Suena la nieve, de César Iglesias
/una reseña de José Carlos Díaz/
[…] si no somos lenguaje, si no somos palabra personal, si no hemos aprendido a crear nuestro lenguaje interior, no podemos ver nada, sentir nada.
Emilio Lledó
Atravesamos una época equívoca en la poesía española. Se ha hecho muy presente en ámbitos amplios, ayudada por la proyección de las redes sociales, llegando a un público joven, entusiasta y participativo un fenómeno encarnado por lo que Martín Rodríguez-Gaona, autor de La lira de las masas, ha denominado prosumidores: consumidores y productores simultáneos, a través de lo electrónico, que normalizan el uso del selfie en su más extensa acepción. Que la poesía llegue a tantos podría constituir un motivo de satisfacción si no fuera porque la versión del género que alcanza ese favor se ahorma en moldes expresivos simples y sentimentalismos cándidos que suelen tener como mayor activo la empatía generacional, cierta pericia para el desfogue lírico ocurrente y sin poda y no poca predisposición al aforismo misterwonderful. Siempre ha habido mester de juglaría —y hasta algún juglar llegó a darle sopas con honda ocasionalmente a los clérigos—, pero lo que no debe nunca es confundirse la justicia con el entusiasmo de la plaza junto al cadalso, ni los muchos likes con el canon literario.
En medio de ese panorama efervescente que podría llamar a engaño sobre la valía de las propuestas que lo alumbran, surgen las obras que de verdad prestigian la continuidad de la poesía culta; obras con voluntad de esfuerzo, forjadas en la herencia literaria, alumbradas sin prisa pero acuciadas por la urgencia de generar en el lector la inquietud reflexiva. Como Suena la nieve (La Isla de Siltolá). César Iglesias siempre ha escrito, pero nunca ha sido un autor apremiado por publicar. Ha espaciado largamente sus entregas, desde aquella inicial de 1993 que llevó por título Ensayo del nadador (Edicios del Arrebato) pasó un largo tiempo hasta Casas pechadas, plaquette no venal impresa por Trea en 2010, de la que algún poema se incluyó en el que podríamos considerar como su primer libro mayor, Lengua del duelo (Trea, 2016), título que aludía a la existencia de una expresión universal que toda la humanidad habla en algún momento de sus vidas para articular el dolor de las tragedias personales o colectivas. Ese 2016 vio a la vez la luz Piazza del bacio (Trea, 2016), largo poema que acompañaba a una estampación litográfica de Federico Granell, componiendo conjuntamente un hermoso libro de artista(s).
En Lengua de duelo, como ahora en Suena la nieve, estamos ante creaciones orientadas por una idea germinal desde la que crecen los poemas. No son obras, por tanto, que canalizan lo que se ha ido acopiando sin plan previo, sino estructuras deliberadas a las que los versos les dan forma y consistencia. Suena la nieve reafirma así una manera premeditada y comprometida de estar en la literatura, con hondas preocupaciones existenciales y ya manifestada, como queda apuntado, en su obra anterior.
El nuevo libro de César Iglesias se divide en cinco apartados: Retorno a Lluveces, El cielo usurpado, Tan necesario dolor, Tríptico de las alambradas y La soledad de los conmovidos. A esa compartimentación la precede un poema inicial y un título: Siempre sombra y Suena la nieve, respectivamente. Ambos, creo intuir, influenciados por Celan. Esa nieve caída que resuena a lo largo de todo el poemario quizás no sea otra que la misma nieve de la que dio parte el escritor judío cuando habló de «la nieve de lo callado»: esa cristalización del aliento de los muertos, congelado por la historia y recuperado por el poema, que se proyecta, como sombra, como palabra penitente, para llegar a los demás, dando cuenta de los crímenes del cainismo sempiterno —al que aludía Cernuda—, pero también de las pérdidas más íntimas.
De estas últimas se habla en Retorno a Lluveces, cinco poemas desgarradores donde se conjuga desesperadamente, con «vencimiento de padre», esa lengua de duelo ya aludida más arriba. En ese pequeño territorio insular, Lluveces, situado frente a la playa de Barru, en Llanes, se asila «un tiempo que huye de preguntas», asolado por el xelón, que es viento de nieve —cómo no—, y es «frío de difuntos», un viento que sopla en ese abismo donde el dolor y las preguntas sin respuesta obligan a cerrar los «oídos a las sílabas/ blanqueadas y al verbo con tres clavos», al Dios, por tanto, ausente.
A ese vacío se alude también en algunos versos de la segunda parte del libro, El cielo usurpado, a través de evocaciones que buscan «al que nos dejó de hablar», al que se inquiere con preguntas formuladas desde los abismos y arrastradas por las olas en un «mar en duda». Sin la tutela de esa referencia suprema, se hace lícito y hasta necesario redactar nuevos mandamientos: «visitad los talleres del pesar,/ divisad la ternura del sepulcro». Son mandamientos para los derrotados ya sin fe, a quienes ni tan siquiera les asiste otra esperanza que ser más que huesos. A ellos se les usurpó el cielo y de ellos, a los que Emilio Lledó aludía como «nacidos de un no de plomo», se habla en este tránsito que es, quizás, el más misceláneo de Suena la nieve. Ello permite que convivan aquí poemas con claros ecos del heideggeriano sein zum Tode, ese ser o estar para la muerte que preside nuestras vidas y al que, por ejemplo, se alude en los versos: «¡Qué difícil se nos hace olvidar/ los pasos prorrogados/ en este corredor hacia la muerte!»; pero al mismo tiempo, que desplieguen sus alas los pájaros en uno de los más bellos poemas del libro, Notas de ornitología, que es paradigma, además, del modo de hacer de César Iglesias: una técnica precisa al servicio de una idea enraizada en múltiples y bien aprehendidas lecturas, que en este caso aluden a Fernando Menéndez, Wallace Stevens, John Keats, Giacomo Leopardi, Umberto Saba, Ted Hughes, Seamus Heany, Adam Zagajewski, Claudio Rodríguez, Andrés Trapiello o Antonio Cabrera. A este último autor se le dedica más adelante una sentida elegía, La vida a través, donde vuelven a volar malvises, pardales y raitanes con la ligereza de cuerpos igual de frágiles que la vida de los hombres, «despiadada con sus veredictos» y que tan cruelmente se cebó con el poeta afincado en la Vall de Uxó. Como una urdimbre intangible que se cierne sobre todo este amplio capítulo, aparecen a menudo la niebla y su versión oscura, la tiniebla. Llegan en difuntos, sobre el plumaje de los estorninos que pueblan los árboles sin ramas o en el pico de los cuervos, ocultando la muerte de los galgos ahorcados en la naturaleza muerta del Duero invernal, deambulando por parajes con finales donde el vacío escribe su elegía por tantas sepulturas sin amenes. Niebla y tiniebla usurpan la luz del cielo.
Llegados a la tercera parte, se abre éste con una cita de Vladimir Jankélevitch: «El hecho del dolor es sin duda necesario», que da nombre, Tan necesario dolor, a doce poemas breves, intitulados pero numerados, que indagan sobre esa aflicción necesaria (¿necesaria como conciencia del papel que jugamos en el mundo?), el dolor de estar vivo sabiéndose mortal, aspirando a la fe y acuciado por la duda. No en vano concluyen estos poemas con la pregunta: «¿Dónde está aquella luz no usada, dónde?/ La eternidad raciona sus respuestas». «Aquella luz no usada» no es otra que la misma a la que en su Oda a Salinas se refería Fray Luis de León, y que tenía por referencia el fiat lux bíblico: «Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz. Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas». El hombre ha buscado siempre la luz mientras apilaba cadáveres. De pobreza, de guerra, de enfermedad. El hombre no sólo muere, también mata. Vive un dolor constante que quizás sea necesario para rebelarse: contra la penuria y la miseria moral. Se necesita del otro para crecer en esa rebelión y quizás de alguna de las respuestas que la eternidad nos raciona.
Llegamos así a la parte de poemario que da título al libro: Tríptico de las alambradas, donde se relatan tres historias con un nexo común: el Holocausto. Los poemas, no sólo la narrativa o el periodismo, pueden también contar historias. En la poesía anglosajona es habitual. Se elige para ello el monólogo dramático, en la línea de aquellos que comenzaron a aparecer recurrentemente en la poesía española a partir de la segunda mitad del siglo XX (en técnica heredada del posromanticismo inglés y que aquí cultivaron Cernuda, Valente o Biedma). Se eligen tres personajes tomados de la traumática historia de la Europa amenazada por el nazismo, que transmiten en primera persona el dolor del cautiverio o el exilio sobre el que el autor quiere que el lector reflexione. Son los poemas largos protagonizados por Emmanuel Lévinas, Nicolás Muller y Olivier Messiaen.
Un día, un perro vagabundo apareció por el campo de concentración nazi donde estaba recluido el filósofo judío Emmanuel Lévinas. El can, Bobby, tomó por costumbre ladrar alegremente a los reclusos cuando formaban a la mañana o después del trabajo. «Para Bobby –escribió Lévinas– no había ninguna duda de que nosotros éramos hombres. Ese perro era el último kantiano en la Alemania nazi». En el poema El perro de Lévinas se da voz al mismo Lévinas, dándosela al tiempo a todos los que sufrieron el Holocausto. Adorno habló de la dificultad que entrañaría escribir poesía después de Auschwitz. Pero aun siendo difícil recurrir a cualquier arte rodeados de la memoria del crimen institucionalizado, de la permanencia del horror instalada en tantas y tantas geografías aún hoy, enfrentarse a la creación es un reto necesario, es un dolor que ha de asumirse, para dar testimonio de nuestra presencia finita pero consciente, pues la única forma de alumbrar alguna esperanza de redención (la ilusión kantiana que el perro, a su modo, custodiaba) está, defiende César Iglesias, en el arte o la fe como compromiso con el otro. Ese compromiso asumido sorprendentemente por un perro vagabundo que se apiada de los despojos humanos que pueblan un campo de concentración. Si esos despojos son el hombre —según la expresión de Primo Levi—, se pregunta el poema, ¿qué nos queda? La compasión del perro. «Se questo è un uomo/ ¿qué nos resta?/ La compasión de algún perro que vela/ la tregua de los otros primogénitos,/ da auxilio a los esclavos, dignidad/ a los exhaustos, calma a los expósitos/ e insolencia a los dóciles».
En Lejos de Orosháza, nos llega la voz de un judío que huye de la barbarie con una maleta en una mano y una Leica en la otra: Nicolás Muller, quien había transformado ya para entonces en arte y testimonio la vida de un campesinado húngaro que a principios del XX estaba sometido por un régimen casi feudal. Esas iniciales denuncias fotográficas del joven Muller y el amenazante antisemitismo, tras la anexión de Austria por la Alemania nazi, le obligaron a huir de su país en un largo éxodo vital y geográfico que le llevaría a Italia, Francia, Portugal, Marruecos y España, viviendo la última etapa de su vida en Asturias, donde falleció en el 2000. «Llevo en mi mirada/la predicción del crimen, en mis labios,/ un silencio cobarde, y en mis manos,/ el sudor y su urgencia». Estos versos describen la doble faz del miedo: amenaza cierta y culpa por omisión de arrojo.
La tercera tabla del tríptico es Liturgia en los abismos. Un episodio del que fue protagonista el músico francés Olivier Messiaen en el stalag de Görlitz, donde un guardia melómano le dejó escribir una pieza que se estrenó durante el invierno de 1941 en el propio campo con los oficiales nazis sentados en primera fila. Cuarteto para el fin de los tiempos evocaba la noción de eternidad recogida por el Apocalipsis: «Ya no habrá más tiempo». Así describen la escena los versos de César Iglesias en los labios de Messiaen: «El encargo:/ aprisionar el alba más precaria/ para quienes habitan esta noche. […] Las hojas ya no están./ Las ramas se han quebrado./ Tampoco canta el mirlo./ Sólo suena la nieve./ Las cuerdas destensadas/ dibujan los acordes/ con viejos vaticinios. […] Fe y dolor me reclaman/ para un fin anunciado./ Nieva ceniza en días de humillados. […] Los pájaros olvidan la tortura/ del hielo en los alambres y su trino/ es posible a pesar de tanto invierno. […] los martirios/ alumbran las tinieblas compartidas./ Vendrá la abolición de los relojes/ y seremos discípulos proscritos./ ¡Qué solo estás Señor en el secreto!». Son compendio de todo lo que hasta aquí se ha ido subrayando en la lectura: la dignificación del humillado que aplastado por las tinieblas busca una luz, aquí la de Dios, y cuya voz se hiela en huella que resuena con el tiempo: «suena la nieve».
Cierra el libro un conjunto de composiciones que se suceden bajo el título común de La soledad de los conmovidos. Sobre el concepto conmovidos, el autor nos informa de que lleva la firma del filósofo checo Jan Patocka, cuya lectura, así como las de otros pensadores de la compasión (Lévinas, Lledó, Imre Kertèsz, Giorgio Agamben, Paul Ricoeur, John Rawls, Reyes Mate y Josep María Esquirol), le ha acompañado en los últimos años. Se abre paso así una poesía social que no circunscribe su ámbito de queja a lo episódico, sino que clama contra la historia persistente de una vergüenza secular cimentada en la mansedumbre. Pues en esta hora en que se ha asumido la pobreza y la desigualdad, en este paisaje de ruinas industriales, de desamparo moral y dividendos amasados por la usura, en esta extenuación de los mansos para la que no se vislumbra solución alguna, en este tiempo desesperanzado que no le pone remedio al hambre ni a la esclavitud de un nacimiento lejos del reducido ámbito del confort, ni siquiera podemos aferrarnos a «la dignidad rota/ de tantos absolutos./ Nada les queda, sólo/ las patrañas eternas/ de moribundas luces».
Y aun así, contra esta resignación perniciosa, debe defenderse, como hizo Patocka, con la vida si es necesario, que la muerte no lo es todo. Que la responsabilidad nos obliga a rebelarnos. A defender la compasión urgente a la que apela Lledó. A ensayar, como César Iglesias lo hace en esta versificación discursiva, declamatoria, indignada, una solidaridad que nos vuelva a identificar con el prójimo, con su dolor, el de la ignominia, el de la injusticia o el siempre universal de sentirse mortales sin el amparo de una fe cierta.
Al inicio de esta reseña aludíamos a ese selfismo ensimismado y fungible de la poesía más en boga, que tan buenos réditos genera a quien lo practica y que quizás tenga por coartada el descrédito de aciagos compromisos pasados y por objeto la captación del lector a través del fuego artificial que deslumbra sin comprometer a cambio reflexión alguna, que no remueve vísceras sino que como mucho irrita tan sólo a los lacrimales melindrosos y que desdeña la técnica más por desconocimiento que por subversión.
Ni enfrente ni en paralelo, en otro mundo casi, la poesía de César Iglesias es un festín para lectores sin prisa. Sus medidas, el ejercicio de lo proporcionado según la exigencia de lo que se enuncia. En su voz, la personal aclimatación de la ya mencionada lengua del duelo, pero también de la lengua de la indignación y del desasosiego a que nos aboca la finitud y sus incertidumbres. En sus poemas, todo un mundo de referencias que conviene desentrañar, si inicialmente no se reconocen, para otorgarle a lo leído una segunda cualidad: en la primera impresión nos gana la destreza del escritor, en la relectura que se aborda después de conocer el detalle de las alusiones, nos admira la capacidad del lector reflexivo para interlinear, más que citas —que también—, historias que merecen memoria o ideas que alienten recogimiento. Porque «el hacedor de mapas sólo tiene/ un mandato: trazar nuestros abismos».
Selección de poemas
Retorno a Lluveces
I.
Os lo dije: Lluveces existe. Es un lugar
donde sólo hay casas, sendas, bosques, torrentes
y un caballo que está al verde, viudo, con lágrimas
por lo que musgo habita con su razón de ser.
Lluveces es también un cementerio marino
que da consuelo a gentes que retienen los nombres
escritos sobre piedras de salmuera, que acoge
los recuerdos de un tiempo que huye de las preguntas.
Lluveces son las aguas secretas de un molino donde
amaina el Cuetu los Barcos y esqueletos
de robles que se entregan a ese abandono último.
Lluveces son las sombras, lo escribí hace tiempo,
también lo dije con los fonemas de un diciembre y
sus lutos, con este vencimiento de padre.
II.
Vuelvo a Lluveces, donde hay una isla
en la que pastan cabras la salmuera
y los huesos quebrados por las olas.
Hace años que esta tierra es agonía,
tierra yerma que huyó de su gente
e instauró los exilios sin almanaque.
Siento el xelón, el frío es un murmullo
que me habla de los padres de los viernes
y de las madres rotas en los quirófanos.
III.
Más allá de oraciones con sarcófagos,
más allá de un osario con olvido,
más allá de enlutados porvenires,
me cobijo con este dolor, solo,
y busco los alientos bajo bóvedas
sin otros infinitos que las piedras.
Acudo aquí y callo. Sé que estás
y puedo respirar, más este rezo,
mi sacrílegamente pecador
rezo, sucumbe a toda podredumbre,
incapaz de encontrar una respuesta
a aquellas osamentas que perecen
bajo una tierra donde el topo horada
las galerías ciegas del espanto.
De rodillas estoy, manso y tan dócil
y cierro mis oídos a las sílabas
blanqueadas y al verbo con tres clavos.
IV.
Lluveces son las sombras, un terreno
en el que morir tiene nombres, tumbas
donde algunos cadáveres descansan
en una playa sin más ataúdes.
Esta tierra hace años que es renuncia,
tierra estéril que huyó del porvenir
y abomina de quienes son espanto.
Siento el xelón y el frío de difuntos
que cronometra un tiempo sin relojes.
V.
Alguien lo dejó escrito:
Jamás tuvimos ni padre ni casa.*
Algunos bien lo saben en su alivio
de túmulos con nombres y apellidos,
gente que sabe de otro cielo ajeno.
Bien sé que hace buen tiempo en el abismo.
* Czeslaw Milosz
Para vivir
Para vivir no bastan las manzanas
de septiembre, el gorrión sin estaciones,
el callar de las gatas, la ternura
de los cardos, el viento del nordés,
el sonido feliz de los recreos,
el respirar pausado de los hijos,
el cómplice temblor de los amantes,
los ojos de derrota en los ancianos.
Para vivir también es necesario
rastrear los caminos no descritos,
deletrear las sílabas más negras,
interpretar los signos del secreto,
pronunciar las plegarias agotadas,
abrazar las ausencias que preceden,
custodiar las vigilias de las madres,
salvar las madrugadas que nos quedan.
¡Qué difícil se nos hace olvidar
los pasos prorrogados
en este corredor hacia la muerte!
La soledad de los conmovidos (fragmento)
Sí, estas son las gentes derogadas.
Viven en los pantanos de la luz
que sombra es; están en la oscuridad
de las casas en ruinas, en aquellas
chimeneas sin más humo ni hollín,
en aquellos marchitos altos hornos
sin llamas, en aquellos astilleros
donde sólo hay trabajo para el óxido,
en aquellos carbones con la pena
y los quebrantos viejos del trabajo:
suya es la arqueología de otros tiempos,
suya la condición del exterminio.
Ya no hay clases, ni lucha, ni conciencia,
sólo la esclavitud para el estar
más antiguo y voraz:
la humillación.
Aquí residen gentes abolidas,
doblegadas en vida, sin aliento
ni convicción alguna, sólo anhelo
de cuchillos que sajan el vivir.
Ocupan las esquinas en derrota,
aceras con esputos de indigencia,
portales con el frío del fracaso,
albergues con camastros de vergüenza,
comedores con platos de tiniebla.
Este paisaje otea los derribos.
Su devoción no es otra que vivir
en ruinas sin codicia ni escarmiento,
salud en la sustancia del latido,
sosiego en los hijos y en el fuego.
Son las gentes dañadas, corroídas
en su química triste y venenosa,
con el alma lisiada y la conciencia
entregada a las sombras afligidas
de aquellos que hasta sin lunes viven.
Es su condición ser en negación,
batirse en retirada con la coja
fatiga que maldice los jadeos
sindicales de quienes nada esperan:
ni siquiera pronombres laborales,
ni bienaventuranzas toleradas.
Ahí, con su cansancio en las venas,
gentes que no supieron de jeríngas
tóxicas, ni de cánulas de muerte
blanca, sufren condena sin adverbios,
vagan por los rincones de la mugre,
rastrean los cartones de la noche,
persiguen las legumbres del desprecio,
buscan los vertederos de limosnas,
llaman a los portones de talleres
en jornadas de herrumbres y despojos.
¿Que fue de sus mujeres?
Se callan o deliran con historias
que alojan pesadillas con esperma,
blasfemias, hematomas y alcohol.
¿Qué pasó con sus hombres?
Conjugan el fracaso de licores
y fármacos en bares y hospitales
donde urge el infierno y su quietud.
¿Qué ocurrió con sus hijos?
Están en la vergüenza de la sangre,
añorando el suicidio de los genes,
reclamando a la prole su exterminio.
Son gentes fragmentadas,
abatidas en esa condición
que demanda la cuerda criminal,
el vacío letal de la escalera,
el acero quirúrgico y su hielo,
el veneno que roe las entrañas…
tal vez, sólo tal vez, les valga un puente
sobre las aguas negras y homicidas.