Hoy se publica en El Cuaderno la reseña que he escrito del último libro de Luis Miguel Rabanal, Que llueva siempre.
De quien dice adiós y pide lluvia
Luis Miguel Rabanal dice que este es su último libro. Y nos deja deseándonos lluvia. Un aguacero sempiterno. Que llueva siempre, muy limpiamente editado por Huerga y Fierro, cierra una trilogía denominada, en consonancia con esa despedida aludida, Postrimerías, que complementan Los poemas de Horacio E. Cluck y Matar el tiempo.
Estos tres poemarios llegaron justo después de Este cuento se ha acabado. Poesía reunida 1977-2014, que reunía toda su obra poética, inaugurada a finales de los setenta con Variaciones y que alumbró muestras tan relevantes como Cuaderno de junio (1984), Cáncer de invierno (1998), Libro de citas (1993) o A la que falta (2013).
El nuevo libro de Luis Miguel Rabanal se abre con un poema titulado «Un hombre que dice adiós» —siguen los guiños a la partida—. Es un inicio demoledor en lo significativo y soberbio en lo literario, que puede leerse no sólo como el anuncio del que se va —de la literatura, interpretamos, como mal menor—, sino también como una suerte de poética de lo que sigue en las páginas restantes. Se adopta la tercera persona como una proyección del que se describe por reflejo interpuesto. E igualmente se recurre a la segunda en otras composiciones, simulando apariencia conversacional. Se observa así con nostalgia amarga al que se fue en la infancia; y con perplejidad encorajinada a quien la «mala suerte» convirtió en «el personaje que tose desde su silla ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío».
Este primer poema da también cumplida noticia de una situación anímica y física que no ofrece duda del prolongado deterioro sufrido: «podríamos golpearlo sin dolor, con solo hacer burla de sus piernas que no existen». Ese será el tono, el de la sinceridad algo alucinada que se respira tanto en la evocación como en el detalle de cómo es desde hace años la existencia. «A veces es preferible dejarse de bobadas y contarse a uno mismo las cosas tal y como fueron».
Aluden también estos renglones primeros, aquí no tanto como indicio de lo que luego vendrá —pues Rabanal no se permite licencias sentimentales—, sino como justicia de vida, al amor por quien lo ha acompañado tanto tiempo, que se rinde con un vocativo mínimo, la inicial M («murmura un nombre: M., bañado en lágrimas»). La misma M. (MJ Romero), por cierto, a la que se cita al abrir el libro, cómplice en los versos y compañera que conoce bien en qué punto se encuentra la vida: «La felicidad de los duendes en los cartílagos de tus huesos porosos, como estrellas de mar resecas sobre un mes de julio sin lluvias».
Ese pudor hacia el relato de la desgracia, hacia las consecuencias de la «maldita mala suerte» tan aludida, se conjura con el recurso del sarcasmo, que previene de la autoconmiseración y que refuerza el distanciamiento procurado por la elusión del yo. Cítense, por ejemplo, estos versos del poema final del libro: «Despídete de todos y de todo, y para la ocasión vístete/ de etrusco en celo o de policía nacional endomingado».
A través de un par de referencias geográficas, en Un hombre que dice adiós se acota igualmente el territorio originario. Se cita La Tejera y Ceide; después, en otras páginas se aludirá a otros topónimos de la memoria, como Oterico, el monte de la Cerra, los Ponticos… Y al fondo, siempre Olleir, siempre Riello, la Omaña leonesa donde nació y creció el autor.
Hemos advertido en este poema de arranque un cierto carácter paradigmático, en relación con el contenido global, otros cincuenta poemas más, de este Que llueva siempre. Y ello se evidencia también en la forma, que es muy parecida en las tres partes del poemario («Despojos de la vida alegre», «Todavía es memoria» y «Los sueños raros»), de versos y composiciones largas, y con una métrica libre pero muy rítmica.
Pero, aunque mucho desvela el comienzo de por dónde irán los tiros luego, no todo aparece, lógicamente, resumido ahí. No están, por ejemplo, las mujeres que le ofrecen sentido de iniciación en los recovecos del sexo a los textos de «Despojos de la vida alegre»; mujeres entre las que está una vieja conocida, la Obdulia de Palabras para Obdulia (1985) y Obdulia azul (1980). Ni está el niño repetidamente aludido en sus miedos, sus descubrimientos, su paisaje de infancia, «la infancia endeble y quebrantada que tercamente anhelas», cuando «Todavía es memoria». Ni tampoco tiene ese adiós inaugural en sus versos el tono casi de delirio con que se relatan a veces «Los sueños raros»: «Sobre tu lecho el terror o su sombra engañosa y malévola se sacian nuevamente y de verdad que estás jodido». Un delirio que consiste en dejar que fluyan libremente las asociaciones sensoriales y significativas que provoca el poema cuando se escribe con la seguridad de quien maneja desde hace tiempo una lengua personal, un idiolecto poético inconfundible y aquilatado en una obra larga y exigente, fiel con las referencias particulares de paisaje, bagaje lector y enfermedad que la configuran. Porque el «Argumento del poema», los argumentos de los poemas de Luis Miguel Rabanal son los de quien «se encuentra frente al abismo y escribe en su cuaderno palabras que le confesarán la vida». Pero no al modo descriptivo y realista de quien enumera el pormenor de sus afecciones diversas, sino con la riqueza de quien ve en la escritura una oportunidad para indagar la expresión, no poniéndole barreras de razón o medida, sino ofreciéndole un cauce libre de argumentos generados por la experiencia y la imaginación, ensanchando el poema pero sin pecar, aun así, de exceso alguno. La libertad y el aplomo de quien ensaya un adiós desde «una silla con ruedas prestada al destino».
Que llueva siempre ofrece, en resumen, medio centenar de poemas de largo aliento y cadencia dilatada, resultado de un emotivo recorrido por la memoria y la renuncia impuesta, un recuento de pérdidas y un resumen de aprendizaje en la infancia agreste y en el dolor sobrevenido en la madurez.
El espejo de tu aflicción finalmente ha quebrado.
Y esperas que te restituya alguien aquello
que pudo pertenecer a otro y fue tuyo,
el rostro del niño que, subido en una silla,
parlamenta ante ti de héroes y de los muslos de C.
Al fin y al cabo, como tú sabes bien, nos mata
poco a poco la vida.
Nos queda la esperanza de que la cita de Gamoneda que cierra el libro, en la que se advierte que en las agonías puede sentirse como un perfume la existencia, permita que Rabanal reconsidere su anunciada renuncia a la literatura, que sigue siendo uno de los escasos consuelos que ofrece refugio en los trances más adversos. Pero qué te voy a contar a ti, Luismi.
Un hombre que dice adiós
A nadie le convence su rostro estropeado
por las brumas agoreras del último invierno.
Nadie conversa con él de las muchachas desvestidas
y de los libros sin un porqué discernible.
Es el apestado que sobrevive a su propia
y profunda mala suerte.
No hay otro procedimiento que verle llorar
cuando se esconde
al paso del amigo, después frota sus ojos
y sobrevendrá la noche.
Si quisiésemos podríamos golpearlo sin dolor,
con solo hacer burla de sus piernas que no existentampoco o con susurrarle al oído un nombre de niño
sofocado, y ya estaría en nuestro poder su vida.
Es el enfermo que sonríe pues algo macera su corazón
y lo extenúa, lo mismo que una contienda exagerada
con el desangelado dragón de la memoria.
Si pudiese ofrecernos su explicación nos hablaría
de países que limitan al norte
con su sangre, de la Tejera
y Ceide, de los muertos que se le han adelantado
en ese tranvía casi fantasma que toman los adivinos
para mejor destruirlo todo cuando vienen.
No grita su pesar, únicamente dice adiós
a quien merodea su desidia,
se levanta entre pausas y murmura
un nombre: M. bañado en lágrimas.
Sin embargo no desea nada, ni el abandono
que es justo y acertado buscar al final de un viaje,
ni los labios más rojos que el amor ha dibujado
una tarde para él, sin vergüenza y sin el inmundo
oficio de los cuerpos.
Es el personaje que tose desde su silla
ensangrentada y tiene mucho, mucho, mucho frío.
Nos ha mirado con pena y nos señala
por casualidad las flores.