jueves, mayo 29, 2008

Nostalgia del presente

La sentí sin saber cuál era su nombre exacto. Finalmente lo descubrí en un poema escandinavo de Borges, en una página de los diarios de Xuan Bello. Resultó ser: Nostalgia del Presente. Le puse mayúsculas a sus iniciales. Y arrastré la fonética de la g pronunciándola como se haría en italiano, acentuando a la vez la í, volviendo hiato lo que era en castellano diptongo [nostalyía del presente]. Se me antojó entonces que era el nombre de una gran dama florentina, que inválida tras caerse de su caballo miraba desde una de las estancias altas de su palacio la campiña toscana, apurando desde allí todo el paisaje como si se tratara del poso de un antídoto en el que le fuera la vida.

Obsesión

Para escribir un buen libro, una obra sólida, no sólo se necesita oficio, es imprescindible una obsesión.

martes, mayo 27, 2008

Ilusión

No debería echarse en olvido que toda ilusión esconde un temible prefijo "des-" que más temprano que tarde se reclama como tal. No debería fiarse todo a la esperanza de una palabra en número insular que termina siempre por desvelarse incompleta. Tal vez fuera conveniente recurrir al plural consecutivo, a las ilusiones tomadas de una en una, confiando en que el tiempo nos libre finalmente del último de los prefijos.

jueves, mayo 22, 2008

Campo de amapolas blancas

Tres días atrás recibí el correo de un amigo recomendándome la lectura de Campo de amapolas blancas, de Gonzalo Hidalgo Bayal. Ayer compré el libro a media mañana en Paradiso. Lo leí a la tarde. Novela de alrededor de noventa páginas. Historia que acontece en la imaginaria Murania. Habla de la vida de H. El narrador fue su amigo desde la escuela —ambos fueron alumnos de los hervacianos—, hasta el tránsito convulso de la juventud, cuando sus vidas comenzaron a distanciarse definitivamente. El primero de sus capítulos es una especie de prólogo que pone sobre aviso al lector del modo en que se afronta la escritura de lo contado. Habiendo comenzado todo veinticinco años atrás, se advierte que no puede entonces esperarse precisión y detalle, sino sólo apuntes de lo que en la memoria permanece al cabo del tiempo. Así es. Lo recordado son jirones. Episodios que dan noticia de cómo se forjó la amistad entre narrador y H en la infancia. La estancia de ambos en París el verano previo a su ingreso en la Universidad. Los días que compartieron en los estíos de Murania cuando ambos ya parecían enfocar sus gustos y su vida por derroteros diferentes. La lenta e imparable declinación hacia lo marginal de H. Fueron en el comienzo vidas paralelas, insegura formación de hombres que tantean, antes de serlo defintivamente, el suelo, el aire y la luz que a su paso encuentran. Que viven, como todos, en un lugar y en un tiempo precisos, el de los años sesenta y setenta en las provincias de “un viejo país ineficiente”, que decía Gil de Biedma. En ese ámbito se definen dos vidas. La del narrador enderezándose en la seguridad de lo convencional. La de H diluyéndose finalmente como esa lluvia sobre la que iba guardando cuantas citas encontraba en sus lecturas. Todo se narra con un tono premeditadamente distante. El capítulo inicial fija esa perspetiva. Y sin embargo, compensando esa aparentemente objetiva disección del pasado, la novela está veteada de una elegante sensibilidad poética. La parquedad expresiva tiene, cuando se usa con pericia, la virtud de la connotación, de la interpretación entusiasta. Esa amapola blanca a la que alude el título y que nunca creció en los campos murgaños es la metáfora de un paraíso que más que perdido se desvela ilusorio, o al menos tan frágil y fugaz como la nieve que es la flor de los almendros en la cita inicial de Camus. Un paraíso tras el que se desorienta una vida que como único vestigio de su confusión deja tras de sí la abstracción colorista de una lámina de Kandinsky colgada en la pared del piso de un brigada. Un rastro que se antoja demasiado inconcreto para el olfato de un guardia civil que sólo tiene la certeza, como el propio Camus, de que “los hombres mueren y no son felices”.
(Coda preventiva: No aspiran a ser estas impresiones reseña de suplemento literario en diario de prensa, sino sólo la nota pergeñada en un diario personal en el que a veces se escribe de literatura cuando a uno le conmueve lo que lee.)

miércoles, mayo 21, 2008

Chambi

Hemos vuelto al Antiguo Instituto Jovellanos a ver una nueva exposición fotográfica. La última había sido la de Inge Morath. Ahora es la de Martín Chambi. Aquella transcurría por los márgenes del Danubio. Apaciblemente. Sin contrastes bruscos. Ni en las tonalidades, ni en la vida retratada. La de Chambi es en cambio una obra de negros intensos, de rostros esculpidos, de construcciones sólidas y antiguas y, ocasionalmente, de tules níveos en las bodas de los blancos. Fotógrafo peruano nacido a finales del XIX, profesionamente tuvo como dedicaciones el trabajo por encargo de las celebraciones y retratos grupales de las familias burguesas cuzqueñas, y las imágenes que como reportero tomaba para la prensa. Sin embargo, su obra más personal fue la dignificación indígena, fotografiando sus tipos, sus fiestas, su marginación y su portentosa arquitectura.
Uno tenía en la memoria sin saberlo una foto de Chambi. Eso sí, muy en el fondo y con la pátina de niebla que sobre todo echa el tiempo, con el esfumato que le pone a los contornos. Una foto clásica del Machu Picchu. Fue tomada en los años veinte. Él fue el primero en llegar con su cámara hasta la ciudad olvidada y recién descubierta. El primero que la fotografió desde dentro y en la distancia. En esa foto que yo conocía sin saber de quién era, la ciudad inca reposa en el cuenco de una mano hercúlea. En la mano de un antiguo dios al que se supuso enterrado cuatrocientos años atrás. Chambi dio noticia de su su pulso firme. Sostenía aún el mundo de sus antepasados.

domingo, mayo 18, 2008

Verde agua

He leído una pequeña joya que lleva por título Verde agua. Hace unos días, paseando con mi amigo J., le hablé de la grata impresión que me estaba causando El infinito viajar de Claudio Magris. Su prólogo es casi un ensayo, breve pero intenso, sobre las distintas significaciones que puede tener el viaje. J. recordó entonces a la que fuera mujer del triestino, Marisa Madieri. Había leído de ella unos años atrás una obra a modo de diario que le había parecido magnífica. Tanto, supongo, que apenas un par de horas después de despedirnos me hizo llegar a la oficina un pequeño paquete envuelto en papel de regalo que contenía la delicada edición que Mínúscula publicó de Verde agua.
Madieri nació en Fiume en 1938. El libro relata el destierro de quienes como ella y su familia hubieron de abandonar la que era su ciudad, y que pertenecía a Italia, cuando les fue entregada a los yugoslavos después de la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en la que sigue siendo hoy Rijeka. Hubo de asilarse varios años en un campo de refugiados en Trieste, lugar donde finalmente vivió hasta su muerte, por un cáncer, en 1996. Madieri fue profesora y, también, casi en secreto, escritora. Verde agua es una narración en forma de diario que desgrana recuerdos de infancia y juventud y sucesos de la vida que transcurre mientras se redacta el libro.
En el posfacio de Claudio Magris hay una cita de Nietzsche, que según parece le era muy querida a Umberto Saba; una cita que resume bien cómo están escritas las páginas de Verde agua: “Somos profundos, volvamos a ser claros”. Y lo explica así el propio Magris: “En numerosas ocasiones la crítica ha destacado su tersa y despiadada transparencia, que deja emerger íntegramente el oscuro fondo de la vida hasta la límpida superficie de las cosas, agua cristalina sobre cuyo espejo se dibuja la tortuosa geometría de las cavidades submarinas.” Ciertamente, todo lo dice Marisa Madieri con sencilla elegancia, con emoción profunda y contenida. Se habla con alegría de la vida, aun sabiendo que esa vida –ya estaba enferma por entonces la autora- siempre alberga la semilla de su propia destrucción. Y se hace también defensa de esa vida hasta en las más difíciles circunstancias, en la miseria y el extrañamiento, porque aún en tales trances se alcanza a adivinar en ella los indicios de aquello que la justifica sobre todo, el amor que se recibe y que se da. Un libro, en fin, que ya uno incluye entre esas lecturas que sobrecogen, alegran y consuelan, que nos ayudan a ser mejores.

lunes, mayo 12, 2008

Hubo un tiempo...

Se tragaba la madera de los muebles y del suelo la avara luz de las bombillas que iluminan el salón. El poso del café en el fondo de las tazas. El brillo de las copas y los ojos. Las palabras son más sinceras en la complicidad de la penumbra y del alcohol. Xuan cenó con nosotros en esta pequeña casa de su pueblo donde pasamos el fin de semana. Noto que habla más despacio y más suave. Que se viste con mayor descuido. Cuando se fue era noche cerrada. Caminaba sin prisa alguna. Se veía en la oscuridad la pavesa de su cigarrillo. Al irme a dormir, me rondaban algunas de sus confidencias. Aquellas palabras que hablaban de una ilusión antigua, de una desesperanza nueva, paradójicamente tranquilizadora.

Hubo un tiempo en que desee vivir en el Mediterráneo. Trasladarme definitivamente a una isla cálida. Vestir ropas amplias de lino. Brasear verduras y regarlas con aceite espeso. Acompañarlas de vino blanco en frasca transparente. Escribir despacio y leer hasta el fin de los días. Hubo un tiempo en que amé el sol y los cuerpos libres que su luz bendecía. Que busqué cobijo en los arenales y la pinaza. Que me hacía feliz la transparencia del océano y las pequeñas barcas levitando sobre ella. Hubo un tiempo en que nada me importaba más que asistir en el silencio de las colinas al incendio incruento de los ocasos. Que amparado en las sombras de las casas de Deià subí en un almediodía luminoso hasta la tumba de Graves.Hubo un tiempo en que fui joven y odié el invierno, la lluvia y las nieblas. En que hubiera jurado que el amor no se desgasta. En que me daba un miedo infinito remontar el curso de los ríos porque imaginaba que en su principio fluía el magma horrendo de un Kurtz oculto. En que eché al olvido la lengua de mis padres y di por ruinas la casa donde nacieran y por mala hierba el bosque que le daba sombra. Hubo un tiempo que ahora, cuando se me antoja escaso este otro tiempo que no es más que el resto de mis días, ya casi juraría no haberlo ni vivido.

lunes, mayo 05, 2008

El arca de Noé

Desde este altozano se alcanza casi todo el caserío del lugar. También un recodo del río. Tan lento en su curso, tan apacible y sin embargo extrañamente temible, como si uno no pudiera verlo sin recelar de ese lomo terso que deja al aire y que tal parece la agazapada amenaza de una sierpe enorme. Sólo quiebran el silencio los esquilones. Su ritmo atolondrado recuerda vagamente al de un desagüe. Los pájaros. El martilleo breve que mantienen un par de aldeanos que cercan un prado próximo. El sol se abre paso. Nos hemos hecho el próposito de visitar varios lugares a lo largo del día, pero cuesta abandonar la casa en esta mañana luminosa y calma. En Boal nos detenemos a reservar mesa para el almuerzo. Vamos despacio, gozando del paisaje, observando que los pequeños núcleos rurales dispersos en torno a la carretera se han ido acicalando en los últimos tiempos. En Doiras tomamos la desviación que indica la ruta hacia la Cova del Demo. Quinientos metros más allá aparcamos el coche y decidimos caminar. Hasta Froseira hay apenas un par de kilómetros. Se va bordeando la profunda hoz de Urubio, que corre rumoroso en el fondo, oculto a la vista. Baja generosa el agua de los riscos próximos. Descubrimos incluso una cascada de considerable altura que se precipita impetuosa varios metros por debajo de nuestros pies. El camino también desciende y pierde angostura el curso del río hasta abrirse en valle y descubrir por fin sus aguas, justo por donde se alcanza Froseira, que ya desde lejos da indicio de la sólida y amplia construcción que hubo en torno a la que dicen fue la más importante ferrería asturiana del XVIII. De aquí salían las barras de hierro que luego eran moldeadas en los mazos y fraguas de la comarca, hasta hacerlas clavos, herramientas de labranza y utensilios de cocina. La ferrería de Froseira permaneció abierta entre 1751 y 1886. Aprovechaba la abundancia de agua y de madera, sobre todo roble, raíz de brezo y castaño. El agua era represada y conducida por un canal que hacía girar los rodeznos de madera con los que se movían mazo y barquines. Se fundía el mineral de hierro procedente de Somorrostro, llegado hasta Navia, a los muelles de Porto, desde donde los carros lo cargaban hasta Froseira, cuarenta kilómetros hacia el interior. En torno a la casa, al puente y al arbolado frondoso andábamos cuando nos vino a saludar una anciana levemente renqueante, tocada de pañoleta y vestida con ropas de labor. Nos invitó a entrar, a ver la ruina de lo que fue aquella industria del hierro que ella nunca conoció pero de la que ha aprendido cómo funcionaba y por dónde se distribuían sus partes. Las carboneras que fueron finalmente los establos con los techos más altos que nadie recuerda en la zona. Esas otras paredes ya sin techumbre que circundan un improvisado claustro secular ganado por la mala hierba y donde antaño se ubicó el horno. El almacén umbrío y terrero donde soplaban los barquines. El banzao que remansa el agua en ese apartado rincón que más parece ahora un estanque de jardín descuidado que la presa de lo que hubo de ser una fábrica tumultuosa. Andamos al ritmo de Otilia, que deja el cayado en cualquier esquina y acomoda la cadera a escaleras y pendientes, que nos lleva hasta el molino que aún mantiene en uso. Lo pone en marcha para que veamos cómo los tragos atolondrados de agua mueven desde la garganta la musculatura de sus mandíbulas, la voracidad parsiominiosa de sus muelas de granito, que rumian hasta la harina el trigo, el maíz o la escanda. Y antes de despedirnos nos ofrece de beber. En una bodega caótica donde se agolpa de todo, abre la espita de un barril pequeño. Sirve un vino casero, ligero, fresco y algo ácido, que mantiene aún otro rato la conversación con la vieja. Vive sola sin miedo ni añoranzas. Entretenida con la labor de la casa, ayudándo al hijo que vive en Doiras pero tiene ganado por lo prados próximos y contándole estas y otras cosas a quien se cae por Froseira. Dejamos a Otilia y nos vamos contentos. No es mucho lo que se ve, a qué engañarnos. Es más lo que se presiente que hubo allí. Pero queda del lugar la amabilidad de la anciana, ese estar a bien con lo que la vida ofrece en un lugar remoto, descubriendo que no es tan poco puesto que puede compartirse. Algo más allá, el Navia se retuerce en un meandro musculoso, sobre cuyo cauce se refleja en sombra oscura un paisaje feraz, el intenso verde que remiendan los sembrados de patatas, que pespuntea la sutura del minifundio y motean los minúsculos muros blancos de las caserías dispersas. El agua siempre anda aquí remansada. Está cerca el dique de la presa. Allí bajamos. A un lado queda el estanque profundo a cuyas orillas unas cuantas barcas amarradas le dan un aire de postal. Al otro, el muro sobre cuya vertiginosa caída es difícil mantener la mirada sin sobrecoger el ánimo. Se precipita hacia el abismo por donde continúa el río. Hacemos un alto en San Luís. En las antiguas escuelas han abierto recientemente un centro de interpretación de la emigración boalesa. Pequeño y coqueto. Bien explicado por quien lo atiende. Documentos de lo que fue una próspera y benefactora sociedad de naturales del concejo, con sede en La Habana y que en los años veinte y treinta del pasado siglo financiaron un puñado de escuelas y lavaderos en estas aldeas. Aquella sociedad aún hoy pervive. La paradoja del tiempo ha hecho que los hijos de aquellos que contribuyeron con parte de su fortuna americana a la prosperidad del terruño que los viera nacer, reciban ahora la ayuda que se les envía ocasionalmente desde España para mitigar sus apreturas. Pregunté sobre la existencia de archivos. Me remitieron al Ayuntamiento. No estaría de más tener tiempo para echarles una ojeada, que mi abuelo paterno sé que viajó a Cuba y que de allí volvió antes de la guerra, con tiempo para casarse y tener seis hijos y ser muerto a la temprana edad de treinta y ocho años. Veo con un punto de emoción esas fotos antiguas de las escuelas graduadas de Boal. A esos pequeños asustados que retrata la máquina del fotógrafo y entre los que estuvieron, por tiempo demasiado escaso, mis propios padres. Aquellas aulas que limpió mi abuela. Allí cazaba palomas. Una caja de cartón levantada por uno de los lados con un palo atado a una cuerda. Unas migas bajo la caja. Las aves que comían confiadas. Se tiraba de la cuerda hasta vencer la verticalidad del palo. La trampa que se cerraba. El aleteo inútil en la sombra. La pericia de unas manos que retorcían los cuellos frágiles. El arroz con paloma de las fiestas. La miseria que se olvida del lugar por dónde la compasión nos habitó un día. En el Prado estaba la mesa puesta. Caldo de rabizas. Mi plato más querido. Del que más gozo. En esta casa de comidas lo hacen suave y a la vez sabroso. Ciertamente recomendable. Después del café decidimos pasear un poco por las calles del pueblo, por bajar la comida. Pero el día se había quedado tan soleado que a esa hora el calor reinante no invitaba a prolongar mucho la caminata. En Boal de abajo se mantienen algunas casas que fueron de indianos, que conservan su porte antiguo y unos cuidados respetuosos con su historia. Villa Damiana, El Zanco, Villa Anita. Habíamos aparcado el coche a la sombra. Tomamos rumbo a Rozadas. Se sube hasta Penouta, lo más alto del contorno. Allí he visto otras veces la nieve; muchas, la niebla desoladora de los atardeceres; siempre, la soledad de los caballos que pastan ariscos por aquellos montes y que son como una metáfora algo dolorosa de la libertad. Félix abrió a la hora el pequeño museo del hierro. Y nos explicó sus piezas. La historia de los mazos. La fábrica del clavo. Félix tiene en Rozadas cuatro apartamentos rurales. Cuida también de un pequeño rincón donde ha ido construyendo las estancias de lo que antaño era una humilde casa de la zona. El lar y los pocos útiles con los que se cocinaba, la vajilla escasa en la alacena, la masera donde se hacía el pan y se comía a diario, la cama con somier de cuerdas y colchón de hojas de maíz, el baúl que guardaba las pocas ropas y que tantas veces se echaba a las espaldas camino de otros lugares, de una vida mejor. Félix habla de ese mundo que conoció desde la infancia, que no fue fácil y que sin embargo ama. Atesora el rastro de lo que de él queda, hace acopio de lo que se desecha por antiguo y es memoria que explica de dónde se viene y por qué no se es de otro modo. Es un placer atender la charla de Félix, que todo lo mima con el mismo cuidado con el que ha dispuesto un mantelillo de lino, primorosamente bordado y planchado, sobre el altar de la vieja capilla de su casa. En Armal visitamos a la familia. La vieja casa familiar donde siempre es grato volver. El recuerdo de los veranos que allí se pasaron de crío. La tía hace café. Siempre espeso. El noble pastor alemán que cuida de los viejos se deja acariciar tendido al sol. Al atardecer, en la antojana sigue el día espléndido y cálido. Se charla allí, al aire libre, teniendo a la vista la mole de Penácaros, el monte pelado que luce un color amarillo e intenso por la flor de los tojos. Volvemos a nuestro alojamiento. Siento la felicidad de un día pleno, preñado de momentos deliciosos, que deja caer un telón de luz anaranjada, que trae una postrera brisa fresca, que posa sobre el pecho una suave melancolía. Apuro un vaso de vino blanco, cierro el periódico y escribo sobre el lecho del libro abierto en el que hace un rato subrayé estas palabras: “el viaje-escritura es una arqueología del paisaje, el viajero —el escritor— baja como un arqueólogo a los diferentes estratos de la realidad para leer incluso los signos escondidos debajo de otros signos, para recopilar el mayor número posible de existencias e historias y salvarlas del río del tiempo, de la ola disipadora del olvido, como si construyera una frágil arca de Noé de papel, aun siendo irónicamente consciente de su precariedad” (de El infinito viajar, Claudio Magris).