domingo, junio 29, 2008

De vuelta

En esta cala de guijarros, arena gruesa y algas resecas, siempre le toco el ala a la dicha. Recién llegado de Madrid, me acerco aquí y pienso en lo que hemos vivido estos últimos días en la capital, las satisfacciones de conocer y reconocer, el placer de observar y pasear por recintos y paisajes desacostumbrados. Pienso en ello justo en la misma orilla, solo y con el agua fría de la pleamar plácida mojándome los pies, sintiendo como la brisa salobre alivia la espesa luz solar posada sobre los hombros. Y por un momento juraría que aún no siendo justa la comparación entre aquello y esto, prefiero la breve alegría que sólo otorga la playa batida por el constante rumor de sus aguas, el calor clemente, el silencio de lo apartado y la promesa de una lectura sobre la toalla, en la sombra misma de esa piedra en la que los años han ido imprimiendo la exacta forma de mi espalda.

Ágora X


Es éste un extraño empeño
que tiene tantos años
como los dedos de las manos.
La que se agarra al lápiz
como a a una mano tendida
en el alero mismo por el que nos precipitamos,
la mano amiga que nos salva.
Y la que fija el papel
y con él al mundo,
la tierra que entonces se hace firme
y sobre la cual es posible escribir palabras
que son de tinta y no de aliento,
porque se escuLpen
con la L de lo lento
de lo delicadamente lento y en sazón.

26-VI-08
JCD

(Hace diez años que se comenzó a publicar Ágora, una modesta revista donde nacieron los Diarios de Rayuela. En el tren que me traía de vuelta a casa pergeñé esta pequeña crónica del arraigo. Finalmente tomó apariencia de collage. Así saldrá en la revista que conmemora el aniversario. Felicidades a todos los agoreros.)

jueves, junio 19, 2008

The visitor


















Llevaba años sin saber de él
pero lo reconocí nada más verlo.
Siempre fumó del mismo modo,
levantando la barbilla
y echándole el humo con desdén al mundo.
Recorrió un montón de millas para encontrarme,
alguien le había hablado de dónde vivía
y a qué me dedicaba.
Quizás sólo vino por ver si era cierto,
por saber si su viejo amigo,
aquel cantante de voz oscura y mala bebida
madrugaba todos los días
para vender piensos y cortacéspedes
en un galpón de un pueblo perdido en el oeste.
Dejé un cartel a la entrada
avisando de que volvería pronto.
Nos tomamos juntos una cerveza en la cantina.
Apenas si supimos de qué hablar.

Stephane Furber, Daphne.
Editorial Mondantordi, Argentina, 2007.
Traducción de Mariana Lotti.

lunes, junio 16, 2008

Memoria e imaginación

Esta mañana llueve fuerte. Sobre la bahía se ha posado una bruma espesa, más óleo que acuarela. Por la orilla anda un paseante solitario. Descalzo. Arremangado hasta las rodillas. Con un paraguas de un color rojo que parece más intenso en medio del día gris. Por las aceras quedan restos de la noche. De la celebración. Cuando una ciudad se echa a la calle del modo en que lo hizo ésta, es que las ganas le llevaban tiempo comiendo las entrañas. Hubo bulla joven. Nunca falta. Pero fue distinta, más recogida e intensa, la de quienes guardan memoria aún de un equipo que hace veinte años se disputaba la gloria con los grandes. Solemos resumir la intensidad de un sentimiento en una imagen o en unas palabras. De aquellas ligas de ensueño hemos guardado el recuerdo de un tipo que entonces iba a proa. De nueve. Que quizás no fue nunca un pelotero elegante. Ni un guapo de calendario. Pero le vimos escorzos tan laboriosos como efectivos. Cabezazos certeros. Goles agónicos. Fue, sobre todo, un jugador en el que se concentraba la esperanza cada vez que era posible un remate. Crecía en esos instantes por la grada una plegaria laica que acaba en grito, el “ahora Quini, ahora”. Ayer domingo, en medio de la fiesta, se entonó de nuevo ese conjuro contra las derrotas. Las de los partidos y las de la vida. Haberle dedicado la efímera dicha de este logro deportivo a quien nos hizo felices tantas veces y sabemos que hoy lleva dentro el mal bicho de la enfermedad ha sido un gesto generoso, pero también un compromiso con la ilusión. Decía Borges, que sin memoria no era posible la imaginación. Afortunadamente, hemos conservado la nuestra. Tenemos, por tanto, derecho a imaginarnos, por un tiempo al menos, entre los mejores.

martes, junio 10, 2008

Quisimos tanto a Tadzio

Giselle Prassinos era una muchacha frágil. Eso parecía al menos en las fotos de Man Ray que le recuerdo. Blanco y negro. Sólo catorce años ella. Nosotros, quince. Vorágine vanguardista de principios de siglo. Extravagancias y genio. De todo ello supe por una revista que tenía un nombre sugerente, El orfebre. Él nos la llevó. La convirtió en culto. Bachilleres del Jovellanos. Poco más que niños. Lecturas desordenadas. Fascinación por la bohemia. París. Breton y Soupault, bois et charbons. El surrealismo. Era un Tadzio rubio, fascinante, andrógino, erguido como un junco soberbio, de verbo preciso, tez blanca y ojos azules transparentes. Un mármol hermoso y a la vez un aprendiz de gurú que nos descubría la literatura de vanguardia. Escritura automática. Collages. Absenta. Belladona. Transcurridos ya tantos años, lo he buscado hoy en internet. Su recuerdo, de repente, se me instaló como un imán poderoso entre las sienes. Sentí una imperiosa necesidad de saber qué había sido de él. Abrí comillas, puse su nombre y apellidos. Cerré comillas. Un par de referencias. Una fotografía. Lo descubrí en una imagen de grupo. Un despacho de abogados. Retratado justo en la esquina derecha de la toma. Segunda fila. De traje. Corbata roja con nudo windsor. Por delante los propietarios de la firma. Tres socios de edad avanzada. Sobrealimentados. Miradas de ave rapaz. Ojeras de rijo. Por detrás, los códices jurídicos. Ordenados por colores. En medio estaba nuestro Tadzio. La belleza no lo había abandonado del todo, pero juraría que ya no era de ella sino uno más entre sus mantenidos.

jueves, junio 05, 2008

De polillas y lágrimas

Se me ocurre que una expresión poética arrebatada, inequívocamente romántica, becqueriana, sería capaz de sugerir cosas tales como que "por ver de nuevo sonreír tu rostro / beber podría, lentamente a sorbos, / las tan tristes lágrimas de tus ojos". Estos endecasílabos le dejan a uno tan encogido el ánimo y el globo ocular que provocan, como contrapunto a su excesiva carga de afectación, una risa floja muy propia de lector culto, contemporáneo e irónico, contrario, por ello, a lirismos ñoños. Pues bien, ríanse ustedes, ríanse, de los poetas sensibles y de sus excesos, que la realidad pone a cada uno en su sitio. Y hasta en ocasiones desvela que no son tales los que damos por arrebatos cursis. He leído recientemente que puesto que las polillas de Madagascar corren serios riesgos al acercarse a beber en las charcas, por abundar en ellas ranas empeñadas en comérselas, deben saciar su sed en fuentes más seguras. Por eso se posan con cuidado sobre los pájaros dormidos, por eso acercan sus trompas al interior de los párpados de las aves. Se beben así las lágrimas de los petirrojos. Nadie se explica la alegría contagiosa que por aquellas latitudes les produce a los nativos el canto de estos pájaros, un estado de dicha suave que se venía aventurando podría deberse a la ingesta de alguna planta alucinógena. Los entomólogos han descubierto por dónde se les va la tristeza a los petirrojos. Queda por saber dónde reside el encantamiento de su trino.

martes, junio 03, 2008

Excursión

Mañana de sábado. Sin demasiado entusiasmo porque hace un día de perros, emprendemos viaje hacia Somiedo. Atravesamos el puerto de San Lorenzo en medio de una niebla espesa. Sigue lloviendo. A través de las ventanillas pasa todo con lentitud, da tiempo a pensar sobre la soledad de estos pueblos, sobre su aislamiento en el invierno, sobre cómo será aquí la vida de los niños -si es que aún siguen naciendo niños por estos lugares-. El agua se desborda por todos lados, cae impetuosa por las praderías, chorrea en pequeñas cascadas hacia las cunetas, anega las partes bajas y llanas de los campos. En Saliencia se toma la nueva carretera que lleva al alto de La Farrapona. Antes era una pista. Se ha asfaltado hace unos meses. Suben incluso autobuses. No deja de ser paradójico que una vez aprobadas por las administraciones las medidas que protegen espacios naturales como éste, posteriormente se facilite el tránsito hasta su mismo corazón. La ascensión transcurre llevando siempre a la vista el río, el valle que forma su curso, los prados y cabañas de teito, el ganado. Ni el día desapacible empaña la belleza de esa marcha de casi diez kilómetros que lleva hasta la zona lacustre. Habrá que perderse en ocasión más propicia por estos senderos que van de un lado a otro del cauce del Saliencia. Va uno haciéndose incluso a la idea de lo agradable que será caminar demoradamente por ellos, llevando tan pronto la vista a los montes como a la pradería y el fluir sonoro del agua. Arriba son aún mayores las inclemencias. La niebla se posa espesa y la lluvia se abre paso violentamente a su través. Nos acercamos al lago de la Cueva, al lado del que antaño estuvo la explotación minera de hierro. Los charcos de la pista son casi de color cinabrio. Ganamos después altura hasta La Almagrera, una cimera depresión que sólo embalsa agua en época de lluvias copiosas, y ésta lo es sin duda porque anda rebosante. Y luego hasta el mirador sobre el que se alcanza todo el Calabazosa, el más profundo lago del norte cantábrico, y desde donde a escasos metros también se puede divisar la otra laguna próxima, la de Cerveriz. Por allí, cuando era un crío de trece o catorce años, estuve acampado dos semanas. Recuerdo bien aquella experiencia. La dureza de la marcha que nos llevó hasta el lugar donde asentamos la tienda. La alegría de tantas jornadas en un entorno bellísimo e inabarcable. Los baños en las aguas negras, frías y temibles del Calabazosa. Los mastines que cuidaban del ganado en los riscos próximos. Las ascensiones a los Picos Albos. Las hogueras a la noche. La música de Albert Hamond, que entonces me gustaba tanto. Todo se ha venido de repente a la memoria, también los rostros de los compañeros de entonces. Más de treinta años después. El escalofrío de este cómputo que uno hace cada vez más a menudo para situarse en la línea de la vida, para saberse al otro lado de su mitad, para felicitarse por haber llegado, acojonándose por lo que le llevamos ya arañado. Regresamos por la angosta carretera que atraviesa el bosque de Tibleos, el de la maldición aquella que decía: ¡Permita Dios que te vayas / mas allá de los infiernos / al Principado de Asturias / al concejo de Somiedo / hasta el monte de Tibleos / donde el diablo dijo: miedo!