba: La estancia vacía, un documental,
codirigido por los asturianos Miguel Barrero e Iván Fernández, del que había
oído hablar muy bien, pero que no ha tenido demasiadas proyecciones desde su
estreno y por tanto era, es, injustamente bastante desconocido. Lo más fácil
hubiera sido preguntarle al propio Barrero por su película, no en vano he
coincidido con él no pocas veces en el mismo café y a la misma hora, pero este
retraimiento que padezco con resignación
franciscana me impide a menudo esos atrevimientos. Así que recurrí a
Arlé, que a su vez recurrió a Juan Carlos Gea , quien puso finalmente en contacto
a mi amiga con Barrero, logrando de este modo
completar la trilogía ofrecida en el ciclo y, de paso, satisfacer ese
deseo que uno albergaba desde hacía tiempo. Lo que viene a probar, como
apuntaba al principio, que no siempre es perverso el tráfico de influencias.
Así que hoy, si nada lo impide, asistiré a esa disección de los últimos días de
Michi Panero, el tercero de los hermanos y el que a uno siempre le ha parecido el
más interesante, pues aunque fueron los mayores quienes dejaron tras de sí una
obra literaria —mejor a mi juicio la de Juan Luis que la de
Leopoldo—, fue el pequeño quien llevó una vida más novelable (Barrero creo que
también lo ha entendido así, por eso le dedicó aquella narración titulada Los
últimos días de Michi Panero). Juan Luis era un tipo desagradable.
Leopoldo María se convirtió en una caricatura de si mismo. MIchi, en cambio, disfrutó
y sufrió la rutina de la existencia canalla, sosteniendo la ironía sobre su
derrumbe físico. Y fue el tipo que, a los ojos de un muchacho entusiasmado como yo lo fui con el estreno
de Ópera prima, conquistó a aquella
angelical criatura que entonces era Paula Molina. No si no por ese y otros
méritos de apostura y hechizo verbal se define Nacho Vegas en una canción
pseudotestamentaria como el hombre que casi conoció a Michi Panero. Hoy en La
Arena, a las 19:30, quienes asistamos a la proyección de La estancia vacía
tendremos la ocasión de acercarnos un poquito más a la figura de aquel Panero
que mantenía con firmeza que lo peor que se puede ser en este mundo es un
coñazo. Amén.
martes, abril 19, 2016
Tears in rain
Es una película para
pantalla de cine y sonido épico de cine. Todo en ella obedece a
estereotipos paradigmáticos. Dicho así, suena pedantesco. Quizás lo sea, pero
no de otro modo, si se hace bien, puede convertirse una obra de creación en una
obra perdurable: subrayando en cada personaje un carácter que por muy
constreñido que parezca a la idea termina representándola de manera fiel y, en
la desproporción, proporcionada. Dicen que para disfrutar plenamente de Blade runner hay que adentrarse en algunas de sus claves
significativas, en ciertas ambigüedades argumentales, que toda una legión de seguidores han convertido en materia casi de grial. Aunque uno piensa que tal vez hasta el director y el
guionista se sigan sorprendiendo de cuánto puede ahondar la disección de
un entusiasta forense en las partes blandas de un culto. Quizás ellos mismos,
cuando concibieron y llevaron a cabo el film, se planteaban metas mucho más
simples: ¿la evolución de las máquinas en un mundo futuro? Siempre le ha
inquietado al hombre, desde que James Watt le pusiera vapor al desarrollo, la
convivencia con la mecánica inteligente. El caso es que uno vio ayer de
nuevo la película no en pantalla de cine, sino en su casa, y no con pomposas
intenciones intelectuales, sino como sutil entretenimiento con el que más que
matar el tiempo, se intentaba abonarlo (que enriquecerlo suena pretencioso, y el
nutriente basto, en cambio, nos deja a ras de tierra). Y resultó bien adecuado a la tarde final del domingo este rencuentro con el escenario apocalíptico en
que todo se desarrolla bajo la lluvia y el neón. Con un Rutger Hauer brillante,
de replicación esmerada en lo físico y, finalmente, en lo sentimental. A él se debe esa poética agónica postrera, en la que tan bien se
mezcla la vida al filo de lo robótico y el miedo a la muerte del fuselaje ya
humanizado: I've seen things you people wouldn't believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched c-beams
glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in
time, like tears in rain. Time to die. Uno se queda con esa
atmósfera de belleza trágica tan bien subrayada en todo momento por Vangelis.
Habrá tiempo de rumiar unicornios y origamis, que todo cuanto te deja
conmocionado abre en tu atención una suerte de campo oscilatorio que abarca
siempre un espacio suficiente en el que caben no sólo rememoraciones,
sino también búsquedas diversas y creación incitada.
lunes, abril 18, 2016
Seré duda, nueva dosis para una adicción
Se pregunta Álvaro Valverde en Vida de ambulancia, la última entrada de su bitácora: "¿Por qué persiste uno en la lectura de los diarios de Andrés Trapiello diecinueve tomos después, diez mil palabras mediante, a lo largo de veintiséis largos años?". A buen seguro que es una pregunta que nos hacemos a menudo quienes hemos leído todas o gran parte de las entregas de este Salón de los pasos perdidos. Valverde busca el pretexto en lo que a propósito de ese interrogante explica Manuel Borrás: "son adictivos". Y algo de cierto debe de haber en la conclusión, porque como todas las dependencias inocuas, ofrecen los diarios de Trapiello ratos impagables de dicha, siempre muy parecida, quizás casi hasta repetida, pero no por ello menos agradable cada vez que se disfruta.
A Álvaro Valverde le he enviado un comentario a su enlace de facebook, en el que le alabo esta crónica de adicción que le dedica al nuevo tomo de los diarios de Trapiello. Le aseguro que no se puede decir mejor y en tan poco (que todo es poco cuando lo que se comenta es tanto); y que eso se lo asegura quien acaba de completar también la lectura de Seré duda, y comparte adicción, por tanto; y se ríe no pocas veces a solas mientras lee esas páginas, y busca en ocasiones con cierta ansia la continuación minúscula de la iniciales que en ellas se encierran; y quien tiene ya a M., R. y G. casi como de la familia; y quien se conmovió hasta las lágrimas con la muerte de Ramón Gaya y las dolidas páginas que en este última entrega se le dedicaron; y quien se respingó de desagrado con el desaire tan poco elegante que se le infligió a G., que se quedó con su mano tendida en el aire; y quien siguió como una intriga angustiosa por real el susto de salud que padeció M.; y quien desearía un tono menor en las ocasionales mezquindades del autor y, sin embargo, se regocija con su sarcasmo. Sí, sin duda esta es la obra enciclopédica de una vida en marcha y sin épica. Que nos dure.
domingo, abril 17, 2016
viernes, abril 08, 2016
Al día siguiente
Ayer presentamos el libro de Juan Garay, El Bestiario, en el salón de actos del Antiguo Instituto Jovellanos, que estaba casi lleno. Dice hoy Luis Antonio Alías en el diario El Comercio que también estuvo allí con nosotros el propio Juan, “abandonando transitoriamente el paraíso de los buenos ateos para participar en su propia fiesta”. Ya se sabe que estas cosas que se escriben con tan buen corazón y pericia de pluma no dejan de ser literatura, pero como tal es también consuelo, y de eso se trata. Esa comunión de ánimos que fue el encuentro de ayer, ese estar juntos para sentirse acompañados no fallándole al amigo que nunca nos falló, es procurarse consuelo y sentirse, aunque sólo sea por un momento, mejores. El libro tiene la contundencia indignada de Juan; el respiro de unas ilustraciones con trazos precisos y elegantes en la mano de Bonhome, sarcásticos y alegres en la de Álvaro Noguera e intuitivos y diestros en la de Fernando Díaz; y el cuidado con que se ha tratado todo el conjunto desde que se fueron agavillando los artículos publicados en Ágora por Juan a lo largo de más de quince años, desde 1998 a 2014. Con la distancia que dan esas horas que ya han transcurrido desde que fuimos abandonando ayer, entre breves conversaciones y afectuosos saludos, el Antiguo Instituto, podría uno afimar sin miedo a equivocarse que el recuerdo que de esa presentación perdure va a ser profundamente entrañable por muchas razones: la digna apariencia de la publicación ofrecida, cómo se abrazaron a ese libro quienes más querían a Juan, la conclusión fructífera de un esfuerzo de meses, el cordial apoyo de los amigos que acudieron, la palabra nerviosa y sincera que compartí con Mar y Arlé desde el escenario y la alegría de la música con que nos despedimos. Desde ahora en adelante, y como esas caracolas que acercamos a la oreja para escuchar el mar, podremos abrir este Bestiario en la confianza que desde sus páginas nos llegará la voz ronca de Juan, un hombre bueno y rebelde. Gracias a todos los que estuvisteis allí y a los que nos acompañasteis en la distancia. Un abrazo.
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