viernes, septiembre 24, 2010

Sin modales

A ratos le puede a uno la insolencia de la réplica. Qué pérdida de tiempo y de energía. Qué mengua para el ánimo y el humor. Aprende, me digo, de tus muchos arrepentimientos (pero apenas sirve de nada). Estríñete de verbo y no la cagues de nuevo (pero vuelve la burra al trigo). Y es que contra dos asuntos, al menos, me puede la reincidencia: política y familia. Actividades que suelen ser gremiales y castrantes; en las que nos ciegan el dogma y la sangre; la fidelidad y la afectividad acríticas. Así que a uno, que está casi de vuelta de ambas, y ni le interesa añadirse a grey alguna ni soportar a más parientes que los precisos, le hierve el tránsito sanguíneo tanto con los iluminados y los conversos, como con la obligación de llevarse bien con quien apenas se tolera malamente. Así que o salto o pongo caras, y paso por lo que me temo que en el fondo soy: un tipo de modales muy mejorables al que le toca sobremanera las pelotas que nadie se corte en darte lecciones morales a propósito de cualquier cosa y que nadie prohíba de una vez por todas las entrañables veladas tribales.

miércoles, septiembre 22, 2010

Certezas

Es demasiado a menudo ilusoria la certeza. Por eso conviene recordar las muchas mudanzas que han precedido su última apariencia. Así, cuando se nos llene la boca de certezas, no olvidaremos que nunca alcanzan formas definitivas, que siempre venimos de antiguas, distintas y sucesivas certezas.

domingo, septiembre 19, 2010

Domingo de contrastes

En estos domingos para los que nada se tiene previsto de antemano, a los que uno amanece pendiente del tiempo que traen consigo y que adelanta no poco el propio ánimo, hay veces que los sacude lo inesperado. Todo domingo tiende a ser por definición remanso insular. Todo domingo seda las pulsaciones de la prisa. Busca playas, campo, jardines, paseos o el regazo de un sillón. Tiene periódicos de muchas hojas y comidas que se prolongan en la sobremesa. Vermús con aceitunas y tardes a veces demasiado largas. Por eso la noticia de la muerte sobrecoge quizás más en un domingo. Cae con la misma sorpresa y estrépito que un meteorito en medio de las aguas quietas de un lago. Añica el reflejo del mundo desde el impacto a las orillas. Ha sido éste un domingo empeñado en ser verano todavia. Que nos echó pronto a la calle, a la luz. Que nos hizo olvidar por instantes la bofetada temprana de la radio, cuando Pepa Fernández anunció la muerte de Labordeta, y desayunamos en silencio y con un cuajo de café y pena en la garganta. Quizás también por eso escapamos pronto de casa. Por el mayán de tierra, vimos a E. Secándose en el muro al aire del mar. Venía del pulpo. Con gancho y sin pesca. Descalzo y curtido de pedreros. Hasta echamos con él unas risas. No traía la noticia el diario que leímos en la terraza del arenal, con la bahía entera por paisaje y la marea retirándose lenta y transparente. Sí hablaron largo de ello los informativos del mediodía. Imágenes, viejas entrevistas, canciones. Escribo estas líneas ya a la tarde bajo una sombrilla. Me guía una especie de deber, me guía la gratitud. Todo hombre de bien debería saber rezar en ciertos momentos. Debería encontrar las palabras precisas con las que hablarse a solas. Contar, por ejemplo, en el silencio de unas cuartillas que se siente mellado a la altura del pecho, donde otras veces lo calentaba hasta la alegría este sol resistente de los días finales del verano. Se nos ha muerto Labordeta, con quien tanto quisimos. En su recuerdo resuena el verso de uno de sus cantares: recuérdame como un verano ido. El de dos mil diez, en un domingo luminoso y paseable a pesar de todo. Como de costumbre, la vida nunca mira a sus espaldas.

miércoles, septiembre 15, 2010

A la tarde...

A la tarde, sentado al último sol, apenas si podía seguir atento a lo que leía. La intensidad estaba en el aire, no en las páginas del libro. Era una certeza que se mantenía en lo alto como esas aves que parecen abandonarse a las corrientes del cielo. Iba tamizándose la luz en la brisa que levantan a menudo los atardeceres apacibles. Conviene llegar a esa hora con aplomo. Conviene concluir jornada y estaciones sabiéndose recogido. Junto a una pared de poniente. Contra todo temblor. Apenas quedan bañistas. Ni risas de chiquillos. En el agua bracea un nadador solitario. Cómo remansan el ánimo esas presencias insulares de velas y de hombres en medio de lo inabarcable. Mientras nos sabemos a salvo, nada cuesta reconocerse desde la orilla en ese tránsito aventurado de ulises. Nuestro viaje ya ha concluido. Llegados a puerto, nos vence el consuelo de dar por mitigada antes de la noche toda acechanza sobre la vida, de haber calmado por un tiempo la nomadía que nos echó a los mares. La certeza era el final. Cernido como un desfallecimiento desde las mismas carnes del sol hasta el follaje reciente del suelo. Da frío pisarlo descalzo. El verano tiene por frontera una sombra húmeda en la tierra. Creciente. Recordé una cita de Chatwin: “La Iglesia medieval instituyó la peregrinación a pie como cura de la melancolía homicida”.

domingo, septiembre 12, 2010

Estampa impresionista

Ayer noche, mientras cenábamos en casa de nuestros amigos, Titou se movía inquieto de un lado a otro, tan pronto se nos subía al regazo como escapaba receloso de una caricia o le ladraba a un juguete. Va a ser, queridos, un perro travieso, feliz y consentido como un nieto. A los postres, hablamos de los viajes. Paisajes, chambres y sucedidos. Y hasta trajo M. a la mesa media docena de fotos de una escapada aquí al lado, a la península de la Magdalena. Una serie de imágenes que parecían los fotogramas de un cortometraje mudo, delicado y jovial. Como si unos cuantos personajes de una vieja película playera de Rohmer se hubieran reunido muchos años después para merendar en la hierba con ropas provenzales y una complicidad festiva. Al volver a casa nos trajimos una de esas fotos. En un día luminoso una pareja da la espalda a la cámara frente a la bahía de Santander. Es una toma apaisada. Sobre el horizonte un cielo algo desvaído, como de acuarela, ocupa el ancho de un dedo. Por debajo, el mar aparece apenas rizado por la brisa y luciendo un color profundo. Parte el plano en dos mitades. La inferior es un prado algo agostado. A la derecha, el hombre y la mujer se toman de la cintura. Mira él hacia los acantilados de la lejanía. Lo mira ella mirar. Tienen a un lado, sobre el césped, un capazo de mimbre. Tal parece que descansen de un baile, que tomen por un instante un respiro marítimo. Ella lleva un sombrero redondo de paja y ala corta, con una cinta magenta alrededor de la copa. Usa gafas oscuras de sol y viste de blanco hasta los pies. Calza sandalias de tacón. Tiene él un cabello poderoso y rebelde. De canas y de grises. Lleva camisa clara con los faldones por fuera de un pantalón caído color ceniza al que se le arrugan los bajos sobre los zapatos. Hay fotografías que envidian a la pintura. Quisiera ésta, probablemente, ser un Renoir estival plasmando la alegría de vivir, o de sobrevivir, de un hombre y una mujer amotinados en el ánimo a esa edad en la que suelen comenzar a desfallecer las ganas y hasta las sonrisas. Un cuadro de verano con ropas ligeras y sombreros recién estrenados. De colores radiantes y pinceladas ligeras, con el que el cielo, el mar, un faro blanco sobrepuesto al horizonte y un prado verde se combinan para transmitir el placer inmediato de las sencillas dichas de la vida. Como la de cenar con los amigos y hablar de los viajes.

viernes, septiembre 10, 2010

Entre la elegía y la contraelegía

Contraelegía,
de José Emilio Pacheco

Mi único tema es lo que ya no está
Y mi obsesión se llama lo perdido
Mi punzante estribillo es nunca más
Y sin embargo amo este cambio perpetuo
este variar segundo tras segundo
porque sin él lo que llamamos vida
sería de piedra.
Quizás deba ser así. Quizás no quede otra que aceptar esos silencios prolongados. Esos monosílabos. Ese distanciamiento hosco a que les obliga el hacerse hombres o mujeres. Quizás haya que resignarse a que ha pasado el tiempo de pasear sintiendo entre las nuestras una mano más pequeña. Que ya no será posible la emoción de que se nos arrojen al cuello inesperadamente y con una alegría que nos volvía irremediablemente felices. Que ya no volverá acaso el runrún de su cháchara interminable y atropellada, contando y preguntando, haciéndonos partícipes de la sorpresa y confiando en que podríamos explicárselo todo. No sospechaban entonces ellos, ni tampoco queríamos aventurarlo nosotros, que llegaría un día en que tendrían en tan poco ofrecimientos, consejos y respuestas. Pero llegados aquí, y resignándonos a que en nada hay retorno, debiera uno al menos confiar en la eventualidad de esa metamorfosis dolorosa que supone la pubertad y tiene por edad la adolescencia. Lo más difícil de este tiempo, me temo, es acertar con la distancia. Ni tan cerca que se impida batir las alas, ni tan lejos que no se esté a tiempo de remediar la bisoñez del vuelo. Parece razonable el propósito, suena incluso bien, pero no deja de ser una frase acostada sobre un papel. Ponerla en pie y echarla andar es lo difícil y lo único que cuenta. Queda entre tanto la tarea de acostumbrarse a la mudanza y a pensar que de otro modo la vida sería piedra.

miércoles, septiembre 08, 2010

Secretos

(Foto de L. Sevilla para El Comercio)

Fin de fiesta. Sobre las pistas de tenis explotaron los fuegos artificiales. Se reflejaban en el agua oscura de las piscinas. Más atentos que a los destellos, los adolescentes se preocupaban de tejer una telaraña cómplice de miradas, de gestos y de sonrisas. Punto casi final del verano. La vieja verbena repercutía acordes elementales dentro de los pechos. Ritmo de cortejo. O de adiós. Temblor en todo caso. Por detrás de las palmeras se ceñían parejas furtivas. Más allá, en el campo de hockey comenzaba el concierto de medianoche. Secretos en una celebración de club de provincias. Hay quien pudiera acordarse de Luna de Avellaneda. Las melodías de una banda veterana bajo las banderitas de papel y las bombillas de colores. Olvídense del toque sentimental, de la poesía de la derrota. Fue un concierto memorable. De unos tipos curtidos en treinta años de batallas. Que perdieron por el camino casi el alma: a Enrique Urquijo. Y con él ese glamour de fatalidad que tan bien vende en el espectáculo. Siguen tocando sobre todo las canciones que él compusiera. Simples. Contundentes. Francas. Con el tiempo se han demostrado también imperecederas. Suele suceder con este tipo de letras bien armadas y que tan a menudo hablan de lo que siempre deben hablar las buenas canciones: de desamor. Son una banda, por tanto, sobrepuesta definitivamente a la inclemencia. Unos músicos admirablemente profesionales y generosos en escena. Sobre la hierba artificial se habían echado toldos. Por la tarde la lluvia dejó pequeños charcos sobre ellos. Mientras duró la música hubo por el suelo una imparable cadena de detonaciones. Minas de agua con compás de estribillos entonados con las ganas y la falta de pudor que alimenta la oscuridad a los pies de todo escenario. Quizás en otras sombras cuerpos menos hechos se moviesen al ritmo perezoso de un goce recién estrenado. Ajenos a la música y por los rincones donde Los Secretos eran sólo para ellos la amortiguada banda sonora de un fin de fiesta.

martes, septiembre 07, 2010

Un ser humano acompañado

Informativos de la noche: vídeo sobre la entrega a José Antonio Labordeta de una condecoración institucional. La cámara toma de soslayo el rostro de la ministra Chacón. Se le intuyen lágrimas. Conmueve la enfermedad de quien se quiere. Las contenemos a duras penas en casa. Porque siempre hemos considerado a Labordeta uno de los nuestros. No en la acepción sectaria, sino en la íntima. De los que hemos llevado muy dentro y nos han hecho seguramente un poco mejores. Canciones. Poemas. Relatos. Y una manera distinta y ejemplar de recorrer los paisajes de España. Al bies. Por rincones y sin prisa. Conversando con las gentes desde la curiosidad, el respeto y lo cordial. Una manera, en fin, también ejemplar de andar por el mundo. En las imágenes del telediario estaban cerca sus nietas. A ellas les escribió hace un par de años este poema.

En el lado feliz
mis nietas me saludan
con el jolgorio de los días de fiesta.
Ríen, saltan, se combaten entre ellas mismas
la alegría de ver la vida como un río sin fin,
sin fondo. Como si el mar
llegase a nuestra puerta.
Ante tanto diluvio de alegría
a este viejo poeta abandonado
solo le queda la memoria,
la inestable memoria de los vagos recuerdos
olvidados.
Gracias a que la vida está entre ellas
rompiéndome la cruz de los silencios,
la vaguedad inútil del desierto
y la cumbre final de una montaña
me siento como vivo.
Como un ser humano acompañado.

Ahí quisiéramos no pocos que nos supiera también el viejo poeta. En la compañía y el cariño. En el aliento que anima a la vida.

domingo, septiembre 05, 2010

Reincidencia


El sol sobre los hombros. Y en este trozo sin tinta de una de las páginas del periódico del sábado, la sombra de una mano escribiendo con letra menuda. Esta sombra a la que recuerdo a veces entretenida volviéndose animal. Cuatro dedos estirados podían ser la cresta de un gallo. Dos pulgares erguidos las orejas de un conejo. Hoy es toda ella un topo silencioso que ara a lápiz renglones apretados. Laborioso topo en un empeño sin más objeto que la dicha efímera de las palabras. Al día le ha costado abrirse a la luz. Traía de la noche como un rencor tenaz. Ríe ahora y todo parece olvidado. Es una suerte que así sea. Pule el sol este mar calmo que llega a la arena vuelto vidrio. Cristal que en la distancia es esmeralda y espejo, pero que cuando se entra en él descubrimos tan transparente como el aire. Sombra de una mano al mediodía sobre el papel ya amarillento de un periódico. La cala está casi sola. Por encima del silencio, de estos cuerpos nuestros reblandecidos en la luz, la calma y la arena, se oyen sólo los cencerros de unas vacas que pastan entre el brezo que crece hasta la misma playa. Pienso en aquellos versos de Jorge Guillén que uno tuvo a veces por demasiado exquisitos. Recostado sobre una piedra siento como en el poema que tampoco aquí pasa nada, salvo que uno juraría de pronto que “el mundo está bien / hecho. El instante lo exalta / a marea, de tan alta, / de tan alta, sin vaivén”. De pronto, sí, y por un instante de confortable flaqueza.

miércoles, septiembre 01, 2010

Regando

En la plaza del Marqués un empleado de la limpieza riega el adoquinado. Me encuentro por allí a R. Cómo andan las cosas por la administración, me pregunta. Ya te lo puedes imaginar, le respondo, con muchas apreturas presupuestarias. No me extraña, replica, llevamos años derrochando el dinero público. En Dinamarca, donde he estado hace poco son mucho más austeros que aquí. Y eso se necesita por estos pagos: menos alegrías en el gasto. Me intereso entonces por ese viaje suyo al que ha hecho referencia de pasada. Así que has estado en Dinamarca de vacaciones. Bueno, en realidad, no han sido vacaciones. Hemos ido allí sólo a comer. Han elegido recientemente al restaurante del Moma de Copenhage como el mejor del mundo y fuimos a comprobar si merecía la distinción. Contra la fachada barroca, pero austera, del palacio Revillagigedo resalta la chaquetilla naranja fosforescente del barrendero. Con el agua a presión de la manguera arrastra los restos de la farra nocturna hacia los sumideros. Esa imagen, como de purificación de la ciudad, a esa hora imprecisa del amanecer en que termina la noche para quienes vienen de apurarla y comienza la jornada camino de los quehaceres cotidianos para el resto, abre o cierra a veces algunas películas. Ese torrente de agua que limpia las calles pone un espacio en blanco entre la letra apretada de los días. Se parece a los propósitos de enmienda. Me despido de mi amigo. Se va caminando sobre el pavimento ya regado.