lunes, diciembre 14, 2020

Protesta y alabanza, de José Luis Argüelles

La espléndida portada diseñada por Marina Lobo en la editorial Impronta para el nuevo libro de José Luis Argüelles (Mieres, 1960), Protesta y alabanza, se inspira en El hombre que camina, conocida escultura de Giacometti en la que una escueta figura avanza inclinándose hacia delante, revelando obstinación en medio del vacío y de la angustia que atenaza la existencia. Ese personaje se describe en el tercero de los poemas de libro, Soneto del hombre que camina, desde la admiración hacia quien demuestra arrojo en sus pasos, hacia quien sabe de la necesidad de apurar el instante. 

Pertenecen esos versos a la primera de las cuatro partes en las que se divide el libro, al que da comienzo una suerte de poética titulada Camarada gorrión, que toma al pardal como ejemplo de canto sin adorno, resistente a la noche, frágil, ubicuo y aplicado al instante —nuevamente el instante—, tan parecido a la luz que llega y pasa, que hace daño, pero es hermosa.  Ese reconocimiento de lo que brilla y debe gozarse quizás sea el que aliente los diversos homenajes que esa parte primera del poemario rinde a Chillida, al propio Giacometti, Cernuda, Ory, Antonio Machado, Omar Al-Jayyam, Walt Whitman, Lorca o Hierro. 

Viene luego un examen de conciencia laico. No otra cosa es la segunda parte del libro, donde son recurrentes: el desconcierto -que ya dio título a la anterior obra de Argüelles-; la noche inhóspita, que se bebe a solas; la amargura de la pérdida; las sombras, la niebla y la ceniza; la vejez impuesta. Nada resume mejor el tono de este capítulo que el Soneto del soy: “Esto soy, lo que nunca quise ser (…) / Y mis vidas interrumpidas llaman / como los ángeles abandonados”.  Hermosa y desolada composición que es como una elegía inversa, se canta la pérdida de lo que nunca se llegó a ser: el fruto perdido, la vida malograda, el hospedaje dado al “inquilino turbio” que habita los días del poeta -Canción del que siempre regresa-. Pero, aun siendo tan lacerante esa reflexión cursada cuando se tiene una edad en la que nos descubrimos una “manchada piel de viejo”, se mantiene, al menos, el propósito de, si llega la hora, despedirse de cuanto se amó y fue justificación de existencia, y despedirse además sin reproches ni torpeza de los días plenos y de su reverso ácimo. Y hasta se extiende, con el ultimo poema de la serie, Para mirar este día, un leve puente de ilusión sobre lo que aún puede contabilizar nuestro haber: amistad, literatura o paisaje cómplice. 

Llegamos así a una tercera estación donde el amor restaña las heridas de la pandemia. Porque de repente, en medio de los días mellados, de los días del daño, se canta el claro amor sin dudas o el gesto que ciñe la esperanza. Viene teniendo este asidero una continuidad en la obra de Argüelles, en Gran desconcierto se escribía: “¿Cómo soportar la vejez / sin un poco de amor / o algo de gloria?”.  A ese amor, y así se expresa en otro excelente poema: Preguntas, respuestas, se acude como al instante, sin interrogantes ni réplicas, convirtiendo cada encuentro en una epifanía que debe concluir siempre con una pequeña y dulce muerte. Los labios del amor se ofrecen frente a la insatisfacción y sus sombras, contra la infección de las noticias. Los labios nos salvan de esa pasada primavera de muertos recientes. El amor cierto se vuelve así tan tangible y hospitalario como un árbol o una casa. Qué memoria quedará de nosotros sino la ese amor desnudo, se llega a afirmar en Casi ahora. 

El Amanecer, que se describe como un “nuevo asombro” ante “Los seres y las cosas / que vuelven de la noche / y, en su respiración, / son materia de luz”, alumbra la serie última de poemas. La vida a la que nos despierta ese albor se nos presenta como una oportunidad de aventura, “siempre / asombro y lucha”. Se reincide así en el término “asombro”, que uno entiende en su acepción admirativa, como rastro de cuanto se aprehende y se celebra, igual que hace el malvís rescatando la sonoridad del día en el acecho de la sombra al anochecer. El propio título del libro, tomado de Sophia de Mello Breyner, Protesta y alabanza, resalta esa dicotomía que de alguna manera vertebra el discurso poético. Nos llega la queja educada en la mocedad mierense desde las galerías y en la solidaridad (aquí, el poema Granada-Mieres 1970 alude a una ciudad en la que se repite el crimen que en la guerra civil mató al poeta y en los años setenta a tres humildes obreros en lucha). También la queja con que se duele la propia vida resignada: “ama tu tristeza”, decía Machado y ello se recuerda en unos versos muy al principio. Y la melancolía ante la ceniza de ese paisaje que es la patria, muy al modo en que la describió José Emilio Pacheco, con una enumeración de los afectos que custodia la memoria, de la palabra y del suelo que nos guardó huella. Queja, sí, pero también alegría y gratitud por “la común propiedad / que los pájaros cantan / y la encina celebra”.  La proporción incluso del propio poemario, sus partes, tratan a duras penas de equilibrar la protesta más manifiesta (hacia el paso del tiempo, las oportunidades perdidas, las injusticias eternas) y el quizás menos firme asombro celebrativo de la obra ejemplar de algunos hombres, del amanecer sin mácula de los días, del amor, la luz y el instante.

Mención aparte merece el poema El odio a la poesía, penúltimo y el más extenso de todos los incluidos por José Luis Argüelles en esta obra.  Una declaración sin ambages de la utilidad del oficio a propósito del ensayo (que da título al poema citado) en el que Ben Lerner trata de comprender por qué la poesía ha sido a lo largo de los años un arte denunciado, maltratado; por qué confesarse poeta sugiere tan a menudo ante los demás anacronismo o sensibilidad malsana. En Gran desconcierto, se ofrecía también una reflexión sobre el género con ocasión de una entrevista a Zagajewski. Entonces el argumentario de la defensa tomaba prestado el fervor de Rilke, la pretensión por Keats de identificar verdad y belleza, y la conciencia atormentada de Celan. Razones demasiado graves para una sociedad líquida donde la “poesía no está de moda. Paciencia”, concluía el autor de En la belleza ajena. José Luis Argüelles entiende ahora, en su nuevo libro, que la verdad revelada por el verso, “todo aquello que importa de verdad, / llega de pronto y nos guarece / del sin sentido, / de sus grietas cotidianas”. Que las definiciones, tantas, son cosa de taxidermia preceptiva, y que “en realidad, / tan sólo cuenta la emoción, / esas ascuas del tiempo / cuando conceden un idioma / el vuelo y sus respiraciones”.  El poema es, por tanto, en el recuento que se intenta: sueño, música, asidero, recuerdo, emoción, aliento sobrevenido, conjuro contra el daño y el desconcierto, exacto nombre de las cosas, latido. Por eso, “la poesía no es un asunto urgente, / pero hace tanta falta”.  Y aunque recurrir a la reflexión sobre estos asuntos mientras se urde el verso ofrezca al lector claves interpretativas que arrojan luz sobre el resto de lo que el poeta incluye en la entrega, la mejor defensa de lo que se hace tiene que ver siempre con la honestidad de su ejercicio, con el conocimiento de las posibilidades que ofrece la poesía como canon literario irreconciliable con cualquier adanismo, con el rigor que se le debe a la forma y al fondo de cuanto se escribe. Protesta y alabanza cumple de sobra con esa pretensión de oficio y verdad.

 José Carlos Díaz

 

 

miércoles, septiembre 30, 2020

La pleamar de un poeta amigo

 


La pleamar de un poeta amigo

 

Los dioses tutelares cobran a veces forma humana. Y, si hay suerte, hasta habitan benéficamente pedazos de nuestras vidas. En la vida  de Juan Ignacio González, la empresa generosa de un hombre bueno (quizás una de esas deidades favorecedoras) ayudó pronto a que sus inquietudes literarias se encauzaran a través de un grupo poético y de una sociedad cultural. Juan Garay, que presidió Gesto durante más de treinta años, tuvo la feliz idea de reunir, allá por el año 1982, a las voces más jóvenes de la poesía gijonesa en unos recitales celebrados en la vieja Cátedra de Extensión Universitaria de la calle Begoña. Allí se reunieron unas cuantas trayectorias inaugurales y unos pocos escritores veteranos. Fruto de la iniciativa surgió el Grupo Literario Cálamo, la revista que con el mismo nombre se publicó durante unos pocos números, un premio de poesía erótica, los encuentros Cálamo/Gesto y la colección literaria que publicó fundamentalmente a los autores premiados con ese galardón, pero que también editó, al mismo tiempo, algunos otros poemarios.

 

Y fue precisamente el libro Otros labios acaso, de Juan Ignacio González, el primer cuaderno impreso por Cálamo/Gesto. Corría el año 1985 y era, también, la primera publicación de un autor nacido en Mieres en 1960, que había vivido la emigración con sus padres en Bruselas y que, una vez regresado a su tierra, residía en Gijón desde 1971. Un libro, así pues, de un joven de 25 años, que buscaba su propia voz y que, entretanto, se dejaba tentar por la belleza culturalista de autores como José María Álvarez, Luis Antonio de Villena o Antonio Colinas. Sus versos eran fundamentalmente sensoriales, de amor carnal y noches de exceso; pero ya en ellos, entre otros indicios de lo que iba a ser su poesía, Nacho González ensayaba el monólogo dramático, al que luego recurriría a menudo y con verdadera pericia en otros libros, siguiendo la estela de quienes la practicaron en España a partir sobre todo de la segunda mitad del siglo XX, y que, a su vez, lo habían descubierto en el posromanticismo inglés: se tomaba un personaje de la cultura o de la historia, para que asumiese y transmitiera en primera persona las emociones que el escritor deseaba expresar. En ese primer poemario de Juan Ignacio González los personajes elegidos fueron John Milton, Rimbaud, Leopardi, Gauguin, Casanova, Chopin, Boticcelli, Toulouse Lautrec o Lorca. Vendrían luego muchos más.

 

Aquella línea de poesía sobre todo suntuosa se mantuvo igualmente en Velar la arena, un libro colectivo del grupo Cálamo, editado también por Gesto, en el que Nacho González colaboró con una serie de poemas que nos ponían en la pista de otra de sus influencias creativas: el ascendiente grecolatino. En Instrucciones para una larga ausencia, su aportación a aquella obra colectiva, asumía la voz de un Desconocido muerto de la Ilíada, ponía voz a la Despedida de Ulises, letras a la carta de un orfebre que tenía su taller junto a Santa Sofía, apuntaba un episodio de la Crónica Troyana, describía cómo aguardaba Petronio la ira de Nerón o en qué entretenía sus últimos días Homero en Ios: “Ciertas tardes / acude el sol lejano hasta mi túnica / me calienta los miembros / y oigo risas de niños / por el puerto. Es todo lo que pido”.

 

Su tercera publicación consistió en la primorosa edición —compartida con quien esto escribe—, de dos plaquettes contenidas en una cajita de cartón lacrado a la que nombramos Contra las oscuridad.  La mitad de Juan Ignacio González llevaba a su vez por título El cuaderno de la ceniza, y en ella se anunciaban asuntos, sociales y de memoria personal, que luego, poco a poco, empezarían a cobrar mayor protagonismo en su discurso literario. La impresión de este volumen se incluyó en una colección denominada Cuadernos del Bandolero, auspìciada por la modesta pero muy generosa empresa editorial puesta en marcha en paralelo a su labor creativa por el propio autor.

Ya en Editorial Norte, y también en un libro escrito con la complicidad de otro amigo, en este caso Javier García Cellino, La vieja música,  publicó Nacho Cuaderno de aves para un príncipe. Era el año 2004, y desde hacía ocho había llegado a la vida del autor un príncipe heredero al que le dedicó entonces este poemario. Contenía también este volumen un bello homenaje a Cernuda, con dos poemas en los que encarnaba su voz desterrada. Y había igualmente en su contenido versos influenciados por otro de los mundos emocionales, el arábigo andalusí, que siempre ha cautivado al autor.

Desde entonces y casi durante una década, Nacho González dejó de publicar. Lo que no significaba que no siguiese escribiendo con letra menuda en los cuadernos de los que siempre se ha acompañado, sobre en todo en sus viajes de tren a Madrid, tan frecuentes  por la actividad política a la que en el ámbito de la izquierda ecologista le ha dedicado una infatigable brega en su vida. Ese ocasional pero largo silencio, de lecturas y ejercicio sin imprenta del oficio, le permitió apropiarse, definitivamente, de una voz personal, reconocible, ya constante en toda su obra posterior, que le ha permitido en los últimos años no sólo publicar con más constancia, sino también con mayor seguridad y el creciente favor de muchos lectores.

Llegó así en 2013 El cuaderno de la ceniza, incluido en una segunda época de la colección Heracles y Nosotros, que el propio Juan Ignacio González había puesto en marcha a finales de la década de los ochenta y en la que se publicaron, en su primera etapa, nueve plaquettes de autores como Jaime Priede, Aurelio González Ovies o Jordi Doce. El cuaderno de la ceniza era un libro de madurez, que mantenía la marca de la casa, ese ritmo preciso, musical, con que dice sus versos Nacho González. Persistían en él algunas de las referencias culturales que siempre lo han acompañado, como su devoción por la poesía neohelénica de postguerra, de Odiseas Elitis Yorgos Seferis o Yannis Ritsos, o la incursión en la metapoesía con unos versos que llevan por título Ella, maldita sea, y que abrieron la puerta a lo que vendría en sus libros siguientes, con los que se propuso “besar los sepulcros de los antepasados” —en su doble vertiente, familia y maestros— y ensalzar a los que vieron cómo se quemaban sus banderas y se arrasaban sus himnos —compromiso ético—.

Cuando enero fue pasto de las llamas  (Editorial La Cruz de Grado), de 2015, lo puso en contacto con César García, que le editaría posteriormente dos poemarios más ya en Bajamar, y con quien ahora inaugura, a través de esta recopilación que prologamos, un nuevo reto en el sello, dar a conocer la obra completa de algunos de los autores señeros del mismo. Es quizá Cuando enero fue pasto de las llamas  uno de los libros capitales en la trayectoria de Juan Ignacio González. Por la musculatura de su formato, por su tirada y por la repercusión del mismo, dado que sus presentaciones, lecturas y ventas lo acercaron a un público que ha ido creciendo desde entonces en número y fidelidad. Y es un libro, además, donde la propia biografía se convierte en argumento no sólo de memoria personal, sino de estigma de clase, la de los humildes que, a pesar de sus penurias, mantienen la dignidad de una conducta noble y combatiente: “amar, ser fiel al tiempo,/ hacer de la memoria la espuma de la vida./ no claudicar jamás a la barbarie,/ ser cauterio en la herida del dolor de los otros,/ recoger en las calles la semilla del duelo/ y sembrarla en los campos de honor,/ arriar cada mañana en la bandera del miedo,/ no temer, y ser libres”. Esa semilla del duelo, de la que hablan los versos extractados, prendió en uno de los poemas más leídos y difundido de Nacho González en estos años, Lampedusa o jamás, incluido también aquí y que ha servido decenas de veces para poner voz a la aventura suicida del mar a tantos refugiados e inmigrantes: “Algunas veces nos comemos los peces que alimentan”.

En 2016 apareció Los nombres de la herida (Editorial Playa de Ákaba), en el que se aplica el cauterio del verso a las pérdidas o los ultrajes. A la Sombra luminosa del amigo muerto —Juan Garay vuelve a este prólogo—, “que todo lo rodea con un halo de tristeza / cada vez que te nombro y no apareces”. A la búsqueda tenaz de las Madres de Mayo. A las Tarjetas Postales de su abuelo, el ferroviario, que ponía en los ojos del exilio infantil las praderas de la aldea perdida. A las Trece Rosas. A las Casas de acogida que fueron escuela de vida para el poeta. A Los niños perdidos de Lídice, que tantas preguntas desesperadas, sin respuesta, provocan en el poema y en la conciencia misma del mundo civilizado. Los nombres de la herida se fue forjando, por tanto, en la queja y la denuncia. Pero también, a cuentagotas, en la ironía. Con la paródica censura, por ejemplo, del Arte de la Guerra (de Sun Tzu): “Inútil distraernos con argucias / propias de tiempos de legiones sórdidas / que acatan la orden ciega de morir con honor / por exiguas soldadas y para gloria ajena. / Un guerrero que huye / siempre es un combatiente para futuras luchas”; o con la Mala sangre que destilan los poetas: “Los poetas tenemos mala sangre, / resistimos muy mal el paso de los años, / nos ahogamos en charcos pequeñísimos, / no sabemos remar contracorriente. /Llevamos las corbatas sin estilo, / meamos a dos manos sobre el crítico / que desguaza con saña nuestros libros”.

En 2017 llegó El cuaderno de la guerra y algunas notas sobre la paz  (Editorial Bajamar), quizás el libro con el que más repercusión y ventas ha obtenido la obra de Juan Ignacio González. Ejemplifica la particular y firme trayectoria personal de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta ahora con un pulso muy similar: su corazón bombea con ritmo épico un canto que, sobre cualquier otra cosa, honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución), una elegía que evoca el destierro de la infancia y el esfuerzo de sus padres. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su título, un libro de urgencias. Está escrito desde el frente de batalla, que es un lugar donde más que reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y la de quienes elegimos por compañeros de destino. Hay un poema breve, Manifiesto en favor de la prohibición del ajedrez, que resume el espíritu de este ejercicio literario cimentado en el compromiso: “Sacudid el tablero, la partida / debiera terminarse / cuando se mueren todos los peones.” El autor se pone al lado de los peones y anima al lector, a través un  modo imperativo que configura un destinatario colectivo al que se interpela a defender su causa, la de los débiles, en una alegoría que equipara vida y ajedrez, rey y poder, peones y oprimidos. La intención queda expresada y también el ámbito de responsabilidad cívica desde el que se postula, que tiene el poder de provocar la creación, pero que no la justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery, que había vivido en una era de turbulencias políticas sin por ello sentirse obligado a escribir himnos sociales. “Poesía es poesía. Protesta es protesta”. Los poemas de Juan Ignacio González parten mayormente del desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La urgencia no les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda ejemplar que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se homenajea en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al cuaderno de la guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la inspiración no sólo de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.

Los jardines en ruinas (Editorial Bajamar, 2019) toma su título de un verso de Kostas Sterýopulos, en un préstamo que aúna dos, al menos, de las características del libro: la influencia de lo griego (a la que debe añadirse también el tributo rendido en las composiciones de la segunda parte a la poesía arábigo-andalusí) y el propósito que alienta esta recopilación de poemas escritos desde 1987 y casi hasta el momento de la publicación: ser eslabón que enlace épocas separadas entre sí, al modo en que lo hacen las propias ruinas a las que alude el título, que no en vano son, ese vínculo que pone en contacto mundos aislados en el tiempo pero unidos en su condición fugaz y en su ansia de perduración. “Esto es el hombre”, decía Cernuda frente a las ruinas, recordando que estamos hechos de “materia fragmentaria / con que se nutre el tiempo”.  Hay por tanto, en esta visión de la poesía, una voluntad de que emerja trascendiéndonos al modo en como lo hacen las propias ruinas, renaciendo lo que un día fue para que la curiosidad de los que nos sucedan recupere una memoria que, en su trama sentimental, probablemente se les antoje muy parecida a la suya. En este poemario se apela a los sentidos, honrando, como dicen los versos de Homero en Ios: “las más hermosas costumbres de los griegos,/ que son, como tú sabes,/ la música y los cuerpos”. Esa música viene acompañándonos a lo largo de toda la obra poética de Nacho, que tiene para el ritmo poético una facilidad adiestrada en la lectura de muchos de los autores citados en esos jardines. Un ritmo que endurece casi hasta la épica en sus composiciones más sociales, que dulcifica en las más líricas y que prosifica en las estrictamente narrativas. En la que vuelve, una vez más, al monólogo dramático, un ejercicio de otredad que se mantiene a lo largo de todo el poemario, por lo que uno tiene la sensación de que participa de una prolongada confidencia que nos es susurrada al oído por los labios de un sinfín de personajes suplantados prodigiosamente por quien toma de cada uno aquello que mejor sirve a su causa: conmover, denunciar, seducir, consolar o consolarse. Hay que poseer un acendrado espíritu empático para encarnar tantas y tan variadas sensibilidades. Hay que haberse empapado durante años de lecturas para transitar con tanta seguridad los escenarios literarios e históricos evocados en el libro.

Y finalmente, tras los primeros meses de pandemia, y una vez finalizado el confinamiento, aprovechando la inmediatez que otorga un formato como el de Heracles y nosotros, Nacho ha dado a luz en 2020 el Cuaderno para un confinamiento, al que el crítico cántabro Carlos Alcorta se refirió así: “El sincero latido de su corazón no podía quedar expuesto de mejor manera”. Como tampoco, cree uno, podría exponerse mejor el inventario exacto de sus constantes expresivas y referenciales. Por un lado, el verso largo, medido, rítmico, que no escatima recursos ni distancias. Por otro, los “nadies” sin amparo, las persecuciones genocidas del siglo pasado, su infancia de niño de emigrantes, el amor ya sin artificio, la perspectiva de la vejez o las reflexiones sobre el oficio. Esta pleamar que parece cumplirse con esta última entrega poética, quizás se llene de más olas, pero estoy seguro de que todas romperán en los mismos diques: la belleza irrenunciable, la música que la hace posible, los asuntos que la vuelven trascendente.

La calidad literaria de una obra no se mide, es sabido, por la calidad humana de su autor. Hay canallas que escriben como ángeles y ángeles, en cambio, que le guardan vasallaje a los renglones más torcidos de Dios. Así  que no siempre nos encontramos con una obra como la de Juan Ignacio González, escrita por un tipo ejemplar en lo civil y admirable en lo creativo, que se ha ido granjeando como profesor de la Escuela de Trabajo Social el afecto sucesivo de unas cuantas promociones de alumnos; que antes, ejerció de educador durante varios años en casas de acogida, ofreciendo a muchos chavales sin suerte en su niñez algo más que un resquicio de esperanza (y sé bien que es ésa una de las tareas que le han reportado más satisfacciones a Nacho); que ha sido cofundador del Grupo Cálamo en los años ochenta y del premio de poesía que lleva ese mismo nombre; que como editor, ha dado a luz las colecciones Cuadernos del Bandolero y Heracles y nosotros; y que en el compromiso político ejerce como militante veterano y con galones de la izquierda ecologista. Un poeta, que eso se trata de reseñar aquí, que ha ido forjando una obra que no sólo ya es extensa, sino que además cuenta con la lealtad de muchos lectores y la admiración de muchos compañeros de oficio.

José Carlos Díaz

miércoles, julio 01, 2020

De quien dice adiós y pide lluvia

Hoy se publica en El Cuaderno la reseña que he escrito del último libro de Luis Miguel Rabanal, Que llueva siempre.

De quien dice adiós y pide lluvia


Luis Miguel Rabanal dice que este es su último libro. Y nos deja deseándonos lluvia. Un aguacero sempiterno. Que llueva siempre, muy limpiamente editado por Huerga y Fierro, cierra una trilogía denominada, en consonancia con esa despedida aludida, Postrimerías, que complementan Los poemas de Horacio E. Cluck y Matar el tiempo.

Estos tres poemarios llegaron justo después de Este cuento se ha acabado. Poesía reunida 1977-2014, que reunía toda su obra poética, inaugurada a finales de los setenta con Variaciones y que alumbró muestras tan relevantes como Cuaderno de junio (1984), Cáncer de invierno (1998), Libro de citas (1993) o A la que falta (2013).

El nuevo libro de Luis Miguel Rabanal se abre con un poema titulado «Un hombre que dice adiós» —siguen los guiños a la partida—. Es un inicio demoledor en lo significativo y soberbio en lo literario, que puede leerse no sólo como el anuncio del que se va —de la literatura, interpretamos, como mal menor—, sino también como una suerte de poética de lo que sigue en las páginas restantes. Se adopta la tercera persona como una proyección del que se describe por reflejo interpuesto. E igualmente se recurre a la segunda en otras composiciones, simulando apariencia conversacional. Se observa así con nostalgia amarga al que se fue en la infancia; y con perplejidad encorajinada a quien la «mala suerte» convirtió en «el personaje que tose desde su silla ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío».

Este primer poema da también cumplida noticia de una situación anímica y física que no ofrece duda del prolongado deterioro sufrido: «podríamos golpearlo sin dolor, con solo hacer burla de sus piernas que no existen». Ese será el tono, el de la sinceridad algo alucinada que se respira tanto en la evocación como en el detalle de cómo es desde hace años la existencia. «A veces es preferible dejarse de bobadas y contarse a uno mismo las cosas tal y como fueron».

Aluden también estos renglones primeros, aquí no tanto como indicio de lo que luego vendrá —pues Rabanal no se permite licencias sentimentales—, sino como justicia de vida, al amor por quien lo ha acompañado tanto tiempo, que se rinde con un vocativo mínimo, la inicial M («murmura un nombre: M., bañado en lágrimas»). La misma M. (MJ Romero), por cierto, a la que se cita al abrir el libro, cómplice en los versos y compañera que conoce bien en qué punto se encuentra la vida: «La felicidad de los duendes en los cartílagos de tus huesos porosos, como estrellas de mar resecas sobre un mes de julio sin lluvias».

Ese pudor hacia el relato de la desgracia, hacia las consecuencias de la «maldita mala suerte» tan aludida, se conjura con el recurso del sarcasmo, que previene de la autoconmiseración y que refuerza el distanciamiento procurado por la elusión del yo. Cítense, por ejemplo, estos versos del poema final del libro: «Despídete de todos y de todo, y para la ocasión vístete/ de etrusco en celo o de policía nacional endomingado».

A través de un par de referencias geográficas, en Un hombre que dice adiós se acota igualmente el territorio originario. Se cita La Tejera y Ceide; después, en otras páginas se aludirá a otros topónimos de la memoria, como Oterico, el monte de la Cerra, los Ponticos… Y al fondo, siempre Olleir, siempre Riello, la Omaña leonesa donde nació y creció el autor.

Hemos advertido en este poema de arranque un cierto carácter paradigmático, en relación con el contenido global, otros cincuenta poemas más, de este Que llueva siempre. Y ello se evidencia también en la forma, que es muy parecida en las tres partes del poemario («Despojos de la vida alegre», «Todavía es memoria» y «Los sueños raros»), de versos y composiciones largas, y con una métrica libre pero muy rítmica.

Pero, aunque mucho desvela el comienzo de por dónde irán los tiros luego, no todo aparece, lógicamente, resumido ahí. No están, por ejemplo, las mujeres que le ofrecen sentido de iniciación en los recovecos del sexo a los textos de «Despojos de la vida alegre»; mujeres entre las que está una vieja conocida, la Obdulia de Palabras para Obdulia (1985) y Obdulia azul (1980). Ni está el niño repetidamente aludido en sus miedos, sus descubrimientos, su paisaje de infancia, «la infancia endeble y quebrantada que tercamente anhelas», cuando «Todavía es memoria». Ni tampoco tiene ese adiós inaugural en sus versos el tono casi de delirio con que se relatan a veces «Los sueños raros»: «Sobre tu lecho el terror o su sombra engañosa y malévola se sacian nuevamente y de verdad que estás jodido». Un delirio que consiste en dejar que fluyan libremente las asociaciones sensoriales y significativas que provoca el poema cuando se escribe con la seguridad de quien maneja desde hace tiempo una lengua personal, un idiolecto poético inconfundible y aquilatado en una obra larga y exigente, fiel con las referencias particulares de paisaje, bagaje lector y enfermedad que la configuran. Porque el «Argumento del poema», los argumentos de los poemas de Luis Miguel Rabanal son los de quien «se encuentra frente al abismo y escribe en su cuaderno palabras que le confesarán la vida». Pero no al modo descriptivo y realista de quien enumera el pormenor de sus afecciones diversas, sino con la riqueza de quien ve en la escritura una oportunidad para indagar la expresión, no poniéndole barreras de razón o medida, sino ofreciéndole un cauce libre de argumentos generados por la experiencia y la imaginación, ensanchando el poema pero sin pecar, aun así, de exceso alguno. La libertad y el aplomo de quien ensaya un adiós desde «una silla con ruedas prestada al destino».

Que llueva siempre ofrece, en resumen, medio centenar de poemas de largo aliento y cadencia dilatada, resultado de un emotivo recorrido por la memoria y la renuncia impuesta, un recuento de pérdidas y un resumen de aprendizaje en la infancia agreste y en el dolor sobrevenido en la madurez.

Y si el poema inicial dice adiós, el final describe la despedida.

El espejo de tu aflicción finalmente ha quebrado.
Y esperas que te restituya alguien aquello
que pudo pertenecer a otro y fue tuyo,
el rostro del niño que, subido en una silla,
parlamenta ante ti de héroes y de los muslos de C.

Al fin y al cabo, como tú sabes bien, nos mata
poco a poco la vida.


Nos queda la esperanza de que la cita de Gamoneda que cierra el libro, en la que se advierte que en las agonías puede sentirse como un perfume la existencia, permita que Rabanal reconsidere su anunciada renuncia a la literatura, que sigue siendo uno de los escasos consuelos que ofrece refugio en los trances más adversos. Pero qué te voy a contar a ti, Luismi.

Un hombre que dice adiós

A nadie le convence su rostro estropeado
por las brumas agoreras del último invierno.
Nadie conversa con él de las muchachas desvestidas
y de los libros sin un porqué discernible.
Es el apestado que sobrevive a su propia
y profunda mala suerte.

No hay otro procedimiento que verle llorar
cuando se esconde
al paso del amigo, después frota sus ojos
y sobrevendrá la noche.
Si quisiésemos podríamos golpearlo sin dolor,
con solo hacer burla de sus piernas que no existen
tampoco o con susurrarle al oído un nombre de niño
sofocado, y ya estaría en nuestro poder su vida.
Es el enfermo que sonríe pues algo macera su corazón
y lo extenúa, lo mismo que una contienda exagerada
con el desangelado dragón de la memoria.
Si pudiese ofrecernos su explicación nos hablaría
de países que limitan al norte
con su sangre, de la Tejera
y Ceide, de los muertos que se le han adelantado
en ese tranvía casi fantasma que toman los adivinos
para mejor destruirlo todo cuando vienen.

No grita su pesar, únicamente dice adiós
a quien merodea su desidia,
se levanta entre pausas y murmura
un nombre: M. bañado en lágrimas.
Sin embargo no desea nada, ni el abandono
que es justo y acertado buscar al final de un viaje,
ni los labios más rojos que el amor ha dibujado
una tarde para él, sin vergüenza y sin el inmundo
oficio de los cuerpos.

Es el personaje que tose desde su silla
ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío.
Nos ha mirado con pena y nos señala
por casualidad las flores.

martes, junio 09, 2020

De la antología pandémica

En la séptima entrega que El Cuaderno publica de la antología de poesía que reúne diferentes formas de mirar al mal, al miedo, al desasosiego y a la incertidumbre generadas por la epidemia de 2020, colaboro con un poema:


martes, mayo 05, 2020

Invadamos Venezuela


Las autoridades han empezado a relajar el confinamiento. Se puede salir, por turnos, a la calle, que ya es hora de pasearnos a cuerpo y mostrar que, pues vivimos, anunciamos…, me temo que lo de siempre: irresponsabilidad social. El sábado, primer día de esta nueva fase (serán varias, escalonadas y liberando, poco a poco, las ataduras impuestas por el covid), nos acercamos a la playa temprano. Abarrote como en día de semana grande. Pocos viandantes con mascarilla, apenas se procuraba la llamada distancia social, los corredores pasaban al trote sudando, jaleándoe y jadeándose mutuamente. Se formaban hasta grupos de paseantes con ganas de cháchara o de atletas con necesidad de liebre. Salimos de allí pitando. Dado el ambiente de despreocupación absoluta en la población aparentemente sana, no sería descartable un rebrote en los próximos días. Un rebrote que, además, pillará antes a los de siempre: débiles del mundo, uníos.

Ayer, a última hora de la tarde, cuando volvíamos de pasear un rato en las horas autorizadas, nos sorprendió una cacerolada a la altura de la Plaza Europa. Al menos el sonido llegaba hasta allí, aunque luego descubrimos que el foco irradiaba desde la Plaza Piñole. Echamos una ojeada. Eran media docena de cacerolistas furibundos. Le daban a las potas, bandera encresponada mediante, como si tuviesen entre las manos la cabeza de Sánchez o Fernando Simón. El país va a salir de esto con una inquietante fractura política, con una polarización de posturas en la sociedad que será imposible resolver si no se trabaja el sosiego durante mucho, mucho tiempo. Pero, ¿quién va a dedicarse a pacificar el ambiente? Si al menos en los medios de comunicación la tendencia más generalizada fuese el juicio moderado y el acercamiento de posturas, pero resulta que es precisamente desde radios y periódicos, sobre todo, desde donde más leña se echa al fuego. En estos tiempos en los que se pide a los lectores que colaboren con la supervivencia de los diarios suscribiéndose a ellos, lo que parece que se está solicitando en realidad es una afiliación con derecho a recibir contenidos multimedia de un aparato ideológico de prensa. Ayer escribía Rafael Quirós, con humor casi negro, que cuando se escuchaba, por ejemplo, media hora de informativos en la COPE, entraban ganas de invadir Venezuela (remedando a aquello que dijera Woody Allen sobre escuchar a Wagner e invadir Polonia). Pues eso. 

sábado, mayo 02, 2020

Sorpresa agradable

El infinito en un junto, de Irene Vallejo, me acompañó en los primeros días de confinamiento. La historia del libro, de la cultura que nos ha forjado. Contada con apabullante conocimiento y el pulso sostenido de una narración cautivante. Y de pronto, encontrarse con esta generosa reseña de su autora, a la que tanto admiro, en twitter.

Gracias, Irene.

Aquella casa

Estaba seguro de haber escrito un poema sobre esa casa. La que nunca se tuvo y se fue idealizando desde el empeño abortado, año tras año, por eso que llaman circunstancias. Lo encontré. Se titulaba Las formas simples. Quizás no merezca reproducirse entero, pero sí acaso extractarse de él algo: «En todo corazón habita/ un lugar añorado/ del que tan sólo se conoce/ la cartografía de su deseo./ Sobre un pliegue soleado de ese mapa/ se levanta un pequeño mundo/ de formas simples  y silencio;/ una reducida tabla periódica/ que urde lo poco imprescindible/ que merece llamarse vida».
Analizada ahora, con la distancia del tiempo, esa sublimación del lugar que no llegó a habitarse, uno le encuentra dos propósitos: huida y reparación. Ambos a través de aquello que Fray Antonio de Guevara llamó menosprecio de corte, que quizás en lo que me atañe lo fuera más de rutina, y alabanza de aldea, a la que no sólo se quería ir por sosiego, sino quizás también por raíces, las que alguien nacido en una ciudad de aluvión nunca llega a echar en el asfalto —o eso cree—. Se huía de lo que se despreciaba, porque nos suponíamos «muriendo de costumbre», que decía César Vallejo, y ansiábamos el reparo a una vida que no era como la habíamos imaginado (¿lo es alguna vez cualquiera de las vidas?), pero a la que, poniéndole la distancia precisa, podrían enderezársele los renglones torcidos con que Dios se empeñaba en escribirla.
Y de repente
«la ciudad entera se sentía atenazada por el invisible fantasma de la gripe. Se dictaron una serie de medidas preventivas: se cerraron las escuelas y los teatros; se suprimieron los paseos dominicales; las empresas funerarias montaron un servicio nocturno permanente para atender el exceso de enterramientos; a los niños nuevos se les imponía el nombre de “Roque” para preservarles de la peste; las fondas y hospedajes cerraban por falta de clientes; los alumnos de la Facultad de Medicina recibieron una autorización especial para tratar casos de urgencia…» (Miguel DelibesMi idolatrado hijo Sisí).
Cuanto todo esto ocurrió, volvió a echarse de nuevo en falta aquella casa donde se daba por seguro que no llegaría nunca el cólera, donde cualquier reclusión hubiese sido imposible. Qué dúctiles y acogedores pueden llegar a ser los espejismos.
Se inició entonces un tiempo que empezó a ser como la vida, no se sabía hasta dónde llegaba. Esa incertidumbre ayudó a volver la mirada hacia dentro, a ralentizarla, a fijar casi en la intimidad su alcance. Afuera quedaba lo inaprensible, el mundo fijado al recuerdo con la fragmentación de los viajes que se reconstruyen sobre un puzle de imágenes sin movimiento. Mantenerse adentro obligaba, en cambio, a la exploración insólita, como cuando en las noches sin sueño cesa el ruido, se apagan las luces y la vigilia adquiere una densidad casi abrumadora que se atraviesa, como los fondos de armario en las películas fantásticas, hasta llegar a lo desconocido.
Habitábamos la única casa posible. Se había hecho el silencio a su alrededor. Una amenaza impalpable flotaba en el aire que corría al otro lado de las ventanas. Y llegaba puntual, diariamente, un espantoso repique a difuntos, una contabilidad resonante de muertos que obligaba a poner en sordina la voluntad del conmovido.
Fuimos reconociendo en los espacios habituales dimensiones distintas. Ya no había prisa y era posible descubrir en la luz que filtran las cortinas los pliegues caprichosos del confinamiento. Sobre las sábanas de la mañana, la cartografía inconstante de los sueños. Posada en los alambres del tendal, la confianza desconocida de mirlos y gorriones. Empezamos a vivir sin reloj en la muñeca, orientados, en los mejores días, por el sol que iba alumbrando, primero y muy temprano, los cuadros colgados sobre el sofá del salón (refulgía entonces el casco del viejo mercante rojo pintado al óleo); luego, el ventanal entero que abríamos de par en par cauterizando con calor los átomos infectos; y después del mediodía, los tragaluces, por los que se vertía oblicua la luz como a través de las vidrieras en los templos, convirtiendo la lectura casi en oración y ese momento en la buhardilla, en lo más parecido a estar a salvo y muy lejos. Nunca antes habíamos orbitado sol desde un planeta tan minúsculo.
A aquella casa que no fue se la hubiera deseado visitada a menudo por el hijo, frecuentada por amigos, bendecida por la memoria de los nuestros. A esta casa que está siendo, llega por teléfono la voz firme de un hombre que vive a orillas de un puerto mediterráneo, pero que aquí mantiene todavía, suya siempre, una habitación, algunos libros, no pocos discos, sus guitarras, los dibujos que pintó siendo un niño —ayer casi—, una presencia constante que nos sigue sonriendo muy de cerca, desde las muchas fotos que son el resumen de una vida que le dimos hace poco más de veinte años. Hablar con él todos los días, saberlo sano y en dicha, es tenerlo aquí igual que lo hubiéramos tenido en la casa nunca levantada. Como tenemos, a ratos, la voz de esos amigos que nos detallan en qué ocupan las horas canónicas de su retiro: argumentos, historias o canciones —siempre por medio la palabra—, así intentan entender, entenderse y entendernos. Amigos transparentes en los trances, a los que, como en una radiografía del alma, les hallamos, tristemente de pronto a algunos, una metástasis de odio corroyéndoles el juicio; mientras que, por el contrario, en otros, los más y mejor queridos, reconocemos un pálpito familiar de desconcierto e incertidumbre que les otorga, a nuestros ojos, la humildad de los irremplazables.
«Sólo otros nos salvan,/ aunque la soledad sepa a/ opio», escribió alguna vez Zagajewski. Si nos faltaran ellos… O, aún peor, Si ella me faltara, cantaba Pablo Milanés. Las casas, aquélla y ésta, se han conjugado siempre, como la propia existencia, en un plural muy reducido para los días diarios de puchero; y en un plural de afecto desdoblado cuando se comparte el pan y la risa sobre el mantel festivo de la amistad o la familia.
Ahora, que empezamos a ver la luz al otro lado del túnel, tal vez pueda llegar a antojársenos finalmente hasta escasa esta asepsia de distancia, de perspectiva. Y quizás, en el futuro, repitamos voluntariamente, como con los ayunos ocasionales, el beneficio de su depuración, el expurgo practicado en estos días: de armarios, de alacenas, de libros, de prisa, de papeles, de aborrecidos compromisos; pero ya sin abonar a cambio, así sea, un precio de muerte y miedo colectivo.
Esta es la casa, recuérdalo desde ahora, en la que vivías sin la gratitud debida, donde, en la cautividad impuesta, has ido desempañando el reflejo de lo que ya dabas por espejismo. Y ésta es también la vida, tampoco lo olvides, que siempre puedes transitar con la dignidad que un día le exigiste a la utopía.
José Carlos Díaz

jueves, abril 09, 2020

Apuntes en tiempos de pandemia


Leo a primera hora, aún en la cama, unas cuantas entradas de algunos de los diarios digitales escritos desde el confinamiento. Hay, al menos en lo que veo, y como quizás no pueda ser de otra manera, una mezcla en esas páginas de mundo interior y nostalgia de todo lo que se está yendo, sin poder aprehenderlo, al otro lado de la ventana. Nada nuevo, por tanto, en la tarea de quien escribe: ojear lo de dentro por entenderse y hacerlo en el contexto de cuanto cultural y experiencialmente nos ha hecho, y añorar mundos, pasados, futuros y hasta presentes, todos esos mundos alternativos a la vida que llevamos. La intensidad ahora se pone en esa circunstancia nueva que es confinamiento impuesto, y ello provoca que atendamos sobre todo a lo que iluminamos con nuestras luces cortas.

Pedaleo casi una hora en la bicicleta estática a la vez que sigo leyendo noticias y mirando apuntes en redes. Selecciono un par de memes y los comparto por whatsapp. Uno dice: “Si tuvieras que sacrificar a un político para salvarnos del Covid-19, ¿quién sería y por qué Abascal?”. El otro es una captura de un twit donde aparece Rosa Díez confinada y dirigiéndose a través de la cámara de un dispositivo electrónico a una audiencia virtual. Al fondo, una habitación de aspecto claustrofóbico, pintada en rojo lupanar. El comentario que suscita en quien retwitea la imagen reza: “No me queda claro si Rosa Diez vive en la trastienda de una santería, en un puticlub o en un capítulo de Twin Peaks”. Claramente, sobre todo en este último caso, humor de brocha gorda. Así que una vez enviadas ambas chanzas, tengo un ataque de mala conciencia (y me conforta tenerlo, recuerdo aquel breve y contundente poema de Wislawa Szymborska que se titulaba Elogio de la mala conciencia). Me disculpo pensando que trato así de vengar, por ejemplo, tantas y tantas burlas miserables vertidas en todo tipo de formatos sobre Fernando Simón. Alguien que desde el presgitio curricular ha ocupado una responsabilidad ingrata en los días más aciagos del cólera. Mientras que el blanco de las invectivas de los memes que compartí han sido, en esas mismas fechas y para la convivencia de este país, como dos castores en la Tierra del Fuego. No obstante, sentirme así, en la trinchera, me sabe mal y me remuerde la conciencia.

En las ruedas de prensa que cada mañana ofrece el Comité de Gestión Técnica del Coronavirus, el Ministerio de Sanidad, antes a través Fernando Simón, y ahora, en su ausencia, de la doctora María José Sanz, nos traslada la diaria realidad de la pandemia, sus trágicos datos, analizados con cierta frialdad estadística. Suele además intervenir en estas comparecencias una responsable del Ministerio de Transporte, que habla de lo que corresponde a su sector, y un miembro del estamento militar y dos de las fuerzas públicas. Las informaciones que estos uniformados ofrecen a diario son, generalmente, irrelevantes en comparación con la información aportada por los especialistas sanitarios sobre el comportamiento y efectos del virus; la forma, además, en que se expresan guardia civil, policía nacional y militar de turno es manifiestamente pedestre, descendiendo en ocasiones a detalles grotescos de las operaciones policiales. Me pregunto entonces si estas intervenciones tienen cabida sensata en una rueda de prensa diaria sobre la pandemia, y más después de anunciarse someramente la cifra de muertos diarios (centenares).

sábado, abril 04, 2020

Slowly

Sólo quiero ser agradecido. Cuando a estas horas eso que llaman redes se llenan de pena por la muerte de Aute, uno sólo quiere, como cualquiera que esté hoy triste por su marcha, y son tantos, tener un gesto mínimo, insignificante, pero necesario para la salud del alma. El duelo, todo los duelos, deben transitarse sin atajos, con la lentitud de la memoria y el agradecimiento que nos honra. Porque en esta hora, sé bien que de ninguna manera podré olvidarte, por mucho que quiera no es fácil, me faltan las fuerzas, me faltan las ganas. Recuerdo que yo también estaba en el cine a las cuatro y diez, y que los labios de ella eran igualmente de papel (siempre es frágil lo reciente), que los inspectores vestían de gris y en el instituto estudiábamos francés. Que aún miles de buitres callados extendían sus alas sobre el país y eran a veces un mal trago las albas. Y que la libertad era un deseo imposible de rosas en el mar. A día de hoy podríamos decir, que la sombra que arrastramos se nos escapa, que perdimos los tesoros de los mapas, que la nada fue muchas veces el fin de cada etapa, pero que, entretanto, reivindicamos el espejismo de encontrar en las miradas, la belleza, la belleza. Esa que tantas veces nos pusiste entre las manos, enemigo de la guerra y su reverso, la medalla, cuerpo a tierra bajo el peso de la historia. Así que hoy, querido Luis Eduardo, no se nos ocurre otra manera de seguir en la trinchera que oyéndote de nuevo, una vez más, con tus versos por fusil. Con los mismos que pedimos que se arriasen los vestidos, las flores y las trampas. Porque acaso el Universo no fue nunca un disparo en expansión sino el soplo de la vida en una canción de amor y anarquía, una canción que nos brindaba solamente dos o tres segundos de ternura. Hemos tenido la gran suerte, cantautor de las narices, de que pasases por aquí, cerca de nuestras vidas, ningún teléfono cerca, y pasabas por aquí. Y al igual que tú te acordaste de Jacques, aquel quijote belga que se escapó a Tahití, nosotros hoy nos acordamos de este quijote nuestro del barrio de la Fuente del Berro, al que también le rogamos un ne me quittes pas irredento a las puertas del Amsterdam, o en las terrazas del Hafa Café, bajo ese cielo protector donde te deseo, mi amigo, mi música de tanta vida, que te bañe slowly un diluvio de estrellas.

lunes, marzo 30, 2020

Lección de vida


   

"Cuando la filosofía se configura como pregunta escuchada, pero nunca plenamente respondida, como búsqueda, dificultad, encuesta, el pensamiento se dinamiza, y gana así continuidad, y, en consecuencia, futuro", Emilio Lledó.

domingo, marzo 29, 2020

Gilipollas, una teoría, de Luis Algorri

Artículo de Luis Algorri en Vozpópuli
Gilipollas: una teoría


Mario Garcés Sanagustín, sólido jurista y una de las cabezas más claras del Partido Popular (es miembro del Comité Ejecutivo Nacional del PP y diputado por Huesca), es, yo creo que sobre todo, un excelente escritor que ha publicado libros memorables. Buen amigo mío, tuve el honor de presentar uno de ellos, Episodios extraordinarios de la Historia de España (Ediciones B), hace ya algunos años. En 2017 publicó una obra maestra, El Antipríncipe (Ed. Reino de Cordelia), una ácida y lúcida revisión de Maquiavelo. El su capítulo 31 dice lo siguiente, y pido perdón por lo largo de la cita pero merece la pena:


Constituye un vicio consustancial a los pueblos actuales que todos los súbditos tengan formado un análisis o valoración sobre cualquier tema, profanando (…) el propio sentido común, porque hay que ser muy atrevido para reflexionar si se carece de fundamento y razón para hacerlo. Pues no hay materia que se resista a este ataque a la inteligencia humana (…) Los más complejos conceptos y las más intrincadas nociones son deglutidas por tan parcas mentes, y en toda plaza pública o mercado se oyen conversaciones imposibles. Estas depravadas y pírricas inteligencias se forman opinión a una velocidad sideral, no sea que haya otro súbdito que se anticipe en el comentario, pero tardan años, si no siglos, en desterrar esos prejuicios de sus cerebros. Y véase cómo defienden sus principios como si la vida les fuera en ello, siendo cierto en cambio que un día antes ningún conocimiento del asunto tenían”.


Aaron James, profesor de Filosofía en la universidad de California, publicó en 2012 un espléndido ensayo: Assholes: A theory (ed. Doubleday) que ha servido al cineasta James Walker para rodar un documental que lleva el mismo título y que ha emitido en España el canal Odisea con el título de Gilipollas: una teoría. El término “gilipollas” es de origen madrileño, como demuestra Antonio Gómez Rufo en su novela Madrid (Ed. B, 2016), y es de difícil traducción a otros idiomas; incluso se usa poco en regiones del castellano diferentes de la española, como México (allí se dice pendejo) o Argentina (boludo). En francés, la equivalencia más aproximada sería connard; en italiano podría ser coglione o testa di cazzo, aunque el significado que atribuye el profesor James al término asshole lo acerca más a la voz stronzo.


¿Y cuál es ese significado? Bien, ahí está la madre del cordero. Vaya por delante que Aaron James no usa el adjetivo “gilipollas” como un insulto. Tampoco yo pretendo hacerlo aquí. Él busca una definición, digamos, académica; intenta la definición de un tipo humano de mente bastante simple, pero de características muy complejas. El gilipollas (resumo) es un personaje que se cree superior a los demás y que actúa como si de verdad lo fuese; es arrogante, prepotente, despectivo con todos; jamás escucha ni tiene en consideración lo que piensan los demás, porque su opinión es la única que cuenta; es agresivo, bravucón y matasiete.


Como vemos, Aaron James y James Walker van un paso más allá que Mario Garcés. El escritor aragonés se refiere al fatuo o petulante que habla de cualquier cosa de la que no tiene ni la menor idea; los dos norteamericanos añaden a eso la agresividad, la chulería, la absoluta falta de empatía, la virulencia verbal, el insulto. En el documental (que les recomiendo vivamente: lo estrenó Odisea el miércoles 25) queda claro que, en el mundo de las redes sociales, el máximo exponente del gilipollas es el hater o troll, un mal bicho que hace del odio, de la amenaza y del insulto una forma de vivir.

El coronavirus, que ha cambiado de manera traumática y rapidísima las costumbres de gran parte de la humanidad, está extremando los caracteres de las personas. Está sacando lo mejor de muchísima gente que ya era buena, pero también lo peor de otros que llevan años levantándose de la cama con aliento a vinagre. Estamos viendo por todas partes ejemplos de heroísmo, de disciplina social, de empatía y de respeto mutuo que conmueven al más impávido, pero también estamos viendo todo lo contrario. Sobre todo en las redes sociales, que se han convertido para muchos de nosotros casi en el único medio de relación con el exterior de que disponemos en este trance. Como dice el documental, no es que ahora mismo haya muchos más gilipollas que antes: lo que sucede es que se les nota muchísimo más. Cuando Fernando Simón, el director (desde hace ocho años) del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, sale en televisión y dice que no se explica cómo en Alemania, con tantos infectados por coronavirus, hay tan pocos muertos, está verbalizando un enigma que seguramente no comprenden ni los propios alemanes. Aún no sabemos por qué pasa eso. Nada más. Ya llegará la explicación. Pero de repente aparece en Facebook un peatón que dice: “¿Que no entiendes lo de Alemania, Fernando Simón? Pues yo te lo voy a explicar, machote”. Y a continuación suelta una sarta de barbaridades que pueden resumirse en que la causa de que en Alemania muera menos gente la tiene Pedro Sánchez. Eso es lo que se entiende por un gilipollas. Llena por completo la definición del filósofo californiano.


La desquiciada, de nombre Pilar B., que cuelga en YouTube un vídeo en el que asegura que el virus es creación de los masones, a los que llama asesinos y genocidas (ya está en el Juzgado la cosa), porque en el mundo hay 33.000 infectados (falso), que el médico chino que lo descubrió tenía 33 años (falso) y que el primer muerto también tenía 33 años (falso, pero a ella qué más le da). Los que no dejan de llamar incompetentes y hasta criminales a los gobernantes de la nación, porque todo esto “se sabía” (lo sabían ellos, ¡cómo no!) y “no hicieron nada”; cualquier niño de seis años se da cuenta de que esto deja prácticamente a la misma altura a los gobiernos de la gran mayoría de los países del mundo, desde Italia a Estados Unidos, pero eso da igual. El hijo de su madre de Joan Coma, concejal de la CUP en el Ayuntamiento de Vic, que tuitea (luego lo retiró) que hay que abrazar y toser en la cara a los militares de la UME que van a ayudarlos, para que se vayan y “no vuelvan más”.


¿Estamos rodeados de gilipollas? Yo creo que no. Su proporción respecto de la población total es, con toda probabilidad, la misma de siempre; pero su actitud, en un momento de gran tensión emocional como el que atravesamos, es extraordinariamente llamativa. Como el propio virus, la gilipollez no distingue entre colores políticos ni clases sociales: los hay en todas partes. Y hacen daño a mucha gente porque, por definición (vuelvo a Aaron James), la acción del gilipollas, y sobre todo la del hater, es eminentemente provocativa y destructiva: lo que pretenden es encabronar a quienes los leen o escuchan. Ese es su triste papel en la vida. Ellos son los más listos. Ellos siempre saben más. Y lo gritan. Lo que pensemos los demás carece de importancia. Una respuesta eficaz suele ser el humor. Mi querida Ana Serrano Velasco, pintora, escritora y músico, publicaba el otro día en redes sociales un post prodigioso: “¿El fallo del gobierno? Asesorarse por los mejores epidemiólogos y sanitarios, habiendo gente mucho mejor preparada en Facebook”.


En momentos como este, cuando es importantísimo mantener la serenidad, es una necesidad casi vital huir, ignorar, no hacer caso de los gilipollas.