jueves, mayo 27, 2010

Sérvulo


Días de hospital. En la cama de al lado está Sérvulo. De Villaviciosa. En los peores momentos de su enfermedad, cuando según quise entender hasta el médico creía que aquello era ya el acabóse, una enfermera le comentó a otra:
—Este señor es de Albandi.
Aguijoneado de pronto por lo que era un error toponímico que seguramente había venido a perturbarle la agonía, quiso el enfermo corregirlo desde su lecho con la voz misma de un lázaro supernativo (en acepción de GHB) que hubiera venido del más allá sólo a eso:
—Soy de Amandi, Villaviciosa —se oyó casi como en una sobrecogedora sesión de espiritismo—. Albandi es en Carreño, señora —y se puso otra vez a morirse como si tal cosa—.
Sérvulo se pasó así de mal unas cuantas jornadas. Lo sedaban de continuo. Viéndolo en su cama, atado, inquieto en su prolongado sueño, afilado de facciones, se barruntaba lo peor. Y sin embargo, su recuperación ha sido extraordinaria. Al punto de que hace un par de días hasta dio sus primeros pasos. De pie, y aunque no yergue aún toda su osamenta poderosa, empieza uno a creerlo salvado al menos de momento. Este tipo debió de ser en su juventud un hombre imponente. De ojos claros y barbilla aristada, de espaldas anchas y pómulos sobresalidos, de voz profunda y frente cuadrada, uno se lo imagina como a un antiguo oficial alemán al que una derrota para la que no estaba preparado lo hubiera desorientado mortalmente.
Pero Sérvulo fue, sobre todo y según lo que le dio por relatar ayer mismo, un vivalavirgen épico, que es una manera bastante aproximada de mentar a quien uno alude cuando el protagonista cuenta su servicio militar en el cuartel del Coto allá en el 46, al mando de una ametralladora, y explica que fueron aquéllos tres años de aventuras, picaresca y puterío. Esto último no tiene reparo incluso en confesarlo estando como está, sentada allí al lado, su propia mujer, que lo mira como avezada a esos excursos intempestivos y demasiado francos. Llega él incluso a teatralizar el comercio aquél con las meretrices, a las que llegaba a veces sin soldada suficiente y ante las que extendía la mano con todo su capital, que aun escaso vencía el rigor de las tarifas apoyándose tal vez en la buena presencia del mozo, logrando finalmente el propósito de la coyunda. Al recordarlo reía sin dientes. En camisón corto. Demasiado corto para sus piernas al aire, blancas y todavía fuertes.
Hoy su hija le estaba pegando la dentadura a las encías a primera hora. Sin desplegar el biombo que debería dar intimidad a estas cosas, procede tal y como si le estuviera restituyendo un ojo a una muñeca. Sérvulo camina. Eso sí, pasos cortos. Algo inestables aún. Pero suficientes como para acercarse el baño a estercar como dios manda y para quitarse de una vez por todas ese pañal humillante que le asoma por debajo del camisón. Muy poca tela para un antiguo y fornido soldado de ametralladoras.

martes, mayo 11, 2010

Lettres

Cómo hablar sin enojarse de lo que a uno lo incomoda pero que constituyendo materia propia de diario se quiere tratar y fijar. La metáfora del río, como vida que transcurre, tiene por adorno retórico la voluta propia del torbellino, las miasmas de lo estancado, cuanto agobia y desborda márgenes, la vida interior que puede ser ordenada y nutritiva o tan abisal en ocasiones que su sola proximidad a la superficie transformaría el curso de las aguas en leyenda. Sucede que a veces llegan cartas… No sé si así empezaba una canción o un relato epistolar. Pero así empiezan a veces las incómodas precisiones y las apostillas, los matices y su esfuerzo, que finalmente nada aprovecha. Es como poner recados minúsculos de papel y oración entre las mampostería de un muro religioso. He borrado ya las huellas, el rastro de las palabras encandenas, superpuestas, enfrentadas. Me quedo con la sensación y lo que enseña. A que la buena fe nada mueve y menos las montañas, levantadas como están en el detritus, azotadas de inclemencia y tan ásperas y baldías finalmente como todo lo que el fuego ha consumido.

Quizás lo que sigue llegue a ser un poema. Y algo tiene que ver mientras con lo dicho. Habla de cartas. Y de máscaras tras las que se escriben. Por recato y por saberse a salvo del cuerpo a cuerpo.
Lettres

Desconfía de mis cartas
pues adopto en ellas
a veces nombres simples
o usurpo a su través
identidades nobles.
En medio de la verdad
incorporo incertidumbres;
y lo que aún es peor,
no suelen distinguirse éstas
del común de las sentencias.

martes, mayo 04, 2010

Ángel Cristo


Tres estaciones le recuerdo al via crucis de este Cristo menor. En la gloria. O algo parecido. Que así lo vi yo con pocos años en su circo americano. Entrando a la pista sobre una cuádriga. Musculado. Vestido de romano. Con pechera, espaldera, falda de flecos, espinilleras y casco. Todo dorado. Refulgente sobre el serrín. Retando a las fieras que rugían al otro lado de la jaula. Lástima que no llevara a su lado a ningún esclavo recordándole que también era mortal. Yo era un niño y no podía imaginarme la mísera intimidad de la caravana de un domador. Mucho después fue en el puerto del Musel. En los terrenos asolados que mediaban entre grúas y graneles, donde levantó su carpa con ocasión de la primera semana negra. Se vendieron entonces libros en los contenedores de carga. Se paseaban escritores desconocidos entre las maromas y los norays. Fue mucho antes de que todo acabara convirtiéndose en una feria de fritangas. El marco aún era el adecuado: siempre tuvo el crimen músculo de estibador y una mirada tan turbia con la marea que ensucian los mercantes. En los aledaños del circo, bostezaba un león viejo y sarnoso. Tenía un ojo de cristal. Inmóvil. Quién podría retar desde una cuádriga y sin vergüenza a un león tuerto e inofensivo. La tercera vez fue en la pantalla de un televisor. En una de esas ocasiones en que se pisa una baldosa suelta y nos salpicamos hasta el velo del paladar. Al reconocerlo fugazmente aguanté por unos instantes uno de esos programas casposos. Hundido en una silla, aseteado por preguntas infames, el domador ya no precisaba siquiera de que un esclavo le recordara su condición humana. Todo un coro cruel diseccionaba las vísceras de un hombre que había perdido el disfraz. Al que sólo le aguantaba un maquillaje casi de arcilla. Y que había terminado sus días al otro lado de la jaula.

lunes, mayo 03, 2010

Abulia

La abulia te deja tan inerme como las noches en blanco del verano. No hay quien salga de ella. Es igual que esas arenas movedizas que a veces engullían a los protagonistas de las películas de nuestra infancia. Para más inri el día está gris y huele a pañal húmedo. Me siento frente a la pantalla como por inercia. Y busco cualquier suerte de escapatoria: un poema corto y afilado; un cuento tan mondo como el hueso de una aceituna; una casa de paredes blancas y tejado de pizarra; la sorpresa de un correo inesperado. Asilos todos. De palabras o de distancia. Sólo deseo leer lo justo y vivir allí en las escasas horas de sol y en los raros días de paz.