miércoles, diciembre 19, 2007

Al río con la Navidad

Llega todos los años. Puntualmente. Desde Serandinas. Es su particular manera de ver la Navidad:

Un manera de sinécdoque es la parte por el todo. El espumillón por la Navidad. Es fácil decorar árboles. Montar belenes. Pero cómo se hace con todo un río. Bajé hasta la orilla. Deposité en la corriente perezosa, en el azogue de sus aguas, un espantoso trozo de espumillón plateado. Lo vi flotar lento. Irse despacio. Me pareció el lomo refulgente de una anguila. Y de pronto, en aquella quietud en la que nada sorprendente podía aventurarse, saltaron sobre la presa de color no menos de media docena de bocas voraces. Las truchas del río se llevaron muy al fondo el rastro luminoso de la Navidad.
X. Serandinas
(Feliz año nuevo a todos. Hasta la vuelta.)

domingo, diciembre 16, 2007

En la Casa del Chino


La noche era fría. Por las calles no había gente. Estaban en silencio. Y sin embargo la casa latía por dentro como un organismo vivo. Caliente. Salimos a la terraza. A la Plaza de la Soledad. Venía un olor a musgo del solar recién derribado donde hasta hace sólo unos días resistían las dos últimas bodegas del barrio. Brillaba muy sola la luna menguante. Gimi tocó el saxo asomándose por encima de la balaustrada. Tres o cuatro chavales apostados en un soportal próximo aplaudieron la música. Reímos. Adentro la gente iba llegando. Esther llenaba un montoncito de vasos con leche de pantera. Fría y espolvoreada de canela. Con pajita. Qué mejor cosa que estar en la Casa del Chino con una leche de pantera en la mano. Sólo faltaron los faroles. Hubiesen lucido hermosos colgando como antaño de las ventanas y las vigas del techo. Un montoncito de fanales de papel y vivos colores recibiéndonos. Se presentaba Cimavilla, de retornos, pasiones y canallas. Y se hacía en el corazón mismo del barrio al que se le han dedicado las fotografías y los textos de esas páginas. Habló primero Emilio. Conoce bien esto. Su abuela vivió aquí. Y él siempre se ha dejado caer por estas calles. Con la inercia que le dan a nuestros pasos los sitios que amamos. Leyó en alto una charla que mantuvo con Mati hace un tiempo y que se transcribe en el libro. Mati es uno de los pocos personajes auténticos que van quedando de la vieja Cimavilla. Debe de tener ya casi noventa años. Yo la veo a menudo por las mañana en el que fuera el bar del minero. Se sienta en una de sus mesas. Muy erguida y maquillada. Con cejas espúreas de lápiz, labios encarnados, pómulos grana y bien remarcada la línea de los ojos. El pelo recogido y unos pendientes largos de plata. Descarada como sólo pueden serlo las mujeres de mucha vida. “Ay fiu, a los tus años jodía yo más que meaba”. Nada más y nada menos. Así termina el diálogo. Ella ya tiene el libro. Mira satisfecha esa página que ocupa enteramente su foto. Lo lleva consigo como oro en paño. Habló luego Nacho. Se extendió más que Emilio. Tiene soltura, tablas. Glosó su larga vinculación con Cimavilla. Hasta jugó en el equipo de fútbol del barrio. Relató las noches de farra por sus bares de música andina y letras rebeldes, barras de absenta y gatas de escote generoso. Cantó incluso una estrofa de aquella canción que decía “yankee, acuérdate de Vietnam, que Angola ya no está sola y la libertad de Angola muy cara te va a costar”. Y pidió una calle para Rambal, el maricón del barrio, que a mucha honra así se presentaba y como tal ejercía. Hasta que lo mataron y se perdió a uno de los más insignes canallas que dio este rincón del mundo. Mi amigo se metió al público en el bolsillo con su evocación nostálgica y su tono cómplice y sentimental. Terminó leyendo dos de sus textos. Y qué bien los lee el jodido. Aplausos a rabiar. Para cuando llegó mi turno ya me había metido entre pecho y espalda dos vasos de leche de pantera. Ni rastro de temblor en la voz. De cualquier modo, y sabiendo que no hay que tentar la suerte, fui breve. Me limité a leer el texto que le hice al Chino hace unos meses. Y lo hice en su propia casa y estando él de fantasma presente. Compartiendo todos su afamada leche. Leí con respeto. Casi con miedo. Allí había gente que lo conoció, que conoció a Wei Hsiao Niu. Y uno, cuando escribe de quien se ha ido hace tanto tiempo, tiende a exagerar, a buscarle al muerto un hueco en la leyenda. Cerró el acto Juan. El fotógrafo. Siempre dice que cuando oye el clic del disparador se acaba la foto. Para qué hablar entonces de ellas. Pero termina animando a los amigos a que lo hagamos. Y le ponemos palabras a sus imágenes. No sé si las mejoran. Quizás las vuelven distintas. Las interpretan. En cualquier caso, éste es, un libro sobre todo suyo. Por eso siempre se puede olvidar cuanto ha quedado escrito en sus márgenes. Dejarse llevar tan sólo por lo que las fotos nos sugieran y convertir en paspartú la cháchara literaria. Lo mejor de todo fue el final. Gimi se arrancó de nuevo con la polca que es canción del barrio. Cimadevilla tu eres el barrio mejor. Las olas te bañan de babor a estribor. Y la cantamos todos tan contentos. Como si anduviéramos celebrando las fiestas de la Soledad, alegres de lecha pantera y mirando la fotos del libro como se miran los paisajes de un hermoso viaje del que recién hemos llegado.

O curruncho de Rayuela

Omemeciendo a Sir John y a Occam.

Una casa que sea como un árbol,
que aguante la tormenta, que aclare
la pedrisca, que espante lejos el viento gélido
del tiempo.

De Berta Piñán

jueves, diciembre 13, 2007

De educación

El Tribunal Superior de Justicia de Asturias ha suspendido de forma cautelar la obligatoriedad impuesta por la Comunidad Autónoma de acudir a las clases de Educación para la Ciudadanía a las familias que la habían recurrido y a las que no se les había permitido la objeción de conciencia.
Debe recordarse que las medidas cautelares suspenden la ejecutoriedad de un acto administrativo cuando existe petición del administrado al órgano judicial en tal sentido por atenderse la consideración de que las derivaciones de la aplicación de la medida recurrida pudieran ser de tal gravedad que si no hubiera suspensión serían difícilmente reparables. Permítanme que dude de que los efectos de una asignatura con tan escasa presencia en el horario escolar y cuyos contenidos, por muy adulterados que se presenten, presiento que no tienen relevancia tal como para dañar ni el sistema neuronal ni la sensibilidad ni las convicciones morales o religiosas de los educandos.
Me parece que la pretensión última y más noble que justificaría una asignatura como la que motiva la polémica sería la transmisión desde edades tempranas de los valores que impulsan una convivencia democrática. No sé si tal finalidad justifica la existencia de una materia aislada o requiere, por contra, el que desde todas las asignaturas impartidas, de modo transversal, se enseñe a los alumnos cuáles deben ser las pautas de comportamiento cívico en una sociedad libre, en un estado de derecho. De cualquier modo, al optarse por la primera de las soluciones no se debería haber soslayado la importancia que para el éxito de la medida hubiese tenido que se compartiera por los principales partidos políticos, por los únicos que pueden gobernar este país.
Nos hallamos de nuevo ante una de esas iniciativas que tomada por quien gobierna sin un acuerdo suficientemente amplio tiene el futuro condicionado por la alternancia que propician las soberanas decisiones del electorado. Y sucede ello en un asunto tan delicado como el de la educación, donde los cambios ministeriales generan, invariablemente, modificaciones sustanciales de su modelo. Esta inestabilidad ya grave por si misma, aun se agudiza más con el singular entramado territorial y competencial existente en España, que permite una enorme autonomía a los gobiernos autonómicos en asuntos como la enseñanza.
Desde una perspectiva de mero espectador atento a lo que sucede, esta inestabilidad de las estructuras educativas es uno de los grandes males que afectan a la escuela en España. A él deberían sumársele, al menos, otros dos: su debilidad y el escaso respeto por la labor docente.
Por debilidad entiendo eso que también se ha dado en llamar indulgencia en palabras de José Antonio Marina, y que no es sino el modo en como se ha ido bajando el listón de lo exigido a los estudiantes en contenidos y en comportamiento. Mentarle a un responsable administrativo o a un órgano de gobierno educativo la existencia de un alto grado de fracaso escolar en su área de responsabilidad es ponerlo en el disparadero. Dado que poco o nada se puede hacer para mejorar esas estadísticas en plazos breves y puesto que las legislaturas se caracterizan precisamente por eso, por su temporalidad y por la necesidad de ofrecer a su término resultados relevantes de la labor realizada, no se opta por la decisión valiente de comprometer en la tarea y a largo plazo a todas la fuerzas políticas que puedan gobernar, llegando a un pacto que garantice la estabilidad en el modelo, sino que se elige la peor de las soluciones, la modificación de los controles, de modo que al hacerlos más flexibles ofrezcan resultados más presentables cara a la opinión pública. Es, por hacer una comparación clarificadora, como si para obtener mejores resultados en las estadísticas sobre delincuencia, dejáramos de considerar como delitos los pequeños hurtos, las agresiones sin fracturas o las falsificaciones de moneda que se limitaran a clonar tan sólo billetes de cinco euros. Evidentemente, ello mejoraría las cifras registradas en el apartado sobre comisión de delitos recogidas en las memorias anuales de las delegaciones de gobierno, pero me temo que la situación real del problema habría experimentado un sensible empeoramiento.
La tercera de las dolencias que socavan la salud de nuestra educación es, a mi juicio, la paulatina desconsideración que se ha ido evidenciando hacia el trabajo de los docentes. Hay una escena en la película La lengua de las mariposas que, de algún modo, nos pone sobre la pista de las más graves sinrazones que han llevado a esta situación: el desprecio público hacia la labor de los profesores y, paradójicamente, la tendencia a convertirlos en únicos responsables de la educación de nuestros hijos. La escena es la de aquel rico ignorante y grosero que interrumpiendo la clase del entrañable enseñante republicano que interpretara Fernando Fernán Gómez, y portando sendos capones en sus manos, con la intención evidente de manifestar tanto su propio poderío como las penurias del maestro, le exige a éste con voz destemplada que le ponga más cuidado al aprendizaje de su hijo, un crío que resulta ser un pobre cenutrio con pocas luces y ningunas ganas de estudiar.

Excúsenseme estas elementales reflexiones de quien contempla con interés pero sin suficiente conocimiento de causa el estado actual de la educación en España. A vuela pluma. Habrán de ser los especialistas quienes afronten con más rigor y profundidad estas cuestiones. Si se les deja y si se toman en consideración sus recomendaciones. Pero creo que los ciudadanos de a pie tenemos la obligación de plantearnos de vez en cuando el pequeño reto de pensar sin corsés ideológicos o mediáticos, de manera sosegada y sensata, sobre estos asuntos que son los que finalmente hacen que nuestra sociedad sea un lugar más o menos habitable.

lunes, diciembre 10, 2007

Estos días

No hice puente. Y bien que lo sentí. Quién dijo que los atajos daban trabajo. A veces pienso que lo da mucho más el rigor mal entendido. La meticulosidad pejiguera. Le haremos caso a la Santa –tomaremos de la coplilla la chicha secular-: Nada te turbe; nada te espante; la pacïencia todo lo alcanza.

El sábado celebramos comida familiar. Hice patatas a la importancia en versión marinera. Me pareció que estaban exquisitas. Pero nadie alabó el plato. Asi que me temo que no debían de estarlo tanto. Fue un poco como esos posts que uno cuelga convencido de que esta vez sí, de que finalmente se ha dado en el clavo. Y luego resulta que pasan los días y no suscitan ni un maldito comentario. Te quedas un poco herido. Todos necesitamos algo de coba.

El domingo vimos en TCM una película muy entretenida, El próximo año a la misma hora. La película es la versión cinematográfica de la obra teatral del mismo título, Same Time, Next Year, que escribió Bernard Slade y que fue éxito en Broadway. George, un contable de veintipocos años, casado y con tres hijos, y Doris, de edad parecida, también casada y madre, se conocen por azar en 1951 y viven lo que bien pudiera haber sido sólo un esporádico escarceo pasional. Pero, aunque cada uno regresa con su familia, desde ese momento deciden citarse en el mismo lugar y fecha los años siguientes. Y durante veinte años se vuelven a encontrar siempre el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar. Esos encuentros son la perfecta excusa para que los protagonistas muestren no sólo cómo les trata la vida, sino también qué le va pasando al tiempo al propio país. El director, Robert Mulligan, hace que brillen las actuaciones de Alan Alda y Ellen Burstyn, que están espléndidos. Ciertamente, se pasó el rato en un santiamén. Y con una sonrisa en los labios, lo que tampoco es mala cosa.

Ah, y también anduvimos, de alguna manera, por Córdoba, por su Palacio de Viana. Concierto de Luis Eduardo Aute. Puesta en escena sencilla y elegante. Está viejo el tipo, pero nunca ha cantado igual. Nunca tan bien. Por allí estuvimos gracias al DVD que se incluye en su último disco. Una muy cuidada selección de temas de amor por los que -por ellos no- no pasan los años. Aunque en cada momento uno se quede con una canción distinta. Ayer encontré que la que más me gustaba era A día de hoy.

A día de hoy
podría decir
que no hallé ningún faro
en ningún puerto.
A día de hoy
podría decir
que el amor fue mi voz en el desierto.
A día de hoy
sólo puedo decir
que vivir fue otra forma de estar muerto.

También leí La línea de sombra, de Joseph Conrad. Me metieron en ganas las conradianas de Ordaz. Ha sido una auténtica delicia embarcarse en el Otago. Gavias, vergas, cabestrantes, bitácoras, cuartos de derrota, drizas y velas, mar en calma y tormenta, noches silenciosas y cólera a bordo, un destino al que el viento inexistente no lleva y un joven capitán que cruza la línea de sombra, justo aquella que nos vuelve definitivamente adultos, responsables únicos del destino de nuestras vidas y del acierto o desdicha de nuestros actos. Y todo ello en torno a una anécdota tan simple que resumida difícilmente justificaría que la lectura del libro sea así de hipnótica. Supongo que en eso consiste escribir condenamente bien. Así que me desdigo, si estuve de puente, en el del Otago al menos.

martes, diciembre 04, 2007

Metáforas

Ayer tuve que ir al pueblo. Otro funeral. Uno se adentra en aquellos lugares como en un sueño. La realidad pierde contundencia. Se deslíe. Se viaja al país de los viejos. Todo va más lento. Se viven recuerdos imprecisos y antiguos. El mundo es una amenaza; la vida, casi siempre amarga; la soledad, un invierno. Viajé con mi madre. Cada vez habla más. No era así de parlanchina antes. Tal parece que los años la hayan vuelto distinta. Salimos de casa a las nueve. El día amaneció frío pero despejado. Poco tráfico. Llegamos al tanatorio a las diez y cuarto. Entramos en la capilla. Abrazamos a la viuda. Vestía de negro. Me dio la impresión de que llevaba demasiada ropa. Como si bajo su abrigo hubiera varias capas de prendas gruesas. Así que la cabeza parecía desproporcionadamente pequeña. En los últimos años recuerdo a esta mujer siempre con un rostro encarnado y velludo. Un tono quejumbroso. Un apariencia casi menesterosa. De su esposo me acuerdo ligeramente. Lo veo mucho tiempo atrás, panzudo y bien humorado. Salió el cortejo fúnebre en dirección a la aldea, casi treinta kilómetros al norte. Añadí mi coche a la caravana. Un eslabón más. Un nuevo anillo para la serpiente lenta que se arrastraba sinuosa por la carretera detrás de la cabeza negra, de ojos grandes y retinas de flores. Daba tiempo a irse fijando en todo. En el paisaje otoñal. En el río encajonado y oscuro. Desde algún recodo, incluso en el mar, que se veía azotando la costa. Enérgico y airado. El cauce que fluía por debajo de la carretera iba, por el contrario, plácido y negro, tanto que bien pudiera ser que al llegar a la desembocadura aquellas aguas diferentes fueran rechazadas y quedaran embalsadas hasta que el océano se calmase. Contrastes. La marejada. El curso lento del río. El día luminoso. Los árboles todavía otoñales que mecían hojas de bronce. Me viene a la memoria –este ritmo demorado me lo permite- que circulé por aquí hace dios sabe cuántos años atrás y el bosque ardía. Se quemaba todo abandonado a su suerte, al final previsible de toneladas de leña barata camino de la papelera apostada justo en el tramo final del río, alentando un humo agrio con olor a repollo cocido. Conducía entonces mi padre. Siempre algo más rápido de lo prudente. Conduzco yo ahora y no queda otra que seguir esta procesión lenta. Da tiempo más que a mirar, a observar incluso. El bosque se ha repoblado. Ahoga los caseríos. Trae el jabalí hasta las puertas. Pongo la radio. María de Medeiros canta bosanova. A mi madre le vienen los recuerdos. Dice que mi padre era un golfo de chaval. Le divierte desvelármelo ahora. Al cabo del tiempo. Cuando no hay peligro. La vida ha pasado. Aquellos fueron pecados de juventud. Bien los purgó después con mucho trabajo y durante tantos años. No hay peligro porque aunque se lo cuenta al hijo, poco o nada pervivió en él de aquel muchacho canalla. No hay peligro porque, además, yo ya soy también casi un viejo. Y el muerto, como los salmones, cauce arriba. Hasta llegar al pozo, al terruño. Pasando por la casa en la que no entrará ya más. Un caserón grande al borde de la carretera. Abajo hubo siempre cantina. De las de suelo de madera, con ultramarinos y bar, con café de manga y piensos en el almacén, algo de ferretería, algo de droguería y hasta de artículos merceros. A última hora de la tarde se reunían allí unos cuantos. Vino o anís. Cartas a veces. Olor a sudor rancio, estiércol, pasto o leche agria. Nunca hubo televisión. Ni falta. Y ahora, al pasar el cortejo al lado, reduce la velocidad. Casi se detiene. Aunque la puerta está cerrada. Las ventatas también. Incluso casi todas las persianas bajas. Por qué se detiene. El coche siguiente es el de la viuda. El de los hijos. Este gesto debe de estar clavándoseles en las ijadas. Dan ganas de tocar el claxon y poner en marcha el tráfico. El pueblo es casi nada. La plaza tiene iglesia y tiene ayuntamiento. Como todas las plazas. Un antiguo casino. Lo que fuera el primer banco. Unos arces pelados. Hay mucha gente en los alrededores del templo. Dejan paso. Se abre el portón del coche funerario y sacan el ataúd de madera clara. Antes de meterlo adentro, le brilla el sol un momento sobre la gran cruz de la tapa. Aparco donde puedo. Entro por un lateral de la iglesia. Me tengo que arrimar a un hueco de la pared. Está todo lleno. El cura carraspea mucho. Cantan las viejas. Las siguen el resto. Hoy, Señor me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre. En la orilla he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar. Y pienso que no le falta razón a la letra. Porque luego volverá el cadáver sobre su rastro, bajará el río de nuevo, hasta el crematorio, que está en la costa misma. Y la metáfora de siempre será la verdad de hoy. Mientras tanto noto que se me enfrían los pies. Busco entre la gente por ver si veo a algún rostro familiar. Cuánto anciano. Me dan la paz, la doy. Saco unas monedas cuando las niñas pasan la bandeja petitoria. Va terminando todo. El sacerdote recuerda a qué hora será la misa sabatina. Los funerales de la semana. Los oficios preceptivos. Casi parece un corte publicitario. Están a punto de despedir al cadáver del templo. Uno de esos últimos trances que tanto sobrecogen a los deudos. Y justo entonces hay un pequeño y preciso tablón de anuncios oral. Me pregunto si nadie repara en la inconveniencia del hecho. Cantan de nuevo. Tú nos dijiste que la muerte no era el final del camino, que aunque morimos no somos carne de un ciego destino. Aprietan las tuercas desde todos los lados. Hasta la banda sonora se aplica en la labor. Y rompen las costuras. Y salen las lágrimas. Qué remedio. Se hace el pasillo. Los voluntarios cargan con el féretro. Detrás salen los más próximos. Desde la sombra a la luz, entre la gente, con el estribillo del último himno escarbando la herida. No sigo. Que lo acompañen ellos al horno. Dos horas de fuego. Dos horas de enfriamiento. Eso dice alguien cerca de mí. Es casi la una. Me da por pensar en que los familiares del muerto tendrán que comer. Que quizás lo hagan mientras arde. Que lo harán con la mirada perdida. Que los más fuertes quizás detallen gestiones pendientes, trámites burocráticos, asuntos de intendencia. Entre bocado y bocado, se consolarán con la mecánica de la supervivencia. Recupero a mi madre. Conversaba con gentes que hace tiempo que no ve. No hay mejor sitio para recobrar la pista de amistades antiguas que un entierro. Reconociéndose entre las desfiguraciones del tiempo. Compadeciéndose de su paso en los achaques comunes, en las pérdidas compartidas. Emprendemos el regreso. La vuelta a casa. Río abajo. Mi madre guarda silencio. Pienso que a menudo se trata de explicar la vida a través de las metáforas, sin reparar siquiera que la vida se hace a sí misma en ellas.