Sabemos que en un lugar podríamos vivir también durante un tiempo cuando al final del día nos puede allí un deseo de quedarnos,cuando miramos despacio y con ganas alguna casa y nos imaginamos haciendo vida en ella. Cerca está la playa donde hemos pasado la tarde. Es un arenal rodeado de pradería. Una recogida bahía de aguas generalmente plácidas, de sombrillas y veraneantes sin prisa. Leímos a la sombra. Con el escaso rumor de fondo de algunas conversaciones discretas. Con el tictac popio de ese rincón donde el tiempo transcurre a golpes de palas y olas menudas. Fue además un placer bañarse, tentar la ilusión de acercar el horizonte y el acantilado calizo que se precipita sobre él; volver la vista sobre la orilla y abarcar la playa entera, su dispersión de colores, el zumbido sordo de las voces y las risas de los niños, los senderos de tierra que zigzaguean entre el verde y enlazan calas y caseríos. Hay días en que uno se descubre alma de pirata y quisiera acumular en alguna gruta del alma todo lo robado en el viaje: las páginas de un libro de Sándor Márai que reposa en la toalla, la luz espléndida de una tarde de sol bajo una sombrilla, la presencia de quien comparte esas horas con nosotros, la brazada confiada que nos vuelve ligeros sobre el mar y la cerveza apurada en la terraza de ese pueblo del que nos hubiera gustado ser, al menos, vecinos de verano.
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