lunes, diciembre 21, 2015

Una historia para navidad



Me envía un correo mi amigo G. Acaba de leer el libro Arenas movedizas, que Henning Mankell escribió en sus últimos meses de vida. En él se encuentra con una detallada y reflexiva narración sobre el famoso cuadro La balsa de la Medusa de Gericault. El lienzo tiene tras de sí una historia real y trágica de la que el pintor intenta, desesperadamente, extraer una metáfora de la esperanza. Dice G. que el asunto de su correo es una “historia para navidad” (con rendidas minúsculas).

La balsa de la muerte

Finales de la primavera de 1816. Napoleón está definitivamente vencido y morirá envenenado con arsénico en la isla de Santa Elena, esa masa rocosa azotada por el viento del sur del Atlántico donde está prisionero.
En Francia domina un rey de la familia de los Borbones. Cuatro buques de la armada francesa tienen órdenes de zarpar rumbo al sur. Su objetivo es Senegal, en la costa occidental africana. Como consecuencia de la reorganización de Europa después del Congreso de Viena, los ingleses cederán a Francia la ciudad portuaria de San Luis.
El 17 de junio, la pequeña flota de cuatro navíos zarpa de Rochefort. Mantener unido un grupo de veleros resulta casi imposible, y pronto pierden el contacto entre sí. Aunque todos saben cuál es la meta hacia la que navegan.
Uno de los buques es la fragata Medusa. A bordo de la nave de tres palos viajan cerca de cuatrocientas personas. La mitad son marineros, la otra mitad, funcionarios que se adueñarán de la administración de la plaza africana donde pronto se izará la bandera tricolor.
El capitán es Hugues Duroy de Chaumareys.
No tiene experiencia, hasta el momento ha trabajado sobre todo para las autoridades aduaneras francesas. Además, ha sido contrario a Napoleón. Puesto que la mayoría de los marineros a bordo han sido partidarios suyos, no tarda en ganarse la animadversión y el desprecio de la tripulación.
Dos semanas después de que se hayan izado las velas en Rochefort, la Medusa encalla cerca de la costa africana. Allí hay bancos de arena que nunca se han cartografiado del todo. La Medusa encalla en uno que se llama Banc d’Arguin.
La nave está inmovilizada. Siguiendo las órdenes del capitán, arrojan por la borda todo lo que no es fijo, para que el barco se eleve y se aparte del banco deslizándose en la medida de lo posible. No lo consiguen. De Chaumareys da órdenes de abandonar el barco. Como los botes salvavidas son insuficientes en número, fabrican una balsa enorme. Derriban los tres mástiles para hacer con ellos la base cuadrada de la balsa. Los botes salvavidas la arrastrarán hacia la costa africana, que se esconde al este entre la neblina.
La operación de remolque fracasa. Cortan los cabos que unen la balsa a los botes salvavidas y la abandonan con sus ciento cincuenta pasajeros. El capitán De Chaumareys comete una de las acciones humanas más cobardes e ignominiosas que se puedan imaginar.
La situación en la balsa no tarda en pasar de un orden artificioso a un caos brutal. Los más fuertes arrojan por la borda a los heridos, más débiles. Se acaban el agua y los alimentos. Se impone el canibalismo. Con hachas, sacan tajos de los cadáveres y se comen la carne cruda. La balsa se convierte en un matadero humano.
Al cabo de quince días, la nave hermana Argus avista la balsa. Para entonces quedan quince supervivientes, pero varios de ellos mueren después a causa de las privaciones. Al final, sólo tres de los marineros se salvan y pueden regresar a Francia.

Uno de los supervivientes es el médico de a bordo, Henri Savigny. Cuando regresa a Francia, entrega al almirantazgo francés un informe de los acontecimientos. El asunto se difunde y se convierte en un gran escándalo.
Cuando se produce el accidente de la Medusa, el artista Théodore Géricault tiene veinticinco años. Se hizo famoso en el Salón de París en 1812, cuando presentó el óleo de un oficial de caballería a lomos de un caballo rampante, y ahora empieza a pintar un cuadro de la balsa, en el que la gente yace moribunda después del naufragio de la Medusa.
En un principio, se concentra en tratar de reproducir el horror que reinaba a bordo. El canibalismo; cómo arrojan por la borda a los débiles —aún vivos—; un mar donde no se avista ningún otro barco; la desesperanza que, al final, es el único sentimiento que les queda.
Se imagina una balsa que va a la deriva surcando un mar, una balsa donde no hay dios que se preocupe por el sufrimiento de los náufragos. Cuando no queda ninguna esperanza, tampoco queda ningún dios.
El cielo está tan vacío como el mar.
A poco más de seis kilómetros se extiende la costa africana, invisible por la niebla, pero para ellos no es ninguna salvación, allí bien puede esperarles el infierno. Los hombres de la balsa están condenados a muerte.
Géricault comienza a dudar. Hace un gran número de bocetos, pero, al final, empieza a atenuar cada vez más la catástrofe. Como si se hiciera la siguiente pregunta: ¿Qué ocurre con las personas que pierden la esperanza por completo? ¿Cuándo ya no queda nada?
El artista no da ninguna respuesta a la pregunta. Sencillamente, está mal formulada, o es imposible. No existe vida humana allí donde la esperanza desaparece por completo.
Siempre queda algo.
La pintura que por fin deja terminada representa la esperanza humana que, pese a todo, existe incluso cuando no debería quedar nada. Al fondo del cuadro se atisba Argus, aunque el espectador no puede estar seguro de que los hombres a bordo hayan descubierto la balsa.
El cuadro puede contemplarse en el Museo del Louvre, en París. Cuando me veo contemplándolo me digo que es un punto de encuentro entre lo viejo y lo nuevo. Géricault estudió tanto a Rubens como a Caravaggio mientras trabajaba con la balsa. Con la misma intensidad con que estudió cadáveres y hombres moribundos en el hospital Beaujon. Dicen que incluso se llevaba al taller partes de cadáveres para examinar más de cerca el proceso de descomposición.
La mayoría de las obras de arte tienen algo que uno mira o escucha con atención. En casos excepcionales hasta puedo sentir cierto agradable aroma que fluye hacia mí. En alguna ocasión he llegado a experimentar una sensación gustativa inesperada.
Géricault consiguió algo que a pocos artistas les es dado. Munch y Bacon también lo consiguieron.
Y, naturalmente, Caravaggio y Rembrandt.
Mientras contemplo el cuadro puedo adivinar el hedor de los moribundos.
Existe una extraña contradicción en el cuadro. A pesar de que aquellos que representa están pasando hambre y se encuentran medio muertos de sed, el artista los ha pintado con unos cuerpos casi atléticos. Es lo bastante audaz como para mezclar el realismo con los ideales del arte clásico. Al distanciarse y no atenerse sólo al realismo, consigue que nosotros, que contemplamos el cuadro, ocupemos un sitio a bordo de la balsa.
Lo que me sobrecoge es el intento de Géricault de plasmar una esperanza que no existe. No sé de ninguna otra obra de arte que haya logrado expresar de ese modo lo que no podemos sino llamar un reto filosófico.
Después de la visita al Louvre, me siento en un café de la zona. Es otoño, hace frío, sopla un viento del noroeste. He venido a París a hablar de mis libros.
Observo a las personas que hay en las otras mesas y pienso que todas ellas albergan algún tipo de esperanza. De que algo salga bien, de que algo pase pronto, de encontrar la explicación a algo, de que algo que les causaría dolor no sea cierto.
Tenemos que procurar siempre que la esperanza sea más fuerte que la desesperanza. Sin esperanza no hay, en el fondo, supervivencia. Y eso vale tanto para los enfermos de cáncer como para las demás personas.
Cuando me alejo del café, ha empezado a caer una fina lluvia. Me dirijo al cementerio Père-Lachaise.
Me lleva un rato encontrar el mausoleo de Géricault. Sólo llegó a vivir treinta y dos años. De vez en cuando se caía montando a caballo. En una ocasión, la caída fue tan brutal que la lesión que sufrió mermó su vida. Pero también tenía tuberculosis. Muy pronto supo que su existencia tenía los días más que contados.
Antoine Étex, un escultor hoy olvidado, levantó el monumento que orna la tumba. Es sentimental y horrendo. Representa a Géricault camino de la muerte, cómo va dejando caer muy despacio el pincel que tiene en la mano.
Géricault solía recurrir a sus amigos para que posaran como modelos de diversas figuras de sus cuadros. La balsa de la Medusa no es ninguna excepción. Uno de los moribundos tiene los rasgos de Eugène Delacroix.
La balsa de la Medusa habla, por tanto, de esa esperanza que sigue viva cuando toda otra esperanza se ha extinguido. La paradoja que, con más claridad que ninguna otra cosa, es testimonio de la voluntad de supervivencia que siempre albergamos los seres humanos.
Nos agarramos al bote salvavidas, aunque, en realidad, ya no tenemos fuerzas.
Pero la esperanza sigue existiendo. Puede que como una sombra y nada más. Pero ahí sigue.

Henning Mankell

miércoles, diciembre 16, 2015

David Trueba, en EL PAÍS

Una cita

En dos entregas desacostumbradas, la New York Review of Books ha reproducido fragmentos de la conversación del presidente Obama con la escritora Marilynne Robinson. No vamos a caer en la bajeza de comparar el diálogo fluido entre el presidente de la nación y una intelectual destacada con el escenario español, donde al presidente no se le conoce afición cultural, visita a museo ni teatro ni sala de conciertos y donde sus estímulos intelectuales provienen de los arreones de la prensa deportiva con su canción de éxito: yo soy español, español, español. No, no vamos a caer tan bajo. Pero sí conviene detenerse sobre unas palabras de Obama que quizá sirvan de estímulo a un país donde cada día se cierra una librería y se abre un gimnasio.
         La cita es larga, pero es pertinente ofrecerla entrecomillada: “Cuando reflexiono sobre mi papel de ciudadano, más allá del hecho de ser presidente, y sobre los conocimientos que puedo traer a esa posición de ciudadano, me doy cuenta de que las cosas más importantes que he aprendido en la vida provienen de las novelas. Tiene que ver con la empatía. Tiene que ver con la noción de que el mundo es complicado y está lleno de grises, pero que aún hay verdades que han de ser halladas, y que tenemos que esforzarnos en buscar. Y tiene que ver con la noción de que es posible conectar con algo o con alguien, por muy diferente que sea de nosotros”.
         Nadie duda a estas alturas que Obama es un presidente de ficción. Novelería es otra de esas expresiones que en el español certifican un desprestigio de todo lo inventado. Se une a la categoría de inmoralidad asociada a vivir del cuento, contar películas o hacer teatro, todas ellas formas expresivas que denotan valores negativos. Pues Obama es fruto de esa deformación y los españoles sabemos protegernos, porque somos expertos en detectar el buenismo y machacarlo en favor del malismo, la inquina y la maledicencia, que son rasgos de inteligencia entre nosotros. Pero nos olvidamos de que la representación del poder y el relato público necesitan de la potencia del ilusionismo y es ahí donde nuestra desconfianza y nuestra falta de cariño por la literatura y la creación nos condenan a gobernantes zafios, corruptos y crueles. ¿Queríais realidad y pragmatismo?, pues tomad dos cucharadas cada hora. La reivindicación de la ficción como un territorio en el que completar la sensibilidad y la mirada desprejuiciada, donde desbaratar el nacionalismo patriotero y la incapacidad física de sentir empatía por el distinto, suena hoy a transgresión, casi a disidencia.

David Trueba