lunes, mayo 20, 2024

El derecho de vivir en paz

 







El otro día escribía Ignacio Peyró, ese conservador heterodoxo antiguo jefe de gabinete de la Cospedal (hay milis que fueron mucho menos severas), que “España es país de conversos. Prohombres del Movimiento amanecieron un día siendo demócratas de toda la vida. Maoístas de pelo duro predican hoy el evangelio liberal”. Y a fe que así lo comprobé semanas atrás ojeando una cuenta de un conocido en esa red que fue twiter y ahora es X, y que, por encima de denominaciones temporales, termina siendo cloaca donde se refocilan los deslenguados. Decía allí mi antiguo conocido, ahora converso, que todos los cantautores resultaron unos cantamañanas. Ayer, camino del Náutico, donde la víspera se había erigido una cruz tamaño Calvario en medio la quermese patriótica de cuatrocientos civiles sin reparos higiénicos a la hora de besar banderas, iba la Charanga Ventolín tocando una vieja canción de Víctor Jara que tiene un estribillo título que dice: “el derecho de vivir en paz”. Era media mañana de domingo y se caminaba detrás de una enorme bandera palestina. Nos vibraba en el tórax sentimental a unos cuantos el eco de aquella voz tan singular que fue la de Jara, el recuerdo de cómo se lo llevó la saña. Esa misma saña que se le pone a la venganza sobre las gentes de Gaza. Dibujaba Neto ayer a un niño tendido entre los escombros de un bombardeo. Sobre su cuerpo una flecha y un texto: “Si ve aquí un niño en vez de un terrorista de Hamás, es usted un antisemita”. Me gustaban las canciones que iba desgranando la charanga. Me gustaban menos algunas consignas de los manifestantes. No soy muy de banderas ni de eslóganes reduccionistas. No olvido a las víctimas salvajemente masacradas por el terrorismo islamista en octubre de 2023. Pero tengo la mala costumbre de ver niños, como Neto, donde hay niños. De emocionarme con la música que me sigue haciendo, creo, mejor. ¿O no se es mejor cuando se pide algo tan elemental como el derecho a vivir en paz?




jueves, mayo 16, 2024

Conhece alguém as fronteiras à sua alma, para que possa dizer -eu sou eu?

El lápiz, y esa su exigencia de calma a la mano que lo empuña... Escribo "empuña" y suena con violencia la entonación y el eco de su significado. Si me decido por cambiar la expresión y decir "la mano que lo guía", la evocación es entonces aparentemente agraria, y esforzada al tiempo, como de quien timonea un arado romano y escribe con él la tierra. Y el lápiz parece así más conforme con estos renglones humildes, que atienden al aire, a su luz y sus lluvias, por saber qué altura le espera al tallo que se alimenta desde el surco. No todo merodeo es malicia o confusión. "Conhece alguém as fronteiras à sua alma, para que possa dizer -eu sou eu?" (Fernando Pessoa). Somos arrebato y sosiego. Y el perfil final de la sombra que proyectas tiene vocación de orilla sometida a las mareas, de espacio incierto, de duda.




lunes, mayo 13, 2024

Una casa sobre la playa

Una casa construida sobre la misma arena de la playa. Un cubo perfecto asaltado por las imperfecciones de los enseres acumulados en el uso o la necesidad. Un depósito de aguas pluviales, unas sillas casi desvencijadas, maleza en la sombra, cactus creciendo en el jardín sobrepuesto al suelo estéril, un buzón al que quizás lleguen descalzas las cartas y una antena de televisión que se clava infame en el lomo del animal blanco. Y llegando, como tantas veces, con los pies un poco a rastras por la edad y la costumbre, ensuciando de nuevo sal los zapatos, un viejo que abre esa puerta pintada en color aguamarina.




sábado, mayo 04, 2024

Escribir a mano

En la carta que escribió horas después de la muerte de Auster, Siri Hustvedt contó: 

"Mi marido no tenía un ordenador. Escribió a mano, y escribió sus manuscritos en una máquina de escribir Olympia". 

Y en el documental Paul Auster, what if?, que puede verse en Filmin, el propio escritor muestra los cuadernos en los que con letra muy menuda iba escribiendo sus libros. Cada hoja de aquellas libretas  tamaño A4, según revela en esa película, equivalía a dos páginas y media de imprenta.

El estilo es una manera de respiración. Auster respiraba despacio. Y escribir a mano, una reflexión rumiada, que no permite, como los procesadores de texto, que un algoritmo complete tus palabras, lo que piensas.

Un manuscrito requiere el esfuerzo, las pausas y la perspectiva de lo que se esculpe. 

Nunca como ahora ha sido tan fácil escribir. Hasta los tabuladores le ponen aleatoriamente tamaño a los versos. Hasta  la computadora te pregunta si deseas que autocomplete tus textos:

"Entra en Sistema. Accede al apartado de Idioma e Introducción de texto. Pulsa en Más ajustes. Entra en Rellenar Automáticamente / Autocompletar."

Tan sencillo como imprudente, porque si tuvieras en ese instante los ojos inyectados en sangre, la computadora silbaría tus palabras rápida y despiadada como una bala. Sin la dilación de cuanto se puede considerar mientras toma forma y es arcilla, y por tanto vida en ciernes.



viernes, mayo 03, 2024

La mala sangre

No ir con hambre al supermercado, por no comprar más de lo que se precisa. Pero, igualmente, tampoco conducirse con unas cuantas copas de mala sangre, por no atropellar a nadie en el improperio.

Para cuándo los controles de soberbia en el arcén de los teclados. Sobre todo para quienes vienen de la indignación perpetua, de la antigua y opuesta a la reciente y conversa; para quienes transitan sólo las certezas sucesivas, sin plantearse dudas ni tibiezas.

Bendito el que vive en la incertidumbre y al que, por tanto no lo queda otra que la prudencia.

"(...) Y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos", Wislawa Szymborska.

miércoles, mayo 01, 2024

Piedras

Aquello de José Antonio Marina de que los twits son como piedras. Y lo que de ello, por extensión, se alcanza a proyectar: la parábola, doble, que describe un montón de piedras lanzadas por una turba anónima en las lapidaciones; la de tomar esa imagen como alegoría de cuanto una red social permite saber de nosotros, de lo peor de nosotros.

sábado, enero 20, 2024

Morar, de José Luis Argüelles

Que la vída no sea una costumbre

Me quedé en los poemas que se leen como un traje a medida. Porque hasta una mala voz se vuelve elegante cuando lee por placer en voz alta y para nadie. Así releo estos versos que dicen, por ejemplo: “cuando nada se explica sin el otro y todo importa porque estamos juntos”, y dispongo tras ellos cubiertos para dos sobre la mesa. Versos que son como una confidencia: “admiro a quien la muerte encuentra con las manos vacías, sin otra posesión que la humildad de las preguntas”, que hablan de cómo se aligeran los años de certezas. Versos que ayudan a “que la vida no sea una costumbre”, después de amanecer tantas veces sin ofrecerle al día ni tan siquiera un rezo laico. Versos indóciles que los aquiles han tenido siempre por ridículos, por provenientes de esa inagotable alcurnia de tersites empeñados en nacer contrahechos de miseria: “surgirán de ese llanto escarnecido, razones poderosas para cambiar el mundo”. 

Hay un recurrente mal uso del infinitivo de los verbos cuando se emplea para pedir, mandar o desear, como si fuera un modo imperativo. Así que por qué no empeñarse en ese error, en que Morar sea tan connotativo que hasta admita ofrecerse al lector que lo habite como asilo de páginas que dicen, acompañan y hasta enseñan. Para hacernos suyos durante el tránsito de su lectura. Demorada. Y abarcando no sólo un lugar (lugares: la memoria primera, minera y rural, y el horizonte cantábrico posterior), sino también una edad habitada, la “casi vejez”; y una convivencia de afectos y hasta un paisaje de memoria, la del compromiso ya sin bandera, la de los otros libros que fueron antes, de erosiones, protestas y desconciertos.

 

En un artículo publicado en Letras Libres, allá por 2002, escribía Seamus Heaney a propósito de Miłosz: “es un gran poeta y tiene un lugar en el panteón del siglo XX porque su obra satisface el apetito de gravedad y alegría que el término poesía despierta en todos los idiomas”.

 

En Morar, último libro de José Luis Argüelles, publicado con el buen gusto que siempre le pone a sus ediciones Impronta, con las portadas conceptuales y limpias de Marina Lobo, podríamos aludir a esa compaginación a la que con tanto acierto como concreción se refería Heaney respecto a lo que debe ser la poesía: gravedad y alegría. Porque en este poemario se afirma la vida y su doble faz. Por un lado, la luz y los afectos: por otro, la sombra y la finitud de los días. Es la reflexión de quien parece atreverse a ofrecer algunas respuestas sobre cómo afrontar la existencia desde una edad madura, pero sugiriéndolas con la sordina de la humildad adquirida en las incertidumbres sobrevenidas. Porque, “¿de qué sirve una voz si no habla de la vida y sus moradas?”.

 

De habitar espacios y de cómo han de ser los espacios a habitar trata Elegía para el arquitecto Coderch de Sentmenat, de Joan Margarit: “la casa ha de ser virtuosa y humilde, / ni independiente ni vana, ni original ni suntuosa. / Y exacta su forma, tal sombra arrojada bajo el mediodía”. El poeta apenas oculta en esos versos que persigue la descripción de su propia poesía. Un empeño que bien podría ser el que logra Argüelles en su libro con oficio y claridad, con un decir ético, sin más alardes que el recurso literario a tiempo y el vigor y la belleza de la verdad por principio. Un libro sereno, medido y de formas estróficas variadas, también clásicas a veces, con sonetos, coplas o haikus, y hasta con la intercalación de dos poemas en prosa. La antología de un tiempo, tres o cuatro años. El aluvión de unos poemas que quizás lleguen como intuiciones y que seguramente se ahorman como la piel en las arrugas, que ofrecen una cartografía quebrada, nunca una melodía monocorde.

 

Pero vuelvo a Heaney y a aquel poema del cavar, él con su pluma, mientras veía al padre cavando en la realidad del suelo pedregoso irlandés, mientras recordaba a su abuelo cavando hasta terronear la turba. Eso viene a ser también el terrar que Argüelles cuenta como “una lección de agricultura” por la que se repone el mundo arrastrado en la inclemencia. Qué otra cosa pretende la poesía. “Recuerdo a nuestros padres. Y cómo sostenían así el mundo”. Cavar, terrar. Una pluma, un diccionario azul.

 

 “Que la vida no sea una costumbre y sí celebración humilde, amor afirmándose en las insumisiones”. Esa es la actitud. Dicha, sí, por despertarse de nuevo al día, pero sin el ensimismamiento del entusiasmo ebrio, imperdonable en un mundo en el que continuamente “el infierno se abre de repente”. Hay que seguir siendo también la voz, como se decía en Protesta y alabanza, de la memoria y del daño.


Hay a veces poemas más que difíciles, oscuros. Que retan al lector. Pero que terminan siendo demasiado a menudo falsas alarmas. Y hay, por el contrario, poemas tan trasparentes que parecen escrito por la inercia de un lápiz adiestrado. Esos suelen ser los imprescindibles, que diría Brecht. Y de esos, unos cuantos en Morar. Como Vacas. Asomarse a la ventana del recuerdo a ver pastar una vaca, la genealogía de una vaca, que moró tres generaciones en la cuadra de una familia, que rumió su historia y la historia de un país al mismo tiempo, que pertenece a la estirpe de las vacas que mugen en las ruinas, como aquella de Piñole que honró en el cine Bande, es pintar el paisaje lo más figurativamente que se sabe, y es al tiempo abrigarnos el corazón “cuando el corazón se desampara y encuentra algún calor en esas mitologías”.


Como Entre la nieve, esa indagación “en la memoria y la niebla” que rescata un mundo clausurado de las cuencas del carbón y el agro. Una suerte de Rosebud materializado en la repetición del verso: “Un diccionario azul y un aro de oro”. Un poema brillante en forma y fondo.

 

En fin, que no quería yo esta vez emplearme como se suele cuando de reseñar un libro se trata, en el orden preceptivo de una biografía primero —que suele venir en las solapas—, y después en la trillada disección forense que lleva unos cuantos pellizcos de la obra al microscopio. Que prefería, también en la lectura, el fervor de Zagajewski antes unos versos pronunciados de un modo tan como uno quisiera para sí cuando toca decir lo propio, tan a una edad a la vez agradecida y quejumbrosa, tan diáfanos como hondos, tan tributarios de la raíz, lo humilde y el milagro de la bondad que alcanzan a ser lo que pretenden, y mira que es difícil: “una verdad serena que oponer a las ruinas tan próximas”.

 

JCD