De las
marejadas nos fascinan sus olas más altas. Arremeten contra los espigones y los
acantilados y dejan en el aire un rastro de vía láctea. Hay, sin embargo,
otras maneras de fijar en la retina los oleajes. Contra la fugaz pirotecnia de
la espuma, la paciencia de la mirada alcanza en ocasiones a cuajar en humo
hasta el más violento de los embates. El temple nos deja entonces por recompensa una dignidad de
óxido altivo.
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