domingo, marzo 31, 2013

El Sangri-la caraceno

En un paraje agreste y desolado, al final de una carretera local apenas transitada, el visitante  llega a Caracena. Bien es cierto que son poco más de una treintena de kilómetros los que nos separan de San Esteban o de El Burgo de Osma, pero aquí las distancias se miden en soledades y parameras, y no en unidades métricas. Como suele ocurrir en lugares remotos es donde mejor se conservan las bellezas, al punto de que Caracena es una aldea clavada todavía en la Edad Media, con sus dos iglesias románicas, su desafiante castillo, sus callejuelas y su orgulloso rollo plateresco de justicia. De las iglesias es una verdadera joya la de San Pedro, de principios del siglo XII, destacando sobremanera la galería porticada. Cuenta con siete arcos, recordando las siete iglesias que se salvarán en el fin del mundo, según el libro del Apocalipsis. Hasta aquí vino a trabajar el segundo maestro de Silos o uno de sus discípulos, que la decoró con unos bellísimos capiteles de variados motivos: centauros disparando su arco (símbolo de las pasiones e instintos del hombre), dos caballeros en singular justa con sus lanzas, pájaros, grifos y dragones. Pero también escenas del Nuevo Testamento, como la resurrección de Cristo con el sepulcro vacío o los doce apóstoles, y otras más profanas como la caza de un jabalí.  Estos insólitos descubrimientos contrastan con lo abrupto del paisaje donde se encuentra la iglesia, rodeada de angostos barrancos y cañones. El viajero se preguntará inevitablemente por los caminos que llevan a la prosperidad de los pueblos y por lo que les conducen al abandono. Sorprende saber que hubo un día en que Caracena fue cabeza de villa y tierra de veinte aldeas.  Muy cerca se encuentra también la iglesia de Santa María, también románica, pero de menor calidad y peor conservada que su hermana. Pero una mirada atenta descubrirá una preciosa ventana con celosía de influencia islámica y una portada mudéjar. 
Cuenta la leyenda que el origen del nombre de la villa viene de la época de la reconquista, cuando los cristianos aprovecharon que los musulmanes estaban cenando para tomar posiciones y apoderarse del pueblo. Uno de los cautivos lamentó la impostura, y estalló en grito de rabia: ¡Cara cena nos costó! Menos legendario es el hecho de que el caudillo Almanzor anduvo con sus tropas por estos andurriales, escenario de importantes aceifas por el cañón del Caracena. Hoy los senderistas se ponen las botas (y nunca mejor dicho), con el camino que recorre este barranco hasta la localidad de Tarancueña, y que en dos horas de delicioso recorrido entre cantiles y choperas, les hace sentirse en el Sangri-la de las montañas del Himalaya.
Alfredo Orte Sánchez 

miércoles, marzo 27, 2013

La palmera soriana


En el cubo central surge el eje del templo, la extraordinaria columna cilíndrica, magnífica y esbelta, en forma de palmera pétrea. Una especie de gran jaima que protege cuanto está bajo su sombra, es decir, todo el interior. De esta inmensa palmera salen ocho nervaduras con forma de arco de herradura a modo de ramas que soportan la bóveda esquilfada. La palmera es un símbolo sufí, un árbol sagrado para los árabes, que lo relacionan con el nacimiento. Palmera se dice en árabe tariqat, vocablo técnico sufí que significa "hablarse en el camino" o profesar el sufismo. La palmera también sirve de unión entre el cielo y la tierra. "Un talle tan esbelto como el de la palmera", se dice en El cantar de los cantares. Árbol por excelencia en Palestina, árbol sagrado para musulmanes, pero también para cristianos que, en San Baudelio, se refugiaron bajo él, trasplantado desde los desiertos, desde los oasis. Palmera y escala para ascender al cielo. Árbol exótico entre encinas, robles, pinos. La ermita es a la vez templo cristiano y mezquita.
César Antonio de Molina, Una palmera en Castilla

Adobe


El rompesuelas penetra con mucho respeto en San Esteban de Gormaz, cruza la puente, tuerce a la izquierda, en lugar de seguir por la derecha la carretera que conduce a Burgo de Osma, y comienza a ascender por empinadas callejas, buena parte de ellas formadas por casas de adobe recocido al sol de los veranos y fraguado en las nieves de invierno, duro y sólido como el más moderno hormigón armado y siente como, si de pronto, le creciesen alas, pues la cuesta arriba, lejos de afligirle, le hace bailotear el corazón, mientas se dirige a la iglesia de San Miguel, uno de los ejemplares más armónicos y gráciles del románico del XII, erigido cuando ya el rey Alfonso VI adelantó la frontera del Duero al Tajo y los estebantinos pudieron dedicarse a lo propio de su natural carácter: el trabajo, la oración y la práctica del bien.
Jorge Ferrer-Vidal, Viaje a la frontera del Duero

viernes, marzo 15, 2013

My son / The song

 

De amicitia

La geografía acogedora de un país sin ambiciones.
Las calles rudimentarias de una ciudad de provincias.
El portal siempre abierto de un edificio sobrio.
La casa tibia de un hombre sin rencores.
El corazón silencioso del que no tiene prisa.
La palabra que se escucha sin esfuerzo.
La compañía que a menudo tanto se desea.

lunes, marzo 04, 2013

Nieve

Desde el mirador d`Asiegu
 
El camino discurre por la empinada derrota que antaño llevaba al cementerio. Por allí se subía en hombros a los muertos. Con mal tiempo la comitiva se hundía en el barro. Pisaba esa humedad turbia de los suelos que aguardaba también por el entierro. Una cruz de piedra señala todavía la mitad del trayecto. Se rezaba allí un último responso por el finado. Los porteadores tomaban entonces un respiro. Abajo, el río seguía su curso. Desde lo más alto las campanas llamaban a funeral. El sábado estaba encharcado todo ese sendero. Se precipitaba el agua de los prados hacia el valle. Desde el mirador podía contemplarse una hermosa vista panorámica. El día luminoso acercaba las cimas más lejanas, sus nieves. Soplaba un aire de cuaresma. Una brisa enfriada en lo alto y cargada de cristales minúsculos. La piel del rostro se tensa en esas caminatas de invierno. Ese frescor extremo pone en alerta, despierta a cualquier vestigio de belleza. El sol pulía las cresterías seguramente hasta el hielo. La viruta blanca de esa talla suele precipitarse transparente ladera abajo. En lo más hondo de su viaje, a la sombra de nuestras suelas, termina por volverse poco más que barro oscuro: como todo imperio, el de la vida o el de la nieve.