Días de hospital. En la cama de al lado está Sérvulo. De Villaviciosa. En los peores momentos de su enfermedad, cuando según quise entender hasta el médico creía que aquello era ya el acabóse, una enfermera le comentó a otra:
—Este señor es de Albandi.
Aguijoneado de pronto por lo que era un error toponímico que seguramente había venido a perturbarle la agonía, quiso el enfermo corregirlo desde su lecho con la voz misma de un lázaro supernativo (en acepción de GHB) que hubiera venido del más allá sólo a eso:
—Soy de Amandi, Villaviciosa —se oyó casi como en una sobrecogedora sesión de espiritismo—. Albandi es en Carreño, señora —y se puso otra vez a morirse como si tal cosa—.
Sérvulo se pasó así de mal unas cuantas jornadas. Lo sedaban de continuo. Viéndolo en su cama, atado, inquieto en su prolongado sueño, afilado de facciones, se barruntaba lo peor. Y sin embargo, su recuperación ha sido extraordinaria. Al punto de que hace un par de días hasta dio sus primeros pasos. De pie, y aunque no yergue aún toda su osamenta poderosa, empieza uno a creerlo salvado al menos de momento. Este tipo debió de ser en su juventud un hombre imponente. De ojos claros y barbilla aristada, de espaldas anchas y pómulos sobresalidos, de voz profunda y frente cuadrada, uno se lo imagina como a un antiguo oficial alemán al que una derrota para la que no estaba preparado lo hubiera desorientado mortalmente.
Pero Sérvulo fue, sobre todo y según lo que le dio por relatar ayer mismo, un vivalavirgen épico, que es una manera bastante aproximada de mentar a quien uno alude cuando el protagonista cuenta su servicio militar en el cuartel del Coto allá en el 46, al mando de una ametralladora, y explica que fueron aquéllos tres años de aventuras, picaresca y puterío. Esto último no tiene reparo incluso en confesarlo estando como está, sentada allí al lado, su propia mujer, que lo mira como avezada a esos excursos intempestivos y demasiado francos. Llega él incluso a teatralizar el comercio aquél con las meretrices, a las que llegaba a veces sin soldada suficiente y ante las que extendía la mano con todo su capital, que aun escaso vencía el rigor de las tarifas apoyándose tal vez en la buena presencia del mozo, logrando finalmente el propósito de la coyunda. Al recordarlo reía sin dientes. En camisón corto. Demasiado corto para sus piernas al aire, blancas y todavía fuertes.
Hoy su hija le estaba pegando la dentadura a las encías a primera hora. Sin desplegar el biombo que debería dar intimidad a estas cosas, procede tal y como si le estuviera restituyendo un ojo a una muñeca. Sérvulo camina. Eso sí, pasos cortos. Algo inestables aún. Pero suficientes como para acercarse el baño a estercar como dios manda y para quitarse de una vez por todas ese pañal humillante que le asoma por debajo del camisón. Muy poca tela para un antiguo y fornido soldado de ametralladoras.
—Este señor es de Albandi.
Aguijoneado de pronto por lo que era un error toponímico que seguramente había venido a perturbarle la agonía, quiso el enfermo corregirlo desde su lecho con la voz misma de un lázaro supernativo (en acepción de GHB) que hubiera venido del más allá sólo a eso:
—Soy de Amandi, Villaviciosa —se oyó casi como en una sobrecogedora sesión de espiritismo—. Albandi es en Carreño, señora —y se puso otra vez a morirse como si tal cosa—.
Sérvulo se pasó así de mal unas cuantas jornadas. Lo sedaban de continuo. Viéndolo en su cama, atado, inquieto en su prolongado sueño, afilado de facciones, se barruntaba lo peor. Y sin embargo, su recuperación ha sido extraordinaria. Al punto de que hace un par de días hasta dio sus primeros pasos. De pie, y aunque no yergue aún toda su osamenta poderosa, empieza uno a creerlo salvado al menos de momento. Este tipo debió de ser en su juventud un hombre imponente. De ojos claros y barbilla aristada, de espaldas anchas y pómulos sobresalidos, de voz profunda y frente cuadrada, uno se lo imagina como a un antiguo oficial alemán al que una derrota para la que no estaba preparado lo hubiera desorientado mortalmente.
Pero Sérvulo fue, sobre todo y según lo que le dio por relatar ayer mismo, un vivalavirgen épico, que es una manera bastante aproximada de mentar a quien uno alude cuando el protagonista cuenta su servicio militar en el cuartel del Coto allá en el 46, al mando de una ametralladora, y explica que fueron aquéllos tres años de aventuras, picaresca y puterío. Esto último no tiene reparo incluso en confesarlo estando como está, sentada allí al lado, su propia mujer, que lo mira como avezada a esos excursos intempestivos y demasiado francos. Llega él incluso a teatralizar el comercio aquél con las meretrices, a las que llegaba a veces sin soldada suficiente y ante las que extendía la mano con todo su capital, que aun escaso vencía el rigor de las tarifas apoyándose tal vez en la buena presencia del mozo, logrando finalmente el propósito de la coyunda. Al recordarlo reía sin dientes. En camisón corto. Demasiado corto para sus piernas al aire, blancas y todavía fuertes.
Hoy su hija le estaba pegando la dentadura a las encías a primera hora. Sin desplegar el biombo que debería dar intimidad a estas cosas, procede tal y como si le estuviera restituyendo un ojo a una muñeca. Sérvulo camina. Eso sí, pasos cortos. Algo inestables aún. Pero suficientes como para acercarse el baño a estercar como dios manda y para quitarse de una vez por todas ese pañal humillante que le asoma por debajo del camisón. Muy poca tela para un antiguo y fornido soldado de ametralladoras.