jueves, junio 16, 2022

Atajos & Escaramuzas, de Ricardo Pochtar


Reseña publicada en El Cuaderno.


A este hombretón de pelo blanco, decir juicioso y mirada reflexiva, se le cargan los hombros más por la discreción que por los años. Conocido y admirado por sus traducciones (de Sade, Lampedusa, Sciascia, Leopardi o Eco), ha mantenido en paralelo una labor creativa que se ha plasmado en la publicación austera pero impecable de unos cuantos poemarios que deberían haberlo convertido en escritor referencial.

Su estilo defiende una poesía minimalista que atiende sobre todo a la idea, sosteniendo un ingenioso equilibrio entre el concepto y el destello poético. Esa inclinación le ha llevado a cultivar el aforismo de manera explícita, pero también de modo tácito. No en vano su poesía, como él mismo ha confesado, se ha ido volviendo cada vez más despojada («lo de ponerlo todo me parece un abuso»).

Ricardo Pochtar nació en Buenos Aires en 1942. Allí se licenció en filosofía. En 1974 viajó a Francia para realizar su doctorado. Dos años más tarde, se traslada a Barcelona. Desde entonces fija su residencia en España. Ha sido traductor de organizaciones intergubernamentales (Naciones Unidas, Organización Mundial de la Salud, Organismo Internacional de Energía Atómica, entre otras) y presidente de la Asociation Internationale des Traducteurs de Conférence. En 2010 le dieron el premio internacional de traducción literaria Claude Couffon. Desde 2004 se avecindó en Gijón buscando un clima adecuado para la salud de su mujer. Su obra poética, publicada entre 1994 y 2019, la componen los siguientes títulos: Lugar diseminado, Clinamen, El tamaño de los días, En la pizarra de la noche, El resto del azar, Beneficio del asombro y Ars Piscatoria. En 2016 publicó una colección de aforismos, Pequeñas percepciones, y en 2019 Suaños de sal, una selección de sus poemas traducidos al asturiano por Miguel Rojo. Ha sido antologado en Poemas y poetas argentinos (2013), La doble sombra (2014) y Los que se fueron (2019), así como en diversas revistas de España, Chile y México.

Recientemente, han visto la luz sus Atajos & Escaramuzas (en El sastre de Apollinaire, Madrid, 2022), un libro, como apunta Julio Obeso en su prólogo, de «paredes limpias, espacios diáfanos, palabras sugeridas». Un libro, añadiríamos, de superficies despejadas a las que asoman sus textos como icebergs que muestran de sí mismos sólo lo imprescindible. La poesía de Pochtar, una vez más, se sobrepone a la intención autoexpresiva y comunicacional que es práctica ordinaria de este oficio literario, para convertirse en un acto esencialmente creativo cuya verdad y justificación no deben buscarse sino en los propios versos, en los propios aforismos, que no pretenden, por tanto, ser un reflejo de nada, sino una imagen ex novo.

Hay, quizás, en esa manera de enfrentarse al poema una actitud de escepticismo, de disconformidad hacia lo trillado, un esfuerzo de artista y no un ensayo de artesano. Al contrario de este, que reincide en la variación, el primero imagina, indaga, se pregunta, como lo hace el propio Pochtar parafraseando a Adorno en Variante I: «¿Cómo se puede escribir/ después de las palabras?»; y hasta ensaya una respuesta que incide, de nuevo en esa vocación inaugural de lo creado: «Tiene que volver de un olvido llegar desde otro idioma/ el poema no puede nacer bien sin esa ausencia». Ahí se encuentra tal vez la única certeza del libro: qué no se quiere que sea el poema.

Por otro lado, estaría el cómo ha de ser formalmente. Y en este punto, el propósito es meridianamente deconstructivo: «El placer de ir quitando/ unos líneas, otros palabras/ hasta que el dibujo o el poema poco a poco amaga un vuelo». Ligereza. Casi silencio: «No gastar el lápiz escribiendo: irlo tallando hasta que el grafito se quede sin palabras». Pero sin que en ningún momento esa simplicidad formal incurra, ni de lejos, en simpleza alguna. Nunca manca finezza, ni estilística ni conceptual, en estos Atajos & Escaramuzas, que por muy breves, irónicos e ingeniosos que se antojen a primera vista, mantienen el rigor de la mejor literatura, la que no se escribe ni por ni para distracción, sino socavando certezas y exigiendo para ello la complicidad de un lector nunca complaciente.

Esa lectura atenta curioseará a buen seguro las referencias que a modo de cebo Pochtar va dejando caer en títulos y citas, en los propios renglones de lo escrito (lo cabalístico, la incertidumbre, el santoral filosófico). Son la escarcha sobre el iceberg que nos pone en la pista de cuál puede ser la naturaleza del hielo oculto bajo la superficie.

Más arriba, a la altura del cielo, los pájaros, que con tanta levedad vuelan en algunos de estos poemas. Trasunto quizás de la ingravidez que se persigue para lo escrito. Que no pese sobre el papel, aunque gane luego cuerpo en la rumia. Y materia, como otras muchas observaciones, de esa naturaleza a la que se alude como argumento desnudo, esencial, descrito recelando del tropo, porque «la metáfora no da más de sí» y «apenas arranca un mordisco de la realidad». De nuevo, la desconfianza sobre las palabras acomodadas a las significaciones recurrentes de la poesía representativa: «Para decir algo se necesitan palabras que todavía no quieran decir nada».

Una y otra vez, libro tras libro, ese ascetismo expresivo a través del que Ricardo Pochtar pretende la precisión del estímulo, la creación del objeto singular que diga sin recurrir a lo dicho, en una labor que define bien en la Escalera de Sísifo: «Los poemas son tramos de una escalera de Sísifo/ peldaños que se derrumban para volver a empezar».

José Carlos Díaz


lunes, marzo 07, 2022

Reset


Lee uno a diario la crónica de lo que está sucediendo en Ucrania, las opiniones de quienes dan su parecer sobre cuál es el origen del conflicto y de qué manera podría acometerse una resolución del mismo, y todo termina acumulándose en la cabeza como una especie de masa con tropiezos batiéndose a la velocidad del espanto. Hay quien aboga por la valentía, la resistencia y hasta el heroísmo desde el confort de un sillón orejero. Hay quien prefiere la prudencia de la rendición despreciando la dignidad ajena. Todos etiquetan ideológicamente al sátrapa arrimando el ascua a su sardina. Las fronteras nunca han sido tan permeables a un éxodo de proporciones tan enormes. Del mismo modo, la memoria de esas fronteras nunca ha sido tampoco tan frágil (cuando hasta hace nada era un tránsito imposible para expatriados que arrastraban su éxodo desde latitudes más lejanas). Y en este panorama de incertidumbres (al menos para los que abominamos de la soberbia de las verdades sin réplica), una única certeza: el miedo a la extinción reprime la respuesta que merecería el asedio ruso. Hemos conducido a la civilización a una correlación de fuerzas basadas en la amenaza nuclear, y una vez llegados a este grado de refinamiento cultural, hemos dejado en manos de psicópatas el botón de la apocalipsis. La pregunta entonces sería: ¿cómo revertir este despropósito?

JCD

lunes, enero 24, 2022

El callejón de las fieras, José Luis Argüelles

Hay quien cree, desde un provincianismo inverso, que los periodistas importantes sólo firman en las páginas nobles de tres o cuatro periódicos madrileños y barceloneses. Leen poco y mal. Hay también un gran periodismo español hecho desde las esquinas ciudadanas de la periferia, como enseñaron Cunqueiro y Delibes, por recordar sólo dos ejemplos notables. La universalidad es una actitud, según mostró Feijoo sin salir de su celda. Nada que ver con el nombre, el tamaño o la latitud de un terruño”.

Esto lo escribía José Luis Argüelles en un artículo de La Nueva España del 16 de marzo de 2014, glosando la figura de Faustino Fernández Álvarez, fallecido poco antes. Ese y otros sesenta y seis textos más componen El callejón de las fieras (Impronta, 2021), título que fue el de la sección a cargo del periodista y poeta mierense en ese diario regional desde 2012 a 2016, y compendio que nos ofrece argumentos más que suficientes como para incluir al propio Argüelles en esa nómina de periodistas imprescindibles que convierten lo local, como pretendía Miguel Torga, en universal.

El volumen lleva por subtítulo Prosas de aquellos daños 2012-2016, y de eso trata, de mostrar que en ese período fueron fondo hostigador de la vida que se va contando los daños de la recesión que el gobierno español de entonces gestionó al dictado del FMI y del BCE, devastando derechos sociales y libertades colectivas, convirtiendo deuda privada en pública y ahondando en las desigualdades entre quienes siguieron enriqueciéndose en la debacle y los que sufrieron la dentellada de los recortes, la pérdida del trabajo o la merma de su capacidad económica.

Y ello lo hace Argüelles con la honestidad de quien cree que el oficio periodístico es “contar a los demás lo que nos pasa a todos sin inmolar a sabiendas la verdad” —y no es apostilla menor el “a sabiendas” a la vista de lo que se cuece a diario en la prensa de nuestro país—.

 Así pues, tenemos en El callejón de las fieras (título que aludiendo a una calle de Cimavilla, acota en su ámbito la depredación de aquel tiempo) un mosaico historiado de lo que en esta orilla del cantábrico iba sucediendo mientras los clarines de la calamidad seguían tocando puntualmente a rebato. Y todo se refiere desde el compromiso no sólo con la verdad, sino también “con las víctimas, con los perdedores de tanta injusticia social y con los creadores de algún tipo de felicidad genuina” (como alguna vez ha explicado el propio autor). A lo que uno añadiría, porque así se paladea una vez abierto el libro, que no sólo se advierte en sus páginas la voluntad de ejercer con honestidad la crónica de lo que acontece, sino que ello se pulsa además con un impecable estilo que conjuga el bien decir con la cita oportuna, con la apropiada referencia culta —que no afectada— y con la evocación, bien traída, del entrevistador experimentado que ha tenido, a lo largo de su carrera, el privilegio de conocer y charlar con no pocos y estimables personajes del mundo de la cultura (muy entrañable resulta, por ejemplo, el recuerdo de su encuentro con Ana María Matute).

 Por eso del estilo impecable, del decir con sentido, a la vez que sintiendo con empatía lo que le sucede al otro, El callejón de las fieras no es, como pudiera pensarse de una antología de artículos, un libro para picar aquí y allá con curiosidad inconstante, sino una obra en la que, una vez inmersos, vamos pasando páginas casi con la misma avidez del que persigue un desenlace. Así de bien medidos son los capítulos, así de bien escritos. Quizás, porque José Luis Argüelles aunaba en esa etapa ya veterana de su profesión la maestría de quien terminó por ser referente ineludible de la prensa cultural de esta región, a la vez que, en una vida paralela de dedicación discreta, constante y exigente, iba urdiendo una trayectoria literaria que lo ha convertido en uno de los poetas asturianos referenciales.

 Los periodistas se agarran al relato de lo que consideran hechos probados, a los datos, y los poetas cavan en su interior en busca también de alguna certeza o asidero. La diferencia entre unos y otros está en el uso del lenguaje y en la relación que tratan de mantener con las palabras, aunque he leído reportajes, columnas o crónicas que logran el mismo resultado que la mejor poesía: conmover, emocionar, iluminar.”

 José Luis Argüelles explicaba así, en una entrevista publicada en La Voz de Asturias, la diferencia entre las dos vertientes de su quehacer; aludiendo, además, a esa excelencia que algunas pocas veces se vislumbra en ciertos columnistas que aciertan a estremecer el alma de sus lectores de un modo parecido al que lo hace un buen poema. Pues bien, así lo consigue, también, El callejón de las fieras. Léase, por ejemplo, Una tumba española, donde el autor viaja en laica peregrinación al cementerio donde reposa Antonio Machado en Collioure. O las evocaciones que en un par de artículos recuerdan la figura de Pachín de Melás, aquel autor asturianista que “en una ciudad bombardeada por las tropas franquistas, salvó del fuego los restos de Jovellanos”. O esa “manera decente de ser español”, que Argüelles observa en el proceder del pedagogo Eleuterio Quintanilla. O esa fidelidad emocionada con que se celebra el cincuenta aniversario de la Rayuela de Cortázar, esa novela que “ayuda a entender el amor y las ciudades, el arte y el fracaso, los mecanismos del deseo y su poesía”.

 Se logra, por tanto, en esta gavilla de buenos artículos, pulsar la emoción a través de las afinidades con quienes han procurado una existencia o una creación bella y honesta, a la vez que se desprecia cuando ensucia, malbarata o ultraja la vida de la gente en aquella España de la recesión, cuando “la amenaza económica, una nueva Harpía más rápida que el viento, se había convertido en la nueva señora de la casa y había hecho de la política su ilustre fregona”.

Un libro, en fin, que milita en las palabras que nos ayudan a hacer preguntas y provocar respuestas, porque como dijo Cyril Connolly, y Argüelles recuerda: “debemos seguir haciendo lo que más nos guste, como si las ilusiones del humanismo fuesen reales y las realidades del nihilismo se revelaran como una pesadilla”.