miércoles, diciembre 12, 2012

La Lahiri

El descubrimiento de la escritora Jhumpa Lahiri me ha ofrecido muchas horas de felicidad lectora. Después de Tierra desacostumbrada —una gavilla de narraciones engañosamente simples, magistralmente precisas, y a las que llegué por un artículo de Carlos Boyero—, se fue uno enseguida a por Un nombre bueno —la sugestiva novela de un hombre que tarda en aceptar su propio nombre, en aceptarse a sí mismo, casi cuarenta años—. El tercer libro de Lahiri al que me he acercado es El intérprete de emociones. Recién comenzado, lo poso y aturdido aún por la impresión que me ha producido el primero de sus cuentos, Una medida temporal, corro a contar aquí el hallazgo, el soberbio retrato de las ruinas de un amor, unas resumidas mil y una noches de confesiones crudas a la luz de unas velas, mientras vuelve la luz: "El aviso les informó de que la medida era temporal: durante cinco días les cortarían la electricidad por espacio de una hora, apartir de las ocho de la noche. La última tormenta de nieve había producido unaavería en el suministro y los empleados de la compañia iban a acometer lareparación a primera hora de la noche, cuando el clima era algo más clemente.La reparación iba a afectar solamente a las casas de la tranquila callearbolada, cercana a una hilera de tiendas con fachadas de ladrillo y una paradade tranvía, en la que Shoba y Shukumar habían vivido durante tres años ..." En fin, uno de los mejores relatos que haya leído nunca. Cómo no compartirlo.

lunes, diciembre 10, 2012

La ventana





















Tapiaron les ventanes
y l´aire volvióse escuru per dientro.
Tapiaron les ventanes
y namás los dientes del sol,
rucando la madera
como un foroñu de lluz,
pudieron abri-y el párpagu azul a la casa.
La vida arrequexada
miró entós de frente al iviernu.

Tapiaron las ventanas
y el aire se volvió oscuro por dentro.
Tapiaron las ventanas
y sólo los dientes del sol,
royendo la madera
como una carcoma de luz,
pudieron abrirle el párpado azul a la casa.
La vida arrinconada
miró entonces de frente al invierno.

jueves, noviembre 29, 2012

Paradiso en Le Monde

Foto de JM López

A la alegría que a uno le produce que a la gente que aprecia le vaya bien (Ricardo Menéndez Salmón publica en Francia la traducción de su penúltimo libro,  La lumière est plus ancienne que l'amour, en la editorial Jacqueline Chambon —no se pierdan, por cierto, su última obra publicada aquí hace apenas un par de meses, Medusa: de una precisión casi quirúrgica—), se une la de que Ricardo, además, cada vez que tiene ocasión, enseñe hacia fuera con orgullo esta pequeña ciudad donde vivimos y en la que aun quedan lugares tan entrañables y tan nuestros como la librería Paradiso.
"Le chef-d'oeuvre de Lezama Lima donne son nom à la meilleure librairie, et la plus aimée, de Gijón, dirigée depuis plus de trente ans, avec sagesse et honnêteté, par José Luis Álvarez et Chema Castañón. Aucun amoureux de la littérature ne peut manquer de visiter cette enceinte en forme de cube irrégulier, où l'on se sent comme dans sa propre bibliothèque. Un lieu où les livres sont vivants et la littérature célébrée comme elle le mérite: avec admiration, respect, enthousiasme, et en tête-à-tête."

miércoles, noviembre 28, 2012

A propósito de El texto digital


“La llegada de nuevos medios de transmisión, de nuevos canales de acceso y codificación de la información y del conocimiento conlleva un periodo de transición en que los modos tradicionales se defienden presentando a los nuevos modos como medios de barbarie, mecanismos de incultura. Así, cuando la escritura en la Grecia del siglo IV a. C. se convirtió, más allá de la conservación, en medio de creación y de difusión del conocimiento, se le atacó diciendo que hacía menos sabios a los hombres porque, al tener escrito el pensamiento, no hacía falta memorizarlo; Petrarca en el siglo XIV ironizará sobre ese deseo de acumular códices como imagen de sabio, como si por poseer códices uno fuera más inteligente; de ser así, los libreros serían los hombres más sabios del mundo; ya en el siglo XVI (y ahí ejemplos de autores como Lope de Vega) se multiplican las críticas de la falsa erudición que algunos demostraban citando de aquí y de allí sin orden ni concierto; y en el siglo XIX; fueron no pocas las voces que se alzaron contra la facilidad que todos tenían de escribir y de publicar un libro. Internet como un nuevo medio de acceso a la información, que nos la presenta de manera fragmentaria, con diversos niveles de acceso y de autoría muy variada (y autorizada) a un mismo nivel y con la rapidez tecnológica de acceder a enormes cantidades (que no calidades) de información a golpe de ratón, está construyendo nuevos modelos de pensamiento y de difusión. ¿Serán los jóvenes capaces de realizar discursos complejos, a los que nos ha tenido acostumbrado un modelo de educación del siglo XIX que ya está obsoleto? Internet, con su estructura hipertextual y la fragmentariedad como principio textual, no es el mejor medio para hacer perdurar este modelo textual, este modelo de pensamiento, que forma parte de la historia de nuestra cultura occidental. Pero Internet, como un nuevo medio, permite desarrollar nuevas destrezas que el texto impreso, que el libro tradicional, había desechado y que son propias de la oralidad: la interactividad, la elección de contenidos, la relación de los mismos… e incluso la memoria para así recordar los itinerarios de lectura digital que hemos realizado en cada momento. ¿Más tontos en la actualidad? Si atendemos a la realidad política y económica, no me cabe ninguna duda. Pero tampoco es Internet el culpable. Todo lo contrario.”

El nido del Silencio

 
Viajo de noche. No empieza a amanecer hasta que llego a Castañeras. Monto el trípode sobre el mirador de la playa. Fotografío la concha que forma la marea entre los grandes farallones de este rincón de costa. El color de la imagen está saturado de azules. Hay un cielo sucio. Espeso. Nublado. Aguardo a que se vaya aclarando, pero apenas si la luz del sol logra filtrar algún tono cálido. Hace frío. La pleamar rompe con fuerza. Y en el horizonte se adivinan difusamente los cantiles valdesanos. Bajo por el empinado acceso que lleva a la playa. Estoy solo. Me siento solo. Miro a mi alrededor y no veo a nadie. Ni por el camino hay vecinos. Ni en los pedreros, pescadores. Ni en las praderías próximas, campesinos. Ni en el bosque que queda a mis espaldas se escucha brega alguna. El único rastro real de gente está muy lejos. En una barca casi imperceptible que la luz de la mañana desvela a mucha distancia de la costa. Una barca inquietantemente pequeña en un océano tan violento. En esta soledad de fotógrafo madrugador y abrigado que busca en la frontera entre la noche y el día los trampantojos de la luz sobre el paisaje, se me despierta una angustia a la altura del pecho. Una suerte de sentimiento de abandono en medio de lo inaprensible. Como si me sintiera a merced de la voracidad de esta pleamar que retumba insoportablemente en la orilla. ¿Quién llamó a esta playa Silencio?, me pregunto aturdido por el estruendo de las piedras entrechocadas por las olas.


Cada vez que intento pisar la playa, una bofetada de espuma me devuelve sobre mis pasos. Allí abajo, además, los acantilados arrojan el eco intimidatorio de esos golpes de mar. Por momentos siento el deseo, más que irme, de huir. Un miedo irracional a que de entre esas olas venga una aún más alta y más violenta que me zarandee. Me ajusto el gorro de lana sobre los oídos. Amortiguo levemente el ruido, pero lo que no alivio es la soledad. La panorámica que abarco a mi alrededor con la mirada se me antoja enorme. Incomparablemente mayor que cualquiera de los encuadres que he fotografiado. El estrépito de la mar tampoco podría fijarlo de ningún modo. Tendría que grabar también el sobrecogimiento que me produce, y de eso no hay manera. ¿Quién le puso a esta playa Silencio? Tal vez quien se encontró junto al mar en bonanza del verano el nido fosilizado de un ave de otro tiempo, un tiempo remoto y definitivamente callado.


jueves, noviembre 22, 2012

Baltanás sobre los blogs

Ahora que se empieza a hablar de la crisis del blog, desplazado, según parece, por tuis y feisbus, a uno le parece una buena reflexión sobre el asunto esta que hace Enrique Baltanás en su blog Al margen de los días:
"No recuerdo dónde leí hace poco que el número de blogs, que hasta hace muy poco, aumentaba de modo exponencial, se había frenado considerablemente este último año. La causa: la creciente popularidad de las redes sociales. En Twitter o en FaceBook, basta con una frase, una línea, ni siquiera eso, basta con una imagen o un enlace. Nada que ver con la, casi, siempre más dificultosa y arriesgada elaboración de una entrada. Porque una entrada puede ser un artículo, una página de un diario, una glosa, un microrrelato, un breve ensayo… Y eso, como se sabe, ya no está al alcance de cualquiera. Así que los blogs se enfrentan a su primera crisis… de crecimiento. Pero no de identidad ni de naturaleza. No sólo porque blogs y redes sociales pueden estar interconectados, y de hecho lo están, sino porque el blog, quizá ya no tan mayoritario, conserva aquello de lo que quizá carezcan las redes, es decir, un cierto aire de profesionalidad, de continuidad, de persistencia. El blog, por otra parte, preserva la intimidad de su autor, su espacio personal, sin sumirlo en la corriente continua de las redes sociales, en la vorágine de sus constantes y cambiantes mensajes. La verdad es que entran ganas de decir, ¡El blog ha muerto! ¡Viva el blog!

Ramón Lobo: "Ya no te miden por lo que vales, sino por lo que cuestas"

Artículo imprescindible en Jot Down de Ramón Lobo (uno de los 129 damnificados por el ere de El País)::
"Lo llaman crisis de la industria periodística, culpan a Internet, a su gratuidad, al desplome publicitario, a los viejos de 50 años poco polivalentes. Nadie hace autocrítica. En la cúspide de los medios se instalaron los gerentes disfrazados. Se recorta en reporteros, viajes, información. Se afirma que las exclusivas están obsoletas por culpa de la Red. No hay paciencia ni dinero para proteger una historia, a un periodista que hace su trabajo, en lograr una primicia. El objetivo no son las noticias, jerarquizarlas, dar los contextos, la esencia del oficio; el objetivo es abaratar costes, recortar, recortar, recortar. Se recorta también en inteligencia ambiental. Pero nada y nadie me recortará el optimismo. No es una crisis del oficio, es solo falta de talento, de coraje. Es un virus mortal que se extiende a la política, a las instituciones internacionales, que impregna a los líderes. Vivimos bajo una grisura insoportable y sin alternativas. Algo debe ir mal cuando el icono incontestable, el modelo, es Nelson Mandela, que acaba de cumplir 94 años. Los periodistas-gerentes han arruinado el negocio porque nadie va a pagar por un corta y pega, por declaraciones vacuas, repetitivas, de dirigentes mediocres, de vendedores de champú que aparcaron ideas, valores y utopías. Sin periodistas no hay Periodismo. Sin Periodismo no hay ciudadanía, ni crítica, ni democracia. Tampoco habrá beneficios. Ganarán los Wert, los poca cosa, los nada."

domingo, noviembre 18, 2012

Un par de buenas películas


Casi media noche. Hace un rato que hemos vuelto del Teatro Jovellanos. Ayer vimos allí también otra película. Ambas del Festival de Cine. Las dos espléndidas. Duras. Hoy fue Epilogue. Israelí. A la entrada, en el Paseo de Begoña, había una concentración propalestina. Protestas contra los bombardeos de Gaza. El director del film, Amir Manor, se refirió en la presentación a esos manifestantes. Expresó su respeto y pidió, al tiempo, comprensión para un país en el que confía pronto gobierne una nueva generación, más dialogante, menos belicosa. Asistimos luego a la proyección. La historia de Hayuta y Berl, un matrimonio de ancianos israelitas que tras dedicar su juventud a luchar por un Estado social en su país, comprueban al final de sus vidas que ese sueño se ha quebrado cruelmente. Su único hijo vive emigrado en Nueva York. Ellos tienen enormes dificultades económicas. Viven en soledad. Cercados por las limitaciones de su edad, por su falta de recursos, por su fracaso ideológico. Película que arruga el corazón. Que deja escasas rendijas a la esperanza. El director aguardaba en el hall la salida de los espectadores. Lo vi de cerca. Muy joven. Extrañamente joven para una película que se pone de tal manera en la piel de dos ancianos —magistralmente  interpretados por Yosef Carmon y Rivka Gur—.
La de ayer fue La piedra de la paciencia. A su final aplaudimos con entusiasmo. Agradecíamos la visión de una película espléndida. Nacido en Kabul en 1962, el realizador y escritor Atiq Rahimi ha adaptado al cine la novela con la que consiguió el Premio Goncourt en 2008. Está basada en las vivencias de una mujer afgana que cuida a su marido, en coma por una bala alojada en la nuca tras una reyerta. A medida que los días transcurren, la protagonista, interpretada por una bellísima Golshifteh Farahani, le empieza a desvelar sus sentimientos al marido inconsciente. Sus revelaciones ganan con el tiempo hondura, sinceridad, crudeza. Ese cuerpo inerte, inexpresivo, casi muerto, se convierte en la piedra de la paciencia. En la mitología persa, esa piedra es mágica y a ella se le confían los sufrimientos, las miserias, lo que no nos atrevemos a revelar a los demás. La piedra escucha, absorbe como una esponja todas las palabras, todos los secretos, hasta que un buen día explota. Y ese día, uno queda liberado. Con esa leyenda por trasfondo, en la película se narra de modo admirable tanto la opresión de las mujeres en los países islámicos, como las turbulencias y la ruina de la guerra. Y se logra, además, con una dirección casi pictórica, ya que se tiene en ocasiones la impresión de que con algunos lentos encuadres interiores, magistralmente iluminados, las imágenes parecen querer llenar más un lienzo que una pantalla de proyección.

miércoles, noviembre 14, 2012

La huelga y el infierno

 
Amaneció un día espléndido. Se aviaba uno temprano con el buen ánimo que da el sol madrugador y la ilusión de la correría por el monte. Vino a ensuciarlo todo, sin embargo, la noticia en la radio de nuevos cierres patronales. Asusta esta desolación creciente. Cómo no expresar de algún modo —queja, huelga, manifestación— que la salida no puede seguir siendo el ahogo ad infinitum. ¿A cuántos de los que están sufriendo en carne propia lo más cruel de esta crisis se les puede encontrar algún pedazo de culpa en ella? Y sin embargo la están pagando de modo inversamente proporcional a su responsabilidad. No es demagogia. Es más bien la única certidumbre que a uno le cabe en estos tiempos duros. Así que esta huelga consistía en algo tan simple como un ejercicio de empatía: ponerse en la piel del que no puede dejar de trabajar un día porque ni tan siquiera tiene días ya de trabajo. En el camino apenas nos cruzamos tráfico. Infiesto parecía un pueblo fantasma. Camino de Espinaredo el bosque avistado mezclaba  a lo lejos, con un pulso casi impresionista, los más diversos amarillos, ocres y cinabrios. En La Pesanca lo tapizaba todo la hojarasca. El río bajaba con alegría. La tierra supuraba una humedad de liquen. Quizás hubiéramos debido volver a tiempo de unirnos a las marchas convocadas al final de la jornada, pero las horas transcurren con una clemencia desacostumbrada en determinados lugares: cuerpos encontradizos, mesas compartidas, páginas precisas, paisajes soberbios. La huelga nos había condenado finalmente al infierno. Al río Infierno.

lunes, noviembre 12, 2012

"Este periódico"

Debería haber leído la nota dominical que la empresa dirigió a los lectores. Me dio pereza. Conclusión: no soy de fiar, no le doy las mismas oportunidades a todas las argumentaciones —me puede el instinto—. Aunque quizás no sea para tanto. Últimamente soy capaz hasta de contenerme admirablemente por mucho que sea el hervor encrespado que a uno le asalte el pecho. Incluso hace un par de días respiré hondo y relajé casi enseguida la hipertensión reactiva al comentario de un conocido al que no se le ocurrió mejor apostilla a los problemas de El País que decir algo así como “este periódico va a terminar muy mal”. No me revolvió la víscera la predicción —quizás no le falte razón en ella—, sino la incorporación de un demostrativo que no indicaba proximidad afectiva sino meramente física, casi despectiva. Somos cómo nos expresamos y a veces podemos analizar sintácticamente nuestra crueldad. Si en esa frase se hubiera incluido un “nuestro” (“este periódico nuestro va a terminar muy mal”) todo hubiera sido mucho más razonable. En el distanciamiento elegido había, sin embargo, una frialdad forense, la autopsia de quien despedaza a un extraño con el que nunca lo ha cruzado la vida. “Este periódico” no era una gacetilla insustancial, ni un tabloide sensacionalista, ni un libelo de la caverna mediática, ni un diario de Eritrea. Con “este periódico” aprendimos ciudadanía durante años, esa asignatura finalmente demonizada por quienes hoy gobiernan el país con el mismo pulso inalterablemente inmisericorde que parecen compartir los timoneles de El País diario. Y “este periódico”, además, ha seguido siendo uno de los escasos refugios donde era posible combatir las inclemencias de una prensa cada vez más escorada hacia el estribor, el panfleto y la soberbia. Como al resto de la sociedad, también a “este periódico” lo confundió la embriaguez de un tiempo prolongado de bonanza. Su semanal llegó a tener un aire casi permanente de catálogo pijo para ricos recientes. Sus editoriales una corrección de progresismo avergonzado. Sus directivos, un mentón de escualo. Y sus páginas, sobre las que se cimentó un pretendido imperio comunicativo, callaron demasiado a menudo sobre la deriva trilera de un negocio que se olvidó con el tiempo de cuál había sido su origen: un diario nacido sólo seis meses después de que expirase el dictador, sin pasado del que arrepentirse y con una esperanzadora voluntad democrática. Todos podemos cambiar el rumbo de nuestras vidas, el motivo de nuestros afectos, de ideas y hasta, si me apuran, incluso de religión, pero a lo que nunca deberíamos renunciar es al reconocimiento de lo que alguna vez nos hizo mejores: el cariño que sentimos por alguien, la valentía que nos enfrentó a lo injusto, las páginas de los libros que ubicaron nuestras terminaciones nerviosas, los paisajes donde fuimos dichosos, el cine que compartimos, la música que nos alimentó los sueños y también, cómo no, el periódico, nuestro periódico, que llevamos bajo el brazo desde un lejano día de adolescencia hasta estos turbios tiempos en que hasta la gratitud amenaza ruina.

lunes, noviembre 05, 2012

Na Viescona

Cuando pola cazumbre de les viesques
cuerre ya el mercuriu de la seronda,
la lluz del sol esnuda ente´l ramascu
el corazón mesmu de les solombres.

lunes, octubre 29, 2012

Botánico

Después de la lluvia del sábado, volvió el sol de nuevo en la mañana del domingo. Pero hacía frío a la sombra y de las esquinas empezaba a colgarse la humedad del invierno. Su costra tenaz y sus noches largas. Por los caminos del botánico se mezclaban el barro y las hojas. El río bajaba ruidosamente impetuoso. Bajo la fronda, incluso bajo la más desnuda, no venía mal subirse los cuellos del abrigo. 
No obstante, aquí y allá, pequeñas bayas de un rojo intenso salpicaban de vida amotinada la desolación de los jardines. El espino albar, el acebo, ciertos rosales. El rastro en cobre del vuelo de los petirrojos. La combustión del arce. Y algunas setas de color brasa encendiendo un fuego amigo en medio del bosque más umbrío. Sobre el estanque se aletargaban las navegaciones. Un caos de hojas a merced del agua. La copa extendida de un árbol injertado de otros muchos árboles.
En la aliseda, los senderos serpenteaban sobre el fango, camuflados en la hojarasca. Llevaban al corazón del frío. Defendiendo este país de otoño del sol bajo de octubre, atrincherando este ámbito de vegetación en la órbita estacional de los planetas, una legión de plátanos repelía la luz con su ramaje altivo. 

martes, octubre 23, 2012

Concierto

Foto de Alberto Morante
El viernes 19 de octubre actuó Paco Ibáñez en el Niemeyer. Lo acompañaba Amancio Prada. Tal vez fuera más preciso decir que era un concierto de los dos. Al menos así lo era para la organización, que presentaba a la par a ambos artistas en los carteles. Pero a uno le parecía más bien que era Paco el protagonista y Amancio el acompañante. Y como tal se comportó éste cuando compartieron escenario en la segunda parte de la actuación: orbitando en torno a Paco con una gestualidad algo afectada.
Supongo que para la mayoría de los que llenamos el teatro, tanto Paco Ibáñez como Amancio Prada son dos referentes musicales imprescindibles. Pero al primero lo apreciamos no sólo por lo que canta, sino por cómo a través de lo que canta ha forjado un discurso moral sin fisuras. Irreverente y tozudo. Posiblemente su voz haya perdido vigor con el paso de los años —a cambio, se ha vuelto más cálida y confidente—. Es seguro también que nunca ha pretendido convertirse en un virtuoso de la  guitarra —en ella se ha apoyado, de ella se ha acompañado—.  Pero esa figura con la que al cabo del tiempo nos encontramos sobre las tablas de los teatros cada vez que acudimos a su encuentro, ese Paco Ibáñez de cabellos blancos y atrabiliarios, que tan rigurosamente se atavía de negro como a la vez descuida el orden de sus ropas —el pantalón caído, por fuera los faldones de la camisa—, ese cascarrabias lúcido, ese niño viejo, ese cantante que se enfrenta a los conciertos con una mezcla de improvisación y arrebato, que sabe tomar, más por oficio que por intención, el pulso de su auditorio hasta ofrecerle lo que le pide sin renunciar a lo que el artista a su vez quiere, esa compañía con la que hemos convivido a lo largo de nuestras vidas, como con una conciencia desgarrada de la que no deseamos ni debemos abdicar, y que hemos procurado, cuando llegó la hora, compartir con nuestros hijos, ese hombre grande y desgarbado, arranca siempre de nosotros la mejor de las rabias, la de sentirse en pie y dar noticia de ello, la que arrincona contra las esquinas oscuras de la vida lo peor de nosotros mismos: la debilidad, la codicia o el olvido.
Por su lado, Amancio Prada ha entendido de otra manera la profesión. Se ha mostrado muy preocupado también de lo instrumental, de cuidar y mejorar su voz, de que la propia música alcanzara incluso una relevancia pareja a la de las letras con que se nutre.  Atento a  su imagen. A la puesta en escena. A las luces. Al ritual. Compilando a lo largo de los años poemas de amor, versos de García Calvo, romances de antaño, misticismos, ferlosianas, canciones francesas y saudades galaicas. Sucediéndose en su carrera, pues, etapas, atenciones e intenciones. Capas superpuestas de una geología finalmente semipreciosa.
Por el contrario, la terca voluntad de Paco Ibáñez ha ido acumulándose en delta, en limo de aluvión arrastrado por el curso ininterrumpido de un río que ha buscado siempre sin desmayo una misma desembocadura. Quizás por eso no se hizo del todo fácil conciliar ambas voces en el concierto. Acordar la atildada compostura de un cantante que parece perseguir la belleza sobre cualquier otra cosa y el desaliño de un trovador empeñado en la verdad —que suele ser una forma mucho más amarga de belleza—. A los dos los volvería a ver uno a gusto, pero mejor a cada uno adueñado de su mundo, de su propio concierto, de su particular manera de enfrentarse al público: con cierta mise en scéne el berciano y con la desnudez más cruda, Paco.
Tengo la sensación de que Amancio Prada se fue plenamente satisfecho del Niemeyer. Me da, en cambio, que Paco Ibáñez se hubiese sentido más cómodo si, por momentos, la media naranja del reparto no nos hubiera privado de su mejor versión, la de un tipo que para comerse el escenario y entusiasmar a sus espectadores no necesita más que una silla donde apoyar la pierna sobre la que toca la guitarra y de una voz, personal y entrañable, con la que desgrana un repertorio único, el de esa poesía con la que crecimos, amamos, lloramos y en un tiempo incluso hasta galopamos.  

viernes, octubre 19, 2012

Marejadilla

De las marejadas nos fascinan sus olas más altas. Arremeten contra los espigones y los acantilados y dejan en el aire un rastro de vía láctea. Hay, sin embargo, otras maneras de fijar en la retina los oleajes. Contra la fugaz pirotecnia de la espuma, la paciencia de la mirada alcanza en ocasiones a cuajar en humo hasta el más violento de los embates. El temple nos  deja entonces por recompensa una dignidad de óxido altivo.

lunes, octubre 15, 2012

El fotógrafo

Foto de Xuan Nel Saez
Al fondo, bajo el bosque, se alejan tres caminantes apoyándose en la diagonal del otoño. Son apenas un contrapeso en el fiel de la fotografía. La mancha sobrevenida que atrae sobre sí la mirada del espectador. No lo quiso de otra manera el hacedor de la imagen: rehuyó los rostros de quienes le acompañaban en la travesía y procuró retratar, en cambio, el eco apagado de sus pasos sobre el tapiz de la hojarasca, bajo la luz tamizada por el ramaje aún resistente del hayedo. Como quien escribe o como quien pinta, el fotógrafo que trocea el mundo a través de un visor persigue explicaciones, plasma estados de ánimo, espera una revelación repentina y se agarra al consuelo de esas parcelas de vida ordenadas en la precisión de la luz y el encuadre. Cree detener con ese afán el instante. Apresarlo en su urdimbre de lentes. Y que al hacerlo detiene a la vez también el tiempo. Que de algún modo lo encofra manteniéndolo a mano. Recuperable. Habitable de nuevo cuando la nostalgia lo requiera. El fotógrafo busca incluso en ocasiones apaciguar el curso de los ríos. Tejer con el agua detenida un velo que cubra los ojos del paso de los días. 

lunes, octubre 08, 2012

Viernes al sol

Viernes al sol. Esa tibieza de otoño suave pica en la piel como el deseo. Te echa al monte. Persigues carretera arriba un trampolín sobre el que impulsar tus pasos y te descubres enseguida caminando bajo unos pinos altos, de copa inalcanzable, de tronco esbelto, oscuro y desnudo. Y enseguida, dejado atrás ese bosque inicial, el paisaje te ralentiza. Porque la belleza, a veces, es capaz incluso de coagular el gesto, y hoy ese decorado que alcanzo de pronto, diluido ligeramente por la luz espesa de la mañana, empastado como todo lo que se acerca al ojo desde las grandes distancias y constituido por una geología constreñida, estrujada por los dioses en una verticalidad de aristas poderosas, en una papiroflexia titánica y sobrecogedora,  se levanta como, los sueños, por encima de la niebla de las primeras horas y se revela, entonces, como una Atlántida emergida sólo para este caminante paralizado.


Recuperado el paso, avanzo con la pereza del que sabe que yéndose está alimentando ya con su marcha una irremediable melancolía que es queja por la pérdida de lo que se ha descubierto con asombro y se nos va o se abandona, de lo que se nos ha dado generosamente a cambio de nada, o de lo que nos ha curado como por ensalmo. Y en ese tránsito hacia la cumbre, bendecido por el azul de los cielos, me afano en fijar los perfiles superpuestos de los cordales, la intensidad degradada de su sombra transida de calima. He llegado desde el recogido ámbito de un apartamento urbano, desde el trazado angustioso de un callejero. No debe extrañar que esa bofetada de inmensidad trastorne mi atención, la hipnotice durante un largo trecho. Justo hasta que la fatiga me devuelve hacia dentro, justo hasta que el esfuerzo me trae desde lo que no alcanzo más que forzando la vista y me tiene suspendido en lo alto como a las aves, hacia el latido interno que de pronto me humilla con su resuello. No soy nada más que un hombre fatigado que sube un pico y al que un paisaje hermoso como pocos lo ha mantenido alejado por un rato de las miserias de toda extenuación.
De regreso, después de reposar en lo más alto, de voltear la moneda y alcanzar un reverso de costa en bonanza y playas cuidadas como cutículas, de retratarme en un hito geodésico confirmando así una pequeña gesta de la voluntad, el cansancio de los músculos y de los párpados me orienta ahora ya no hacia el horizonte sino hacia las orillas. Sobre ellas se levanta hasta la más inalcanzable cima. Igual que se levanta sobre el más pequeño de los pasos, todo itinerario: paseo o vida.

 

lunes, septiembre 17, 2012

El último largo

Foto de Duccio Malagamba

Al final de su esfuerzo, el nadador de Cheever llegaba al otro lado de la vida. Ayer, después de salir del último y fatigante largo, sentí un poco de frío por la brisa de la tarde, pero también quizás debido a una certeza repentina: que ese último largo me había llevado no sólo al otro lado de la piscina, sino también al otro lado del verano. Antes había estado leyendo al sol el periódico y su suplemento dominical. De esas páginas se asentaba el poso de un artículo de John Carlin sobre la Light and Hope Orchestra, una formación musical egipcia de mujeres ciegas. Relato de cómo puede superarse un arrinconamiento debido a la propia condición femenina y a la limitación física, y advertencia, al tiempo, sobre el riesgo de que ese logro casi milagroso de dignidad y futuro quede en nada si las ingenuamente llamadas primaveras árabes terminan por favorecer el auge del fanatismo. Algunas páginas después se denunciaba en otro artículo que por nuestros lares se cierne también una amenaza de tintes religiosos. Una amenaza menor, incomparable, es cierto, puesto que no pone como aquélla en riesgo vida alguna, pero que no deja de ser preocupante por su tufo sotanero y casposo. Que un ministro que, antes de entrar a formar parte del gobierno, se las tenía en los mentideros periodísticos por adalid liberal, pretenda amparar legalmente la segregación por sexos que unos cuantos centros concertados, mayormente opusdeísticos, practican con la financiación hasta no hace nada (una sentencia reciente del Supremo parece haberlo remediado) de las subvenciones estatales —con el dinero de todos, por tanto—, produce, más que indignación, desconsuelo, tristeza de que un país, mi país, retroceda tanto en tan poco tiempo. A veces uno siente que mastica hartazgo. Tal vez haya en ello también algo de esa melancolía con que nos arruga el último largo del verano, ese rastro frágil que dejamos en el agua apenas hace nada y que ya no vemos, ese rastro que se vuelve sombra en la estación menguante y hasta en la vida misma. 

martes, septiembre 11, 2012

De la América profunda

«La realidad es que nuestra economía actual consiste en tener en danza permanentemente doscientos cincuenta millones de vehículos dando vueltas por ahí, de casa al curro y del curro a la zona comercial, y sus ocupantes comiendo todo el día pollo frito. No fabricamos casi nada. Nos limitamos a consumir un petróleo cada vez más escaso en barrios urbanizados cada vez más extensos y alejados de los lugares de trabajo, y que van construyéndose con el dinero de las hipotecas prestadas a gente que no tiene la menor idea de lo que está ocurriendo».
En estos días en que, con la designación de Mitt Romney como candidato republicano y de Obama como candidato demócrata, se da la salida a una nueva campaña electoral en los Estados Unidos, ha estado uno enfrascado en la lectura de un libro de Joe Bageant que resulta muy recomendable para entender eso a lo que se llama “América profunda”, y que como siempre que se le pospone tal adjetivo a un país, no es sino el magma íntimo, oculto, convulso y vergonzante del carácter nacional.

Crónicas de la América profunda (traducción muy libre de Deer Hunting with Jesus: Dispatches from America's Class War, es decir Cazando ciervos con Jesucristo) fue publicado por Libros del Lince en el 2008. No es por tanto una novedad editorial. Y hasta quizá esos años transcurridos le hayan quitado algo de frescura a algunas de sus referencias; no en vano se trata de la narración de un periodista —lo que siempre supone apego a lo inmediato—. Ello, no obstante, no le quita ni un ápice de interés a lo relatado: denuncia de una sociedad cada vez más despiadada con los desfavorecidos y daguerrotipo de una idiosincrasia heredada de los viejos colonizadores de frontera.

Joe Bageant nació en 1946 en Winchester, Virginia, en el seno de una familia de lo que se conoce como “white trash” (blancos pobres). A los diecisiete años se alistó en la Marina y luchó en Vietnam. Después trabajó en oficios diversos, vivió en una comuna hippy y hasta en una reserva india. Muy poco a poco se hizo un hueco como periodista, reportero y editor en modestas publicaciones. En 2001, a sus cincuenta y cinco años, regresó a Winchester, donde aún seguía viviendo parte de su familia. De esa vuelta a sus orígenes nació Crónicas de la América profunda, en el que se denuncia y analiza la progresiva degradación de los trabajadores blancos norteamericanos. Cada capítulo trata de alguno de los males que azotan al país en las últimas décadas: el desprecio de los ámbitos rurales por el liberalismo progresista, el endeudamiento de las clases obreras como consecuencia de hipotecas abusivas sobre viviendas de ínfima calidad, el desmantelamiento de los servicios sociales y sanitarios públicos, la comida basura, la demasiada cerveza, el fundamentalismo religioso y su proyección sobre el sistema educativo. En medio de ese desolador panorama, Joe Bageant intenta entender por qué esas clases medias que, paulatinamente, se han ido transformando en legiones de menesterosos, ven, sin embargo, no sólo con recelo, sino hasta con agresividad, a quienes desde posiciones políticas liberales o de izquierda abogan por un estado más fuerte y social, por una sanidad pública y universal.  Por qué, sin embargo, los republicanos han conseguido la confianza de ese electorado, apelando a esa conciencia de pioneros fronterizos para la que cualquier infortunio no es nunca una carencia social, sino únicamente un fracaso personal.

Bageant murió de cáncer en 2011. Con el dinero obtenido gracias al éxito de sus Crónicas se instaló en México. Dicen que allí hizo lo mismo que en su vuelta a Winchester, lo mismo que había hecho también a lo largo de toda su vida: charlar con la gente en las barras de bar. Era su manera de acercarse a la realidad, de comprender y de alertar.

«Gran parte de la lucha por recuperar el espíritu de América consiste en sanar las almas de los americanos y hacer que despierten de esa superabundancia de artículos de consumo y espectáculos que los idiotiza. Consiste en asegurarse de que rechacen la tortura como una actividad propia de “héroes” y dejen de pensar que los bebés deformados por el uranio empobrecido son solamente “el precio de la libertad”».
 

lunes, agosto 27, 2012

Los jitos

 
Aquella cita de Faulkner que hablaba de que un paisaje se conquistaba con la suela del zapato y no visitándolo en automóvil, suele dar mucho juego como introducción a cualquier relato montañero. Uno, en cambio, cree más bien que no debe llegarse a los paisajes con afán posesorio nunca, ni a pie ni en coche, sino siempre con la humildad de quien está de paso, de quien sabe que para ese pedazo de mundo admirable que visita se es tan sólo poco más que una mota de polvo en el aire, minúscula y vertiginosamente frágil. Quizás no esa esa manera sumisa de estar sobre lo mejor de la tierra más que un reflejo del desasosiego que me puede ante cualquier panorámica inabarcable, sea tormenta, océano o precipicio. El sábado, sobre la cima alcanzada después de una ruta de más de cinco largas horas de caminata, el paisaje era tan grandioso como sobrecogedor. Al final del vacío, más de mil metros por debajo de nuestros pies, un minúsculo caserío reposaba en el extremo sur de la garganta por donde trascurría lo que sabíamos era un río y desde allí parecía tan sólo el hilo retorcido de un orfebre. En la ruta, uno de los chavales, no sabiendo de las costumbres en la montaña, había echado abajo la pequeña arquitectura de un jito, esas pirámides de piedra y aire que guían al caminante creía que se trataba del capricho ocioso de quien haciendo alto en el camino se había entretenido apilando pedruscos. Le hicimos saber su error y le hablamos de que era importante conservar esas señales orientantivas. Al bajar de la montaña la niebla se nos echó encima de repente. Tan sobre los hombros que pesaba como los malos presagios. En medio de la caliza y de ese aliento húmedo de las alturas nos reconocimos perdidos. Antaño, la niebla volvía igual de oscuros los caminos de la mar que los de la montaña. Sólo la luz de los faros orientaba entonces a las naves y sólo los jitos devolvían la calma al descarriado en las cumbres. En nuestra excursión los jitos fueron lazarillo. Cada vez que alcanzábamos uno, nos desplegábamos en círculo en busca del siguiente. El grito del que lo hallaba guiaba al resto. Llegamos así al refugio. En el camino, el mismo chaval que había derruido a la mañana y bajo la luz generosa del sol una de aquellas construcciones que creyera meramente ornamentales, se fue afanando en la niebla por añadirle más piedras y altura  a cada uno de los jitos encontrados. Algo se había aprendido.
 

domingo, agosto 12, 2012

Naftalina

En La Nueva España del jueves, Pedro de Silva, en un acertado artículo titulado Retro, hablaba de ese "recio olor a naftalina" que empieza a desprender la radio y la televisión públicas:
"En la reocupación partidista de RTVE hay algo peor que el sectarismo y la patrimonialización: un aire a vieja política, a fondo de armario del que se recuperan viejas prendas ya olvidadas, con un recio olor a naftalina. En realidad hace mucho que la televisión pública dejó de ser un factor determinante para las batallas de opinión. Hoy los ingredientes para que arme la masa del afecto o el desafecto político circulan a toda velocidad por las redes, y los hechos informan de la realidad en directo, mucho más que las versiones de los hechos. La televisión pública pudo ser (y estaba empezando a ser) un valioso reducto de la verdad informativa, un bien inapreciable, de los que de veras hacen país, o, si se quiere patria. Comenzaba a ser también un punto de encuentro de opiniones, en una hora en que el encuentro hacía más falta que nunca. Otra batalla perdida para una idea moderna de país."

viernes, agosto 10, 2012

Vecinos de verano

Sabemos que en un lugar podríamos vivir también durante un tiempo cuando al final del día nos puede allí un deseo de quedarnos,cuando miramos despacio y con ganas alguna casa y nos imaginamos haciendo vida en ella. Cerca está la playa donde hemos pasado la tarde. Es un arenal rodeado de pradería. Una recogida bahía de aguas generalmente plácidas, de sombrillas y veraneantes sin prisa. Leímos a la sombra. Con el escaso rumor de fondo de algunas conversaciones discretas. Con el tictac popio de ese rincón donde el tiempo transcurre a golpes de palas y olas menudas. Fue además un placer bañarse, tentar la ilusión de acercar el horizonte y el acantilado calizo que se precipita sobre él; volver la vista sobre la orilla y abarcar la playa entera, su dispersión de colores, el zumbido sordo de las voces y las risas de los niños, los senderos de tierra que zigzaguean entre el verde y enlazan calas y caseríos. Hay días en que uno se descubre alma de pirata y quisiera acumular en alguna gruta del alma todo lo robado en el viaje: las páginas de un libro de Sándor Márai que reposa en la toalla, la luz espléndida de una tarde de sol bajo una sombrilla, la presencia de quien comparte esas horas con nosotros, la brazada confiada que nos vuelve ligeros sobre el mar y la cerveza apurada en la terraza de ese pueblo del que nos hubiera gustado ser, al menos, vecinos de verano.

miércoles, agosto 08, 2012

Estuario



Joaquín Sorolla
Este estuario fue a principios del siglo XX centro de verano  para algunos artistas señeros. Rubén Darío se hospedaba en Riberas. Y pintores como Sorolla, Alfredo Perea, Casto Plasencia o Cecilio Pla venían a la llamada de amistad del pintor Tomás García Sampedro, quien en su casa, conocida como Doña Demetria, formó un grupo al que se le denominó "Barbizón Asturiano", emulando al famoso grupo francés.
Estuario arriba subía una brisa húmeda, fresca y salina. Estuario arriba volvía al atardecer un velero ligero que iba rasgando el agua tan precisa y delicadamente como una tijera afilada rasga una pieza de seda. Volvíamos ya y por el muelle le comenté a M. que seguramente sería un placer sentarse allí a leer hasta que se apagase esa última luz del día que se desparramaba espesa y tibia sobre las paredes de la lonja. Habíamos paseado por las dunas. Habíamos visto correr a Titou hasta la orilla como a un lebrel tras una presa. Habíamos comido en la terraza del puerto arroz y atún. Habíamos compartido a la sombra charla, café y tabaco. Y hasta habíamos conocido a un borracho digno y elegante, que nos habló de su vida en la mar como tercer oficial de puente, de Buenos Aires y de Atenas, de su bachiller en el colegio San Fernando y de los cuatro reyes visigodos principales: Leovigildo, Recaredo, Rencesvinto y don Rodrigo. Ya a la tarde, el propio R. nos fue enseñando los cuadros que expone en el Aula del Mar. Abigarrados y con un punto de misterio. Resultó todo como estar de viaje en un pequeño pueblo de costa, un tranquilo villorrio razonablemente crecido de veraneantes, pero celoso aún del sosiego y el suficiente silencio.

domingo, agosto 05, 2012

Remexones

"En una excursión a pie se viaja en busca de un cierto estado de alegría, de la esperanza y animación con que la marcha da comienzo en la mañana y de la paz y plenitud espiritual del descanso de la noche."
R. L. Stevenson (Virginibus puerisque y otros ensayos)

jueves, agosto 02, 2012

En el huerto

Hasta que las nubes ocultaran por hoy el sol, leía uno a la sombra, arrimado al muro de hiedra y mirto. Llevo un par de días enfrascado en los relatos de Jhumpa Lahiri. Me hice con su Tierra desacostumbrada después de que en un artículo de Babelia, Carlos Boyero lo recomendara vívamente -ahora puedo confirmar que con  acierto-. Chema, el librero, me apuntó que tras esa mención en el periódico, el libro está viviendo una especie de relanzamiento dos años después de que se publicara en nuestro país. Me gustaría escribir con calma sobre estos cuentos cuando los acabe. Son como variaciones de unos cuantos mismos temas: el amor, la familia, el desarraigo. Bengalíes empeñados en que sus hijos triunfen en los Estados Unidos, pero al tiempo, en no perder su identidad, la urdimbre con que los ata el parentesco, las tradiciones que les recuerdan de dónde vienen, su lengua, sus costumbres, su comida, sus vestidos. Y todo ello narrado con esa aparente facilicidad de la buena literatura. Lectura adictiva, emocionante, envidiable.

Foto de Pañeda

Ayer hice pastel de calabacín. Habíamos estado en el valle de Guimarán. Está cerca y sin embargo tiene algo de recóndito. Se toma la carretera que conduce a Candás y a la altura de lo más gris, de lo más sucio, de lo más descuidado, del trayecto más industrial, en el hito mismo que levantan las enormes chimeneas de la térmica de Aboño, se gira hacia el oeste y en unos pocos kilómetros el paisaje se vuelve casi milagroso. Fértil, hondamente rural, tendido entre las suaves estribaciones de Prendes y Areo, con el monte Gorfolí al fondo. El prado de R. está escondido. Protegido del norte por una sebe de moreras enmarañadas y abierto todo el resto al arco solar. Se llega por un camino terrero. En el huerto crecen judías, zanahorias, tomates, patatas, pimientos, cebollas, puerros, lechugas y calabacines. R. ganó hace nada un premio que la consagró como la mejor horticultora del valle. En cuanto puede se escapa hasta ese su rincón. Poda, siembra y riega muy al atardecer. Allí pasamos unas cuantas horas. Merendamos, bebimos sidra y tomamos café cubano. Volvimos cargados de verduras. Para cocinar el pastel se pocha cebolla muy picada y calabacín en trozos menudos y con algo de piel. Por otro lado se baten huevos, una cucharada de aceite, unos puñados de harina, levadura, nuez moscada y sal. Se une todo y se hornea.
Empieza a refrescar. Habrá que retirarse. En otro tiempo, me molestaba que por aquí el cielo frunciese tan a menudo el ceño. Ahora, sin embargo, agradezco estas treguas en el verano (casi hasta las más prolongadas). Queda pastel aún en casa. Y cerveza. Y más de cien páginas aun hasta el final del libro de Jhumpa Lahiri. No es mal plan para el resto del día.

martes, julio 31, 2012

Seré inflexible

¿Cuánto puede medir esta playa? Me hago esa pregunta ociosa abarcando con un golpe de mirada su extensión. He de recordar al volver a casa que puedo comprobar su longitud exacta en una guía sobre el litoral que guardo en la biblioteca. En cualquier caso y a esta hora en que la marea anda a medio camino, creo que la distancia debe de ser de más de doscientos metros. La he recorrido por la orilla de extremo a extremo. Apenas si habrá sobre su arenal un par de docenas de bañistas. Desperdigados, solitarios en sus propios espacios, casi reinos, y dedicados, por tanto, con suficiente intimidad al sol, la lectura, los chapuzones, el paseo o la charla. El día está algo indeciso. Habían pronosticado incluso lluvia. De momento luce el más del tiempo una luz cálida y espesa a la que las nubes le dan una intermitencia que mantiene agradable la temperatura. No se oye más que el latido rítmico del escaso oleaje. A lo lejos pesca una pequeña barca de casco rojo. Sobre la línea del horizonte se levanta la vela de una embarcación que navega muy despacio. Estaba uno leyendo hasta hace un momento una gavilla de relatos titulada Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos, cuyo autor es Mario Martín Gijón. Debería ser fácil aquí concentrarse en la lectura. Nada altera la paz del aire. Y sin embargo, es precisamente ese sosiego el que me hace dejar en la arena el libro. De pronto, y como eclipsando lo que leo, se me despierta una revelación sobre la que, además, me urge escribir. Una consciencia súbita de que en este lugar tan condenamente hermoso, tan sin ruidos y en el que es posible además sentirse solo, se alcanza la sensación de ser dueño por un rato de la vida. Por eso me imagino como al protagonista de uno de esos cuentos que estaba leyendo, El destierro en Bugibba, regresando mañana de nuevo “a la playa, a mi playa, desolada pero extrañamente acogedora. Imaginando sus olas transparentes dándome la bienvenida. Siento curiosidad por el rostro de la recepcionista cuando le diga que quiero prolongar mi estancia durante otros quince días. Eso sí, en otra habitación, y con vistas al mar. Seré inflexible”.

lunes, julio 30, 2012

José Ramón Fernández y el otro lado del jardín


El próximo miércoles, día 1 de agosto, José Ramón Fernández inaugura exposición en el centro Puerta del Mar de San Juan de la Arena.

J. Ramón Fernández (San Esteban de Pravia, 1950) pinta desde muy joven. Desplazado a París en 1973, vive allí durante algún tiempo antes de proseguir un itinerario iniciático por Europa. Trabaja luego en Madrid, con el pintor Juan Gomila. Hace algunas exposiciones tanto individuales como colectivas, pero al cabo de un tiempo, decide apartarse del mundo social del arte, aunque sin renunciar nunca a la pintura. Desde entonces se ha dedicado profesionalmente al diseño de muebles. No obstante, no ha cejado en su vocación creativa con estudios sobre grabado e interés en el diseño gráfico por ordenador. Incluso en los últimos tiempos se ha adentrado en el mundo de la luthería. En fin, que Ramón traspasa de continuo la difusa frontera que tan arbitrariamente se establece a menudo entre lo artesanal y lo artístico, porque sus trabajos tienen la delicadeza de un creador, y sus creaciones el rigor de todo el que conoce bien un oficio. No diré dónde (aspiro a compartir el misterio y hasta su disfrute), pero Ramón se adueñó un día de un rincón del mundo y como un dios refinado le dio a un jardín, su jardín secreto, la forma exacta de los sueños. Allí vive, pinta, talla, lee y es feliz, cuida de las plantas y los colores, oye a José Larralde y hasta él mismo, en ocasiones especiales, nos canta a sus amigos. Hay quien le pregunta por qué no pinta en sus cuadros ese lugar donde tan a menudo es dichoso; un poco a la manera de Monet en Givenchy. Os diré por qué creo que no lo hace: porque se pinta o se escribe sobre lo que se le escapa a nuestra voluntad. Esa inaprensible materia oscura sobre la que no tenemos dominio alguno y que nos recuerda que somos apenas poco más que títeres colgados de una cuerda por la que los artistas trepan, rebeldes, con éxito dispar. Tampoco Monet pintó sólo nenúfares, sino el cambiante matiz de su color, una precursora abstracción donde había mucho más que un estanque. Del mismo modo, Ramón también traspasa los lindes de su jardín. Se adentra en el bosque. Bajo los lubricanes más ardientes o en las noches de luna llena. Y siempre hay en su manera de afrontar la pintura, una suerte de figuración arrepentida, como si se apoyara en la naturaleza (árboles, campos roturados, estanques, nieblas o mares) sólo como un trampolín desde donde emprender una indagación íntima, atormentada o feliz, pero siempre fértil.

domingo, julio 22, 2012

Final de viaje














Contra los degarros del tiempo

Salimos del hotel
con el firme propósito
de darle la espalda al último sol
sobre los tajamares
del puente della Trinitá.
Estábamos yéndonos ya
y deseábamos fijar la mirada
en las ascuas con que la tarde
enciende las aguas del Arno.
Que ardieran en su cauce
los buenos y malos momentos
que siempre le salen al paso
a quien anda lejos de casa.
A quien luego cuenta o escribe
de lugares, de paisajes y gentes,
procurando un relato amable
que sólo engarce dichas.
Mintiendo entonces y olvidando
que el viaje es sol, pero también es frío,
y que el viaje debiera concedernos,
sobre todas las cosas,
una encarnadura suficientemente fuerte
contra los desgarros del tiempo.

martes, julio 17, 2012

A orillas del Arno










Desmitificando encuadres

A esta altura del rio
apenas si levanta la mirada del cauce:
clava su pértiga en el limo
y compone contra el verde oscuro de las aguas
una estampa de porte impresionista,
la de un barquero ensimismado
al que se avista por sorpresa
entre el ramaje del bosque.

Pero la verdad sin embargo es otra:
desde los pretiles de Ponte Vecchio
un loco enjambre de turistas
dispara sus cámaras
con la misma crueldad
con que los psicópatas vacían
el tambor de sus revólveres.

Por eso no mira nunca hacia arriba
cuando llega a las arcadas del puente,
sabe que siempre resulta mortal
un disparo perdido entre los ojos.

domingo, julio 15, 2012

En Arezzo












La Trinitá d´Arezzo

Ya hace años que no se acercan a la capilla,
pero podrían dibujar de memoria
el rostro de la princesa Elena,
el árbol de Adán,
el puente sobre el Siloé
y hasta el mismísimo Cristo crucificado.
Estudiaron arte,

amaron a Piero della Francesca
y echaron raíces en Arezzo.
Pero al cabo del tiempo,
sentados a la sombra de la plaza
esperan ahora a que algún turista
pida precio por esos cuadros
que pintan con desgana
y por ganarse la vida.

(Tal vez sea todo una invención,
pero ella mira hacia la cámara
recelosa de un viajero curioso
que se empeña en fijarse más en la gente
que en los muros centenarios
de iglesias y palacios.)

jueves, julio 12, 2012

En el Valle d´Orcia














Postales toscanas

Si alguien le arrancara a esta tierra
cipreses, campos y caseríos,
dejaría al descubierto por debajo
el trazo de un geómetra toscano,
de un almagre sobre el que no se pintaron frescos,
sino sobre el que se ordenó el paisaje
tan precisamente
como un mundo recién creado.

miércoles, julio 11, 2012

En Lucca














La Madonna de Lucca

Como vuelta a la vida,
la Madonna de los altares
proyectaba su reflejo en el atrio:
se le había convertido el manto en harapo,
la corona, en greñas,
y el niño del regazo
le andaba descarriado por las calles
descuidando carteras.

martes, julio 10, 2012

En Firenze












Duomo de Firenze

Algunas mañanas
los mármoles del Duomo
dejan sus hornacinas
y se suben a las bicicletas.
Pasean por la ciudad
con zapatos de Prada
y alforjas de cuero florentino.
Y son incluso más vistosos
sobre las aceras de las calles
que en los muros de la catedral.