Me acerco al Muro. Día cálido. Mar calma. Hace sólo unos días que escribía un correo a un amigo hablándole de esta placidez de la bahía, de estas pleamares que alcanzan la orilla con el ritmo lento de lo vivo en descanso, con igual palpitación que los organismos tibios sobre los que es agradable reposar la mano. Por el pedrero el agua tiene hoy, además, una transparencia azul casi mediterránea. Andan entre las rocas los vuelvepiedras. Lo picotean todo frenéticamente. Marisquean. Subo hacia la Providencia. No sopla el aire. El océano calla. Apenas si me cruzo a nadie en el camino. Es sorprendente el peso que adquiere lo que uno va pensando cuando pasea solo en medio de la naturaleza y casi en el más absoluto silencio. Las pequeñas reflexiones, que son casi siempre como trazos borrosos, toman entonces cuerpo, perfil. Un par de millas mar adentro, un pesquero parado se balancea mientras echa redes. Lo sobrevuela una pequeña turbulencia de gaviotas. Chillan. Huelen el cebo o presienten la captura. Al borde del sendero un pequeño azulejo marca la distancia que media hasta las termas romanas. Cuatro kilómetros y doscientos cincuenta metros. Sigo subiendo. Antes de Peñarrubia me desvío hacia el pequeño parque asomado sobre el acantilado. Media docena de bancos vacíos. Un enorme trozo de chatarra oxidada. Fue parte de la proa del Castillo de Salas. Un barco cargado de carbón que se hundió frente a la playa hace más de veinte años. Aún sigue desde entonces el Cantábrico arrojando hollín algunos días al arenal de San Lorenzo. Dice la canción que la mina de La Camocha va bajo el mar, que por eso los mineros oyen las olas bramar. Pero ese ocasional rastro negro que tizna la playa no es del pozo, sino del pecio. Sacaron a la superficie lo que pudieron del barco no hace mucho. Un trocito se lo llevó Rubio Camín a este paraje.
Lo posó sobre una base de hormigón. Lo convirtió en una escultura herrumbrosa por cuyos ojales se columpia el horizonte. Llevo casi una hora caminando. Vuelvo ya sobre mis pasos. No luce el mismo sol. No tiene el día igual transparencia. Paso al lado de unos viejos que conversan sentados cara al mar. Un perro grande de lanas, sucio y añoso se despereza a sus pies. Empieza a enfríar, dice uno. Ye que ta bajando la neblina, dice el otro. Es cierto. Ya no se precisa allá lejos la juntura. Esa de la que se hablaba al comienzo de El corazón de las tinieblas: “en la lejanía, el mar y el cielo se soldaban sin juntura”. Tan impreciso se vuelve el horizonte, que tal parece que ese mercante que va camino del puerto navega como suspendido, más trazo impreciso de carboncillo que casco sólido de buque. Qué deprisa a veces se nos precipitan por dentro las palabras calladas cuando vamos solos y a gusto. Traía conmigo un libro. Tenía la intención de leer unas páginas más del El ruido y la furia en algún rincón del sendero. Pero elijo sin arrepentimiento este paisaje callado y en bonanza. El silencio me ha acompañado durante toda la caminata. Tengo la intución de que es como un aire ingrávido y sin embargo sólido que soplara hacia el interior de las gentes. Le doy a esa sensación la forma escasa de un haiku. Se hace el silencio, / un modo de brisa / que sopla hacia dentro. Tres kilómetros para las termas, dice un nuevo azulejo. El sendero se dobla y cuelga su codo sobre el mar.

