viernes, agosto 31, 2007

Las Médulas (Only castaños)

Dice Saramago que "es necesario ver lo que no fue visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver en la primavera lo que se vio en verano, ver de día lo que se vio de noche, con sol donde primeramente la lluvia caía, ver el trigal verde, el fruto maduro, la piedra que cambió de lugar, la sombra que aquí no estaba". Añadiéndole combinaciones a la recomendación, nos llevamos a nuestro hijo a Las Médulas, para ver con quien más queremos aquello que un día nos conmovió tanto: el atardecer prendiendo como si fuera yesca toda la tierra descarnada de las viejas minas de oro. Subimos a Orellán. Antes de llegar al mirador, se pasa por el pueblo. La carretera se estrecha entonces. Se agacha por debajo de los balcones de madera. Arriba estábamos casi solos. El sol caía despacio. Las ascuas se avivaban lentamente. Y aunque así descrito el momento pudiera tener cierta apariencia plácida, siendo sincero debería confesar que mi hijo andaba inquieto; y es que no pueden, supongo, compararse los ocasos demorados con el vértigo de efectos especiales que la vida les depara en cada momento a los críos a su edad. Así que lo que antaño nos resultara tan hermoso, entendimos que habría de disfrutarse al cabo del tiempo con ciertas dosis de estoicismo. Y a eso nos disponíamos, cuando llegó por la pista de tierra, derrapando, un aparatoso Mercedes descapotable. Se bajaron cuatro hombres. Tres parecían extranjeros. El otro resultó natural del lugar. Era quien les explicaba en un inglés sin verbos lo que desde allí se veía. Y lo que no se veía, pues les comentó que al otro lado de la montaña estaba su fábrica. Empresario entonces. Hablaba casi a gritos en una lengua rudimentaria de la que parecía, no obstante, muy orgulloso. Finalmente se cayó el sol. Hicimos algunas fotos. Volviendo hacia el coche repetíamos entre risas alguna de las frases del improvisado guía: “y alli abajo, only castaños”. De regreso a Villafranca se hizo de noche. Llegamos al hotel a las once. Mientras cenábamos, nuestro hijo recordaba divertido las explicaciones del Only castaños. El resto del atardecer ya se le había olvidado.

jueves, agosto 30, 2007

El Valle del Silencio

(...) Seguimos hasta alcanzar la carretera que lleva al Valle del Silencio. La recordábamos angosta. Sigue siéndolo. Y peligrosa. Va uno con el alma en vilo durante los veinte kilómetros que llevan a Peñalba. El pueblo está precioso. Cuidado. Las casas lucen arregladas, bien retejadas en pizarra, pintadas las maderas de sus balcones, limpio el empedrado, derechos los muros de piedra. La iglesia es una hermosura. Su puerta mozárabe es de un gusto espléndido. Quedan restos de policromado en el interior. La espadaña exenta se eleva por encima de todos los tejados del caserío. Tomamos una tentempié en la cantina próxima. Guarda el tipismo montañés. Queda cerca del sendero que conduce a la cueva de San Genadio, el obispo que tomó la senda de la oración en soledad por aquellos lugares que luego, puesto que otros muchos le siguieron y allí se hicieron eremitas, se llamaron la Tebaida berciana.

El camino que conduce desde Ponferrada a San Pedro de Montes está adornado de todas las bellezas y accidentes graves, terribles y risueños propios de un país montañoso. El Valdueza o valle de Oza, por cuyo fondo corre este río, presenta desde San Esteban una faja de frondosidad y frescura infinita, pero sumamente estrecha, flanqueada en ambas orillas por dos cordilleras que le aprisionan hasta su fin. Las huertas y prados, los frutales y árboles silvstres, los emparrados, que a veces extienden sobre el camino su rústico dosel, y los pueblecitos que a cada paso se encuentran a la margen de aquel río tan cristalino, donde se ven las truchas deslizarse sobre las guijas y ocultarse en las raíces de los árboles, entretienen agradablemente al viajero.

Enrique Gil y Carrasco, Bosquejo de un viaje a una provincia del interior.

martes, agosto 28, 2007

Todo me distrae

No hay manera. Acabo de tomarme el café de media mañana. He ido hasta La Botica. Sirven un descafeinado de máquina muy aceptable y tienen a menudo unos cuantos periódicos disponibles. Luego me acerqué al muelle. Paseé hasta el rompeolas. Está todavía desperdigada por allí –bien desperdigada, eso sí- la exposición de National Geographic. Y las fotos de Reza Deghati. Espléndidas. Y cada una de ellas cuenta una historia. Un pequeño texto que las vuelve aún más estremecedoras. No me canso de verlas. No me canso de leer lo que narran. Subí por el cerro. Atravesé Cimadevilla. Y no hay manera. Supongo que es preciso ejercitarse. Que es importante la insistencia. Lo intento. Me pongo a la faena. Pero cualquier cosa me despista. Casi llegando ya a la oficina fue una niña de quizás cuatro o cinco años la que llamó mi atención. En medio de una calle solitaria, de una acuarela sucia, en mitad del silencio, sin tráfico alguno sobre el empedrado y cayéndole al mundo entre la angostura de los aleros una luz gastada, de repente se abrió un portal y de él salió corriendo la pequeña. Ligera. Rubita y blanca. Se le movía con gracia la media melena. Giró por la primera esquina. Se me perdió a la vista. Sobre la nada, una nada triste, esa pincelada de color, tenue sí, pero tan vivaz al mismo tiempo, hizo, quién sabe por qué, que me pusiera a pensar que ya nunca más sería un niño. Nunca más. Tan simple que hasta da apuro transcribirlo. Y la puñetera calle volvió a quedarse sola. El barrio entero parecía un sudario y el resto de la vida un trayecto escaso. Ya no me quedaron ganas de intentarlo de nuevo. De ponerme a pensar con la metódica aplicación de quien se procura para si mismo un pequeño discurso ordenado. De quien está empeñado en hilarse por dentro una tela de araña meticulosa y resistente con que atrapar lo que es o lo que debería intentar ser. No hay manera. Todo me distrae.

lunes, agosto 27, 2007

Por Carracedo

El monasterio de Carracedo lo fundó Bermudo II de León hacia el año 990 para acoger a los monjes huidos de las razzias de Almanzor. Tuvo por tanto una larga historia hasta su desamortización en 1835. Comenzó entonces un progresivo deterioro que no se detuvo hasta que en 1988 se inició su restauración. Dicen las guías del lugar que aún se conservan partes relevantes del conjunto monástico medieval. En realidad lo que sí está en pie es la iglesia de finales del siglo XVIII, cuya construcción se hizo sobre el viejo templo románico monacal. Del resto, son más las ruinas y lo reconstruido. Al sur del templo se sitúa el claustro reglar, en torno al cual se distribuyen las distintas dependencias monacales: la sacristía, la sala capitular, el locutorio y el pasaje. Sobre el antiguo refectorio se construyó una biblioteca en el XVI. En la actualidad hace las funciones de museo. En una pequeña exposición se muestran algunos textos históricos sobre el monasterio. Llaman la atención los de Jovellanos y sobre todo los de Gil y Carrasco.
En la margen izquierda del río Cúa y en un sitio fértil, risueño y deleitoso tal vez en demasía para la austeridad y recogimiento de la vida monástica, está asentado el monasterio de Carracedo, el más sobresaliente de El Bierzo y que antes de la caída de las órdenes religiosas gozaba en la de San Bernardo de una consideración y riqueza de primer rango. Cércanle por todas partes praderas y huertas fertilísimas, frondosos arbolados y campos de pan y de maíz y de lino, surcados por arroyos puros y cristalinos que mantienen en ellos perpetua verdura. Es allí el cielo tan sereno y claro, tan benigno y templado el aire, tan fecunda la tierra y tan variada la armonía de los infinitos pájaros que cantan en sus sotos, que el buen rey Bermundo II el Gotoso que le fundó en 990, no puedo buscar marco menos a propósito para un cuadro grave y religioso.
Al salir compro un libro de este autor berciano: Bosquejo de un viaje a una provincia del interior. Qué bello título. Gil y Carrasco fue un romántico que vivió poco más de treinta años. Que escribió una novela histórica, El señor de Bembibre, y, a lo que parece, unos deliciosos cuadernos de viaje. En el recorrido por el monasterio nos cruzamos con una monja joven que también anda de visita y que va acompañada de familiares. Es casi una cría. Lleva unos hábitos color crema y una toca voluminosa. Va tan tapada que parece de otra época, casi de otro país. El señor que la acompaña debe de ser su padre. Tiene un rostro colorado como de campesino. Va alegre y diríase también que orgulloso de su hija. Desde una de las ventanas del que llaman mirador de la reina ví a la novicia hablar por un teléfono móvil. Estuve tentado de fotografiarla. No sé aún por qué no lo hice. Supongo que no acostumbro a tomar ese tipo de fotos. La vi y basta.

miércoles, agosto 22, 2007

Mareona

Ha llovido a mares esta noche. Y ha bajado la temperatura. En la cama me he tenido incluso que echar algo de ropa encima. Viniendo para el trabajo tenía el cielo un inequívoco color otoñal. Sí, son todos, efectivamente, síntomas de que el verano se va acabando. Pero ninguno de ellos lo es tanto como que en la radio, en la tele y en los periódicos se empieza, de nuevo, a hablar de política. Es aún un runrún como de marea cantábrica lejana que empezara a subir. Si anduviéramos por la playa, convendría ir buscándole acomodo a la toalla algo más lejos de la orilla. No vaya a ser que cuando llegue la marea nos moje por sorpresa una arcada oceánica. Dentro de nada ese rumor todavía distante se nos irá metiendo en el oído de tal modo que será como un sonajero estruendoso de guijarros. Y aún así e incluso sabiendo que las pleamares de septiembre –que por aquí llamamos mareonas- arrastran limos abisales, suele antojársenos entrar un ratito en el agua. Que no se nos olvide entonces el dicho –algunos, muy pocos y en contadas ocasiones, hasta son recomendables-, de que hay que nadar y guardar la ropa.

lunes, agosto 20, 2007

A propósito de Auden

Supe de la bitácora de Álvaro Valverde cuando murió Eugénio de Andrade. Andaba yo buscando en la red ecos del fallecimiento. Hallé en ella entonces una reseña emocionada y sucinta sobre el poeta portugués. Se añadía también el hermoso poema titulado Memoria de Andrade. He sido desde entonces fiel lector del blog de Valverde. Me siento a gusto leyéndolo. Encuentro en sus anotaciones una precisa mezcla de intimidad discreta y concisión expresiva. Una manera de decir y un formato claros. Reseñas interesantes. Y una lista de enlaces que me ha permitido saber de otros lugares a los que sería difícil ya renunciar una vez que en ellos se ha entrado, que en ellos nos hemos ido acomodando como si de la mesa de un café del que fuéramos asiduos se tratara: Santos Domínguez, Gonzalo Hidalgo Bayal o Ismael Rozalén.

La última entrada del blog de Álvaro Valverde reproduce un poema de Auden. El IX de Doce Canciones –¿recuerdan que se recitaba en Cuatro bodas y un funeral?-, en la versión que del mismo ha realizado Jordi Doce en la antología Los señores del límite. La comparé con la traducción que del mismo texto ha realizado Eduardo Iriarte, en la selección titulada Canción de cuna y otros poemas. Son realmente muy distintas. Entiendo los elogios de Valverde hacia la de Doce: resulta mucho más poética. No sé si más fiel. Tampoco importa. Ya decia Victor Botas que "la fidelidad, en ocasiones, lejos de ser una virtud, no es mas que una impotencia".

Releía hace sólo unos días un libro de José Luís García Martín, La biblioteca de Alejandría, en el que se reúnen traducciones -o reinvenciones- de textos de diversos autores -desde Li Po a Eugénio de Andrade-. En su prólogo se hacen unas consideraciones muy interesantes sobre la labor del traductor. Entresaco lo que sigue porque entiendo viene al caso: “Traducción: aproximación. Pero no es lo mismo quedarse a cien leguas del original que a unos pocos centímetros. También las traducciones pueden leerse, no como una reproducción más o menos fiel de un original, sino como poemas originales escritos a medias entre el traductor y el poeta traducido”.

Y también al hilo de Auden y de sus traducciones, recuerdo otra entrada que no hace mucho colgaba en su blog Jorge Ordaz –a él también le soy leal: empieza a ser difícil seguir a tantos cuando tantos son los que tan bien lo hacen-. Se titulaba aquella anotación Auden y la caliza y se refería al poema In praise of limestone: “Las versiones al castellano del mencionado poema suelen traducir limestone por piedra caliza. No es incorrecto, pero lo preferible sería decir caliza. Los geólogos hablamos simplemente de calizas, y en el campo no vemos piedras, sino rocas. Además, en la por otra parte excelente versión de Eduardo Iriarte, incluída en Canción de cuna y otros poemas (2006), la expresión weathered outcrop es traducida por erosionado afloramiento. Lo más apropiado hubiese sido poner meteorizado afloramiento. Es parecido, pero menos preciso. Seguro que estos matices los conocía Auden. Pero, en fin, tampoco importa mucho. Lo importante es el poema en sí. Lo demás son disquisiciones comineras para pasar el rato”. No sé si este remate es del todo sincero.

jueves, agosto 16, 2007

Traca en el río

Hacía ya algunas semanas que nada sabía de Xuan Serandinas. Recibí ayer noticias suyas.
En estos días largos y agradables del verano, mis paseos acaban llevándome hasta el río. Este año baja con mucha agua. Y oscuro como siempre, empeñado en reflejar el envés del mundo. Ayer asistí a un funeral. Por estos pagos, bien lo sabes, cada vez que alguien se muere el pueblo entero acompaña a los deudos. Tan pocos quedamos que si así no se hiciera se sentirían solos. Se nos ha ido un vecino muy anciano. Más de noventa años. Hasta el final tuvo buena salud. Se movía aún bien. Seguía orientado. Sus hijos siempre lo cuidaron. Al darles el pésame me contó el más pequeño que el día anterior su padre se había ido paseando hasta el chorro. Cuando volvió, tropezó. Se fue al suelo. Perdió las gafas. Ya no las necesitó más. En la iglesia me encontré con un viejo amigo de la infancia. Vive en la ciudad. Era sobrino del fallecido. "He traído a los viejos al entierro. Casi no pueden caminar, pero querían venir. Aquí, Xuan, ya no nos va quedando nadie. Mis primos cerrarán la casa. Mis otros tíos se han muerto también o están en el asilo. La vegetación ha crecido tanto que el jabalí llega a las puertas. Ni maíz se planta ya. Sólo quedan árboles, malas hierbas y turistas perdidos. Los putos turistas llegan a todos los lados. Cualquier día entrarán en el templo y harán fotos en los funerales hasta de la caja del muerto. Es el final, Xuan, el final." Al atardecer bajé hasta el Navia. Se estaba a gusto en el silencio de sus aguas remansadas. Hasta que se oyó bajando el río un alborozo de piragüistas. Sobre el cauce espeso y sombrío ardió de pronto una traca de color y ruido. Y no eran aún las fiestas de la aldea.

lunes, agosto 13, 2007

Sábado tarde en Viana

Es sábado a primera hora de la tarde.
Apenas si hay gente por las calles.
Los comedores están cerrando
y al sol, aun andando en lo más alto,
le cuesta alcanzar
los rincones más turbios
de la ciudad vieja.
El viento, sin embargo, dispersa
el agua de las fuentes
y pone en vuelo de repente
una gran sombrilla blanca
en la Plaza de la República.
Esta brisa atlántica
que llega encanallada desde el puerto
se ha vuelto más astuta que la luz.
Le levanta las faldas a las muchachas
y le busca las vengüenzas
a las sombras más perdidas.

viernes, agosto 10, 2007

Rio do esquecimiento

Hay muy hermosos parajes en las veredas del Lima. Y si aún hoy nos lo parecen, cómo no sería este valle hace siglos, cuando ni puentes había. Cuentan que cuando las legiones romanas llegaron aquí en el siglo I a.C. creyeron encontrarse ante el río del olvido. Aquellos rudos legionarios, acostumbrados al combate, a las largas marchas y al poco valor de sus vidas, se negaron a cruzar el Lima. El cónsul que les mandaba tomó con valentía el estandarse de Roma y atravesó el cauce hasta la otra orilla. Llegado allí, llamó a sus hombres uno por uno y por sus respectivos nombres. Eso les convenció de que aquel río que creyeron era puerta del paraíso no era el rio del olvido, o rio do esquecimiento. La memoria de quien les mandaba supo nombrarlos a todos. Mi memoria tampoco olvida los días junto a sus aguas lentas.

Receta de amigo

Llevo esta bitácora con cierta discreción. Algo tendrá que ver en ello, supongo, la desconfianza que me suele inspirar cuanto escribo. Así que sólo algunos amigos la conocen. De ella nada sabe J., que es uno de los más queridos. Sí le he hablado, no obstante, de algunos otros blogs que leo a menudo. Hace unos días fuimos a comer a su casa. Había cocinado patatas con langostinos. Deliciosas. Le pregunté por la receta. Y como quien habla de un amigo común, me dijo: es de Ismael Rozalén.

miércoles, agosto 08, 2007

Guimaraes

En la muralla que abraza
las más angostas calles de Guimaraes,
por encima de donde se asoman
el palacio de los Braganza
y la espada de Afonso Henriques,
una inscripción en grandes letras doradas
recuerda que "Aquí nasceu Portugal".
Entre las mesas del café
de la Plaza de Santiago,
en el corazón mismo de la ciudad
una vieja aseada y sonriente
mendiga una limosna.

En piedra

A. Lima es profesor en Oporto. Se casó hace ya casi cuarenta años en Viana. Su mujer es de Chafé. De Casa da Reina. Aún conservan la propiedad. Y los viñedos. Han levantado en el viejo solar familiar un hospedaje. Lo dirige su hijo, C., que estudió en las Azores ingeniería agrícola y que ha decidido quedarse a trabajar en el pueblo. Lleva la bodega y el hotel. Por el jardín de la casa rural hay algunas esculturas de su padre. Rostros. Rostros vendados. O ciegos. Rostros ovoides y sin cabello. Sonrientes o dolientes. Aparecen entre la hiedra o semiocultos entre los muros de la finca. C. dice con voz queda que el viejo, además de profesor, es poeta ocasional y escultor voluntarioso. Que el lugar se llama da Reina por su abuela. La señora de Chafé. Allí rigió durante mucho tiempo vidas, vendimias y hasta estaciones.
Es media tarde y juego solo al billar durante un rato. Pongo un disco de Dulce Pontes. La luz incide sólo sobre el fieltro verde de la mesa, suena suave la música y la puerta abierta deja pasar el olor de la tierra húmeda. Nos han invitado a conocer la bodega. Está muy cerca. A escasos cinco minutos de paseo. Vamos junto a nuestros vecinos de alojamiento. Hace una semana que compartimos la casa. C. nos guía. Charlamos bajo los paraguas. Los niños van riendo y mojándose. Nos franquea el portón de acceso una anciana de piel curtida, pañoleta, botas altas, bata de faena y dedos retorcidos como sarmientos. Sonríe. Se maneja en un portugués resbaladizo. C. nos aclara que es una empleada de la abuela. Lleva a su servicio desde los catorce años. Tiene setenta y cuatro. Ahora, además de las faenas de la finca, del cuidado de los animales, de las tareas de la limpieza, de la ayuda en la bodega, cuida también de la señora, de la reina, anciana y encamada a sus casi cien años. Fue la terrateniente del lugar. Carácter fuerte. Muchas propiedades. Y gran parte del pueblo trabajando para ella. Así era la reina. Por eso era la reina. Y sigue siendo la reina, según parece, que aún en su lecho quiere saber qué se hace en las tierras. Aún quiere reinar en su pequeño feudo. Lo cuenta su nieto y lo hace con cariño. Queda por conocer qué piensan de ello quienes estuvieron a su servicio. Qué hablarían de su reina las gentes de Chafé.

martes, agosto 07, 2007

Lluvia











Esta tarde, al volver a casa,
una persistente lluvia
había empapado el jardín.
El olor de la tierra
tenía la consistencia
de una niebla tenue.
Desde la ventana,
el desorden de todo
cuanto se había abandonado al aguacero
se parecía al rostro del verano
cuando se despide.

viernes, agosto 03, 2007

Ajedrez de verano

Al final de la tarde,
el último sol ya apenas relumbra
sobre el ajedrez del jardín.
Una sombra ligera de brasas
se alarga morosa y cruenta,
como si fuera el final de una guerra,
por el granito que tiene encastrados
azulejos de escaques blancos y añiles.
Esa postrera luz del verano
se hinca también de rodillas,
no elude tampoco
el jaque mortal de los días.