lunes, agosto 27, 2012

Los jitos

 
Aquella cita de Faulkner que hablaba de que un paisaje se conquistaba con la suela del zapato y no visitándolo en automóvil, suele dar mucho juego como introducción a cualquier relato montañero. Uno, en cambio, cree más bien que no debe llegarse a los paisajes con afán posesorio nunca, ni a pie ni en coche, sino siempre con la humildad de quien está de paso, de quien sabe que para ese pedazo de mundo admirable que visita se es tan sólo poco más que una mota de polvo en el aire, minúscula y vertiginosamente frágil. Quizás no esa esa manera sumisa de estar sobre lo mejor de la tierra más que un reflejo del desasosiego que me puede ante cualquier panorámica inabarcable, sea tormenta, océano o precipicio. El sábado, sobre la cima alcanzada después de una ruta de más de cinco largas horas de caminata, el paisaje era tan grandioso como sobrecogedor. Al final del vacío, más de mil metros por debajo de nuestros pies, un minúsculo caserío reposaba en el extremo sur de la garganta por donde trascurría lo que sabíamos era un río y desde allí parecía tan sólo el hilo retorcido de un orfebre. En la ruta, uno de los chavales, no sabiendo de las costumbres en la montaña, había echado abajo la pequeña arquitectura de un jito, esas pirámides de piedra y aire que guían al caminante creía que se trataba del capricho ocioso de quien haciendo alto en el camino se había entretenido apilando pedruscos. Le hicimos saber su error y le hablamos de que era importante conservar esas señales orientantivas. Al bajar de la montaña la niebla se nos echó encima de repente. Tan sobre los hombros que pesaba como los malos presagios. En medio de la caliza y de ese aliento húmedo de las alturas nos reconocimos perdidos. Antaño, la niebla volvía igual de oscuros los caminos de la mar que los de la montaña. Sólo la luz de los faros orientaba entonces a las naves y sólo los jitos devolvían la calma al descarriado en las cumbres. En nuestra excursión los jitos fueron lazarillo. Cada vez que alcanzábamos uno, nos desplegábamos en círculo en busca del siguiente. El grito del que lo hallaba guiaba al resto. Llegamos así al refugio. En el camino, el mismo chaval que había derruido a la mañana y bajo la luz generosa del sol una de aquellas construcciones que creyera meramente ornamentales, se fue afanando en la niebla por añadirle más piedras y altura  a cada uno de los jitos encontrados. Algo se había aprendido.
 

domingo, agosto 12, 2012

Naftalina

En La Nueva España del jueves, Pedro de Silva, en un acertado artículo titulado Retro, hablaba de ese "recio olor a naftalina" que empieza a desprender la radio y la televisión públicas:
"En la reocupación partidista de RTVE hay algo peor que el sectarismo y la patrimonialización: un aire a vieja política, a fondo de armario del que se recuperan viejas prendas ya olvidadas, con un recio olor a naftalina. En realidad hace mucho que la televisión pública dejó de ser un factor determinante para las batallas de opinión. Hoy los ingredientes para que arme la masa del afecto o el desafecto político circulan a toda velocidad por las redes, y los hechos informan de la realidad en directo, mucho más que las versiones de los hechos. La televisión pública pudo ser (y estaba empezando a ser) un valioso reducto de la verdad informativa, un bien inapreciable, de los que de veras hacen país, o, si se quiere patria. Comenzaba a ser también un punto de encuentro de opiniones, en una hora en que el encuentro hacía más falta que nunca. Otra batalla perdida para una idea moderna de país."

viernes, agosto 10, 2012

Vecinos de verano

Sabemos que en un lugar podríamos vivir también durante un tiempo cuando al final del día nos puede allí un deseo de quedarnos,cuando miramos despacio y con ganas alguna casa y nos imaginamos haciendo vida en ella. Cerca está la playa donde hemos pasado la tarde. Es un arenal rodeado de pradería. Una recogida bahía de aguas generalmente plácidas, de sombrillas y veraneantes sin prisa. Leímos a la sombra. Con el escaso rumor de fondo de algunas conversaciones discretas. Con el tictac popio de ese rincón donde el tiempo transcurre a golpes de palas y olas menudas. Fue además un placer bañarse, tentar la ilusión de acercar el horizonte y el acantilado calizo que se precipita sobre él; volver la vista sobre la orilla y abarcar la playa entera, su dispersión de colores, el zumbido sordo de las voces y las risas de los niños, los senderos de tierra que zigzaguean entre el verde y enlazan calas y caseríos. Hay días en que uno se descubre alma de pirata y quisiera acumular en alguna gruta del alma todo lo robado en el viaje: las páginas de un libro de Sándor Márai que reposa en la toalla, la luz espléndida de una tarde de sol bajo una sombrilla, la presencia de quien comparte esas horas con nosotros, la brazada confiada que nos vuelve ligeros sobre el mar y la cerveza apurada en la terraza de ese pueblo del que nos hubiera gustado ser, al menos, vecinos de verano.

miércoles, agosto 08, 2012

Estuario



Joaquín Sorolla
Este estuario fue a principios del siglo XX centro de verano  para algunos artistas señeros. Rubén Darío se hospedaba en Riberas. Y pintores como Sorolla, Alfredo Perea, Casto Plasencia o Cecilio Pla venían a la llamada de amistad del pintor Tomás García Sampedro, quien en su casa, conocida como Doña Demetria, formó un grupo al que se le denominó "Barbizón Asturiano", emulando al famoso grupo francés.
Estuario arriba subía una brisa húmeda, fresca y salina. Estuario arriba volvía al atardecer un velero ligero que iba rasgando el agua tan precisa y delicadamente como una tijera afilada rasga una pieza de seda. Volvíamos ya y por el muelle le comenté a M. que seguramente sería un placer sentarse allí a leer hasta que se apagase esa última luz del día que se desparramaba espesa y tibia sobre las paredes de la lonja. Habíamos paseado por las dunas. Habíamos visto correr a Titou hasta la orilla como a un lebrel tras una presa. Habíamos comido en la terraza del puerto arroz y atún. Habíamos compartido a la sombra charla, café y tabaco. Y hasta habíamos conocido a un borracho digno y elegante, que nos habló de su vida en la mar como tercer oficial de puente, de Buenos Aires y de Atenas, de su bachiller en el colegio San Fernando y de los cuatro reyes visigodos principales: Leovigildo, Recaredo, Rencesvinto y don Rodrigo. Ya a la tarde, el propio R. nos fue enseñando los cuadros que expone en el Aula del Mar. Abigarrados y con un punto de misterio. Resultó todo como estar de viaje en un pequeño pueblo de costa, un tranquilo villorrio razonablemente crecido de veraneantes, pero celoso aún del sosiego y el suficiente silencio.

domingo, agosto 05, 2012

Remexones

"En una excursión a pie se viaja en busca de un cierto estado de alegría, de la esperanza y animación con que la marcha da comienzo en la mañana y de la paz y plenitud espiritual del descanso de la noche."
R. L. Stevenson (Virginibus puerisque y otros ensayos)

jueves, agosto 02, 2012

En el huerto

Hasta que las nubes ocultaran por hoy el sol, leía uno a la sombra, arrimado al muro de hiedra y mirto. Llevo un par de días enfrascado en los relatos de Jhumpa Lahiri. Me hice con su Tierra desacostumbrada después de que en un artículo de Babelia, Carlos Boyero lo recomendara vívamente -ahora puedo confirmar que con  acierto-. Chema, el librero, me apuntó que tras esa mención en el periódico, el libro está viviendo una especie de relanzamiento dos años después de que se publicara en nuestro país. Me gustaría escribir con calma sobre estos cuentos cuando los acabe. Son como variaciones de unos cuantos mismos temas: el amor, la familia, el desarraigo. Bengalíes empeñados en que sus hijos triunfen en los Estados Unidos, pero al tiempo, en no perder su identidad, la urdimbre con que los ata el parentesco, las tradiciones que les recuerdan de dónde vienen, su lengua, sus costumbres, su comida, sus vestidos. Y todo ello narrado con esa aparente facilicidad de la buena literatura. Lectura adictiva, emocionante, envidiable.

Foto de Pañeda

Ayer hice pastel de calabacín. Habíamos estado en el valle de Guimarán. Está cerca y sin embargo tiene algo de recóndito. Se toma la carretera que conduce a Candás y a la altura de lo más gris, de lo más sucio, de lo más descuidado, del trayecto más industrial, en el hito mismo que levantan las enormes chimeneas de la térmica de Aboño, se gira hacia el oeste y en unos pocos kilómetros el paisaje se vuelve casi milagroso. Fértil, hondamente rural, tendido entre las suaves estribaciones de Prendes y Areo, con el monte Gorfolí al fondo. El prado de R. está escondido. Protegido del norte por una sebe de moreras enmarañadas y abierto todo el resto al arco solar. Se llega por un camino terrero. En el huerto crecen judías, zanahorias, tomates, patatas, pimientos, cebollas, puerros, lechugas y calabacines. R. ganó hace nada un premio que la consagró como la mejor horticultora del valle. En cuanto puede se escapa hasta ese su rincón. Poda, siembra y riega muy al atardecer. Allí pasamos unas cuantas horas. Merendamos, bebimos sidra y tomamos café cubano. Volvimos cargados de verduras. Para cocinar el pastel se pocha cebolla muy picada y calabacín en trozos menudos y con algo de piel. Por otro lado se baten huevos, una cucharada de aceite, unos puñados de harina, levadura, nuez moscada y sal. Se une todo y se hornea.
Empieza a refrescar. Habrá que retirarse. En otro tiempo, me molestaba que por aquí el cielo frunciese tan a menudo el ceño. Ahora, sin embargo, agradezco estas treguas en el verano (casi hasta las más prolongadas). Queda pastel aún en casa. Y cerveza. Y más de cien páginas aun hasta el final del libro de Jhumpa Lahiri. No es mal plan para el resto del día.