miércoles, abril 25, 2012

25 de abril

"El capitán de 29 años que se ha jugado la vida horas antes ante cinco carros blindados para salvar la Revolución, que mantiene el cuartel general de la GNR cercano rodeado de soldados rodeados a su vez de una muchedumbre pacífica y exultante, el tipo que no se ha equivocado en el momento en que no tenía que equivocarse, como un verdadero héroe de novela, el militar que se entrevistará poco después con Caetano personalmente para aclarar definitivamente la rendición y que morirá muchos años después, en 1992, de un cáncer, sin aceptar jamás ningún cargo político, ese hombre, Salgueiro Maia, se encogió de hombros ante estos dos gerifaltes y sin soltar el megáfono les respondió:
- Aquí mandamos todos".

Así remata Antonio Jiménez Barca su recuerdo de Salgueiro Maia, Un héroe del 25 de abril. Una historia tan bien narrada como necesaria.

Un universo

Foto de Juan Garay

Me envía esta imagen Juan Garay. Maestro fotógrafo y amigo leal. Como todo buen logro de artista, encierra un universo. El de una ciudad que vive frente al océano y se tiene a si misma casi como el pecio de sus mareas. El de un paisaje sobre el que los cielos son más a menudo óleos que acuarelas. El de una urdimbre urbana, forjada con despropósito de codicia, que dejó  atrapados al menos, por descuido y como fósiles, algunos edificios austeros y hermosos. Pasa uno casi todos los días por este rincón sin agradecer como debe la dicha de pasearlo a la mañana camino del trabajo.  La vieja capilla de San Lorenzo, cuyas paredes de arenisca se han vuelto esponja con el nordeste y la sal marina. La que fuera pescadería municipal, sobria como un templo clásico. El temperado cubo que alberga el consistorio. Y la gracia algo añeja de un hotel donde se rodaron las escenas de un óscar con ocle.

miércoles, abril 18, 2012

Contra la codicia

Así concluye su poema Contra la codicia Rafael Argullol (un homenaje al farmacéutico jubilado griego Dimitris Christulas):

(...) Y falta ya muy poco
para que también la libertad
nos sea arrebatada
por el amor a la codicia,
que parece ya el único amor permitido.
O eso es lo que cree
ese hombre que amenaza sin ira a un edificio
—ese hombre que me recuerda a mi padre anciano—
mientras entona una acusación a los espectros:
"¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!".
Y eso mismo es lo que cree
Dimitris Christulas, la mano apretada en la culata,
al observar la plaza Syntagma, centro de Atenas,
situada tan sólo a unos kilómetros
del corazón antiguo, la Acrópolis,
donde hace exactamente 2.454 años
se representó por primera vez Antígona,
y el hombre cantó a lo más elevado de sí mismo:
"Muchas cosas hay portentosas,
pero ninguna tan portentosa como el hombre"
proclama, en el teatro, el coro de ancianos.
Dimitris Christulas dispara.
Al caer se lleva consigo un retazo
del azulísimo cielo de Grecia.

De Senectute

Enlazo a continuación lo último de Manuel Alcántara, que no trata sino de cómo aguantar el tipo dignamente cuando nos corroe la carcoma: "Después de este ensayo general con casi todo, siento una extraña piedad hacia el que era, pero no tanta como para echarme de menos. Me dispongo a jugar la prórroga. A ver qué piensa el árbitro sobre el descuento."

martes, abril 17, 2012

El redentorista


La letra pequeña de los viajes es un detalle casi ilegible de lo que también fueron y se olvidó pronto. Fuimos haciendo previsión semanas atrás de dónde iríamos, pero el mal tiempo pronosticado vino a aconsejarnos un destino distinto, más próximo, menos arriesgado. Se acertó de pleno. Y del menudeo ese al que aludía al principio, fijo ahora por curiosidad, que en la cambiante tarde del viernes, después de pasear largo desde bien temprano, de comer y beber generosamente, de disfrutar de un relajante tratamiento balneario y mientras respirábamos desde el mirador de las murallas un aire húmedo y alcanzábamos a lo lejos el Teleno nevado, un caminante encontradizo nos preguntó si además del paisaje como motivo estético, apreciábamos en el horizonte algún tipo de trascendencia. Ah, la paciencia del viajero descansado y feliz encaja con buen ánimo incluso este tipo de impertinencias místicas. Se trataba de un redentorista. Misionero, nos desveló enseguida, durante treinta y cinco años por tierras americanas. Desde Canadá hasta Chile. Había interrumpido su pequeño rosario anular muy posiblemente para matar el tedio con la charla. Tras una mañana soleada y fría, el cielo se había ido oscureciendo. Pesaba sobre el páramo como un falso techo mohoso y amenazantemente bajo. Por entre el espesor de las nubes se filtraba de vez en cuando el relumbre radial de un sol postrero. En esa telaraña veía el fraile la urdimbre divina. Uno, seguramente tan pegado al suelo como las lombrices, esperaba sin embargo que esa luz proyectase sobre las piedras de la pequeña ciudad episcopal ese relieve final de atardecer que tan bien le viene a las fotos con que fijamos los viajes. Ellas suelen ser su memoria salvada.

martes, abril 03, 2012

Las aguas del río

El sábado, después de una cena muy agradable, T. me aconsejó llevarme un librito titulado Las aguas del río, de Pilar Gómez Bedate. Lo leí ayer, mientras aguardaba por los rincones, como un refugiado en su propia casa, a que el pintor finalizase su trabajo. Poco más de setenta páginas de textos breves y poemas desnudos. De palabras precisas. De memoria y de añoranza. De aguas que transcurren fieles a su universal metáfora. De ocasos que cierran días y avivan el ascua de los recuerdos. De viajes felices. Y de separaciones fatales. En la primera parte, titulada como el libro, la autora hace un somero repaso de la vida. Desde la infancia en guerra al amor tras el que se viaja, y con el Duero zamorano como paisaje de fondo.
“Mi madre se abalanza hacia una ventana para cerrarla en el momento en que, fuera, se escucha el estallido de una bomba. Es de madrugada, mis zapatitos de niña, blanqueados la noche anterior, están secándoe en el alféizar y ocupan todo el espacio, como en una pintura de Magritte. El silencio posterior a la explosión, absoluto y lívido, tiñe al aire de su color”.
En la continuación, Otros ríos (Poemas italianos), se vuelve a Florencia y a su Arno, a las calles de Roma, a la noche de Pisa. Qué sugerente, por cierto, esa ventana iluminada próxima al Panteón donde se acierta a vislumbrar la promesa de un hogar compartido.
“En una de aquellas calles que rodean a este templo sin igual, y en nuestro camino de vuelta al hotel del Corso, cuando ya las luces de los interiores estaban encendidas, había una ventana en la que siempre se fijaban mis ojos: una ventana alta y alargada, próxima a una esquina, por cuyos finos visillos blancos se adivinaba la lámpara baja que bañaba la estancia en claridad dorada. (…) Yo añoraba una ventana como aquella que pensaba nunca poder tener pues, enamorados clandestinos y amantes viajeros como éramos, ¿de qué hogar íbamos alguna vez a ser dueños? ¿de qué ventana cuya lámpara pudiese cobijarnos alrededor de una mesa? Aquella ventana cercana al Panteón romano ha sido para mí, durante años, el símbolo de lo añorado.”
En De nuevo, el Duero, la muerte ya ha segado la dicha y hay un retorno a las aguas primeras, esas que cierran definitivamente el libro con una Suite final donde el río va “duplicando en su seno las imágenes de cuanto lo rodea / desde su nacimiento hasta la muerte”, como lo que se escribe. Pero el verdadero cauce sobre el que fluyen estas páginas no es otro que el reconocimiento a Ángel Crespo, no como poeta —que lo fue y de los grandes—, sino como compañero de vida al que se agradece lo compartido y del que se extraña la ausencia.