No siempre uno merca con la amistad para alcanzar
prebendas vergonzantes. Hay veces que se echa mano de ella para más nobles
propósitos. Hace unos meses influí todo lo que pude en Arlé, a la que me une,
además de una buena amistad, el trabajo en común que durante los últimos meses,
desde la desaparición de Juan Garay, le hemos dedicado a Gesto, para que
programase un ciclo cinematográfico que tuviese por protagonistas a los Panero.
Si bien es cierto que las dos películas que abrieron esta rememoración —El
desencanto y Después de tantos años— eran
conocidas e incluso suelen ser programadas periódicamente por algunas cadenas
televisivas, mi interés radicaba sobre todo en cerrar la muestra con una
tercera cinta que uno no había podido ver en su momento y que tampoco
encontraba por más que buscaba: La estancia vacía, un documental,
codirigido por los asturianos Miguel Barrero e Iván Fernández, del que había
oído hablar muy bien, pero que no ha tenido demasiadas proyecciones desde su
estreno y por tanto era, es, injustamente bastante desconocido. Lo más fácil
hubiera sido preguntarle al propio Barrero por su película, no en vano he
coincidido con él no pocas veces en el mismo café y a la misma hora, pero este
retraimiento que padezco con resignación
franciscana me impide a menudo esos atrevimientos. Así que recurrí a
Arlé, que a su vez recurrió a Juan Carlos Gea , quien puso finalmente en contacto
a mi amiga con Barrero, logrando de este modo
completar la trilogía ofrecida en el ciclo y, de paso, satisfacer ese
deseo que uno albergaba desde hacía tiempo. Lo que viene a probar, como
apuntaba al principio, que no siempre es perverso el tráfico de influencias.
Así que hoy, si nada lo impide, asistiré a esa disección de los últimos días de
Michi Panero, el tercero de los hermanos y el que a uno siempre le ha parecido el
más interesante, pues aunque fueron los mayores quienes dejaron tras de sí una
obra literaria —mejor a mi juicio la de Juan Luis que la de
Leopoldo—, fue el pequeño quien llevó una vida más novelable (Barrero creo que
también lo ha entendido así, por eso le dedicó aquella narración titulada Los
últimos días de Michi Panero). Juan Luis era un tipo desagradable.
Leopoldo María se convirtió en una caricatura de si mismo. MIchi, en cambio, disfrutó
y sufrió la rutina de la existencia canalla, sosteniendo la ironía sobre su
derrumbe físico. Y fue el tipo que, a los ojos de un muchacho entusiasmado como yo lo fui con el estreno
de Ópera prima, conquistó a aquella
angelical criatura que entonces era Paula Molina. No si no por ese y otros
méritos de apostura y hechizo verbal se define Nacho Vegas en una canción
pseudotestamentaria como el hombre que casi conoció a Michi Panero. Hoy en La
Arena, a las 19:30, quienes asistamos a la proyección de La estancia vacía
tendremos la ocasión de acercarnos un poquito más a la figura de aquel Panero
que mantenía con firmeza que lo peor que se puede ser en este mundo es un
coñazo. Amén.
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