Ordenar la vida siguiendo modelos de carácter y de gracia, y no una sintaxis ideológica. Y hacerte con un pequeño búcaro de cristal en el que quepa apenas el tallo de una rosa silvestre. Otorgarle entonces el privilegio de un espacio donde converjan las miradas de la casa, al que se recurra al cabo del día como se recurre a la respiración. Y empeñarse en esa belleza pequeña y fugaz porque un día supimos de Ramón Gaya, que pintaba sin levantar la voz.
lunes, agosto 12, 2024
jueves, julio 04, 2024
Tela de araña
No sé nada de arañas. En realidad, no sé nada de casi nada. Y sin embargo sí que he aprendido el asombro, esa suerte de humildad en la ignorancia. ¿Qué peso logra soportar la tela de una araña tejida entre brezos? ¿Sería exagerado afirmar que puede con el amanecer?
Allí arriba, entre los pinos que se levantan muy juntos a lomos del Pico Pousadoiro, una red de redes sostenía el rocío del día reciente. En cada una de aquellas urdimbres brillaban colmenas de minúsculas esferas cristalinas, huevos fragilísimos que aguardaban por la incubación del sol. Por debajo de todas esas criaturas latentes, que echarían a volar en cuanto escampase, las telas de araña seguían siendo una trampa mortal. En sus hilos se columpiaba el equilibrio entre la vida y la muerte.
lunes, junio 24, 2024
San Juan
Mientras llega el verano, que no es tanto un tiempo como una intención, la de deshilvanar las puntadas rudas del diario desengaño, recuerdo, como un antiguo verano pleno —luz y desenfado—, aquel espejo en que nos vimos reflejados por la ligereza de Jean Seberg triscando bajo los pinos de la Riviera francesa. Adiós tristeza. Al menos mientras duraba el color y la luz quemaba la película de los cuerpos expuestos sobre la arena al objetivo del recuerdo.
Vino después el blanco y negro. Y la añoranza de la plenitud en los veranos. Por más que sepamos que nunca serán los mismos. “Aquellos veranos de la niñez, cuando el calor descendía muy limpio desde el azul hasta el fondo de los alacranes, vuelven a la memoria en la noche de San Juan” *.
domingo, junio 16, 2024
Donde el tiempo se suspende
En los lugares donde el tiempo se suspende, en los que por un instante o algunos días vives ajeno a su amenaza, te desgarra siempre una revelación cruel: todo se acaba. Porque miras a los tuyos y ves en sus ojos y en sus pieles los finales superpuestos de los años. Y te ves tú también así en sus miradas. Mientras, aquí y ahora, llega a la ventana el cielo amanecido como una piedra liviana que la luz del sol vetea. Y viene de la mar el aire como mil manos que agarradas a los troncos flamean el verde de los árboles. Y vuelan las primeras golondrinas. Apenas podría encontrarme el pulso, nada lo inquieta y late repitiendo a su modo la palabra paz, la sílaba paz, como pedía Andrade en sus versos: “Repite las sílabas donde la luz es feliz y se demora”. Aquí es el lugar donde el tiempo se vuelve a suspender por un instante. Y esta certeza me urge otra vez de nostalgia por el presente.
miércoles, mayo 29, 2024
Ventanas
Las ventanas abiertas a un paisaje, a los cielos, las ventanas que le permiten a la vista no tropezarse con otras ventanas, con muros de carga, con la estridencia de la ciudad abstraída y hosca, las ventanas abiertas al humor de los días, a los pantones innumerables de la luz, esas ventanas, ayudan a respirar. También, a su modo, las ventanas fingidas de las computadoras. Al encender a diario la mía, veo en su cristal una playa, veo el arenal del verano retratado desde la colina más oriental. Se me extiende como un paraíso aprehendido durante años a pie de marea, junto a las rocas ocres que atisbo muy al fondo, como una promesa distante pero fiable. Antes de decidirme por esta fotografía como muelle de mi vista cuando cansa, le rebajé el contraste y la nitidez, texturicé sus nubes y pincelé sutilmente de esmeralda sus aguas. Hasta que ese encuadre fue más exacto al recuerdo. Hasta que ya no parecía una fotografía, sino casi una acuarela, ese modo delicado de pintar el mundo que ayuda a respirarlo diluido, sin aristas, desde la ventana abierta a la memoria feliz.
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lunes, mayo 20, 2024
El derecho de vivir en paz
El otro día escribía Ignacio Peyró, ese conservador heterodoxo antiguo jefe de gabinete de la Cospedal (hay milis que fueron mucho menos severas), que “España es país de conversos. Prohombres del Movimiento amanecieron un día siendo demócratas de toda la vida. Maoístas de pelo duro predican hoy el evangelio liberal”. Y así es, hay quien cantaba Blowin' in the Wind con la mano en el pecho, como un himno patrio, y ahora, sin embargo, se hace mientras se ducha un karaoke a diario con el My Way de Sinatra. En fin... Ayer, camino del Náutico, donde la víspera se había erigido una cruz tamaño Calvario en medio la quermese patriótica de cuatrocientos civiles sin reparos higiénicos a la hora de besar banderas, iba la Charanga Ventolín tocando una vieja canción de Víctor Jara que tiene un estribillo título que dice: “el derecho de vivir en paz”. Era media mañana de domingo y se caminaba detrás de una enorme bandera palestina. Nos vibraba en el tórax sentimental a unos cuantos el eco de aquella voz tan singular que fue la de Jara, el recuerdo de cómo se lo llevó la saña. Esa misma saña que se le pone a la venganza sobre las gentes de Gaza. Dibujaba Neto ayer a un niño tendido entre los escombros de un bombardeo. Sobre su cuerpo una flecha y un texto: “Si ve aquí un niño en vez de un terrorista de Hamás, es usted un antisemita”. Me gustaban las canciones que iba desgranando la charanga. Me gustaban menos algunas consignas de los manifestantes. No soy muy de banderas ni de eslóganes reduccionistas. No olvido a las víctimas salvajemente masacradas por el terrorismo islamista en octubre de 2023. Pero tengo la mala costumbre de ver niños, como Neto, donde hay niños. De emocionarme con la música que me sigue haciendo, creo, mejor. ¿O no se es mejor cuando se pide algo tan elemental como el derecho a vivir en paz?
jueves, mayo 16, 2024
Conhece alguém as fronteiras à sua alma, para que possa dizer -eu sou eu?
lunes, mayo 13, 2024
Una casa sobre la playa
sábado, mayo 04, 2024
Escribir a mano
viernes, mayo 03, 2024
La mala sangre
No ir con hambre al supermercado, por no comprar más de lo que se precisa. Pero, igualmente, tampoco conducirse con unas cuantas copas de mala sangre, por no atropellar a nadie en el improperio.
Para cuándo los controles de soberbia en el arcén de los teclados. Sobre todo para quienes vienen de la indignación perpetua, de la antigua y opuesta a la reciente y conversa; para quienes transitan sólo las certezas sucesivas, sin plantearse dudas ni tibiezas.
Bendito el que vive en la incertidumbre y al que, por tanto no lo queda otra que la prudencia.
"(...) Y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos", Wislawa Szymborska.
miércoles, mayo 01, 2024
Piedras
Aquello de José Antonio Marina de que los twits son como piedras. Y lo que de ello, por extensión, se alcanza a proyectar: la parábola, doble, que describe un montón de piedras lanzadas por una turba anónima en las lapidaciones; la de tomar esa imagen como alegoría de cuanto una red social permite saber de nosotros, de lo peor de nosotros.
sábado, enero 20, 2024
Morar, de José Luis Argüelles
Que la vída no sea una costumbre
Me quedé en los poemas que se leen como un traje a medida. Porque hasta una mala voz se vuelve elegante cuando lee por placer en voz alta y para nadie. Así releo estos versos que dicen, por ejemplo: “cuando nada se explica sin el otro y todo importa porque estamos juntos”, y dispongo tras ellos cubiertos para dos sobre la mesa. Versos que son como una confidencia: “admiro a quien la muerte encuentra con las manos vacías, sin otra posesión que la humildad de las preguntas”, que hablan de cómo se aligeran los años de certezas. Versos que ayudan a “que la vida no sea una costumbre”, después de amanecer tantas veces sin ofrecerle al día ni tan siquiera un rezo laico. Versos indóciles que los aquiles han tenido siempre por ridículos, por provenientes de esa inagotable alcurnia de tersites empeñados en nacer contrahechos de miseria: “surgirán de ese llanto escarnecido, razones poderosas para cambiar el mundo”.
Hay un recurrente mal uso del infinitivo de los verbos
cuando se emplea para pedir, mandar o desear, como si fuera un modo imperativo.
Así que por qué no empeñarse en ese error, en que Morar sea tan
connotativo que hasta admita ofrecerse al lector que lo habite como asilo de
páginas que dicen, acompañan y hasta enseñan. Para hacernos suyos durante el
tránsito de su lectura. Demorada. Y abarcando no sólo un lugar (lugares: la
memoria primera, minera y rural, y el horizonte cantábrico posterior), sino
también una edad habitada, la “casi vejez”; y una convivencia de afectos y hasta
un paisaje de memoria, la del compromiso ya sin bandera, la de los otros libros
que fueron antes, de erosiones, protestas y desconciertos.
En un artículo
publicado en Letras Libres, allá por 2002, escribía Seamus Heaney a
propósito de Miłosz: “es un gran poeta y
tiene un lugar en el panteón del siglo XX porque su obra satisface el apetito
de gravedad y alegría que el término poesía despierta en todos los idiomas”.
En Morar, último libro de José Luis
Argüelles, publicado con el buen gusto que siempre le pone a sus ediciones
Impronta, con las portadas conceptuales y limpias de Marina Lobo, podríamos
aludir a esa compaginación a la que con tanto acierto como concreción se
refería Heaney respecto a lo que debe ser la poesía: gravedad y alegría. Porque
en este poemario se afirma la vida y su doble faz. Por un lado, la luz y los
afectos: por otro, la sombra y la finitud de los días. Es la reflexión de quien
parece atreverse a ofrecer algunas respuestas sobre cómo afrontar la existencia
desde una edad madura, pero sugiriéndolas con la sordina de la humildad
adquirida en las incertidumbres sobrevenidas. Porque, “¿de qué sirve una voz
si no habla de la vida y sus moradas?”.
De habitar espacios y de cómo han de
ser los espacios a habitar trata Elegía para el arquitecto Coderch de
Sentmenat, de Joan Margarit: “la casa ha de ser virtuosa y humilde, / ni
independiente ni vana, ni original ni suntuosa. / Y exacta su forma, tal sombra
arrojada bajo el mediodía”. El poeta apenas oculta en esos versos que
persigue la descripción de su propia poesía. Un empeño que bien podría ser el
que logra Argüelles en su libro con oficio y claridad, con un decir ético, sin
más alardes que el recurso literario a tiempo y el vigor y la belleza de la
verdad por principio. Un libro sereno, medido y de formas estróficas variadas, también
clásicas a veces, con sonetos, coplas o haikus, y hasta con la intercalación de
dos poemas en prosa. La antología de un tiempo, tres o cuatro años. El aluvión
de unos poemas que quizás lleguen como intuiciones y que seguramente se ahorman
como la piel en las arrugas, que ofrecen una cartografía quebrada, nunca una
melodía monocorde.
Pero vuelvo a Heaney y a aquel poema
del cavar, él con su pluma, mientras veía al padre cavando en la realidad del
suelo pedregoso irlandés, mientras recordaba a su abuelo cavando hasta terronear
la turba. Eso viene a ser también el terrar que Argüelles cuenta como “una
lección de agricultura” por la que se repone el mundo arrastrado en la
inclemencia. Qué otra cosa pretende la poesía. “Recuerdo a nuestros padres.
Y cómo sostenían así el mundo”. Cavar, terrar. Una pluma, un diccionario
azul.
“Que la vida no sea una costumbre y sí celebración humilde, amor afirmándose en las insumisiones”. Esa es la actitud. Dicha, sí, por despertarse de nuevo al día, pero sin el ensimismamiento del entusiasmo ebrio, imperdonable en un mundo en el que continuamente “el infierno se abre de repente”. Hay que seguir siendo también la voz, como se decía en Protesta y alabanza, de la memoria y del daño.
Hay a veces poemas más que difíciles, oscuros. Que retan al lector. Pero que terminan siendo demasiado a menudo falsas alarmas. Y hay, por el contrario, poemas tan trasparentes que parecen escrito por la inercia de un lápiz adiestrado. Esos suelen ser los imprescindibles, que diría Brecht. Y de esos, unos cuantos en Morar. Como Vacas. Asomarse a la ventana del recuerdo a ver pastar una vaca, la genealogía de una vaca, que moró tres generaciones en la cuadra de una familia, que rumió su historia y la historia de un país al mismo tiempo, que pertenece a la estirpe de las vacas que mugen en las ruinas, como aquella de Piñole que honró en el cine Bande, es pintar el paisaje lo más figurativamente que se sabe, y es al tiempo abrigarnos el corazón “cuando el corazón se desampara y encuentra algún calor en esas mitologías”.
Como Entre la nieve, esa indagación “en la memoria y la niebla” que rescata un mundo clausurado de las cuencas del carbón y el agro. Una suerte de Rosebud materializado en la repetición del verso: “Un diccionario azul y un aro de oro”. Un poema brillante en forma y fondo.
En fin, que no quería yo esta vez emplearme como se
suele cuando de reseñar un libro se trata, en el orden preceptivo de una
biografía primero —que suele venir en las solapas—, y después en la trillada
disección forense que lleva unos cuantos pellizcos de la obra al microscopio.
Que prefería, también en la lectura, el fervor de Zagajewski antes unos versos
pronunciados de un modo tan como uno quisiera para sí cuando toca decir lo propio,
tan a una edad a la vez agradecida y quejumbrosa, tan diáfanos como hondos, tan
tributarios de la raíz, lo humilde y el milagro de la bondad que alcanzan a ser
lo que pretenden, y mira que es difícil: “una verdad serena que oponer a las
ruinas tan próximas”.
JCD