lunes, junio 24, 2019

Los jardines en ruinas, de Juan Ignacio González

Los jardines en ruinas,de Juan Ignacio González
Bajamar, 2019

La calidad literaria de una obra no se mide, es sabido, por la calidad humana de su autor. Hay canallas que escriben como ángeles y ángeles, en cambio, que le guardan vasallaje a los renglones más torcidos de Dios. Así  que no siempre nos encontramos con un libro como Los jardines en ruinas, escrito por un tipo ejemplar en lo civil y admirable en lo creativo.
Juan Ignacio González se ha ido granjeando como profesor de la Escuela de Trabajo Social el afecto sucesivo de unas cuantas promociones de alumnos. Antes, ejerciendo de educador durante varios años en pisos de acogida, ofreció a muchos chavales sin suerte en su niñez algo más que un resquicio de esperanza (y sé bien que es esa una de las tareas que le han reportado más satisfacciones a Nacho). También fue cofundador del Grupo Cálamo en los años ochenta y del premio de poesía que lleva ese mismo nombre. Como editor, dio a luz las colecciones Cuadernos del Bandolero y Heracles y nosotros. En la política, ejerce como militante veterano y con galones de la izquierda ecologista. A su vez, desde la Sociedad Gesto, ha impulsado innumerables eventos culturales en la ciudad de Gijón. Y como poeta, que eso se trata de reseñar aquí, ha ido forjando una obra que no sólo empieza a ser extensa, sino que además cuenta con la fidelidad de muchos lectores.
La poesía, y conviene recordarlo en este tiempo de marwanes, no es ocurrencia ni lírica verborrea bienintencionada: es lectura atenta del canon afianzado, conocimiento de las pautas para respetarlas o para transgedirlas, pero, en uno u otro caso, siempre conscientemente, y es escribir y borrar lo escrito tantas veces como nos lo aconseje la distancia con que ha de verse toda creación artística que no aspire sólo a ser ensimismamiento complaciente, y que pretenda llegar al otro, conmoverlo, comprenderlo, hacerlo mejor o simplemente abrirle la posibilidad de mundos distintos.
Juan Ignacio González tiene el crédito acumulado de años en esa dedicación. Y en la hoja de servicios, además de su desprendida labor editorial, la publicación de unos cuantos poemarios que lo convierten en una de las voces señeras de la poesía asturiana: Otros labios acaso (1985), Velar la arena —colectivo— (1987), Arte adivinatorio (1995), Contra la oscuridad —con José Carlos Díaz— (2003), La vieja música  —con Javier García Cellino— (2004), El cuaderno de la ceniza (2013), Cuando enero fue pasto de las llamas (2015) y El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) en 2018.
Nos llega ahora una nueva entrega, de la mano de la editorial Bajamar e ilustrada por Leticia González Díaz: Los jardines en ruinas, título tomado de un verso de Kostas Sterýopulos, en un préstamo que aúna dos, al menos, de las características del libro: la influencia de lo griego (a la que debe añadirse también el tributo rendido en las composiciones de la segunda parte a la poesía arábigo-andalusí) y el propósito que, intuyo, alienta esta recopilación de poemas escritos desde 1987 y casi hasta ahora: ser eslabón que enlace épocas separadas entre sí, al modo en que lo hacen las propias ruinas a las que alude el título. No en vano, esa apelación a los vestigios se ha mantenido a lo largo de la literatura. Cada época, de acuerdo con su tendencia ideológica, le añade, eso sí, una óptica particular a ese simbolismo. En el Renacimiento, las ruinas indicaron esplendor de glorias pasadas. En el Barroco fueron lección de ascetismo y desengaño. En el Romanticismo, como bien dice Rafael Argullol, emanó de ellas un doble sentimiento: la fascinación nostálgica por las construcciones debidas al genio de los hombres y la lúcida certeza sobre la potencialidad destructora de la Naturaleza y del Tiempo. Y ya en la poesía del siglo XX y comienzos del XXI, el motivo de las ruinas se abordó como resto de un esplendor que sugiere reflexión sobre el destino humano o sobre el yo más íntimo (J. GuillénV. Aleixandre o nuestro V. Botas, entre otros muchos). En resumen, las ruinas son, siguen siendo según vemos, ese vínculo que pone en contacto mundos aislados en el tiempo pero unidos en su condición fugaz y en su ansia de perduración. «Esto es el hombre», decía Cernuda frente a las ruinas, recordando que estamos hechos de «materia fragmentaria/ con que se nutre el tiempo».
Juan Ignacio González transparenta ese propósito en las diversas poéticas que incluye en libro. En el poema «Ella, maldita sea», por ejemplo, propone «besar los sepulcros de los antepasados/ que nos dieron el arma:/ la palabra». Incidiendo así en que la tradición clásica en literatura no es sino el hallazgo de una expresión que nos sigue representando independientemente de cuándo se haya alumbrado; una expresión, por tanto, que se sobrepone a la muerte de sus creadores, a los que no conocimos, que son ya ruina y que, sin embargo, perviven.
Hay por tanto, en esta visión de poesía, una voluntad de que emerja trascendiéndonos al modo en como lo hacen las propias ruinas, renaciendo lo que un día fue para que la curiosidad de los que nos sucedan recupere una memoria que, en su trama sentimental, probablemente se les antoje muy parecida a la suya.
Los jardines en ruinas se publican después de un libro como El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) en el que el autor alcanzó, creo, su voz más personal, al urdir con acierto la urgencia del compromiso y la exigencia estética del oficio. Aquel libro golpeaba conciencias y este nuevo poemario apela a los sentidos, honrando, como dicen los versos de Homero en Ios: «las más hermosas costumbres de los griegos,/ que son, como tú sabes,/ la música y los cuerpos». Esa música viene acompañándonos a lo largo de toda la obra poética de Nacho, que tiene para el ritmo poético una facilidad adiestrada en la lectura de muchos de los autores citados en estos jardines. Un ritmo que endurece casi hasta la épica en sus composiciones más sociales, que dulcifica en las más líricas y que prosifica en las estrictamente narrativas.
Entre estas últimas se halla la aludida Homero en Ios, monólogo dramático en la línea de aquellos que comenzaron a aparecer recurrentemente en la poesía española a partir de la segunda mitad del siglo XX. Una técnica (heredada del posromanticismo inglés y que aquí cultivaron Cernuda, Valente, Biedma o los Novísimos) y que elige un personaje, tomado de la cultura o de la historia, para que asuma y transmita en primera persona las emociones que el escritor desea expresar. Este monólogo dramático le viene como anillo al dedo a los propósitos de estos Jardines en ruinas, donde su autor, aun hablando de sus sentimientos, se distancia a la vez de ellos, del yo romántico, al trasladar las emociones a una voz vicaria. Este ejercicio de otredad se mantiene a lo largo de la lectura de todo el poemario, por lo que uno tiene la sensación de que participa de una prolongada confidencia que nos es susurrada al oído por los labios de un sinfín de personajes suplantados prodigiosamente por quien toma de cada uno aquello que mejor sirve a su causa: conmover, denunciar, seducir, consolar o consolarse. Asistimos, pues, a un extenso monólogo dramático protagonizado por un elenco interminable de personajes históricos, literarios, anónimos, que como en el caso del argonauta nos hablan de los viajes; que como en el del escriba, de la indignidad de ciertas ocupaciones serviles; que como en el de Penélope, de la esforzada condición de las mujeres; que como en el de Adriano, del amor hospitalario; que como en el de los desconocidos protagonistas de los poemas Muerto de la Iliada o Los juegos del hambre dan voz a los peones sacrificados por la historia.
Hay que poseer un acendrado espíritu empático para encarnar tantas y tan variadas sensibilidades. Hay que haberse empapado durante años de lecturas para transitar con tanta seguridad los escenarios literarios e históricos evocados en el libro. Hay que haber amado como propio lo que se conoció a través de voces venidas de lugares y épocas tan distantes y acertar entonces a comprender que todo vestigio que sobrevive y nos conmociona, puede experimentar aquello que describe Nacho cuando habla de La vieja música que es la poesía: «Y cuando cae la lluvia sobre la tierra seca,/ de nuevo en ella brotas como la nueva vida». Esta poesía practicada sin desmayo a lo largo de muchos años, tributaria de las más hermosas ruinas, devuelve a la vida, la vida de los que aun sin pisar tierra firma desde hace muchos siglos siguen habitándonos en la emoción compartida.