martes, julio 31, 2012

Seré inflexible

¿Cuánto puede medir esta playa? Me hago esa pregunta ociosa abarcando con un golpe de mirada su extensión. He de recordar al volver a casa que puedo comprobar su longitud exacta en una guía sobre el litoral que guardo en la biblioteca. En cualquier caso y a esta hora en que la marea anda a medio camino, creo que la distancia debe de ser de más de doscientos metros. La he recorrido por la orilla de extremo a extremo. Apenas si habrá sobre su arenal un par de docenas de bañistas. Desperdigados, solitarios en sus propios espacios, casi reinos, y dedicados, por tanto, con suficiente intimidad al sol, la lectura, los chapuzones, el paseo o la charla. El día está algo indeciso. Habían pronosticado incluso lluvia. De momento luce el más del tiempo una luz cálida y espesa a la que las nubes le dan una intermitencia que mantiene agradable la temperatura. No se oye más que el latido rítmico del escaso oleaje. A lo lejos pesca una pequeña barca de casco rojo. Sobre la línea del horizonte se levanta la vela de una embarcación que navega muy despacio. Estaba uno leyendo hasta hace un momento una gavilla de relatos titulada Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos, cuyo autor es Mario Martín Gijón. Debería ser fácil aquí concentrarse en la lectura. Nada altera la paz del aire. Y sin embargo, es precisamente ese sosiego el que me hace dejar en la arena el libro. De pronto, y como eclipsando lo que leo, se me despierta una revelación sobre la que, además, me urge escribir. Una consciencia súbita de que en este lugar tan condenamente hermoso, tan sin ruidos y en el que es posible además sentirse solo, se alcanza la sensación de ser dueño por un rato de la vida. Por eso me imagino como al protagonista de uno de esos cuentos que estaba leyendo, El destierro en Bugibba, regresando mañana de nuevo “a la playa, a mi playa, desolada pero extrañamente acogedora. Imaginando sus olas transparentes dándome la bienvenida. Siento curiosidad por el rostro de la recepcionista cuando le diga que quiero prolongar mi estancia durante otros quince días. Eso sí, en otra habitación, y con vistas al mar. Seré inflexible”.

lunes, julio 30, 2012

José Ramón Fernández y el otro lado del jardín


El próximo miércoles, día 1 de agosto, José Ramón Fernández inaugura exposición en el centro Puerta del Mar de San Juan de la Arena.

J. Ramón Fernández (San Esteban de Pravia, 1950) pinta desde muy joven. Desplazado a París en 1973, vive allí durante algún tiempo antes de proseguir un itinerario iniciático por Europa. Trabaja luego en Madrid, con el pintor Juan Gomila. Hace algunas exposiciones tanto individuales como colectivas, pero al cabo de un tiempo, decide apartarse del mundo social del arte, aunque sin renunciar nunca a la pintura. Desde entonces se ha dedicado profesionalmente al diseño de muebles. No obstante, no ha cejado en su vocación creativa con estudios sobre grabado e interés en el diseño gráfico por ordenador. Incluso en los últimos tiempos se ha adentrado en el mundo de la luthería. En fin, que Ramón traspasa de continuo la difusa frontera que tan arbitrariamente se establece a menudo entre lo artesanal y lo artístico, porque sus trabajos tienen la delicadeza de un creador, y sus creaciones el rigor de todo el que conoce bien un oficio. No diré dónde (aspiro a compartir el misterio y hasta su disfrute), pero Ramón se adueñó un día de un rincón del mundo y como un dios refinado le dio a un jardín, su jardín secreto, la forma exacta de los sueños. Allí vive, pinta, talla, lee y es feliz, cuida de las plantas y los colores, oye a José Larralde y hasta él mismo, en ocasiones especiales, nos canta a sus amigos. Hay quien le pregunta por qué no pinta en sus cuadros ese lugar donde tan a menudo es dichoso; un poco a la manera de Monet en Givenchy. Os diré por qué creo que no lo hace: porque se pinta o se escribe sobre lo que se le escapa a nuestra voluntad. Esa inaprensible materia oscura sobre la que no tenemos dominio alguno y que nos recuerda que somos apenas poco más que títeres colgados de una cuerda por la que los artistas trepan, rebeldes, con éxito dispar. Tampoco Monet pintó sólo nenúfares, sino el cambiante matiz de su color, una precursora abstracción donde había mucho más que un estanque. Del mismo modo, Ramón también traspasa los lindes de su jardín. Se adentra en el bosque. Bajo los lubricanes más ardientes o en las noches de luna llena. Y siempre hay en su manera de afrontar la pintura, una suerte de figuración arrepentida, como si se apoyara en la naturaleza (árboles, campos roturados, estanques, nieblas o mares) sólo como un trampolín desde donde emprender una indagación íntima, atormentada o feliz, pero siempre fértil.

domingo, julio 22, 2012

Final de viaje














Contra los degarros del tiempo

Salimos del hotel
con el firme propósito
de darle la espalda al último sol
sobre los tajamares
del puente della Trinitá.
Estábamos yéndonos ya
y deseábamos fijar la mirada
en las ascuas con que la tarde
enciende las aguas del Arno.
Que ardieran en su cauce
los buenos y malos momentos
que siempre le salen al paso
a quien anda lejos de casa.
A quien luego cuenta o escribe
de lugares, de paisajes y gentes,
procurando un relato amable
que sólo engarce dichas.
Mintiendo entonces y olvidando
que el viaje es sol, pero también es frío,
y que el viaje debiera concedernos,
sobre todas las cosas,
una encarnadura suficientemente fuerte
contra los desgarros del tiempo.

martes, julio 17, 2012

A orillas del Arno










Desmitificando encuadres

A esta altura del rio
apenas si levanta la mirada del cauce:
clava su pértiga en el limo
y compone contra el verde oscuro de las aguas
una estampa de porte impresionista,
la de un barquero ensimismado
al que se avista por sorpresa
entre el ramaje del bosque.

Pero la verdad sin embargo es otra:
desde los pretiles de Ponte Vecchio
un loco enjambre de turistas
dispara sus cámaras
con la misma crueldad
con que los psicópatas vacían
el tambor de sus revólveres.

Por eso no mira nunca hacia arriba
cuando llega a las arcadas del puente,
sabe que siempre resulta mortal
un disparo perdido entre los ojos.

domingo, julio 15, 2012

En Arezzo












La Trinitá d´Arezzo

Ya hace años que no se acercan a la capilla,
pero podrían dibujar de memoria
el rostro de la princesa Elena,
el árbol de Adán,
el puente sobre el Siloé
y hasta el mismísimo Cristo crucificado.
Estudiaron arte,

amaron a Piero della Francesca
y echaron raíces en Arezzo.
Pero al cabo del tiempo,
sentados a la sombra de la plaza
esperan ahora a que algún turista
pida precio por esos cuadros
que pintan con desgana
y por ganarse la vida.

(Tal vez sea todo una invención,
pero ella mira hacia la cámara
recelosa de un viajero curioso
que se empeña en fijarse más en la gente
que en los muros centenarios
de iglesias y palacios.)

jueves, julio 12, 2012

En el Valle d´Orcia














Postales toscanas

Si alguien le arrancara a esta tierra
cipreses, campos y caseríos,
dejaría al descubierto por debajo
el trazo de un geómetra toscano,
de un almagre sobre el que no se pintaron frescos,
sino sobre el que se ordenó el paisaje
tan precisamente
como un mundo recién creado.

miércoles, julio 11, 2012

En Lucca














La Madonna de Lucca

Como vuelta a la vida,
la Madonna de los altares
proyectaba su reflejo en el atrio:
se le había convertido el manto en harapo,
la corona, en greñas,
y el niño del regazo
le andaba descarriado por las calles
descuidando carteras.

martes, julio 10, 2012

En Firenze












Duomo de Firenze

Algunas mañanas
los mármoles del Duomo
dejan sus hornacinas
y se suben a las bicicletas.
Pasean por la ciudad
con zapatos de Prada
y alforjas de cuero florentino.
Y son incluso más vistosos
sobre las aceras de las calles
que en los muros de la catedral.

lunes, julio 09, 2012

San Gimigniano












En San Gimigniano

Bajo los arcos de la logia,
los viejos de San Gimigniano
se resguardan
del sol y de las prisas.
Vuelan, mientras, a su alrededor
los turistas y los vencejos.

domingo, julio 08, 2012

Monteriggioni












En Monteriggioni

Un muro de piedra y enredaderas
le da sombra al patio
en nuestra pequeña casa de Monteriggioni.
Al otro lado,
se oye un educado rumor
de cubiertos y conversaciones.
Desayunan los huéspedes
del lujoso albergo vecino.
Bajo un toldo de inmaculada lona blanca
miran cómo se levanta el sol
sobre la lluvia de los aspersores.
Una lagartija enreda entre los geranios.
Zurean las palomas sobre el tejado.
Las campanas de la iglesia dan las horas.
Escucho sin querer
la íntima conversación
de una pareja de franceses
que no saben que estoy atento y tan cerca.
Recuerdan entre risas
que ayer noche bebieron demasiado brunello.
"¿O quizás no?", se preguntan
mientras brindan alegres
con zumo de naranja.